Dos cuerpos muertos yacen sobre el colchón mugriento de una habitación pequeña, viciada de deseos incumplidos, paredes empapeladas con la nicotina del desencanto, y cortinas que caen como lágrimas negras cubriendo un cristal por el que nunca entra la luz.
Dos cuerpos muertos se miran más allá de sus pupilas dilatadas, mientras en el parque de abajo los niños ríen al sol de la tarde. El tráfico se congestiona y los cláxones aúllan en los ríos de alquitrán. En las terrazas la banalidad campa a sus anchas.
Dos cuerpos muertos tienen, a su derecha, una mesa en la que hay un cenicero desbordado de colillas, un mechero acabado, unas pocas fotografías de sueños arrugados, una cucharilla oxidada y un par de jeringuillas bendecidas por un dios ingrato.
Él y ella están muertos, mientras la bombilla oscilante del techo esboza con su luz malsana imágenes de pesadilla.
Recuperas la certeza de tu existencia mediante una compleja reprogramación vital en la que antes no había nada. No sabes cómo has llegado hasta aquí. No tienes recuerdos, salvo algunas imágenes que te parecen fotogramas de una vida que no reconoces: la onda expansiva de una explosión devastando todo a su paso, y tu cuerpo pulverizándose en medio de un infierno. Todo concentrado en un segundo que dio paso a un final inesperado y abrupto.
Despertar.
Emerges de una pesadilla de profundidad abisal, donde te contemplabas a ti misma en un sobrecogedor silencio cósmico, ingrávida en el vientre materno cuando todavía estaba todo por empezar. Te encuentras en posición horizontal bajo el techo de una sala de luminiscencia azulada, fría y aséptica. Un silencio intranquilizador ocupa la estancia, roto por quedas intermitencias electrónicas de una avanzada tecnología que te rodea.
Reconstruida.
No sabes quién fuiste; no sabes quién eres. Tratas de obtener respuestas intentando retrotraer tu nueva consciencia a un pasado que ya no existe, y te pierdes en la ausencia de los recuerdos que ya no están. Despiertas y te ha parecido el letargo finito de toda una vida y te miras a ti misma sin reconocerte, reconstruida en una inquietante anatomía sintética de tejido y sangre, automatismos y ciencia, cuya única humanidad reside en esa pequeña grieta que empieza a abrirse en lo más recóndito de tu mente.
De preguntarle, él te contestaría que le gusta la soledad. Que le encanta estar solo. Te diría que pasa mucho tiempo solo sin más compañía que la que ofrecen los libros, las calles en penumbra, el celuloide y la música. A veces mira más allá de todas las cosas donde ni siquiera la imaginación es capaz de llegar. Él vive solo, en un piso que es como todos los pisos. Aunque allí afuera, en la calle, tiene un millar de conocidos y unos pocos amigos.
Él te diría que en sus primeras notas de parvulario de las que conserva un vívido recuerdo, la profesora escribió: «Es un niño vago. A veces llora de furia cuando se le reprende, pero se le pasa enseguida». Lo de la furia es algo que por necesidad ha superado y la mantiene larvada. Pero ahora, cuando llora, no se le pasa pronto y cree que la abundancia de sus lágrimas puede anegar una ciudad entera.
Él te diría que ahora que el tiempo le conduce a empellones hacia la senectud, sueña con una retirada feliz, como esos escritores que una vez finalizan su obra maestra parecen desaparecer de la civilización. Te diría que le gustaría encerrarse en casa y no ver a nadie, porque, entre otras cosas, está asqueado de un mundo decepcionante que hace tiempo no reconoce.
Encargaría los discos compactos, los libros, las películas, la comida y el alcohol por internet. Y quizás, cuando la soledad pasara de ser elección a tortura, se acercaría al mar buscando alguna razón en las olas. Lo haría de noche, cuando nadie pudiera asustarse de sus uñas negras y afiladas, su dentadura cariada, sus greñas apelmazadas como ramas de árbol moribundo, y de su ropaje andrajoso y deslucido.
Pero, como también es un tipo agradecido y lo aceptasteis con sus muchas imperfecciones, permitiría que lo visitarais con contraseña. Siempre y cuando os apeteciera y no os importara bucear con él en la chatarra, despotricarais de su colección de esporas, moho y hongos y, sobre todo, no preguntarais el porqué de su soledad de náufrago y soportarais los indicios de su propia meada.
Esta es una historia ya contada. La de un peregrino de andar titubeante, que se aproxima a una metrópolis perfilada en un amanecer anaranjado. Una brisa silba entre los malogrados edificios como lamentos de muerte, y rompe la quietud del lugar en pequeños remolinos de arena aquí y allá, trayendo consigo un polvo que escuece los ojos.
Deambula por un escenario desolado, sorteando cimientos, hierro y alquitrán, en dirección a unos muros ruinosos y ennegrecidos, supervivientes de una salvaje devastación. Un sol recién nacido anuncia el principio de una nueva era, derramando sobre aquella destrucción un bochorno tan inhumano que el errante solitario tiene la sensación de estar mascando fuego.
