19/5/25

448. La riña

    Estaba en el balcón de mi nicho vivienda leyendo el Necronomicón, el cual cogí prestado de las sangrientas estanterías de la librería El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados, cuando, del piso de arriba, llegó hasta mí una desgarradora súplica de auxilio que decía así: «¡Cabróoooooooniiiiidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas, ven aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiii! «¡Coooooooooreeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!».

    Era la voz de la anciana señora Tere, que otra vez requería de mis habilidades domésticas, ya fuera para desatascar el desagüe de la pica de la cocina, el retrete, cambiar alguna bombilla o resintonizar los canales del televisor. Pero aquella urgencia en la voz era novedosa, y me hizo pensar en algo más serio que meros contratiempos. De modo que cogí una copia de las llaves de su piso que tuvo a bien dejarme, y salí como una exhalación.

    Me sorprendí mucho al encontrar a Gertrudis, mi anaconda venezolana de ocho metros y doscientos kilos, explorando con calma el cuarto de coser de la señora Tere. Ella la miraba con los ojos desorbitados desde lo alto de un taburete en un rincón, empuñando una sartén paellera con ambas manos.

    —¡Niiiiñooooooo, llévate a esa bicha de aquíiiiiiiiiiiiiii!
    —¡Joder, Gertru, esto no es lo que habíamos hablado!
    —¡Ay, mi alma! ¡No me digas que esa culebra es tuya! ¡Y encima se llama Gertru, como mi nieta!

    Gertrudis, del todo ajena al estado de alarma de la señora Tere, olisqueaba con su lengua bífida aquel lugar recién descubierto.

    —No se preocupe, señora Tere. La tengo adiestrada para que solo se nutra de guardias civiles, concejales de Vox y similares. 
    —¿Ah, sí? ¡Pues que aprenda también a tocar el timbre de la puerta, leñe!
    —Es que es un poco desobediente, y muy curiosa...
    —¡Y yo muy vieja para estos sustos! Anda, ayúdame a bajar del taburete, que no sé ni cómo me he subido.
    —Vale, pero no me atice con la sartén, eh.

    Me acerqué y cogí el cuerpo quebradizo y enjuto de la señora Tere como hace un príncipe de cuento con su prometida, y salimos de la habitación con elegancia de alta alcurnia, no sin antes dirigirme a Gertrudis cuando pasamos por su lado. 

    —Ya hablaremos tú y yo, ya. ¡Te dije que te presentaría a la Tere de manera formal!

    Gertrudis nos miraba desde bajo. Lengüeteó a una  velocidad ocho veces superior al desenroscado por soplido de un matasuegras, agachó su enorme cabeza y se cubrió los ojos con la punta de la cola.

    —Sí, sí, ahora hazte la arrepentida. Hoy te quedas sin cenar. Así que tira para casa que está la puerta abierta, y te pones a ejercitar con el muñeco de Amazon tus técnicas de constricción.

    Gertrudis, sin más, se dirigió hacia la salida. A mitad de camino se detuvo, alzó la cabeza y me miró en un intento de ablandarme para que le levantara el castigo. Yo negué impasible, así que Gertrudis respiró hondo, se dio media vuelta al mismo tiempo que se agachaba, y continuó reptando hasta salir de la habitación.

    —Ay, niño, que a lo mejor "tas pasao" un poco con la criatura.
    —Qué va, señora Tere —le dije al tiempo que la dejaba en el suelo—. Con tal de no hacerme caso, seguro que la muy cabrona se habrá metido en la bañera con la cabezota fuera del agua, como si no hubiera pasado nada.

    Me despedí de mi buena vecina, no sin antes acordar a modo de disculpa que el próximo fin de semana cenaríamos los tres juntos en mi casa. En definitiva, era como tenía pensado presentarle a Gertrudis. Cuando llegué a mi piso, me fui directo al lavabo, y como la puerta estaba abierta, no tuve más que asomarme. En efecto, Gertru se encontraba en la bañera (siempre la mantenemos repleta de agua) y, tan pronto me vio, giró la cabeza.

    —Conque esas tenemos, eh.

    Gertru me volvió a mirar, me sacó su lengua bífida unas cuatro veces por segundo, y se sumergió en el agua por completo.

    —Vale, pues tú misma.

    Un rato después, poco antes de mi descanso nocturno, tomé la decisión de que al día siguiente, con el apoyo de Demenciano o el Loco, me haría con el cuerpo de un reguetonero del barrio para dárselo de comer a Gertru. Sería la forma de hacer las paces y de paso le daría a conocer sabores nuevos. 



15/5/25

447. La máquina de escribir ha resucitado

    El arranque de mi nuevo ordenador es silencioso como una serpiente y el sistema operativo se carga en un parpadeo. Bien. También sustituí el monitor por uno de alta definición. Bien de nuevo. Y ahora que he cambiado el teclado por uno cien por cien mecánico, mejor que bien, ya que puedo castigarlo a placer y sin contemplaciones. No como los de membrana, cuyas teclas no acababan de responder al ritmo febril de mis manos, o directamente dejaban de ir. No tenían durabilidad, hostia. 

    Mi sobrino púber asegura que mis nuevas adquisiciones me enterrarán, a no ser que las cortocircuite por accidente con vino o cerveza. No ha mencionado el agua porque sabe que su tío raro, el del blog, cuando escribe para beber o bebe para escribir, es con cerveza o vino. Aunque ahora mismo no estoy bebiendo nada, pero estoy devorando a dos carrillos una lata de mejillones picantes con mucho cuidado, no vaya a ser que el escabeche también tenga capacidad para cortocircuitar.

    En el nuevo ordenador y en el nuevo teclado hay luces. Si me quedo mirando las del ordenador largo rato después de un trasiego etílico irresponsable, al ser circulares y cambiantes en función de la velocidad giratoria de los ventiladores, acaban por parecerme la espiral de la eterna condena y entro en bucle. Y entre las del teclado, que son tantas como teclas, cuando la noche me sorprende escribiendo, la habitación parece una feria. Supongo que lo próximo a sustituir será la silla, por otra que me permita escribir tantas horas como necesite sin que mi cuerpo cincuentenario se resienta.

    En fin, yo sé que todo esto os importa tanto un testículo como un ovario. La razón de esta entrada es para comentaros que algo insospechado ha ocurrido en la blogosfera y se ha extendido hasta sus confines. Allí donde los primeros, y ahora los más viejos del lugar, vaticinaron que un día la máquina de escribir se pararía para siempre y dejarían de contarse buenas historias por la red. 

