Como ya pasó en el 2005, presiento que todos los putos gilipollas conocidos y desconocidos de mi entorno van a estar todo el condenado año entrante con la consabida rima en la boca. Esa que estáis pensando, sí, esa. ¿Y sabéis por qué? Porque ninguno de ellos ha muerto todavía, joder. Todos siguen vivos.
Lo peor es que en estos veinte años transcurridos habrán desarrollado hasta límites extraordinarios su odiosa capacidad para hacerse los graciosos sin serlo. Mientras que yo he perdido en paciencia, y apenas me calma ya recurrir a mi saco de boxeo, a mi cuantioso surtido de maldiciones o jugar a los dardos con la cara enmarcada de la princesa Leonor.
La experiencia ya me enseñó que los primeros cinco o seis meses son los más duros. Si durante ese tiempo logro contener los deseos sobrehumanos de darles sepultura, los meses restantes se harán mucho más llevaderos, y tanto yo como ellos podremos continuar con nuestras vidas, al menos hasta el 2035, que no es poco.
La verdad es que tenía un mal presentimiento que me palpitaba en el occipucio, y eso que no tengo sentido arácnido ni sexto sentido. Pero ahora ya sé por qué estaba desquiciado y escribía de un modo más compulsivo que de costumbre. Por lo visto, el noticiario que más se ajustara a la ideología de sus televidentes informaba que la pasada Nochebuena había sido la más agitada de toda la historia. Aparte de los siempre acontecidos accidentes de carretera y comas etílicos, se habían centuplicado las muertes por violencia doméstica en todo el país.
Ahora entendía aquellos alaridos de agonía y furia que se habían producido por todo el vecindario hasta bien entrado el amanecer. Buenas muestras de ello eran las imágenes de mutilación y sangre que los familiares supervivientes compartían en sus redes sociales por un puñado de likes. Los youtuberos e influidores tampoco eran menos, y a la par que ganaban suscriptores, ofrecían una minuciosa casquería narrada y visual de los hechos. Sin duda, la materia que nos componía era débil, dulce y perecedera.
Los servicios de sanidad y emergencia se quedaron sin bolsas de cadáveres y todavía quedaban cientos por recoger. Me pregunto si son las drogas de bares y farmacias, los caprichos atmosféricos o los ciclos lunares los que seguían activando los resortes más ocultos de nuestra mente para el enfrentamiento. Pero la verdad era que, parapetados tras nuestros muros de tecnología y falsa tolerancia, desde que uno de los dos hermanos murió a manos del otro allá por el Génesis, seguíamos dispuestos a despedazarnos entre nosotros a la menor oportunidad.
En cualquier caso, yo no soy de compartir nada en la red salvo lo que aquí escribo, pero estaba vivo y sin un rasguño. Así que para celebrarlo deglutía un extraño reserva de tinto con sabor a metales nobles y plagas mesiánicas. Como siempre, con música de fondo que me trasladara a lugares salvajes y desconocidos, pero más amables que los actuales. Y con el deseo de que vosotros, estimados lectores y queridas lectoras, también hayáis sobrevivido a la Nochebuena del horror.
Si bien somos hijos de Caín, los días que restan podemos tratar de ser como Abel.
Había llegado el momento. Las mesas de millones de hogares dispares ya estaban preparadas. En algunas se exhibían platos acordes con nóminas tercermundistas y modestas, que serían devorados con la cubertería corriente de todos los años. En otras, se desplegaban banquetes de barroquismo insultante, que serían acometidos con la cubertería carísima destinada para estas fechas.
Con todo, se trataba de juntarse con los seres queridos y no tan queridos, y entre bocado y bocado, vino va y vino viene, que el espíritu de la falsa concordia imperase entre risas impostadas y actitudes infantiles. Era la cena de la paz y el amor, y cumplir con la tradición exigía ciertos sacrificios.
Los hambrientos comensales estaban dispuestos. Unos, a la espera del mensaje del parásito anacrónico de la nación, Bobo Solemne, hijo de Simpático Holgazán. Otros, a cualquier otra cosa más digna y necesaria que no afectara a la salud ni a la digestión. Algo bastante difícil de conseguir con la tele encendida.
Pero entonces sucedió.
Los honorables abuelos octogenarios Onesiforo y Clodoveo, tambaleantes por el alcohol ingerido más que por la edad, por fin resolvían sus diferencias ideológicas en medio del salón a golpes erráticos de cayado.
En otro hogar, la suegra Cancionila y la nuera Quiteria, disconformes con quién de las dos debía ser la heredera de la fortuna familiar, se batían en duelo encarnizado en medio del pasillo al más puro estilo quinqui, asiendo por el cuello las botellas rotas de anís de baja calidad que se habían pimplado.
En otra familia, los cuñados Isacio y Lupicino, uno merengue hasta la médula y el otro culé hasta las entrañas, confrontaban la honorabilidad del palmarés de sus equipos a mandobles de cuchillo jamonero, saltando de un mueble a otro como Jedis encocados. Ambos sangraban abundantemente.
En otra casa, las tías Riciberga y Radegunda, obesas y de voracidad insaciable, se disputaban como embrutecidas luchadoras de sumo la última pieza de cordero lechal anegado en salsa de frutos del bosque, con sus nueces y todo.
En otra vivienda, el suegro Evelásio entraba en coma irreversible por una sobredosis de polvorones esteparios, empujados gaznate abajo por el yerno Ervigio con la escobilla putrefacta del retrete. Nunca era tarde para cobrarse la cuantiosa deuda de aquella timba de póker de hace siete años.
Los hermanitos Pablito y Sarita presenciaban cómo papi y mami discutían de nuevo sobre los trámites del divorcio, sin quedar del todo claro quién de los dos progenitores sería el primero en arrancarle el cuero cabelludo al otro con la espátula de untar el paté de oca.
Y poco a poco, incapaz de perdonar, el espíritu humano se fue imponiendo al navideño en sus excesos de toxicidad, odio y locura, extendiéndose durante toda la noche hasta colapsar el país entero. Las zambombas enmudecieron y nadie pudo escapar del caos.
Sin duda, nos esperaba un 25 de diciembre de lo más dulce.
Eran las ocho de la tarde y la orgía de luz navideña funcionaba a pleno rendimiento en la ciudad podrida. Yo era uno más de la marabunta que atestaba las calles, dirección a ninguna parte; desapercibido, solo y muy abrigado. La masa de humanos hormiga discurría con obstinación sincronizada a la salida y entrada de los comercios, grandes y modestos, con un objetivo claro y común. También había numerosos rebaños de adocenados humanos oveja, consumiendo en los bares y poniéndose al día de banalidad y nada.
Sin saber muy bien por qué, me detuve frente a un gran escaparate en el que se exhibía un variado surtido de juguetes de gran realismo. Contemplarlos me trasladó a mi infancia. Un poco más allá, otro escaparate ofrecía telefonía móvil de la más versátil, y regresé de mi infancia con un recuerdo sobre un documental emitido en televisión, sí... Juguetes ensamblados por niños orientales, cuando no congoleños, para la extracción de cobalto, a cambio de un cuenco de arroz o un sueldo miserable.
En un gesto inconsciente me llevé la mano al móvil, cuyo precio de pronto me pareció obsceno, y suspiré hondo como si así pudiera alejar de mí una mala sensación. Luego calmé mi conciencia pensando que, a fin de cuentas, yo no era culpable de la explotación infantil, además de que China y el Congo eran lugares muy lejanos de mi cómoda vida. Al final proferí una retahíla de blasfemias que harían palidecer a Satán, y continué mezclándome entre la basta aglomeración de consumidores oveja y hormiga.
Pese a lo alejado que estaba de mi elemento, yo tiraba más a cabra montés. Encima sonaba por un altavoz "Navidad, dulce Navidad", y tenía que hacer grandes esfuerzos por no embestir a nadie.
Llegué a la calle Centro, larga y ancha, y muy atiborrada. Había una zona concreta del tamaño de una cama de matrimonio, por la que salía un aire tibio a través de un enrejado del suelo. Era un lugar estratégico para la supervivencia invernal, por lo que en épocas de frío siempre estaba disputada por muchos indigentes. Al igual que yo, uno de ellos llevaba un gorro de lana embutido hasta las orejas. Al igual que nadie, a su lado tenía dos cartones de vino arrugados, sostenía un tercero con mano vieja y temblorosa, y parecía estar borracho.
Y qué. En esta sociedad del todo fallida se bebe y está más que aceptado. De hecho, en este mes en el que parece que hay mucho que celebrar, más que en ningún otro. Así que él también bebe, y más de la cuenta, como muchas de las personas que pasan por su lado y se burlan, o lo miran como si fuera Gregorio Samsa en sus últimos días. Y brinda como lo harán dentro de poco otros muchos afortunados en el calor de sus casas. Solo que él lo hace con el aire, cartón de vino en alto, empujado por razones que seguro distan mucho de las nuestras. O ni siquiera eso.
De pronto tuve que irme de allí por no cornear a toda esa gentuza. Eran malos tiempos para el respeto y la empatía, y encima ese puto villancico no paraba de sonar en todas partes, joder.