Ante el edifico asolado, acierta a ver en uno de los muros medio derruidos, el trazo clandestino de quien fue un talentoso grafitero. Hay pintado un paisaje paradisíaco con una oración que reza: «Por más que buscamos, nunca encontramos el Edén. Siempre atrapados entre el cielo y la Tierra». A continuación del dibujo hay otra pintada en la que hay representada una veintena de soldados pertrechados con equipación vanguardista, empuñando armamento pesado y con cascos de visión nocturna; bajo la representación lee: «Estamos aquí para ayudaros».
No encuentra una asociación del todo clara entre los dos dibujos, pero tampoco le parecen representaciones atemporales o fuera de lugar. En su interior palpita la incómoda convicción de que aquellos hábiles trazos y sus sentencias encierran toda la verdad de lo ocurrido. Imbuido en la contemplación de aquellas pinturas, se sobresalta cuando, por el rabillo del ojo, percibe unos destellos que se producen a varios metros de distancia. Movido por la curiosidad y con una inquietud que se acrecienta a cada paso, va en busca del origen de aquellos brillos intermitentes.
Sus pies tropiezan con un ancho trozo de pared, en la que hay atornillada una gran placa de metal. Se arrodilla, con el antebrazo aparta presuroso el polvo que cubre la inscripción, y lee: «El gobierno electo, les desea que disfruten de una agradable estancia en esta su gran urbe, centro catalizador de los más destacados valores de la cultura mundial. Seguridad, familia, religión, ética y moral, son los pilares fundamentales sobre los que descansa esta sociedad que construimos, por y para usted, siempre mirando hacia un futuro de paz, igualdad, progreso y bienestar general».
Una amarga sonrisa aparece en su rostro. Él proviene de una ciudad también aniquilada, con la esperanza de encontrar en su viaje a ninguna parte a algún semejante vivo. Se estremece al pensar que quizás aquel epígrafe lleno de sucias mentiras, es el único vestigio de lo que antaño fue una civilización ahora extinta de la cual, ya hace demasiado tiempo, siente que no forma parte.
Se levanta para reemprender su camino incierto con las pocas fuerzas que le quedan, sabiendo que la vida lo abandonará en cualquier lugar, pero procurando alejarse tanto como pueda de esta ciudad que ya no es una ciudad, sino otra monstruosa fosa común de más de un millón de muertos.
Llegó un momento en que ya no sabíamos cómo estar juntos.
Quizá nuestra unión partía de una derrota anticipada, porque tú leías a Sartre y a Nietzsche, y siempre te sentías desubicada en el espacio y el tiempo. Yo, para encontrarme, bebía, y bebía de Bukowski y Ciorán.
Nuestras mentes chocaron, y en lugar de rechazarse se fundieron en una.
Al cabo del tiempo conociste a Pizarnik. Fue quizá, en ese momento, cuando vibró la quietud perfecta de nuestra alquimia, o cuando tendría que haber sabido interpretar las señales. Porque empezaste a vivir en sus versos, te ibas a lugares donde no podía alcanzarte y de los que tardabas horas en regresar.
Llegó un momento en que ya nunca regresabas del todo, y nos convertimos en dos espectros que bajo el mismo techo se cruzaban de largo como si no tuvieran nada que decirse. El tiempo, ese aliado de nadie, también jugaba en nuestra contra, y nos colocó a kilómetros de distancia aunque nuestros alientos se tocaran.
Por más que lo intentamos nos fuimos vaciando hasta quedarnos sin nada que ofrecer. Aquello que tuvimos se había extinguido y ya no teníamos ninguna referencia a la que asirnos. A cada día que pasaba nos desconocíamos más y más.
Yo te miraba con una botella en la mano, tan cerca y tan lejos. Tú, tan real y tan ausente, solo tenías ojos para las drogas legales del botiquín del lavabo.
Todo es cíclico porque pasó el otoño del que ya hablé. Porque pasó el frío invierno, duro como una erección matutina y largo cual polla senegalesa. Y llegó la primavera, sí. Llegó con las jodidas pelusas de los plataneros híbridos inundando los paseos de la ciudad. Con su impredecible equilibrio entre frío y calor, y sus irritantes pólenes alergénicos jodiéndonos el lagrimal y la mucosa respiratoria.
Llegó la puta primavera como la hermana bastarda de la aceptación y la tendencia, porque ahora toca anticiparse al verano y rendirse al estímulo constante, subliminal y siempre excesivo, que dice te vendas al estereotipo y seas otro cuerpo que prostituye su autoestima en el gimnasio, para que desaparezcan esas grasas mal metabolizadas y así mirarte en el espejo hasta dar con el envoltorio propagandístico.
Llegó la puta primavera como ese espejismo de preludio y posibilidad, donde parece que todo puede ocurrir y nada ocurre. Llegó como la estación predilecta de las vidas rotas que dará cobijo, una vez más, a todos los suicidas en su tramo final. Llegó la puta primavera como la época engañosa de las fragancias que, nada más nacer, morirán asfixiadas por la goma quemada de los neumáticos. Llegó como esa fuente de luz y color de la que brotan promesas de amor eterno, que serán rupturas prematuras acuchilladas por despecho.