    Y así ha sido durante un largo tiempo. Muchas bitácoras desaparecieron y otras tantas murieron por desuso, hasta el punto de que la blogosfera se convirtió en un desierto en el que, salvo cuatro y el que suscribe, no corría ni el estepicursor. Pero, ah, hostia y joder, esa panda envejecida de vejigas incontinentes, no contaban con que un día llegarían nuevas mentes perturbadas, frescas e imaginativas, con poder para resucitar la moribunda máquina de escribir y dotarla de narraciones ocurrentes, conceptos estimulantes y extravagantes personajes.

    Suerte que esta resurrección no me ha cogido a contrapié, y poseo maquinaria dura y nueva para mantener el nivel de enfermedad y locura, que precisan estas nuevas fábulas sobre conspiraciones secretas, parajes oníricos y entes que despiertan en la oscuridad de nuestras casas cuando asoma la luna y nosotros dormimos.




12/5/25

446. En el templo

    Tras décadas de búsqueda encontré el templo del que hablaban algunos legajos antiguos y ciertas organizaciones secretas. No tenía pensado entrar de inmediato, pero una tormenta inusualmente violenta se desató en aquel mismo momento, así que cambié de opinión y decidí ponerme a resguardo. 

    Aquel lugar aislado y remoto era acogedor. La sutil penumbra del interior invitaba al recogimiento y me invadió la sensación de lo ancestral y lo oculto. El silencio apenas era perturbado por la presencia de unos pocos fieles sumidos en la evasión o el consuelo, cuyos pasos eran custodiados por las imponentes vidrieras, que vibraban con los truenos y se iluminaban en una suerte de policromía merced a las feroces descargas eléctricas. 

    Me sentí protegido por aquellos viejos muros de piedra azotados por la lluvia. Me sentí bien a pesar de las truculencias que se contaban de aquel sitio prohibido. Cansado, más por el final de la búsqueda que por viejo, decidí sentarme en una de las bancadas próximas a la entrada, acunadas por la temblorosa luz de las velas. No sé qué hora era, pero la presencia de la noche coincidió con la aparición de quien intuí era el sumo sacerdote, el cual se colocó frente al altar para dar inicio al siniestro ritual que yo llevaba años investigando, de modo que activé mi cámara oculta y empecé a grabar.  

    A una señal del inquietante presbítero, los feligreses entonaron un cántico de dicha y contrición en un extraño idioma. Como desconocía la letra y tenía que pasar desapercibido, me limité a corear utilizando vocales más o menos concordantes con la nota dominante. Luego se despojaron de sus ropajes hasta quedar desnudos, y agrupados en torno al altar, sin cesar la salmodia, asieron unas grandes cruces con las que empezaron a girar sobre sí mismos en un trance macabro. Aquello tenía algo de terrorífico y liberador a un tiempo. Aquello era el perfecto colofón que nos propone la espiritualidad más pagana para ascender más allá de lo terrenal. 

    Sin razón aparente, las cruces prendieron en llamas, y los creyentes, sin soltarlas ni consumirse con ellas, comenzaron a sangrar por todo el cuerpo con una sonrisa en los labios. Sobrecogido, verifiqué que toda la información recogida durante mis largos años de estudio era auténtica, y me vi obligado a creer. Y sabiendo lo que seguía después de aquella danza a contra natura, apagué la cámara, salí del templo sin mirar atrás, y me adentré a la carrera en la salvaje borrasca jurándome no volver a pisarlo. 

    Aquello era demasiado, incluso para mí.



9/5/25

445. Opciones existenciales

    Podemos mostrar nuestra mejor sonrisa para ocultar que hemos tocado fondo mucho antes de sobrepasar el nivel crítico de frustración. Y trascender nuestra propia escatología más allá de miseria y muerte hasta experimentar la verdadera realización.

    Podemos albergar la opción de la cuchilla y el agua tibia como un modo de decir que os jodan, o bien respirar el dulce adiós del monóxido de carbono. Pero podemos permanecer, a pesar de todo, y autodestruirnos trabajando muchas horas extras. O fumando, bebiendo y drogándonos como solo hacen los idiotas más felices del reino. 

    Sin embargo, antes podemos cerrar los ojos y soñar con mil mundos a nuestra medida que jamás existirán. Y escribir sobre ellos hasta que se vuelvan reales. O ver una película detrás de otra hasta dar con la trama que nos ayude a entender de qué coño va todo esto. Y si nada de eso funciona, podemos quemar iglesia, banco y estadio, e irnos en busca de otros aires, no sin antes despedirnos del vecindario dejando la espita abierta del gas y una vela encendida.

    Pero podemos no ser tan drásticos, disfrutar de nuestra autocompasión y volvernos un poco despiadados e intensos. Y hasta sentir esperanza como máxima utopía deseable, mientras nos masturbamos con dolor por cada oportunidad perdida y cada recuerdo de salvaje intensidad, hasta lograr cortar con todo nuestro pasado por erróneo y asíncrono.

    En cualquier caso, no voy a centrar mi actual cotarro existencial sobre el color del humo de la fumata.



5/5/25

444. Caprichosa inspiración

    Hemos de retroceder hasta el verano de 1992. Recuerdo que la película ya estaba empezada y ni siquiera me interesé por el título. También recuerdo que a mitad de metraje me dormí y cuando desperté, vi el fotograma que años después inspiraría la entrada número 442 de esta bitácora. Pero en ese mismo momento alguien apagó el televisor, pues teníamos que salir de la camareta de arresto del cuartel para formar. Nos habían llamado a filas y estábamos cumpliendo un mes de privación de salida por indisciplinados. 

    Desde aquel día tengo ese fotograma grabado a fuego, y no he dejado de preguntarme a qué película pertenece, ya que ninguno de los que estuvieron viéndola lo sabía. Pero ayer, buscando imágenes curiosas y fuera de lo común, apareció ese mismo fotograma de la manera más inopinada, y por fin me he quitado la obsesión de encima. Por supuesto, me descargué la película y la vi como corresponde: es decir, por el principio y sin dormirme. 

    La verdad que me ha alegrado reencontrarme con Perbisterio Ranado.


    

1/5/25

443. A oscuras

    Nunca había visto la ciudad tan muda y fuera de lugar. Pero es que estaba apagada y no eran muchas las almas que transitaban por ella como luciérnagas extraviadas. Los electrones habían dejado de moverse cuando gozábamos de luz solar, y ahora que era noche cerrada, parecíamos tan ausentes como la energía que producen. 