Estos tiempos decembrinos son los más contradictorios del año. Por un lado, las afortunadas personas que nunca han tenido que trabajar dicen que tal actividad dignifica. Pero son muchos los esclavos que alguna vez o cada diciembre han comprado o compran al calvo repartidor de felicidad el consabido papelito esperanzador.
Quizá es preferible no sentirse tan dignificado y que trabajen otros.
Otros privilegiados que en su vida nunca han tenido que hacer cuentas para lo que sea aseguran que el dinero no da lo que nos vende el calvo. Pero las imágenes televisadas de esclavos humildes descorchando botellas de cava y abrazándose sonrientes muestran todo lo contrario.
Puede que, puestos a llorar de infelicidad, mejor hacerlo montado en un BMW M5 CS de tu propiedad que entre cartones.
Con todo, los que tienen que seguir siendo esclavos, y encima hacer malabarismos con su sueldo, siempre recurren al consuelo de que lo más importante es ese tesoro caduco de valor incalculable llamado salud. Y no seré yo quien lo discuta, amén de que la mafia de la industria farmacéutica nos desea una larga vida, pero de enfermedad, en la que tengamos que recurrir, quienes puedan, a sus caros fármacos con receta.
En una localidad de la piel de toro de cuyo nombre no quiero acordarme, pero recordaré aunque no quiera porque tengo muy buena memoria, hace unos ocho o nueve días, el grueso de sus comerciantes y demás habitantes, en plan Fuenteovejuna, acudieron a las puertas del ayuntamiento a manifestar su profunda indignación por la total ausencia de alumbrado navideño en las calles.
Los comerciantes argumentaban que semejante despropósito es un perjuicio para la bacanal consumista propia de estas fechas, ya que la ambientación navideña es un potente estímulo que incita al gasto. Mientras que el resto de la turba añadía que si pagan impuestos, es para que la consabida red luminaria esté presente, ya que sin ella los niños entristecen y el pueblo está muy feo.
Al margen del porqué de esta situación, por lo visto ya solucionada, que cada cual extraiga sus propias conclusiones sobre los comerciantes y los que no lo son. Oh, Navidad, blanca Navidad.
Hace muchos años que no veo a la Dama Blanca. En el pasado no fueron pocas las veces que se cruzó en mi camino, aunque dadas mis amistades de aquel entonces tampoco pudo ser de otra forma. Ahora mismo, por mucho que me empeñe, no logro recordar si me la presentaron o la conocí de forma casual. En cambio, por mucho que el tiempo pase, no olvido lo mal que me llevé con ella desde el primer día que la conocí.
Mientras que yo me negué a sus encantos desde el principio, la mayoría de los que la conocieron se enamoraron de ella al instante. Muy pronto se dieron cuenta de que era una dama muy extrovertida que se dejaba adorar sin reservas con la frecuencia que fuera, cualquier día del año a cualquier hora, por lo que durante los primeros años de relación —siempre cara y clandestina—, se convirtió en compañera indispensable en todas las fiestas y reuniones.
Con todo, pude comprobar desde fuera lo tramposa que era con sus amantes, sin hacer distinción de sexo, raza o condición social. Los manipulaba a su antojo hasta el punto de conseguir que se enfrentaran entre ellos, o incluso contra mí, el infiel que la rechazaba una y otra vez. Delante de mis narices, con viscosa lentitud de gusano, llegó a transformar sus mentes y sus vidas sin que se percataran de ello.
Las navidades pasadas, después de varios años, vi a tres de sus enamorados de forma casual. Apenas había en ellos algo de lo que una vez fueron. Tan solo eran carcasas, envejecidas antes de tiempo, de ojos vacuos y amarillentos. Lo único que seguía igual era la recurrencia a la Dama Blanca. Claro que, a saber desde cuándo, ya no había risas, diversión ni vitalidad.
Solo la necesidad pura y perentoria de cobijarse bajo su falda una vez más, en lo que ya era un divorcio imposible entre ellos y ella.
A ver, la cosa tiene su gracia. Tengo un lector o lectora —que no lo sé—, que lleva como seis meses, de manera intermitente, preguntándome por correo cuál es mi trabajo. Dice que tiene mucha curiosidad por saberlo, y que, dado que asegura que ha leído mi bitácora por entero, se merece una respuesta, y verdadera.
Yo le llevo contestando que, si es verdad que ha leído las 399 entradas de mi bitácora, ya tendría que saber de sobra cuál es mi trabajo. Más que nada por dos entradas del todo esclarecedoras (la 26 y la 41). De modo que voy a pecar de crédulo e ingenuo, y a pensar que esta insistente criatura tiene muy mala memoria.
Valga, pues, como contestación la canción de hoy.
P.S.: Por cierto, como cada 4 de diciembre, ayer fue Santa Bárbara y lleva treinta años importándome un cojón.
Como cada primeros de diciembre, ya estábamos recibiendo el consabido estímulo lumínico-visual navideño. En algunas ciudades había empezado con dos o tres días de antelación, quién sabe si porque andamos algo despistados o demasiado imbuidos de algún desastre natural, cercano y reciente, y eso no puede ser, puesto que la Navidad necesita de toda nuestra atención.
Quién sabe, quién sabe. Puede que solo se trate de demostrar quién, de ciertos alcaldes, es el que la tiene más larga.
Por añadidura, el calculado y primigenio engranaje que rige nuestras vidas, queramos o no, con todos los numerosos y variados instrumentos de los que dispone, vuelve a dictarnos cómo tenemos que proceder y sentir. El loco, por ejemplo, ya ha planeado cómo hacerse con el próximo cuerpo que habrá de vestir el traje de Papá Noel para adornar el balcón.
Por su parte, Demenciano ya ha hecho acopio de cuantiosos litros de absenta con los que permanecer en una zozobra calculada hasta el día 7 de enero, a ritmo de black metal para paliar los efectos desquiciantes de los villancicos. Por supuesto, no por ello va a desaprovechar las sugerentes ofertas carnales de los prostíbulos de los que es socio honorífico, pues tiene una reputación que cuidar.
Y Crisógono, que aún vive con su madre, cuya voracidad no ha disminuido, sino que ha aumentado a la par que su cuerpo, sabe que, durante toda la duración de las fiestas navideñas, y más que en ningún otro periodo del año, va a tener que realizar incontables viajes al contenedor de la basura para evitar morir ahogados en ella.
Los basureros ya están temblando.
Respecto a Petronila, tiene todo su arsenal masturbatorio, el antiguo y el más avanzado, en perfecto estado de disposición y funcionamiento. Su intención es orgasmar hasta el final de las fiestas de forma imaginativa, extrema e innovadora, tantas veces como su libido se lo exija, pues ella es de las que defienden que un hombre y su pene son lo último que necesita una mujer para sentir placer sexual.
En cuanto a mí, me armaré de valor e intentaré superar estas fiestas como pueda. Si el loco, como otras veces en el pasado, me pide ayuda para llevar a cabo su plan, sin duda se la ofreceré. Después de la cena de Nochebuena, supongo que me pasaré por casa de Demenciano para saludarlo y brindar con absenta. Luego visitaremos a Crisógono, al que también le gusta beber, y si no acabamos demasiado ebrios, le ayudaremos a tirar la basura.
A fin de cuentas, hay que cuidar de los amigos y estar ahí para cuando nos necesiten.
Ya ha oscurecido en la ciudad cenicienta. Repta por ella una densa bruma que anega todos los rincones y se enrosca en las edificaciones como un ser vivo y hambriento. Ya no parece una ciudad, sino un lugar de cuento, gótico y atemporal, que a buen seguro seduciría a mi buen amigo Jack.
Desde mi ventana empañada, la lóbrega iglesia de Cristo Rey aparece difusa como una ensoñación. Puede que sus fríos pasadizos, a estas horas de luna en las que el licántropo sale a cazar, también alberguen la estampa contrahecha de quien es su guardián. Imagino su sombra renqueante, desplazándose por los antiguos muros de piedra a la luz oscilante de una antorcha.
Quizá es en noches como esta, de cielo velado y quietud imperial, cuando surgen las buenas historias. Esas que hablan de monstruos contra natura y perviven en el mito generación tras generación, aunque ahora mismo no sea verano, ni esté resguardándome de una intensa lluvia en Villa Diodati, junto con Mary, Polidori y otras personalidades perturbadas.
Así que afila tus colmillos, querida desconocida, porque es hora de que nos adentremos en la tiniebla para volver a ser y a sentir, aquí y ahora, en la noche prohibida de los lunáticos, propicia para las pesadillas y las más abyectas travesuras.
Ya lo dijo el sabio Gustavo —una rana verde muy instruida— y no Petete —un pingüino rojo muy culto—, que si alguna vez un marciano avistara la Tierra y quisiera saber quiénes y cómo somos sus habitantes humanos, lejos de acercarse y tomar contacto, no tendría más que desentrañar, hasta el fondo, los siete pecados capitales.
Después de semejante tortura didáctica y no morir de horror, el marciano tendría de nosotros un conocimiento inequívoco y aplastante. Y de inmediato, como que no hay que correr riesgos innecesarios, el marciano regresaría a su galaxia y comunicaría a los suyos que no valemos la pena.