La puta primavera llegó, a fin de cuentas, con sus dulces encantamientos de naftalina y mierda seca.
¿Por qué no tendrían que pulular críticos de blogs por la red? ¿Acaso no existen las hemorroides y las pústulas? ¿Acaso no nos acompaña la halitosis en la mayoría de nuestros despertares? ¿Es menos cierto que a menudo desatendemos el sexo blindado? ¿Verdad que las mujeres no ven porno ni se masturban? ¿Acaso alguien duda de que Gollum se reencarnó en Benedicto XVI?
Los críticos de blogs existieron cuando la blogosfera era joven. En lugar de perder el tiempo en exhibir sus propias alegrías y miserias como hacemos la mayoría, haciendo honor a su etiqueta, empleaban su pluma y su tiempo en desplegar su criterio sobre las ajenas. Se erigían sabios e instructores, decidían por ti qué blogs debías leer y cuáles relegar al ostracismo, y dictaminaban si el tuyo merecía la pena o no valía ni para envolver grasientos bocatas. Les encantaba retorcer con saña cualquier mínimo detalle que consideraran digno de mención y explotable.
Eran divertidos, y pese a que su innegable corrección en la escritura era manantial de dioses en la blogosfera, acabaron convirtiéndose en una burda parodia de sí mismos y de todo aquello que criticaban.
Apenas se necesita una justificación para escribir nada, salvo el simple placer de hacerlo.
Que todo está sujeto a crítica es de una verdad aplastante. Que no hay mejor crítica que la nacida de uno mismo y de su propia exigencia, también. Así que si eres un puritano recalcitrante, un hombre de fe, un censor de la incorrección política, un opuesto a lo irreverente, un inquisidor de doble moral, y te asqueas con cualquier tipo de secreción vaginal, anal o verbal, y no soportas el escrutinio con intención crítica —constructiva o destructiva— de lo que escribes, quizás no deberías tener un blog.
Me siento satisfecho del olvido. Orgulloso, si cabe, de ser incapaz de recordar a todo aquel que no quisiera ser recordado, si es que alguna vez hubo alguien que carente de afán de protagonismo e impregnado de verdadera pureza, no quisiera vivir en la mente de otros, una vez exhalado el último suspiro. La solidaridad de la carne con la carne tenía un nombre que le confería sentido. El origen del progreso de la especie se extravió en la luz de alguna estrella opaca; en algún paraje remoto todavía sin profanar, o en la oratoria de algún erudito griego que nadie escuchó porque en realidad nunca existió.
Tan solo me serena saber, miserable de mí, que vosotras y vosotros, que devoráis la vida en lugar de saborearla cacho a cacho, y perseveráis por ser imperecederos en la mente de vuestros hijos, algunos aún por concebir, moriréis un día u otro. Y seréis como aquel griego sabio cuyo mensaje llegó a ninguna parte. Como esa estrella cuya presencia en el firmamento nadie percibe porque su brillo permanece velado.
Olvido e indiferencia, la peor de las penitencias.
Por eso tú también quieres reproducirte y multiplicarte. Y que tus hijos e hijas sepan la verdad y vean algún día que nunca olvidarán el asco que damos. Para que custodien nuestra mísera soberbia y la propaguen, y para que vomiten hasta en los más inalcanzables confines la falsedad que hemos mantenido sin advertirlo. O acaso para que nos olviden puesto que yo no he sabido hacerlo.
Tan solo por pretender esto, por la eventualidad de continuar jodiéndonos todos los días de esta vida efímera que ya no es nuestra, crees en el milagro de alumbrar una cabeza pequeña y redonda de alguna vagina y darnos cuenta de lo esencial. Y jodernos y morir y llorar y gritar. Y continuar respirando, perpetuando una vez más el ciclo, que nacer, es el único acto de veras testimonial que una mujer y un hombre podrán realizar jamás.
Por eso pienso en ti. Y en ti. También en ti. Incluso en ti.
Jeff Hanneman, natural de Oakland y criado en Long Beach, murió tal día como hoy a la edad de 49 años. Tan desafortunada noticia dejó descuadrado y falto de reflejos a más de uno, entre los que me cuento.
Jeff no era un virtuoso con su instrumento, pero sí era un grandísimo guitarrista, compositor y miembro cofundador de Slayer, uno de los combos más letales e hirientes de cuantos se conocen en toda la historia del thrash metal, estilo que contribuyeron a crear de manera brillante desde 1983. Atrás dejó para la posteridad una discografía bañada en oro de una magnitud colosal; un hueco insustituible y treinta años de giras preñadas de directos demoledores.
Jeff se fue demasiado pronto; aún tenía mucho que decir con una guitarra sobre un escenario, y muchos somos los que le echamos de menos pese a su talentoso sustituto. Sabiendo cómo se las gastaba con su instrumento, a buen seguro Jeff estará en el infierno burlándose de nosotros, estúpidos mortales.