    Las únicas pilas que tenía en casa eran las destinadas al mando a distancia del televisor y del reproductor de A/V. Cacharros a mi disposición y en perfecto estado, como otros tantos, que por muy versátiles que fueran no me servían de nada. La situación era un buen recordatorio de nuestra dependencia y vulnerabilidad, además de que nos desnudaba y nos hacía humildes. 

    Creo que también más cercanos, pero no menos estúpidos.

    Disponía de una buena linterna en casa —eso sí— y de las pilas que la alimentan, pero preferí encender tres velas macizas circulares más grandes que una bola de billar. Y agradecí para mis adentros que el libro electrónico tuviera la suficiente carga (me reí) como para estar leyendo un buen rato hasta que me venciera el sueño. Y eso hice, más o menos como hago siempre. 

    Seguro que otras personas solitarias como yo —o no tanto— también encendieron sus velas y sus libros. Y a otras les dio por la meditación y trascender su propio yo (signifique lo que coño signifique eso), como que hubo parejas de toda condición que volvieron a reconocerse y a reencontrarse. Y quién sabe si hasta redescubrieron lo que era hablarse de verdad. 

    Mientras que otras personas, en grupo o en soledad, sintieron el impulso ritual de dibujar un pentagrama invertido en medio del comedor e iniciar una invocación. O sacar la Ouija de debajo de la cama, anudar las tijeras en mitad de un libro, o mirarse en el espejo el tiempo suficiente que requiere la presencia del otro lado para manifestarse. 

    A fin de cuentas, se dice que también son canales válidos de comunicación, y todo es posible a la luz titilante de las velas. Aunque no seré yo quien lo compruebe, ni siquiera para suplicar a Dickens o a Bradbury que me enseñen algunos trucos nuevos.



28/4/25

442. En el sótano

    El viejo Perbisterio Ranado vivía en un lúgubre sótano preñado de ácaros y humedades al resguardo de la hiriente radiación solar. La imagen del mundo que le ofrecían las mugrientas ventanas de su pequeño habitáculo, consistía en el desfile de los calzados dispares de los viandantes, de alguna silla de ruedas y del típico imbécil acelerado del patinete eléctrico. Todo ello acompañado con la cacofonía del tráfico congestionado y el piar enloquecido de los pájaros.

    Tampoco necesitaba más. Gracias a la pensión por demencia, el viejo Perbisterio Ranado tenía ordenador y conexión a internet. De modo que se proveía de todo cuanto necesitaba sin ningún tipo de contacto humano, salvo cuando el mensajero tocaba a su puerta pedido en mano. Debido a su merecida inactividad, se pasaba todo el día pensando, hasta que un día su mente trascendió y descubrió que había desarrollado una capacidad especial para predecir pequeñas catástrofes naturales. 

    Así lo supo el primer jueves de abril de hace dos años, cuando diluvió con tal intensidad que la red de drenaje de la ciudad se colapsó, las aceras se volvieron resbaladizas y homicidas, y el rugido de los riachuelos discurrió por las calles arrastrando vehículos aparcados, algunos seres humanos y toda clase de mobiliario urbano. Justo al iniciarse aquella catástrofe, sin saber por qué, la brillante tonsura de su coronilla empezó a palpitar como un corazón desbocado. 
 
    En pocos minutos, el agua irrumpió en cascada por los ventanales de su sótano, junto con condones, pañuelos de papel, compresas, pañales, paquetes de tabaco, bolsas de basura, esputos verdes y tres o cuatro animales muertos, dándole el tiempo preciso para sentarse en su sofá en posición fetal, y contemplar cómo en cuestión de segundos su querido hogar se convertía en un maloliente lodazal de odio líquido y mierda. Para cuando el agua dejó de entrar hasta alcanzarle los tobillos, el suministro eléctrico se había interrumpido, y se dio cuenta de que el pálpito de la coronilla había remitido. 

    Desde aquel fatídico día, el viejo Perbisterio Ranado sigue en la soledad de su sótano estudiando su facultad predictiva para poder anticiparse con éxito a futuros desastres naturales, si es que llegan. Y no la compartirá con nadie, pues desde hace años se acostumbró a estar muerto para el resto del mundo que le dio la espalda.




24/4/25

441. El aterrizaje

    Dos tipos urbanitas se desplazan por las alturas en un globo aerostático. En un momento dado, deciden aterrizar en una gran extensión de tierra de tonalidades verdes y ocres. Unos metros antes de que el globo toque tierra, a lo lejos, otro tipo se aproxima hacia ellos con paso apresurado. El globo ha aterrizado y los urbanitas bajan de él. Uno de ellos graba con un móvil cómo el otro hombre se va acercando. Cuando está lo bastante cerca, ambos urbanitas comprueban que es un tipo de campo, muy enfadado, que vocifera y gesticula.

    El hombre de campo les pregunta, airado, quiénes son y por qué aparcan en su terreno en el cual no se puede aparcar. Los hombres de ciudad, en tono correcto, contestan al respecto que son el piloto de la aeronave y el comandante, y que se han visto forzados a un aterrizaje de emergencia, no a aparcar. El hombre de campo exclama qué aeronave ni qué leches. Que eso es un globo de esos que vuelan y que al aterrizar ha asustado a sus animales que pastaban con calma.

    Los hombres de ciudad aseveran que no había más remedio; que el aterrizaje era de vida o muerte. El hombre de campo, aún más furioso, les impreca que ellos son los culpables de que sus animales estén por ahí desperdigados a kilómetros de distancia de donde debieran estar, y que reagruparlos sí que va a ser de vida o muerte. Con todo, los hombres de ciudad le explican que hay que anteponer la vida humana a la animal; que eso es lo correcto. El hombre de campo, ya sacado de quicio, los insulta y les exclama que lo único importante, cuando se trata de la invasión de su terreno, son sus animales.

    Los hombres de ciudad contestan que se calme y que no les falte al respeto, que ellos no lo han hecho. El hombre de campo les grita que tendrían que haber aterrizado en “el otro lao”, aunque dada la enormidad del descampado cuesta determinar dónde está. Luego, sin visos de calmarse, se aleja mientras afirma que los va a denunciar y que recen porque ninguno de sus animales se haya hecho daño, pues están asegurados y con todos los papeles en regla. 

    También les amenaza con que va a volver con su hermano, y que cuando eso suceda, mejor que no estén ellos ni el globo, porque su hermano no razona como él: solo actúa.