Ah, bueno. Tú, sí, claro. Porque tú, de los siete pecados capitales, nada, eh. Ni que hubiera setenta y siete, ¿verdad?, cuando seguro eres el que más tiene que callar, ja, ja, ja.
Era noche cerrada y la pitonisa te miraba como si quisiera absorber parte de tu fuerza vital. La primera carta que apareció fue la de la calavera, y la pitonisa de cara arrugada dijo que morirías pronto. La consulta crujió y la temperatura ambiental descendió unos cuatro grados.
Luego quisiste saber cuándo, y en una segunda tirada te contestó que de aquí a dos semanas. Fuera el viento aulló y encolerizó los árboles. Quisiste saber la causa, y en una tercera tirada, con voz rasposa, la pitonisa sentenció: muerte por colesterol. El cielo tronó y empezó a llover.
Tú le replicaste, como un desafío a su arte, que eso era imposible. Que no solo llevabas más analíticas en tu sangre que un porno actor en toda una vida de rodajes, sino que todas (la última un día antes de la adivinación) habían mostrado los valores respaldados por la OMS.
Te fuiste de allí jurándote que nunca más volverías a malgastar el dinero de ese modo.
Dos semanas después, me contabas todo eso mientras curioseábamos en una gran nave de artículos de segunda mano, cuando de repente, en la sección de imagen y música, se desplomó sobre ti una estantería de unos ocho metros de altura, repleta hasta la obscenidad de receptores de AV y radiocasetes retro.
Quedaste enterrado y ninguno de los que estábamos allí podíamos verte. Pero oímos con estremecedora claridad, a gran volumen, la canción que a los pocos segundos del desastroso desplome empezó a reproducirse en uno de aquellos trastos usados.
Era noviembre y nada parecía importar demasiado. La palidez del sol entraba por las rendijas de la persiana y se proyectaba en líneas polvorientas sobre el cuerpo cansado de una joven que yacía en la cama. En la mesita de noche, una botella de vino desangraba su última gota sobre una alfombra arrugada, mientras la calle de plomo era un aria de tráfico homicida y prisa de viandantes.
La chica despertó sin ganas, por inercia. En cuanto se le aclaró el cerebro, sintió en su cuerpo el dolor de varios moratones y el frío contacto de una pistola entre sus muslos. Alguien la había olvidado después de una noche excesiva de perversión erótica, aunque hubo un tiempo feliz en que la chica solo rebosaba amor y dulzura.
No recuerda con exactitud cuándo empezó a tomar malas decisiones. El hecho de que su vida ya estuviera rota antes de empezar a usarla tampoco ayudó. También era un ser contradictorio y ciclotímico, por lo que muy pronto tuvo que recurrir a la ciencia de quienes creían estar capacitados para la comprensión del alma humana por el mero hecho de haber obtenido una titulación de cuatro años de carrera.
Al poco tiempo acabó desconfiando de ellos y a despreciarlos. No ya porque sus drogas legales fueran del todo ineficaces contra su caos mental, sino porque estaban tan estropeados como ella, con sus traumas de infancia, adicciones variadas y conflictos internos. Eran la muestra de que el mundo se dividía en una estúpida burla existencial de sedados y alterados, cuyo único fin grupal era envejecer y extinguirse.
La chica ya no quería sufrir más episodios anímicos de montaña rusa, desbordantes y agotadores, ni descensos en barrena a oscuros pozos sin fondo. Así que cogió la pistola con las dos manos, se la llevó a la boca y apretó el gatillo. Pero no hubo detonación, ni tampoco las cuatro veces consecutivas que siguieron.
En lugar de un final deseado, abrupto y liberador, el destino decidió que era la vida lo que merecía. Puede que una cuyos intentos por no caer en nuevos matices de dolor volverían a fallar. De modo que la chica tiró la pistola a un rincón, cerró las manos en torno a la sábana y gritó con todas sus fuerzas como nunca nadie lo había hecho antes.
Gritó por ella y por todas las mentes enfermas que solo querían acabar.
Yo leí que la Guerra duró dos años, ocho semanas y quince días. Pero no es cierto. Tan solo cesaron los disparos, las ejecuciones, las persecuciones y las torturas. Sigue habiendo guerra en las redes sociales, en la radio, en la televisión y en los espacios públicos.
Loantedicho es tan sabido como la mal llamada Transición, cuando fue continuismo y de aquellos barros estos lodos. Ya ni siquiera puedo contemplar el color rojo y el azul sin que me acuerde de la clase política y sus votantes.
Está claro que nunca van a dejar de señalarse y de enrocarse en sus propias heces. Con lo que ha pasado en Valencia estas dos últimas semanas, me pregunto qué más hace falta para que se obre el milagro.
El caso es que estoy empezando a aborrecerlos de un modo tan inhumano y visceral, que tendré que ir al médico a que me recete alguna droga legal que me apacigüe. A ver si así puedo abstraerme de su irreconciliable existencia tan dada a los berridos de bar.
Cada noche me asomo, como espectador anónimo que soy, a mi ventana rectangular alimentada de electrón y protón. Desfilan por ella, desde latitudes lejanas y próximas, cientos de miles de momentos ajenos y simultáneos que se suceden de un escenario a otro escenario.
Toda una vorágine de datos en estado puro, inyectados hasta mi terminal por obra y gracia de la fibra óptica.
Hay una especie de atracción adictiva sobre las perspectivas de comunicación. Océanos de sensaciones y sentimientos encontrados, cuando se dan cita los diálogos o monólogos propiciados por la búsqueda, consciente o inconsciente, del placer de los sentidos o de lo que sea. Universos de palabra desgranados a cada segundo a golpe de tecla desde nuestras cómodas poltronas de plástico.
Quizá por ello, tras la pantalla y atrincherados en la soledad de nuestra máquina, todos tenemos algo de enfermedad y anhelo. Y secretos. Yo sé que tú, aun sin esconderte tras un pseudónimo y una imagen, me ocultarás algo hasta que no llegue la hora de la verdad. Yo, pese a que te diga mi nombre y te muestre mi cara, no te desnudaré del todo mi interior hasta que ese momento llegue.
Si es que llega, porque ambos sabemos que la frialdad electrónica establece sus propios límites. Una especie de acuerdo tácito no escrito, pero necesario, en el que dejamos de ser dos extraños si de verdad decidimos ir más allá hasta convertir la intención en acción. Nunca exenta de riesgo, claro, pues también hay magos de la ilusión, auténticos virtuosos de la mentira.
Lo que ocurre en esas travesías de ida y vuelta por la red no deja de ser un calco de nuestras vidas de carne y hueso. A veces es el júbilo de unos pocos. Otra es la indiferencia de unos cuantos y la infelicidad de otros muchos. Cuando no el afán creativo de algunos y el ansia de reconocimiento de la mayoría.
El caso es que, la mayor parte del tiempo, Diosa Internet nos devuelve un eco más o menos difuso de nuestras propias palabras. Cuando no, una réplica más que acertada de nuestros propios egos, quizá no muy diferentes por mucho que nos incomode, puede que más iguales de lo que nos atrevemos a admitir.
Aun creyendo que es así, los optimistas, cuando no vitalistas y crédulos, que tanto da, confluyen en que este es un medio donde abunda la bondad en detrimento de su antónimo. Mientras que nosotros, los descreídos, cuando no pesimistas o amargados (así nos llaman también), pensamos que esto tan solo es un subterfugio más.
Quiero pensar, pese a todo, que las máscaras acaban por caer, y queramos o no, la verdad siempre acaba por desvelarse y nos pasa por encima. Pero cómo saber que tal cosa sucede, si es que sucede. Cómo discernirla cuando se pervierte con maestría por agudos que creamos ser. Cómo saber cuándo sirve de escondite impenetrable de frustraciones, traumas, pecados inconfesables e insanas intenciones. Cómo saber cuándo es utilizada como arma silenciosa, arrojadiza e incluso a veces mortal.
Puedo decirte que ninguna de esas actitudes es la mía, e incluso haberte convencido de ello.
Es posible que alguna vez yo haya pervertido el lenguaje en favor de arrimar el ascua a la sardina que más me ha convenido. Como todos. No pasa nada: nadie es perfecto. Y dudo mucho de que Ángel Gaitán simpatice con el fascismo, o defienda a ultranza la existencia de la Fundación Nacional Francisco Franco, por ejemplo.
Por mucho que las retorcemos a conveniencia —sinónimos incluidos—, las palabras siempre van a significar lo que significan. Basta con mirar el diccionario. Tampoco hace falta ser muy largo de sesera para entender lo que ha querido decir Ángel Gaitán. Y ahí está el problema: que entendemos lo que queremos y como queremos.
Me pregunto si también se entendería que una persona mediática saliera en un programa de televisión de máxima audiencia, desplegara la Señera y se declarara golpista y separata, y se vanagloriara de romperse los cuernos día tras día en Valencia como, por ejemplo, hace Ángel Gaitán.