  

21/4/25

440. Descanso eterno

    Aunque me llaméis oportunista y otras cosas merecidas e inmerecidas, es un buen día para colgar esta canción.




17/4/25

439. Operación retorno

   Era Semana Santa. Miles de personas ya se habían alejado de sus primeras viviendas, y otras tantas lo harían en las próximas horas. Mientras que nosotros cuatro, montados en la vieja chatarra oxidada de Crisógono, regresábamos a las nuestras con el temor de que en cualquier momento un repentino flash de luz irrumpiera en nuestra trayectoria, y en un segundo nos viéramos tele transportados a cualquier lugar indeseado.

   Pero no sucedió tal cosa. Por lo visto, las fuerzas intangibles y poderosas que hasta no hace mucho habían jugado con nosotros, estaban de vacaciones como mucha gente, u obrando a su antojo con la vida de otros desafortunados pecadores. De modo que no aparecimos con el coche en lo alto de un campanario, ni al borde de un precipicio, ni dentro de un supermercado, ni en ninguna dimensión alternativa que no fuera la habitual. 

    Aunque ese hecho tampoco nos privó de un par de percances.

    Los primeros doscientos kilómetros los recorrimos con Crisógono al volante, y como es lógico, fueron una balsa de aceite, puesto que atiende a las normas de circulación como Moisés a los Diez Mandamientos. Yo no conduzco con tanta corrección, pero cuando me tocó a mí, tampoco hubo percances destacables en los doscientos kilómetros y pico que siguieron. 

    Sin embargo, la placidez se trastocó cuando pusimos nuestras vidas en manos de Demenciano. Para entonces ya habíamos dejado la autopista, era de noche y circulábamos por una carretera nacional. De improviso, fuimos arrancados de cuajo de nuestro duermevela, cuando Demenciano tiró del freno de mano con la misma brusquedad con la que giró el volante, cambió su sentido de marcha y aceleró hasta ponerse paralelo al camión cisterna de cuatro ejes y treinta toneladas que, según él, lo había deslumbrado con las luces de carretera. 

    Ambas máquinas iban a considerable velocidad, y comprendimos que la intención de Demenciano era echar el camión a la cuneta. Pero lo que echamos en falta fue la puerta del copiloto de nuestro vehículo, cuando al primer contacto con el camión se desprendió con un intenso gemido chatarrero. Menos mal que Demenciano pensó que no era momento de desguazar el coche, así que desistió, se paró en el arcén y cedió el volante al Loco, el cual no tenía carnet de conducir, pero conducía si la situación lo requería. Como castigo, Crisógono y yo decidimos que Demenciano ocupara el asiento sin puerta, aunque a pesar de las ropas de abrigo, sabíamos que nos íbamos a helar tanto como él.

    Y así fue durante los últimos doscientos kilómetros que nos quedaron por cubrir. Pero antes, tras una hora y media de conducción, el Loco se desvió a la derecha, desacelerando lo mínimo para no volcar, y entró en un área de descanso directo a una agrupación de dos adultos y tres niños, a los que desperdigó como bolos en un embrutecido arrebato de pleno al cinco. Luego continuó hasta reincorporarse a la calzada principal como si nada hubiera ocurrido.

    De nada sirvió que Crisógono y yo le preguntáramos, un poco alarmados, a qué había venido eso, ya que el Loco jamás hablaba. En veinte años de amistad nunca le habíamos oído pronunciar palabra alguna. No sabíamos si es que era mudo de nacimiento, o callaba por algún tipo de reivindicación o creencia. Según cómo, era una especie de versión demoníaca de Bob el Silencioso, y lo único que hizo fue sonreír, entretanto Demenciano ya hablaba por él, exclamando que había sido una pasada. 

    Llegamos a nuestra ciudad de madrugada y sin más incidentes, con el parabrisas agrietado, sin parachoques, con una puerta menos y con más abolladuras que hace unas horas. Demenciano, un poco congelado, se ofreció llevar el coche a un tren de lavado, pues además de los bichos de la calandra, también había restos de los atropellados. Pero al final, Crisógono y yo decidimos que lo mejor sería hacer desaparecer cualquier cosa que hubiera dentro, junto con las matrículas y el número de bastidor, y abandonarlo en el vertedero. Y como a Demenciano y al Loco les gustaba ir allí, se prestaron a ello sin reservas. 

    Quizá incluso le prendieran fuego para calentarse, ya que con ellos dos, todo era posible. Al menos, ya estábamos en casa y por fin nuestras vidas volvían, digamos… a la normalidad.


 

14/4/25

438. Fenómeno en Semana Santa

     Ninguno de los cuatro sabía cómo habíamos llegado hasta allí. La dirección clicada en el GPS era la correcta, y conducía a la sala barcelonesa, donde Impaled Nazarene desgranaría su blasfemia sonora a todos sus acólitos. Para nosotros era del todo necesario, y casi una religión, acudir a esa clase de conciertos. Ahí era donde Crisógono y yo lográbamos despojarnos de nuestros demonios, y Demenciano y el Loco encontraban la voluntad suficiente para controlar sus instintos homicidas durante unas semanas. 

    Pero a mitad de trayecto hubo un blanco estallido de luz cegadora, y aparecimos en un precioso pueblo andaluz (¿acaso hay alguno feo?) de estrechas callejuelas y empinadas cuestas. ¿Qué había pasado exactamente? Y ¿por qué a nosotros? Aquel no era nuestro destino más inmediato, joder. ¡Nosotros íbamos a un concierto!, así que vomitamos cual posesos una sarta de irreverencias escandalosas capaces de agrietar los cimientos más sólidos de cualquier iglesia. 

    Salimos del coche y lo dejamos tal cual donde aparecimos, y nos encaminamos a la abarrotada calle principal de aquel lugar inesperado. Nos preguntamos por qué había tanta gente anegándola como si no tuvieran casa, cuando de repente, las notas fúnebres de una marcha procesional despejaron nuestra ignorancia: era Semana Santa, oh, my God, y durante esos días de reflexión y fe, el cristianismo conmemoraba los últimos días de su mesías en la Tierra y posterior resurrección, hostia y amén.

    Unos siniestros penitentes vestidos de negro, con sus rostros ocultos con capirotes de igual color y grandes cruces asidas como mandobles, desfilaban al tempo de aquella música tétrica que minaba el ánimo y absorbía el hálito de toda alma viviente en cinco kilómetros a la redonda. Semejante cuadro era un claro indicador de que cierta programación atávica nunca desaparecía del todo.

    Tras los oscuros encapuchados, los sufridos cargueros transportaban a hombros un trono de ensueño saturado de flores y candelabros, en el que se erguía con porte solemne una estatua con los brazos extendidos hacia abajo y las palmas abiertas. La mayoría de las personas allí congregadas se persignaban, lloraban y le proferían piropos. Sobre todo guapa y guapa, aunque no contemplé belleza alguna en esa cara inexpresiva de ojos vacuos. 

    Crisógono, en cambio, contemplaba el desfile con mucha concentración mientras se hurgaba la nariz. Conociéndolo, estaría pensando en una belleza beatífica, que nada tendría que ver con las impresiones de Demenciano y el Loco, que solo tenían ojos para apreciar la fealdad en todas sus manifestaciones sólidas e incorpóreas, aunque ahora asistieran a la procesión como los padres que tienen que visionar El Rey León (1994) por enésima vez con sus hijos pequeños.

    En otro contexto, aquel venerado cacho de madera poli cromada podría resultar atemorizante, aunque no tanto como los sentimientos que despertaba en la enajenación colectiva que nos rodeaba, lo cual demostraba que ya no quedaba nadie con la mente sana. Tan solo ocurría que había diferentes clases de locura, y en función de la que profesaras, quedabas señalado si no era la aceptada por las masas.

    Poco a poco la comparsa fue alejándose hasta que la perdimos de vista, y los tiempos que vivíamos parecieron corresponderse con el siglo actual. Por nuestra parte, y bastante malhumorados por habernos perdido el concierto de Impaled Nazarene, convenimos en que era hora de largarse de allí. Al menos no habíamos recalado en Filipinas ni en cierta localidad riojana, donde los devotos se autoflagelan hasta que brota la sangre y se prestan a la crucifixión sin efectos especiales, ya que los impulsos psicópatas de Demenciano y el Loco se habrían desatado y con ellos una matanza cofrade.

    No cabe duda de que obran en el mundo fuerzas sobrenaturales e incompresibles, de las que el humano no es más que un mero juguete. De modo que si esas fuerzas nos quieren dejar en paz, tenemos cerca de novecientos kilómetros de asfalto por recorrer hasta llegar a nuestros hogares. Y si, por el contrario, aparecemos con nuestro coche en mitad de vuestro comedor a la hora de la comida y os jodemos la mona de Pascua, que sepáis que no es culpa nuestra.


 

    

10/4/25

437. Las montañas de la locura

    No fue por desoír las serias advertencias del profesor William Dyer, ni por no tomarme en serio el testimonio de su escalofriante relato. Incluso fui al centro de salud mental a visitar al malogrado señor Danfort, y puedo asegurar, sin temor alguno a equivocarme, que nunca había visto en alguien locura más profunda y perturbadora. 

    Sin embargo, aquí estoy, por demasiado incrédulo y atrevido, en un remoto paraje subterráneo donde ningún humano jamás debiera adentrarse, y del que William y el joven Danfort escaparon de milagro. Quizá aquella criatura así lo permitió para que disuadieran a los idiotas como yo. 

    Y ahora que estoy solo, con mi suministro de luz agotado y en la más completa oscuridad, me doy cuenta de que es real. Oigo esa cosa arrastrarse, y solo espero que cuando me alcance yo ya esté lo suficientemente loco para que no me importe.

    ¡Qué no daría por poder volver atrás!

 


 

7/4/25

436. Por el camino de tierra

    Hacía mucho que no transitaba por el camino de tierra que va paralelo al río. Queda muy cerca de donde vivo, pero los de urbanismo han estado tanto tiempo trabajándolo para hacerlo seguro y del todo practicable, que casi me había olvidado de su existencia. Caminando a buen ritmo cubres toda su longitud en poco más de media hora, lo cual supone una hora y pico de andadura, contando con los minutos de vuelta: tiempo más que suficiente para desconectar y soltar lastre mental.

    Por más que ande, no me acostumbro a hacerlo con los auriculares del móvil puestos, sean alámbricos o inalámbricos. La última vez que lo hice, por aquello de probar una vez más, fui presa de la chispa y acabé ofreciendo a la ciudadanía un baile gesticulante y esperpéntico. Aunque tampoco estuvo mal, la verdad. 

    El caso es que a la hora de andar, prefiero recibir los sonidos exteriores que me van envolviendo a cada paso, como en este caso los que producen el generoso caudal del río y el arrullo sedante del follaje. Además, tengo facilidad para aislarme de la contaminación acústica que genera la ciudad, y de su zumbido monocorde de baja frecuencia, omnipresente e incesante.

    Al poco de iniciar mi trayecto peatonal, con el río a mi derecha en función de la dirección emprendida, me encontré con que en el lado contrario habían habilitado un pequeño parque de cuatro columpios y cinco bancos ideados para la incomodidad más eficiente. Aunque eso no parecía importarle al cuerpo que, con total inmovilidad y cuan largo era, yacía tumbado, y descalzo, de cara al respaldo de uno de esos bancos.

    El cuerpo vestía un anorak, pantalones holgados y un gorro de lana que hacían indeterminable su sexo, y no muy alejadas y de cualquier manera, unas deportivas estaban tiradas junto a un par de calcetines arrugados. Tendente como soy a la negrura, me pregunté si estaría muerto. Aunque de ser así, a las tres mujeres con hiyab que estaban sentadas en los otros bancos sin perder de vista a sus retoños, tampoco parecía importarles demasiado.

    Seguí avanzando por el camino de tierra, absorbiendo toda la energía verde que flanqueaba mis pasos y susurraba por encima de mí. De vez en cuando me cruzaba con corredores adultos de edades diversas, y jóvenes granujientos repletos de hormonas enloquecidas. También con corredoras venidas a menos y diosas adolescentes favorecidas por la genética, de mejillas sonrosadas y saludables, que parecían música en movimiento. Y canes, joder, canes que tironeaban con ahínco de sus correajes y paseaban a sus dueños apáticos.

    Cuando me quise dar cuenta, ya había llegado al final del camino de tierra, de modo que tocaba regresar, esta vez con el río a mi izquierda. A mitad del tramo, un perro (o perra) detuvo con brusquedad a su dueña y se puso a ladrar con hostilidad en dirección al río, en cuya orilla más próxima al camino, un gigantesco jabalí bebía agua y olisqueaba a pasos cortos con total calma, como si aquello fuera suyo, o de sus antepasados más que de los nuestros. Y seguro que así era. Luego cruzó el río hasta la otra orilla, ascendió con facilidad el declive que lo separaba del bosque y desapareció entre los árboles.