Tengo mis dudas, la verdad. Salvo que esa persona, a mi modo de ver y al igual que Ángel Gaitán, quedaría retratada como un monguer, retarder, demagogo y bocachancla. ¿Acabo ahora mismo de retorcer el lenguaje?
No me cabe duda de que hay pajilleros del caudillo y de la cruzada de Pelo Mocho arrimando el hombro como el que más. Y tanta falta hacen los unos como los otros, y los que no son ni una cosa ni otra. Lo que sobra ahora, Gaitán, es hacer el gilipollas, lo seas o no.
Bien, todo ha vuelto a la normalidad, o todo es tan normal como pueden ser las cosas en un mundo desigual y espantoso. La gente ha guardado su disfraz de miedo en favor de su verdadera estampa, alguna de veras rechazable, pero real al fin y al cabo. ¿Acaso se puede ser más feo que un zombi? Claro que sí. ¿Y más bella que un atardecer de minio? Pues también, joder.
De la belleza interior hablaremos otro día. Puede que lluvioso y plomizo como el de hoy cuando escribo esto, ideal para ponerse el chubasquero y emborracharse de petricor.
Respecto a Demenciano, tuvo una noche apacible en la que no le hizo falta descargar el filo alegre de su hacha. Todavía tiene el congelador bastante lleno, y los niños que osaron llamar a su puerta no portaban calabaza alguna, así que obtuvieron un grueso considerable de dulces. Espero, no obstante, que no se confundiera Demenciano con los que tiene envenenados.
Los reserva para ocasiones de extrema necesidad.
En cuanto a ella y a mí, decidimos regresar al cementerio a por nuestra ropa, pero ya no estaba. Y tampoco nos atrevimos a preguntarle al viejo sepulturero. Os puedo asegurar que ese viejo atemporal es más escalofriante de día que de noche. Además, hay algo en él que no es humano, y con lo vivido el pasado jueves, necesitábamos estímulos mundanos y corrientes que solo pueden provenir del peor de los mundos.
Era la víspera de Todos los Santos, aunque nosotros no creíamos ni en los santos ni en los muertos. Más bien creíamos en la maldad de los vivos y en la ley de Murphy. Así que fue un tanto curioso que coincidiéramos en aquella concurrida fiesta de Halloween.
Yo iba disfrazado con el traje obvio de esqueleto, aparte de que llevaba puesta una chistera y ocultaba mi cara tras la máscara sonriente de una calavera. Tú ibas de colegiala zombi e inspirabas las pesadillas más febriles de George A. Romero.
Justo cuando nuestras miradas se cruzaron desde la distancia, descubrí mi rostro y en ese momento supimos que teníamos que largarnos de allí. En un segundo ya estábamos montados en mi coche, con todos los finales posibles a nuestra disposición y un montón de ideas confusas en la cabeza.
Había cierta insensatez en nuestra conducta, pero éramos jóvenes y a menudo transitábamos por el filo de lo impredecible.
La luz de los faros horadó la oscuridad, y atrás quedó el entramado lumínico-ambarino de la ciudad podrida. Conduje durante treinta kilómetros, amenizados con el thrash añejo de Hallows Eve, el death brutal de Cryptopsy y el black melódico de Cradle Of Filth. Era la música que elegiste de toda la que había en mi lápiz USB, lo cual significaba que también a ti te complacían las melodías del caos.
En cierto momento subliminal y extraño, nos volvimos a mirar con fijeza, y al sonreírnos también supimos dónde debía finalizar nuestra travesía. Y de repente lo vimos, un tanto alejado de la carretera, mimetizado en la niebla bajo la luz blanca de la luna. Dejamos el coche al resguardo de unos frondosos matorrales e iniciamos a pie el pedregoso camino que conducía al viejo cementerio.
La alta verja de la entrada estaba cerrada, pero eso no impidió que accediéramos al interior por un muro lateral medio derruido, aunque con el estómago estremecido y algunas risas histéricas. Lo mejor es que no había necrófilos a la vista, ni satanistas borrachos de absenta, dibujando a trazos de aerosol pentáculos invertidos en las puertas de los mausoleos.
Una vez dentro, como nuestro atrevimiento era superior al miedo reverencial inculcado, decidimos investigar un rato. Caminamos entre lápidas irregulares y cruces herrumbrosas, y sorteamos inquietantes hondonadas con el temor a que el suelo nos engullera en cualquier momento. Sin darnos cuenta empezamos a hablar en susurros, quién sabe si para no despertar a los muertos olvidados.
Atrás quedaron las sepulturas en tierra, y llegamos frente a una numerosa agrupación de nichos envueltos en bruma, cuyas inscripciones estaban un tanto ilegibles por el paso del tiempo. «Joder», expresé con voz queda, «el día que muera quiero ser incinerado y esparcido en un concierto de Obituary». Nada de contaminar el subsuelo ni pudrirme ahí dentro».
Sin previo aviso, como una invitación, me diste un pequeño empujón y te dirigiste a una enorme superficie rectangular de mármol, sin inscripción alguna, que se encontraba en medio de una plazoleta elevada desde la cual se podía presidir toda la necrópolis. Yo te seguí intrigado, decidido a llegar hasta donde hiciera falta, y empezaste a desnudarte.
Hacía un frío considerable, pero el preludio de lo salvaje tiene la virtud de anular otros factores, por lo que decidí imitarte.
Nuestros cuerpos, pálidos a la luz mortecina de la luna, temblaban como hojas al viento, pero íbamos a remediarlo de inmediato, pues yo estaba duro como el acero toledano y tu entrepierna resplandecía de humedad y deseo. Te tumbaste sobre el mármol negro y arqueaste la espalda al contacto de su frialdad, pero al momento tu piel se erizó de un modo felino, como si exigieras un contacto inmediato y servil, no exento de cierta violencia.
«Ven», me ordenaste, y obedecí, y comí tu coño de modo irracional y ardiente, como un enfermo de gula por los manjares exquisitos, mientras mis manos crispadas de anhelo apresaban la dureza insolente de tus pezones. A los pocos minutos me agarraste del pelo y tiraste hacia arriba, lo que significaba que querías sentirme dentro de ti, y entré con una embestida de certeza y locura.
Entonces follamos como posesos, gritando cada sensación y cada roce como animales enajenados. En un momento de especial intensidad te pregunté cómo te llamabas, y respondiste entre jadeos que me dejara de gilipolleces y que mantuviera la concentración. Y seguimos amándonos, sudorosos, sobre el mármol duro, riendo, aullando con incendiaria vitalidad en medio de la muerte, despreciando todo cuanto nos rodeaba.
Nunca supimos quién de los dos tuvo el orgasmo más devastador, porque un segundo después del clímax, sin tiempo para dejarnos los números de teléfono y normalizar un poco nuestra incipiente relación, la luna se tiñó de sangre, un viento cargado de oscuros presagios nos agitó el cabello y secó el sudor de nuestros cuerpos; el suelo empezó a crujir y a moverse como si respirara, y por si fuera poco, la superficie azabache sobre la que habíamos follado empezó a irradiar un brillo incandescente.
Esta vez no tuvimos que mirarnos para saber lo que haríamos a continuación; ni siquiera nos molestamos en vestirnos. Un poco a lo lejos vimos al viejo sepulturero haciendo su ronda. Si era verdad lo que se contaba de él, dudo mucho que se impresionara al ver dos siluetas desnudas cogidas de la mano, que, aun riendo, huían del cementerio a la carrera.
Demenciano siempre tenía el ánimo revuelto los días previos al festejo de una tradición, y la inminencia de Halloween no iba a ser menos. Era algo que le venía sucediendo desde pequeño. Pero este año no sería como el pasado, en el que todas las calabazas exhibidas en los escaparates le hablaban con voces sibilinas cargadas de malignidad.
¡Malditas frutas gigantescas y sonrientes! Aún recuerda el fuego que ardía tras aquellos ojos triangulares, y la viscosidad pulposa escurriéndose de entre los grotescos colmillos.
«¿Qué tal, Demenciano?, ¿este año tampoco te vas a disfrazar?», «Vamos, Demenciano, disfrázate para nosotras, jejeje», «ponte algo bonito y acompáñanos alrededor de la hoguera, jujuju», «Queremos ser tus amigas, Demenciano, jijiji», «Queremos que te acerques y juegues con nosotras, jojojo», «¿truco o trato, Demenciano, eh?, ¿truco o trato?», «Contesta, Demenciano, contesta, jejeje», «¿truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato...?».
Aquella noche, el torturado Demenciano llegó a su casa tambaleándose, con las manos en la cabeza y evitando tropezar contra los divertidos grupos de fantasmas, esqueletos, zombis y vampiros que se cruzaban a su paso. Apenas pensó en arrancar el ordenador y registrarse en algún chat. Ni siquiera le quedó ánimo para irse de putas y emborracharse como tenía planeado.
Pero este año iba a ser diferente. Entre otras actividades más mundanas, pasaría el día afilando el hacha que tenía guardada en el trastero. En el pasado, le había sido de gran utilidad para desembarazarse de vecinos molestos y de paso llenar el congelador, además de ahuyentar a los vendedores a domicilio. Sabía que en algún momento de la noche, un grupito de molestos infantes llamaría a su puerta como manda la tradición, y estaría preparado.