    Llegué al parque de nuevo y otro enigma me asaltó: no había cuerpo alguno en el banco, pero las deportivas sucias y los calcetines arrugados seguían ahí. Lo que no me sorprendió fue ver a las tres mujeres con hiyab, todavía sentadas en esos bancos de madera nada confortables. Pero si sus maridos y parientes masculinos son capaces de aguantar cuatro o cinco horas en un bar con un café o un cortado, a ver por qué ellas no iban a aguantar toda la tarde de esa guisa.

    En fin, descargado, renovado y con mi aura henchida de vitalidad, llegué con la puesta de sol a mi nicho vivienda, acogedor y rebosante de luz.


 

3/4/25

435. Ausencia presente

    Después de ocho años, más que recordar, aún veo tus ojos en ese rostro que me acalora. ¿Eran verdes o azules? Nunca lo he sabido con exactitud, y eso que me perdí en ellos las veces suficientes para no albergar dudas. 

    La primera vez que me cautivaron fue cuando te quitaste la gorra y las gafas oscuras bajo aquel sol abrasador de finales de junio, y la distorsión atronadora de las guitarras llenaba el aire de todo el descampado desde el escenario. Fue en ese momento de las presentaciones cuando cruzamos nuestras primeras palabras, ahogadas por los decibelios, cuando te miré antes que tú a mí y te quedaste en mi cabeza.

    Esta noche, si bien nunca te vas del todo, has vuelto con especial intensidad a recordarme que ya no estás, y me engaño a mí mismo intentando creer que nunca has existido. Por eso hoy, más que otras veces, siento la necesidad perentoria de cagarme largo y tendido en todos los dioses que animan el vacío existencial de las almas perdidas. 

    Perdidas como la mía, ahora que no sabe a dónde va o a dónde debiera ir, porque después de aquellos tres días de música en directo ya nunca apareciste. Llegaron otras, sí, pero nunca volvió a ser igual que contigo. ¿Has vuelto a sentir aquella sincronización de suprema realización? ¿La alquimia perfecta de fundirnos en el fluido del otro? 

    Quizá solo se trata de aceptar, más que entender, que hay situaciones irrepetibles, y volver a conseguir semejante grado superlativo de complicidad, exigiría que antes fuéramos capaces de comulgar con nuestras propias contradicciones, tan estúpidas y humanas, para así otorgarnos el beneplácito de adentrarnos juntos en la verdadera esencia de la vida y el sentimiento. 

    Pero para eso también tendrías que volver y el tiempo no hace más que escaparse y reforzar tu ausencia. De modo que sal de mi cabeza de una puta vez y desaparece del todo. Y aléjate tanto que ni mis recuerdos más vívidos puedan alcanzarte.

   


 

31/3/25

434. Preparando el kit

    Bueno, Europa, la eterna puta sumisa de los EUA, básicamente nos está diciendo que durante setenta y dos horas tengamos mucho miedo. ¿Habéis cedido a la credulidad y ya tenéis preparado vuestro kit de supervivencia? Y si es así, ¿habéis incluido el papel del culo porque no tenéis bidé? 

    Bien, setenta y dos horas puteados por vete a saber muy bien qué, tampoco parece tan grave, aunque la mayoría de la población mundial no pueda pasarse ni setenta y dos segundos sin asomarse a las redes. ¡Eso no, Dios mío! En cualquier caso, sería la crisis más breve de la Historia, ¿puede ser?

    En conclusión, a no ser que vea al acerado Painkiller con sus ruedas dentadas descendiendo del cielo contaminado, dispuesto a destruirnos para salvarnos porque resulta que todo está más jodido de lo que creemos, continuaré sin equipo de supervivencia, sin remojar mis barbas, y bostezando como un buen occidental acomodado e incrédulo, que observa las guerras y sus consecuencias colaterales en las noticias, los libros y el celuloide.




27/3/25

433. Caídas y caídas

    Hay caídas y caídas. Las que hacen reír, por ejemplo, son como las del inspector Clouseau, que hace girar un globo terráqueo mientras explica a sus superiores, muy profesional y engolado, cómo atrapará a un astuto ladrón llamado Fantasma, se esconda donde esconda. Cuando acaba su disertación, se apoya en la bola del mundo que todavía gira, y sale despedido, dándose un tortazo descacharrante.

    Lo mejor del chiste es la fingida dignidad con la que se levanta el inspector, además de la rapidez y como si no hubiera pasado nada. Como es natural, sucede en una película y nadie se lastima, aparte de que es difícil romperse algo cuando te caes desde tu propia altura, deportistas y osamentas de la tercera edad al margen. Por eso da risa, y porque el personaje, ya sea interpretado por Peter Sellers o Steve Martin, se da al disimulo, alisándose la gabardina a fin de recuperar la compostura e ignorando lo sucedido.

    Las víctimas reales de una caída leve también hacen reír. De hecho, las he disfrutado en cuerpos ajenos, conocidos y desconocidos, y sufrido en el propio. Y también, como en el cine, algunos disimulan con más o menos azoramiento o dignidad. Pero hay otras caídas, como las anímicas, que no siendo físicas, son las más dolorosas. Aquellas que, por la razón que sea, nos hieren el corazón y nos abren una grieta en el alma, colocándonos al borde del precipicio o bien en un oscuro túnel sin final.

    Si te caes y te rompes algún hueso, no tienes más que acudir al hospital y hacer acopio de paciencia y resignación. Eso lo sabemos todos, aunque nunca nos hayamos roto uno. Pero si lo que ha caído hasta quebrarse ha sido tu espíritu y con él tus emociones, por mucha ayuda y bienintencionada que sea, ahí solo estás tú y nadie más.

    He conocido a quienes, transitando por el mismo camino en las mismas circunstancias, han logrado levantarse y salir de la oscuridad, y quienes han fracasado por mucho que lo intentaron hasta dar con un final trágico. Con todo lo que sabemos sobre la mente y naturaleza humanas, creo que nunca lograremos desentrañar ese misterio. Y tampoco creo que haya que darle muchas vueltas. 

    Por obvio que suene, no hay más que aceptar que hay daños y desajustes más allá de lo físico, innatos o provocados, del todo irreparables y con los que es imposible convivir.