Lo primero que haría sería asomarse a la mirilla, y por el bien de sus jóvenes vidas, mejor que ninguno de esos putos renacuajos llevara consigo una calabaza.
Otro día más, frío y crudo, en un mundo joven en el que la vida es una lucha constante por la dominación y la supervivencia. Otra veneración a Ares donde no hay cabida para los débiles. En un entorno despiadado e implacable, solo los fuertes sobreviven sin más autoridad que la fuerza bruta.
El sol recién nacido refulge en la punta de millares de lanzas. Manos en tensión tironean de las riendas de monturas inquietas. Las espadas tienen sed y hambre. Los combatientes se escrutan con instinto predador, y respiraciones de odio gélido se unen al silencio que precede a la barbarie.
En un momento las gargantas se liberan, y cargan unos contra otros con la ferocidad del lobo. Cae la noche y la gran extensión de tierra queda sembrada de mutilación y sangre. Las criaturas carroñeras se dan un atracón con la matanza, y otro episodio de horror queda escrito en la historia infame de los hombres.
Muerte ha sido testigo del primer origen sin que lo advirtamos. Nos ha visto nacer y nos ha concedido una vida de ventaja antes de venir a buscarnos. Sus cuencas sin fondo han presenciado, imperturbables, cada segundo insignificante de nuestra existencia.
Algunas veces Suerte ha negociado con ella y nos ha permitido un tiempo extra, y otras ha accedido a reescribir nuestro guion después de pactar con Destino. A ella no le importa posponer lo inevitable, porque no tiene prisa y todo final acaba llegando.
Qué sucederá el día que Muerte carezca de propósito porque no quede nada ni nadie. Quizá espere a que Vida, de algún modo, se abra paso de nuevo para restablecer el ciclo. Como siempre ha sido, como viene siendo y como siempre será.
Según el diagnóstico médico, la lesión de las cervicales era irreversible, por lo que ya no hacía falta que el accidentado llevara collarín. Nunca más podría cabecear en los conciertos ni en ningún lado, ni podría moverse como un ser humano normal. Ahora tendría que moverse como un autómata en fase de desarrollo.
Tanto era así que siempre miraba de frente. Y si tenía que mirar hacia atrás, lo hacía dando una vuelta completa con total rigidez. Si miraba a izquierda o derecha, lo hacía girando el tronco con idéntica inflexibilidad robótica. Y lo mismo si miraba por donde pisaba, solo que inclinándose lo justo para no troncharse la nariz contra el suelo.
No en vano, ya nadie se dirigía a él por su verdadero nombre, sino por Estafermo.
Quién sabe dónde fue un exitoso programa que se emitió en Televisión Española durante la década de los noventa. En pocas semanas se convirtió en la última esperanza de muchas personas que deseaban encontrar a sus seres queridos desaparecidos. El equipo del programa resolvió muchos casos, pero también recibió las llamadas telefónicas de quienes habían huido de sus vidas anteriores por las razones que fueran, y de ninguna manera querían regresar a ellas.
Jajaja, no es algo que sorprenda. Cuántas personas serán las que necesitan dar ese paso por pura supervivencia. Cuántas de ellas estarán sufriendo en el seno de familias y relaciones tóxicas. Cuántas, a las que creemos felices, estarán interpretando un personaje ficticio en sus vidas de postín. Cuántas viviendo de puertas para adentro una muerte lenta.
El programa fue respetuoso con aquellas peticiones, y optaron por no truncar la segunda oportunidad de todas aquellas vidas. Quién iba a pensar que aquellos serían los últimos coletazos de una televisión algo digna, si es que tal cosa ha existido alguna vez en ese medio, antes de que nos invadiera la gran excrecencia, que aún dura, de la telerrealidad más sucia y ramplona.
Creo que ahora sería mucho más difícil, ya no el hecho de desaparecer, sino el de mantenerse desaparecido. Hay demasiadas cámaras mirando en todas direcciones las veinticuatro horas del día. Demasiadas redes sociales pobladas por millones de retrasados interconectados, dispuestos a registrar con su móvil cualquier puta cosa por un puñado de likes.
Puede que algún día la casualidad me lleve a descubrir quién fuiste una vez, persona desconocida, pero no te preocupes. ¿Quién no tiene secretos? ¿Quién no ha necesitado alguna vez escapar de la asfixia y llenar los pulmones de aire limpio?
Entiendo que a veces solo nos queda cambiar de dirección e irnos lejos, muy lejos, y desaparecer.
Mañana hará cuatro años que decidió no vivir más. Mañana serán mil cuatrocientos sesenta días los que llevo haciéndome las mismas preguntas, a sabiendas de que nunca obtendré las respuestas.
Mil cuatrocientos sesenta días escarbando en todos y cada uno de los recuerdos comprendidos en treinta y tres años de amistad, intentando averiguar qué era aquello que tanto necesitaba para continuar y que ninguno de los que le queríamos supimos darle.
Mil cuatrocientos sesenta días son muchos días. Los suficientes para que el dolor de los primeros meses se enfríe y pase a transformarse en una sensación inexplicable de flotar en la enormidad de un vacío mudo e incoloro.
Eran las dos de la madrugada del siete de octubre y había refrescado bastante, por lo que estaba tumbado en el sofá del comedor con los auriculares puestos, escuchando música versada en mundos repletos de exceso y devastación. Las cortinas estaban descorridas y la persiana subida, de modo que mi vista se perdía en la inmensidad celeste más allá de cualquier realidad, mientras que la calle desierta emanaba calma de cementerio.
De repente, una secuencia de luces azules y naranjas empezó a dibujar en las paredes del comedor círculos luminosos de color y maravilla. Aquello, junto con la música demencial que estaba escuchando, propició una experiencia inmersiva a dimensiones desconocidas.
Quién sabe si era así como las musas irrumpían en las vidas de sus blogueros: con brutal death y luces hechizantes. A lo mejor por fin venía la mía dispuesta a hacerme una felación, vestida de amazona y con el pecho derecho sin amputar. Pero tras incorporarme del sofá con gran esfuerzo y asomarme al balcón, comprobé que no había magia, ni musa ni mamada mística.
Tan solo era un joven desnudo y un poco ensangrentado que corría por la calle maldiciendo en árabe. También puede ser que le estuviera pidiendo ayuda a Alá; a saber. En ese mismo momento era reducido por dos hombres que también imprecaban en árabe. Un tanto alejados, un par de guardias civiles contemplaban con las manos en los bolsillos, de espaldas a su coche patrulla, cuyo parabrisas estaba roto.
En cuanto a las luces, provenían del vehículo de los héroes anónimos del SEM, que en cuanto tuvieron a mano al muchacho, le inyectaron algo y lo cubrieron con una manta térmica. Dada la escasa trascendencia de lo ocurrido, ya no quise ver más y decidí volver a mis sacras ocupaciones. Aunque me sería difícil regresar a mi anterior estado de sugestión onírica con la imagen de ese pobre desgraciado metida en la cabeza.
Todo moría un poco en otoño. El paisaje palidecía en bellos tonos ocres y los insectos del calor agonizaban. Mientras, nosotros aunábamos la melancolía del alma con lo que aún nos quedara de la excitación estival y los sentidos al rojo del fenecido verano. También era el preámbulo para el profundo letargo invernal o la fría muerte.
Era en primavera cuando estornudábamos más que nunca, y más que nunca en verano cuando nuestra piel era dañada por Ra. Ambas estaciones nos recordaban la sensibilidad de nuestros cuerpos frágiles. El otoño no era menos, claro, y también nos recordaba que éramos materia finita en constante degeneración. Pero lo hacía con templanza y sutileza, sin alergia y dolor.
El otoño era el sosegado reinicio vital después de las ceremonias de despedida. Muchos planes quedaban suspendidos y ya nunca los reemprenderíamos, porque el otoño era la estación del declive y el olvido. La ausencia del auge y el vigor, ahora que los estímulos ambientales se habían degradado.
Sin embargo, seguíamos siendo animales sexuales con ansias de supervivencia y placer, querida desconocida. Trémulos envoltorios de carne dispuestos a sumergirnos en la excitación plena de nuestros sentidos. Unidos en medio de la borrasca de pulsión y deseo, sobre las hojas secas, rojas y amarillas del hayedo, con la tibieza de la luz solar del atardecer otoñal acariciando nuestras siluetas desnudas.
Y alejados, querida desconocida, alejados de la mediocridad de la marabunta gris.
La Niña Muerta es una banda de rock duro no muy dada a las entrevistas. Esta es la tercera en sesenta y dos años de carrera.
A estas alturas de nuestra vida musical, no sé ni por dónde empezar. Nuestro nombre no tiene nada que ver con la muerte de una niña, aunque entiendo que muchos lo creyeran al principio. Todo el mundo nos decía que no llegaríamos a ningún sitio llamándonos así, pero a nosotros nos gustaba el nombre, y ya ves: se equivocaron.