 

 

24/3/25

432. Aprendizajes y enseñanzas

    Ha llovido mucho desde que pisé un recinto de enseñanza. La época escolar más casposa que recuerdo fue la acaecida entre finales de los setenta y principios de los ochenta. Allí nos enseñaron cosas muy valiosas y útiles como leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar. Y aunque no fuera con nuestro futuro carácter aún por formar, también aprendimos a ser competitivos, a desear más calificación, y a señalar el fracaso de nuestro compañero de pupitre.

    No nos enseñaron, por ejemplo, otras doctrinas y posturas tales como el ateísmo y el agnosticismo. Aunque yo me interesé por ambas, tan pronto me vi obligado a atender cómo el profesor nos explicaba, con suma profusión de detalles físicos y orales, la forma correcta de santiguarse. Lo que menos importaba era en qué creíamos o si íbamos a creer en algo.

    En mi caso, aquella inutilidad duró tres o cuatro días, puesto que hubo un pacto de silencio que derivó, oficialmente, en un libro llamado Constitución española, y aquella asignatura no solo dejó de ser obligatoria, sino que tuvo que repartir su protagonismo con otra más necesaria llamada Ética. A partir de ahí también aprendimos, sin que nos lo enseñaran, lo que es el falso laicismo, y lo mucho que una palabra con tanto significado puede acabar tan vacía y denostada.

    El caso es que guardo un cálido recuerdo de algunos compañeros de aula de los que hace lustros que no sé nada. Me llegué a reír mucho con ellos, y el resto del alumnado de nosotros, en cuanto a nuestras respuestas discentes a preguntas docentes.

    Por ejemplo, a Jivia le preguntaron cómo explicaría qué es una moto, y él respondió que una moto es cuando Ángel Nieto la arranca y se pone a correr en el circuito. Y si no, cuando le mandaron a Plomo que explicara lo que es una silla. Sin vacilar, Plomo explicó con gran convencimiento que una silla es cuando estaba cansado, la cogía y se sentaba. 

    Lo del Naja fue igual de sonado, el día que en clase de Historia le preguntó el maestro qué clase de ventana es un rosetón, y el Naja contestó con suficiencia que un rosetón es una ventana en forma de rosa. Yo, al igual que mis amigos Naja, Jivia y Plomo, también me llevé una gran ovación cuando me preguntaron por las siglas U.S.A. y respondí categórico: Unión Soviética Americana.

    Las carcajadas que provocamos, de ser físicas, habrían abombado las paredes de la clase. Entretanto, los profesores se pasaban la mano por la cara, o miraban al techo con los ojos vidriosos, como suplicando ayuda a un ser superior.

    La ayuda nunca llegó, pero es que ya nadie se santiguaba.

 

 

20/3/25

431. Cuando ya no queda nada 2

    Oh, mierda, papás y mamás, permitid que sean vuestros hijos e hijas mayores de edad quienes elijan vivir o morir si lo único que les funciona es el cerebro, y por lo visto mejor que a vosotros.

    Oh, mierda, religiosos, dogmáticos y activistas provida, ¿no veis que no existe tal cosa en semejante estado? ¿No veis que no hay dios alguno que los sane y les prive del sufrimiento 

    Oh, mierda, asociaciones, fundaciones y organizaciones conservadoras de la cruz, que os perpetuáis en el tiempo y no paráis de darnos por culo al resto de infieles siglo tras siglo.

    Oh, mierda, mamás y papás, sois enemigos del sentido común, la dignidad, la medicina y la ciencia, cuando por el hecho de la concepción os creéis con derecho a decidir sobre el tormento consciente de vuestros hijos dolientes.


 

    Noelia y Juzgado de lo Contencioso Administrativo número 12 de Barcelona  —  1

    Papi y Abogados Cristianos  —  0                                                        

            

17/3/25

430. Descubriendo a Farmer

    Siempre queda un escritor por descubrir y un libro que leer. Eso me pasó hace poco con un autor llamado Philip José Farmer, cuyas letras, por lo visto premiadas y con no pocos adeptos, abundan en el terror, la fantasía y la ciencia ficción. Estilos que, si bien son fáciles de diferenciar, a menudo van cogidos de la mano dependiendo de la pluma que los utilice.

    Por citar una de las referencias más obvias del género, ahí tenemos a Stephen King, junto con otros titanes igualmente palmarios, tales como Dean R. Konntz, Dan Simmons, James Herbert, Peter Straub, John Farris, etc. Y si, como se dice y se reconoce, Stephen King es el rey del terror contemporáneo, qué podemos pensar cuando el propio King asegura: «He visto el futuro del horror y se llama Clive Barker». 

    Y no es para menos, pues nadie que yo haya leído o recuerde, es tan espantosamente gráfico en sus narraciones como Barker. Además de ambiguo y mórbido, destripa la moral hasta sus últimas consecuencias, las cuales suelen ser enfermizas y nada compasivas. Leed Hellraiser, El gran espectáculo secreto, Libros sangrientos y sabréis de lo que os hablo.

   No es menos cierto que todos los escritores antes citados, no existirían como tales, de no ser porque antes hubo mentes privilegiadas, como las de M. R. James y Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, y las archiconocidas de Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft.

    De estos dos últimos, el primero, maestro indiscutible del terror psicológico, cuyo enorme talento nos estremeció sin tener que recurrir a monstruos, fantasmas o criaturas de pesadilla. El segundo, creador de lo que se llama horror cósmico, donde el autor ofrece todo un mosaico de universos oníricos rebosantes de malevolencia, habitados por deidades monstruosas y delirantes criaturas que solo las puede inspirar el infierno. 

    Cuando uno ha leído tanto de tantos autores, aparte de acabar chiflado, puede equivocarse y llegar a creer que pocas cosas pueden llegar a sorprenderle como «aquella primera vez». Es ahí donde entra en escena Philip José Farmer y, en particular, sus libros La imagen de la bestia y ¡Cuidado con la bestia!, los cuales me descubren a un escritor que, si bien puede no ser mejor que los antedichos, nada tiene que envidiarles. 

    Porque este señor es brutal, divertido y excesivo. Un cachondo de tomo y lomo que aúna como nadie ciencia ficción, terror y fantasía con lúbricas dosis de sexo. Cuando te das cuenta, ya se ha metido en tu cerebro para desgajarlo cacho a cacho, mientras que en el proceso te causa alucinaciones y te invita a disfrutar de ellas. Luego coge tu alma, la arruga en su mano y, cuando acabas de leer y cesa la orgía o el caos onanístico en el que te ha sumergido, con una sonrisa te pide que la recompongas si tienes narices.