Creo que somos algo así como los Rolling Stones. Nuestros primeros álbumes fueron tan aclamados por la crítica y se vendieron tan bien (aún se venden), que eso nos ha dado derecho a sacar toda la mierda que compusimos después, aunque ahora llevemos casi diecinueve años sin meternos en un estudio de grabación. Entiende que siempre hemos sido unos vagos, además de que el más joven del grupo tiene setenta y seis años, y a eso tienes que añadirle la merma inevitable de los excesos de juventud.
En cuanto a la prensa, nunca hemos tenido nada en contra. Hace ya un buen montón de años que cualquier cosa que podáis decir de nosotros nos importa tres cojones. Supongo que siempre ha sido así desde que tenemos la capacidad de llenar los estadios de cualquier país, con dos o tres generaciones de seguidores dispuestos a escuchar las mismas putas canciones de nuestros primeros diez años. Lo cual es algo que no acabo de entender. ¿Es que no se cansan? Nosotros estamos hartos de tocarlas; incluso odiamos algunas de ellas. Pero no te voy a decir cuáles, jajaja.
Las cosas han cambiado mucho, claro; no puede ser de otra manera. Nosotros empezamos en los sesenta, y lo único que teníamos eran las ganas de hacerlo bien y la pericia con nuestro instrumento. Luego, tocábamos en todos los sitios donde nos dejaban sin apenas cobrar, con la esperanza de que algún sello discográfico se fijara en nosotros. Así era antes. Ahora se me acercan chicos y chicas a preguntarme cómo se consigue salir adelante y vivir de ese tipo de música, y me siento idiota porque les tengo que responder que no lo sé.
Recuerda lo que pasó con la aparición de Internet. De repente podías descargarte sin coste alguno cualquier manifestación de arte: libros, música, películas... Esa jodida puta lo cambió todo. Ahora tienes que ser viral y no sé cómo se hace esa mierda. No sé cómo se vuelven populares las cosas hoy en día, aparte de tener suerte. Nosotros tenemos a gente que trabaja nuestra imagen en redes, pero somos una clase de músicos extinta. Y ya que me lo preguntas: sí, me acojona la I.A. Cualquier día esos putos robots descubrirán cómo hacer música o escribir un libro, y gran parte del mundo del arte se irá a la mierda.
¿Exagerado? No, tío. Cuando eso suceda, solo quedaremos unos cien o doscientos grupos y solistas del mainstream. Lo mismo que esos cien o doscientos escritores consagrados que todo el mundo lee, pero el resto... ¿Quién va a pagar a alguien para componer la banda sonora de una película? Salvo algún purista en algún momento esporádico, nadie pagará a una orquesta de sesenta integrantes para interpretarla. ¿Quién pagará a los actores de doblaje cuando esas putas máquinas lo hagan igual de bien? ¿Qué harán las editoriales cuando ese algoritmo, o como se llame, aprenda a escribir una novela y nadie note la diferencia?
Joder, esa tecnología será el salvavidas de los holgazanes sin talento y la asesina de la imaginación y el esfuerzo. Y la gente consumirá toda la mierda que se pueda crear con ello, ¿entiendes?
Llámame nostálgico si quieres, pero prefiero los viejos tiempos. Los primeros diez años como banda fueron un torbellino, pero las cosas eran mucho más sencillas y puras. Jajaja, cuántos hoteles destrozados... las drogas... el alcohol... ¿Todavía se siguen haciendo esas cosas? Y las grupis, amigo, las grupis. Te aseguro que esas zorras sabían cómo hacer feliz a un hombre. Ahora tienes que pensar mucho lo que vas a decir, porque seguro que ofenderás a alguien. Pero somos La Niña Muerta y eso nos la suda. No sé cuántos discos vendemos ahora, pero lo petamos en Spotify y seguimos reventando estadios.
En fin, solo Dios sabe por qué hostias seguimos en lo más arriba todavía.
No os lo vais a creer, pero vuelvo a sentirlas. Vuelvo a sentir las putas mariposas en el estómago. No sé muy bien cómo ha ocurrido y tampoco importa. Supongo que, como he pasado muchas horas conmigo desde que nací, al final se ha creado un vínculo más potente y profundo que la autoestima y el narcisismo. Pero así es: estoy enamorado de mí y no sé cómo pedirme que me quiero casar conmigo. Y tampoco es que me quiera precipitar: tengo que encontrar el momento adecuado y tiene que ser perfecto.
Acto segundo.
Ay, Dios mío, qué nervioso estoy. No sé cómo reaccionaré ni qué cara pondré cuando me pida la mano. Espero contestarme que sí y no llevarme una negativa, porque ya no puedo vivir sin mí. Si dudo, me diré que siento deseos de ser yo la primera persona a la que vea con cada amanecer, y que quiero envejecer conmigo lo que me queda de vida. Así de enamorado estoy y así me lo haré saber.
Acto tercero.
Buenas noticias. Llevo casado conmigo unos tres años, y tengo que deciros que nunca antes me había sentido tan querido y tan bien acompañado. Lo comparto todo y lo hago todo junto conmigo. Incluso aquellas funciones que se realizan en el baño en la más estricta intimidad. Hablo conmigo de cualquier cosa durante horas y siempre estoy de acuerdo. Es tal la conexión, que a veces siento que me he leído el pensamiento. Supongo que también tiene que ver el hecho de que mi relación se basa en la sinceridad, por lo que no tengo secretos.
Acto cuarto.
Malas noticias. Mi relación conmigo no va muy bien. Ha sido por una tontería, pero ayer es la primera vez que me discutí desde que me contraje matrimonio. Encima soy tan inflexible que no me he dado la razón. Y hoy no sé cómo ha podido pasar que me he gritado, me he faltado al respeto y me he levantado el puño dispuesto a golpearme. Suerte que me he detenido el brazo con la otra mano. Y lo mío me ha costado, pues tengo bastante fuerza. La próxima vez que vuelva a pasar, no dudaré en acudir a la comisaría más cercana y denunciarme por maltrato. No pienso consentirme semejante comportamiento.
Acto quinto.
Supongo que tenía que pasar, como pasa con muchas otras relaciones. Al final he resultado ser un monstruo despreciable: me he empujado escaleras abajo y estoy vivo de milagro. No sé cómo me he atrevido, y de nada ha servido hablar porque no me he entendido, de modo que me he firmado los papeles del divorcio y ya no estoy conmigo. Ni siquiera me he mirado a la cara. Para mí soy agua pasada y espero olvidarme pronto de todo lo vivido desde que me conocí. Ojalá pudiera deciros que la sologamia es maravillosa, pero os aseguro que estoy mejor sin mí.
Como de costumbre, llegué justo a tiempo de interrumpir la célula fotoeléctrica que controlaba las puertas del ascensor. Como siempre, tú ya estabas dispuesta para ascender hasta la planta 18, y sin mirarme volviste a poner cara de circunstancias. Yo te ofrecí la misma sonrisa de disculpa de otras veces —nada convincente— y pulsé el botón 23.
Aquel era un breve encuentro mañanero, de escasas palabras y miradas huidizas, que se estuvo repitiendo todos los días durante quince meses, exceptuando sábados, domingos y festivos. Todavía quedaban trabajos normales no del todo esclavizantes, pese a que también destemplaban el sistema inmunitario y disminuían las ganas de seguir adelante.
Las puertas de acero inoxidable se cerraron, y la cabina de metacrilato pulido inició su ascenso vertiginoso para dejarnos donde nos aguardaban nuestras obligaciones anodinas y mal pagadas. Un lugar de trabajo, en esencia como cualquier otro, donde campaba la mansedumbre y nuestra paciencia era puesta a prueba una y otra vez.
Pero de repente algo falló, y nada volvería a ser lo mismo.
El ascensor produjo una pequeña sacudida, los motores eléctricos languidecieron como enfermos terminales y nuestros estómagos se contrajeron por la desaceleración. Luego, la luz blanquecina de la cabina se extinguió con un breve parpadeo, y cobró vida la leve iluminación ambarina de emergencia.
Nos miramos a los ojos por primera vez y no pudimos reprimir una sonrisa de compromiso. Ya sabes: éramos dos desconocidos atrapados en un ascensor. Tras unos segundos callados, rompimos el silencio con frases cliché: «¿estás bien?», «no creo que dure mucho», «vaya contrariedad», «¿eres claustrofóbica?», «¿cuánto hace que trabajas aquí?», «¿cómo es que nunca hemos hablado?».
Fue nuestra primera conversación. Al rato ya nos habíamos descalzado y sentado en el suelo, y pasamos de ser dos desconocidos a saber que apenas teníamos nada en común, sobre todo en lo que se refiere a la música y la literatura. Tú te deleitabas con Paulo Coelho cuando yo era incapaz de aguantarle cien páginas. Detestabas a Michel Houellebecq y a mí me encantaba. Y considerabas basura a músicos como Benighted; entretanto tus adorados Coldplay me aburrían como nada en el mundo.
Eso no impidió que tu mano y la mía se buscaran hasta cerrarse la una con la otra. Llevábamos varias horas atrapados, colgados de la nada sin saber qué final nos tendría reservado el destino. «Tengo miedo», dijiste con voz queda. Y yo te deseé en ese mismo momento, pero solo me acerqué a ti y te besé, porque quizá mañana ya era tarde para cualquier cosa.
Éramos seres no muy inteligentes, domesticados por todo un código de normas y legislaciones desiguales. Animales más o menos desarrollados, con toda una variedad de tecnología a nuestro servicio de la cual no nos sentíamos esclavos. Criaturas ingenuas que creíamos vivir en urbanizaciones seguras, a salvo de cualquier eventualidad.
Éramos felices, más o menos, pero entonces sobrevino el Gran Apagón.
Ocurrió el día más impensado de nuestras vidas vulnerables e insustanciales. Como la muerte súbita en plena juventud cuando crees que nada puede vencerte; como el accidente mortal que evitará que cumplas los treinta por precavido que seas; como el hijo de puta que intentará cortarnos el cuello a ti o a mí cuando salgamos de nuestra colmena para tirar la basura.
Como ocurre con cualquier hecho no deseado.
Con las primeras luces del día no nos pareció de importancia capital que tres millones de personas nos quedáramos sin suministro eléctrico. Aunque con la llegada del atardecer, unas cuantas miles de almas ya se habían sumido en la más honda desesperación por no poder conectarse con su yo virtual. Era trágico tener las redes desatendidas durante tantas horas.
Cuando llegó la noche, la oscuridad cobró un matiz nunca antes experimentado, y la ciudad mostró un rostro descorazonador y siniestro, de gigantescos edificios sin luz erguidos como sombras deformes entre las farolas y los semáforos apagados. De iglesias más tenebrosas de lo acostumbrado y parques solitarios embellecidos por la tiniebla.
Generadores de emergencia se activaron en búnkeres de barrios ricos, en habitaciones del pánico, hospitales, bancos y demás puntos favorecidos y estratégicos. Miles de personas que se desconocían quedaron atrapadas en la oscuridad asfixiante de los ascensores y las líneas de metro. Otras tantas maldecían desde el interior de sus vehículos atascados. Las carreteras principales se habían colapsado y se ahogaban en una cacofonía de cláxones, y una irritada muchedumbre de a pie aullaba por todos los rincones, sobrepasada por una situación cada vez más desquiciante.
Bastaron unas pocas semanas para que la ciudad entera hirviera en gritos de ayuda, dolor y odio. Poco después llegaron los suicidios y los disparos; los saqueos y los incendios. Muchos de nosotros aún conservábamos la cordura y tratamos de escapar a las urbes vecinas, pero descubrimos que el Gran Apagón se había extendido más allá de nuestras fronteras como un mar insaciable de lava.
No recuerdo muy bien en qué momento se desmoronaron nuestros dioses y todo aquello en lo que creíamos. Quizá cuando el Gran Apagón acabó con Internet, nos colocó desnudos frente al espejo y nos forzó a conocer quiénes éramos de verdad.
Lo único de veras válido que se puede hacer con la vejez es aceptarla, porque como es bien sabido, todos experimentaremos el proceso hasta llegar a ella para al final morir. Y eso en el mejor de los casos. Lo que no acabo de entender es por qué se romantiza tanto un estadio que no es más que el lento e inexorable camino a la decrepitud más pura. Qué hay de positivo en el deterioro consciente. Supongo que lo único que podemos desear es llegar a ella con la cabeza lúcida, para así poder echar un vistazo al pasado y decir, si así ha sido, que el viaje ha valido la pena.
Tenía ganas de leer algo de veras intenso y transgresor, y no el típico superventas vampirótico de mierda para quinceañeras, de modo que me dirigí a la librería El Reposo de Los libros Perdidos y Olvidados, convencido de que en sus estanterías encontraría el material que necesitaba. Pero al llegar recordé que las fuerzas oscuras que trabajan allí estaban de vacaciones, con lo cual no habría modo humano de abrir la puerta de acceso.
Ni siquiera dinamitándola.
Semejante olvido me puso de muy mal humor, y para gestionarlo decidí ir al bar La Virgen Decapitada a beberme un par de litros de cerveza. Me bajé del metro en la parada pertinente, anduve un rato hasta encontrar la cortina de niebla que oculta el bar (densa cual nube aun siendo verano y de día), y al traspasarla me encontré con que la entrada tenía echada la mugrienta persiana galvanizada. Al lado había un cartel a medio pegar que con trazo irregular decía: Cerrado por proceso de desparasitacion. Abrimos dentro de seis días.
Jajaja, no me lo podía creer. Aquello parecía una broma. Por lo menos harían falta seis meses para acabar con toda la vida parasitaria que anidaba ahí dentro. El día se estaba volviendo genial por momentos, y eso que no eran ni las cinco de la tarde, así que se me ocurrió llamar a Demenciano a ver si entre los dos podíamos preparar alguna distracción. A esa hora el muy impresentable todavía no se habría ido de putas; estaría en casa con cara enfebrecida, jodiendo la marrana en algún chat.
Pero Demenciano no respondió a ninguna de mis llamadas vía móvil, lo cual significaba que estaría acuciado por vete a saber qué ineludibles y oscuros menesteres. De modo que desandé mis pasos y decidí adentrarme en zonas inexploradas de la ciudad. Pese a que éramos viejos conocidos, estaba seguro de que aquella ramera de cemento y hierro me tenía reservada alguna sorpresa.
Y con esas divagaciones de amor-odio llegué, en efecto, a una calle desconocida. Una brisa tibia y débil arremolinaba papeles y pequeñas inmundicias en torno a mí y a los edificios grises. No mucho más lejos, un par de perros famélicos olisqueaban las malolientes bolsas de basura apiñadas al pie de los contenedores, orbitadas por una maraña inquieta de mosquitos. Y las pocas almas que deambulaban por allí con paso cansino eran indiferentes a mi presencia.
Desde luego, no era una calle muy distinta de las que ya conocía.
Me di la vuelta y me encontré ante un gran escaparate en el que se exhibían tres maniquíes, dos de ellos desmembrados y otro medio descabezado. A la izquierda del escaparate había una puerta acristalada, medio abierta, coronada con un rótulo de luminiscencia parpadeante cuyas letras de neón rezaban: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. La verdad, que no sé por qué tendría que entrar yo o cualquiera a un sitio cuyo nombre invitaba a todo lo contrario.
Pero entré.
El interior estaba limpio y ordenado, iluminado con suavidad y sin estridencias. Al fondo a la derecha había una puerta abierta que daba a un pasillo. Una brillante placa atornillada unos centímetros por encima del dintel anunciaba: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. «Joder», me dije. Me di la vuelta un segundo, como si en el aire que flotaba tras de mí estuvieran las respuestas a las preguntas que pasaban por mi cabeza. Los maniquíes tampoco respondieron, claro. Luego volví a leer la placa, y supe que tendría que seguir adelante si quería saber qué coño significaba aquello.
El pasillo, pulcro y silencioso, estaba iluminado por los decorativos apliques que había fijados a las paredes enmoquetadas. La tímida luz que despedían flanqueaba mis pasos curiosos y prudentes. Avancé unos cinco metros en línea recta, luego torcí a la derecha y caminé cinco metros más hasta que di con una puerta doble. No me sorprendió nada encontrar el mismo mensaje que en la anterior, solo que en una placa mucho mayor: Gayumbos, bragas, pañuelos usados.
Pues bien, esa puta puerta estaba cerrada. Pegué la oreja y me pareció oír un murmullo, pero no estaba seguro. Así que, hostia y joder, la abrí de par en par y di a un palco que presidía una gran sala que se encontraba tres metros más abajo, concurrida por unas doscientas personas semidesnudas, entre mujeres y hombres jóvenes y ancianos, y niños y niñas.
Un tanto dubitativo, me acerqué hasta asomarme al palco por completo. Aquella turbadora multitud no reparó en mi presencia, y si lo hizo, parecía importarle menos que a los viandantes de la calle. Entonces, puede que en un alarde de imprudencia, y no muy convencido, dije:
—Gayumbos... Bragas... Pañuelos usados...
De pronto, todos aquellos cuerpos dejaron de hacer lo que hacían y me miraron expectantes. No había amenaza en sus rostros. Más bien brillaba en ellos una especie de esperanza. Quizá en que dijera algo más o que me uniera a ellos, no lo sé. Pero sentí que no los podía defraudar, además de que necesitaba respuestas y no me podía ir de allí sin ellas. Así que me armé de valor y, con los brazos en alto, como si invocara a una deidad mil siglos dormida, exclamé mirándolos de izquierda a derecha:
Hasta que enmudecí por falta de aire y con la cara enrojecida. Acto seguido, aquellas doscientas anatomías semidesnudas de diferentes edades dieron un paso al frente, y sin dejar de mirarme alzaron la mano con la que asían varias de las prendas íntimas antedichas, y al unísono atronaron:
—¡ENTRE VARIAS PERSONAS INTERCAMBIADOS!
P.S.: La chispa para esta entrada llegó un día inopinado con la canción de más arriba. Contiene una letra genial con la que estuve riéndome muchos años.
Mañana es el día, niños y niñas. Uno de los más esperados del año por vuestros padres y madres, que se quedarán sonriendo y descansando cuando os pierdan de vista durante unas cuantas horas. Peques, dejad de reír, de soñar y de divertiros. Vuestra programación debe reanudarse: tenéis que regresar a la escuela.
Estoy en desacuerdo con los que dicen, aún hoy, que nos volvimos gilipollas con la llegada de las redes sociales. Yo creo que el ser humano siempre lo ha sido y el actual no lo es más que el de hace cincuenta o cien años. Tan solo ocurre que, desde la aparición de las susodichas, los humanos podemos demostrarlo y dejar prueba flagrante e innegable de ello. Encima nos encanta hacerlo y resulta que son muchos más de la mitad de la población mundial.
Los que estamos en la otra mitad, a todas luces minoritaria, procuramos mantenernos en la otra cara de la moneda, pues la gilipollez es contagiosa y de contraerla no existe antídoto eficaz contra ella.
El programa de la sexóloga es, con diferencia, el de mayor audiencia en su franja horaria. No es algo que me extrañe, pues vivo en un país cerril y católico de falso laicismo en el que, si eres alguien, no puedes cagarte en la Virgen sin que te lleven a juicio, por ejemplo.
Quizá yo sí puedo porque no soy nadie. Quizá mañana, como otras veces, alguien denuncie esta entrada por abuso.
A todo esto, los integrantes de las dos Españas siguen y siguen desgastándose en descalificaciones recíprocas en lugar de hacerlo follando, según preferencias. Desde luego, la religión y la ideología han causado daños irreparables, además de crear a toda una estirpe incontable de malfollados y malfolladas.
Toda una pena; toda una realidad.
Creo que el éxito del programa también se debe al atractivo y belleza de la sexóloga. Diría que con un sexólogo el resultado más o menos hubiera sido el mismo, siempre y cuando no fuera gordo y calvo. Aunque no tengo ni idea de con qué clase de hombres se humedecen ahora las féminas heterosexuales, tengan vagina o pene, de esta grande y libre.
En cualquier caso, el programa de la sexóloga resulta ser una pequeña vía de escape a la represión mental y sexual de todos los nacidos en las décadas 40, 50, 60, 70, 80 y 90 cuyas vidas sexuales están más muertas que los crucifijos que adornan las paredes de sus casas, si es que los tienen, y que ya no recuerdan cómo se practica el sexo oral y la sodomía, si es que alguna vez lo hicieron.
Luego está la hipersexualización de un alto porcentaje de los infantes y púberes de la nación. Parece muy fácil y conveniente culpar de semejante precocidad a internet y a la industria pornográfica, que a la educación parental de los últimos años, tan desidiosa como fallida. La misma que tuvo que cambiar, y lo hizo a peor, con la aparición de las redes sociales.
Cómo le cuesta a la sociedad, sobre todo a esta de piel tan fina, reconocer sus fracasos.
Por cierto, está haciendo un verano espléndido, ¿no creéis?
Aquellas películas yankees de las décadas 40, 50 y 60 me tuvieron engañado durante toda mi infancia. En ellas aparecía el teniente coronel Custer al mando del 7.º Regimiento de Caballería. En uno de los fotogramas desenvainaba su espada, y con ella indicaba la dirección y el momento en el que debían cargar contra los nativos norteamericanos.
Pasó el tiempo y con trece o catorce años, escuché una canción de Anthrax del 87 que me voló la cabeza de tal modo que quise saber lo que decía y por qué. Entonces descubrí que el cantante, por parte de madre, pertenece a la tribu de los iroqueses, y que —oh, sorpresa— aquellas extensas llanuras teñidas con la sangre de siux, cheyenes y arapajós no pertenecían a los invasores del uniforme azul, sino a los de la piel roja, que por lo visto no eran tan salvajes y sanguinarios como los representaban.
Creo que fue a partir de ahí cuando empecé a no creer en nada y a cuestionármelo todo. Luego sigues creciendo y compruebas una y otra vez que la historia nunca es como la escriben los vencedores. Que a la verdad siempre tratan de sepultarla bajo toneladas de mierda ideológica y tendenciosa.
Y que para dar con ella hay que bucear mucho en la chatarra, y hacerlo con la mente descontaminada y en blanco.
Allí en el pueblo, durante las noches calurosas, mis abuelos, abuelas y coetáneos se sentaban en sus sillas formando un círculo enfrente del portal que fuera, y sin apenas esfuerzo hacían gala de su capacidad de memoria por puro entretenimiento.
Tanto de niño como de adulto, presenciar aquella red social —más próxima y auténtica que las actuales— me resultaba de veras asombroso.
Aquellas mentes lúcidas de la tercera edad —eran nueve o diez— podían elegir a cualquier habitante de los seis mil del pueblo, y decirte sin margen de error, con nombres y apellidos, de quién ese habitante era abuelo, abuela, bisabuelo, bisabuela, tatarabuelo, tatarabuela, primo, prima, hermano, hermana, padre, madre, hijo, hija, novio, novia, exnovio, exnovia, suegro, suegra, nuera, yerno, cuñado, cuñada, nieto, nieta, tío, tía, sobrino o sobrina... Y así con todos y cada uno de ellos.
Aparte de conocer la intrincada red genealógica de todo el censo, aquellos cerebros viejos pero privilegiados, si se empeñaban y les daba la vida, también eran capaces de descubrir la mayoría de infidelidades conyugales acaecidas en el pueblo durante los últimos cien años. Suerte que, aún hoy, lo que ocurre en el pueblo se queda en el pueblo.
Aquello era un don al alcance de unos pocos. Pura magia rural de la que nadie estaba a salvo.
Demenciano es un tipo que nunca se aburre, pues abunda en la sagrada tríada del entretenimiento: cine, música y lectura. Pero hay veces en las que siente una ociosidad tan especial, que esa tríada tan necesaria para la vida es insuficiente. Es entonces cuando Demenciano entra en el chat que sea con la intención de reventarlo.
Aún recuerda lo bien que se lo pasó en la sala de chat del País Vasco, cuando pidió a los usuarios que le enseñaran cómo se fabrica una bomba casera, que de eso ellos saben mucho. O cuando entró en la sala Cataluña con el nick de Gaviota Azul y arremetió con la idiosincrasia catalana. Aunque nada comparado a cuando se registró en la sala Latinoamérica y ensalzó el genocidio del colonialismo español. O en sala Madrid para hacer lo mismo respecto del nacionalismo cuatribarrado.
Tampoco fue nada meritorio, pues bastaba con activar los resortes adecuados que todos conocemos. Y porque no domina el inglés y el hindi, que si no, también hubiera entrado en todas las salas de las tierras que sufrieron la barbarie del Imperio británico, para hacer un recordatorio incendiario a favor de la misma.
Todavía se ríe —y cree que nunca podrá parar— de las iras que ha ido desatando por todos los chats en los que ha estado. No le cabe duda de que la red es un vasto caldo de cultivo para su modesto entretenimiento. Y si algo tiene comprobado, es que el ser humano, viva donde viva, es un animal rencoroso y vengativo que nunca olvida. La diversión está asegurada.
Con todo, los chats de su preferencia son los de contactos, y el procedimiento a seguir siempre es el mismo: registrarse con un nombre femenino y utilizar una foto falsa en el perfil, como hace la mayoría. Luego, estudiar lo que escriben los usuarios para dar, por pequeña que sea, con una rendija de acceso a sus puntos débiles.
Eso no le suele llevar más de treinta o cuarenta minutos, pues los patrones de comportamiento son siempre los mismos: exceso de simpatía, pequeños dejes de vanidad y coqueteo impostado. Todo con la finalidad común y casi nunca admitida, de que la mayoría de los que entran ahí es a conocer a alguien, y no a pasar el rato, como suelen decir.
Y bueno, luego está él, claro.
Hoy, el chat elegido, en el que se cuentan ciento diez usuarios, es para edades comprendidas entre cuarenta y cincuenta años. De esos ciento diez hay un alto porcentaje que hablan entre ellos como si se conocieran de toda la vida, cuando seguro que ni siquiera se han visto la cara. Hombres y mujeres que vienen de relaciones y matrimonios fracasados, necesitados de una segunda oportunidad por ser incapaces de afrontar una vida en soledad. No son más que la típica chupipandi chatera que esconde su tristeza. Luego se ríen, se dan las gracias y las buenas noches cuando abandonan la sala, pensando en entrar de nuevo al día siguiente.
Demenciano decide que ha leído suficiente y que ya tiene por dónde atacar, así que desata sobre todas esas personas virtuales, desde muy abajo para acabar por todo lo alto, copiosas carretadas de mierda y verdades duras como rocas. Algunos usuarios tratan de plantarle cara, pero Demenciano los ha leído con atención, y arremete directo a sus carencias y crisis existenciales con gran soltura verbal, hiriente y experimentada.
Y en poco más de una hora, una vez más, consigue mermar el chat y vaciarlo casi por completo. Demenciano se siente realizado por haber insuflado una buena dosis de cruda realidad en ese ciberespacio de vidas rotas y vacías. De hecho, está incluso cachondo, por lo que decide acudir al prostíbulo del barrio chino para desfogarse.
Por el camino, no deja de pensar, con una sonrisa, que la sociedad es de veras estúpida.