    Así que, si eres de los que piensan que ya nada puede sorprenderte, es que todavía no has leído a Philip José Farmer.

 



14/3/25

429. Intermedio

    Sin percance alguno, la nueva máquina llegó ayer por la tarde, con mucha lluvia y sin arcoíris. Era tal la obsolescencia de la anterior que también tuve que cambiar el monitor. Seguro que Codicius y Avaricius ríen, satisfechos y cómplices, desde lo alto del edificio. En fin, espero que la nueva adquisición esté a la altura de su antecesora. Gracias por vuestras sentidas condolencias. 

    Esta misma noche sacrifico un carnero en vuestro honor en un punto alejado de la civilización.

 


10/3/25

428. R.I.P

    Españoles, mi ordenador personal ha muerto. La máquina de excepción que asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a la blogosfera española, ha entregado su vida en el cumplimiento de una misión trascendental, que no era otra que esparcir el mensaje, contaminar la red y, en definitiva, añadir un poco más de mierda al ya de por sí maloliente contexto. 

    Yo sé que en estos momentos, estas sentidas palabras llegarán a vuestros hogares (muchos de ellos aún por pagar) y se unirán a vuestros murmullos y plegarias. Es natural: es el llanto de la blogosfera española, que siente la angustia infinita de un servidor que ha perdido a uno de sus seres más queridos. Es la hora del dolor y de la tristeza, y también la de aflojar la pasta para comprar otro.

    Atrás quedan, para la posteridad, catorce años de entrega incondicional, tanto diurna, vespertina como nocturna, estuviera yo ebrio, sobrio, o ninguna de las dos cosas. Fui testigo de su última jornada de trabajo ayer por la tarde, y hoy ya descansa en el Valle de las CPUs chamuscadas junto con otros hermanos caídos.

    Españoles, calculo que dentro de cuatro o cinco días podré escribir en condiciones dignas y no por el móvil, para poder continuar con mi deber patrio de arrojar pesimismo y oscuridad a través de este medio, y de paso inmiscuirme sin vergüenza alguna en vuestras vidas cibernéticas. Sin más que añadir: ¡Viva Honduras! ¡Viva el Salvador!   


6/3/25

427. Lidiando contra el cerebro

    Llevo unos días lidiando contra ciertos pensamientos incómodos y oscuros que están mermando mi paz espiritual.

    He probado a comer alimentos que nunca he comido, beber líquidos que nunca he bebido y, aun a riesgo de parecer gilipollas, hablar de cosas que desconozco. Y he acabado bebiendo sin tener sed, comiendo sin tener hambre y hablando sin tener nada que decir. Eso sí: me he sentido muy humano y casi caigo enfermo. Luego he transitado por superficies inhóspitas que nunca he pisado hasta llegar a lugares remotos en los que nunca he estado. Y no he visto nada diferente que no haya visto en otros sitios conocidos. Ya me entendéis: gente.

    También he consumido música, cine y literatura alabada por la prensa especializada, y me han acometido ataques epilépticos, ardores, diarreas y ansias de perpetrar una masacre. Y he practicado métodos menos agresivos, como jugar al ajedrez conmigo mismo, hacer sudokus y resolver el cubo de Rubik bajo la alcachofa de la ducha con el agua fría. Pero nada.

    He recurrido a mi surtido de blasfemias cotidianas tales como defecar en el santoral, en vírgenes, iglesias, religiones y dioses. Pero eso es algo que llevo haciendo desde los trece años, incluso estando de buen humor y con la mente en blanco, así que no ha servido de nada. Tampoco cuando lo he intentado con programas de televisión y radio, prensa roja y azul, monarquías, ejércitos, ideologías, nacionalismos y votantes obtusos.

    Por si fuera poco, he estado explotando burbujas de embalaje sentado en los bancos de las plazas hasta altas horas de la noche. Me he pasado horas de vaivén en los columpios de los parques infantiles con la mirada perdida, y me he lanzado de cabeza por los toboganes una y otra vez hasta que los niños pequeños se han puesto a llorar y sus madres acomplejadas me han mirado con indignación y desprecio. 

    Y no digáis que no lo he intentado de veras, pues para pensar con claridad también me he ido al río a tirar piedras hasta que se han acabado. He saltado a la comba con descoordinación ante las fachadas de los sex shops para reencontrarme con mi niñez. He arriesgado la vida en los pasos de cebra en hora punta en busca de algún estímulo extremo. Nada, nada ha funcionado: ni siquiera estar siete horas haciendo de mimo en la misma postura para conectar con mi yo interior.

    Y hoy, por último, falto de esperanzas y apenas reconociéndome, he acabado en la consulta del médico —no recuerdo si pública o privada— y me ha diagnosticado que estoy aquejado de un nivel medio-alto de misantropía de la cual no existe remedio, salvo irse al espacio como Calleja pero sin intención de volver. Ha sido tan gracioso que lo he cogido de la pechera y lo he incapacitado de por vida para el ejercicio de su profesión. Y qué extraño, he vuelto a pensar con claridad y los pensamientos oscuros e incómodos han dejado de atormentarme.

    Sin duda, el empirismo está bien, pero hay que ir más al médico.


3/3/25

426. Bocabu

    Hoy una halitosis densa y extrema ha invadido mi espacio vital y se ha colado por mis fosas nasales en pocos segundos. Pocos pero intensos. Suerte que ha sido cuando llevaba las gafas puestas, porque si no, ahora tendría las retinas y las pestañas incineradas. Pese a todo, han pasado ya cuatro horas y aún sigo aturdido.

    Como nos enseñó Spiderman, todo poder conlleva una gran responsabilidad. Y ahora mismo esa persona es responsable de cualquier vida, animal o humana, que esté al alcance de sus exhalaciones. No me cabe duda de que, si no lo remedia, será la criatura más solitaria del planeta.


27/2/25

425. Arcoíris 2

    Hacía mucho tiempo que no veía un arcoíris, y ahora mismo, al tiempo que escribo esto, tengo uno enfrente de mi ventana, perfectamente definido en toda su colorida curvatura, con sus siete razones más que inapelables para hacerme sentir insignificante y dejarme absorto. 

    Hace un par de horas llovía y el día era gris como el plomo, y en un capricho celeste, una porción encapotada de las alturas se ha abierto y el sol ha iluminado la mitad de la ciudad mientras que la otra ha seguido en penumbras. En la parte iluminada, la lluvia caía a cámara lenta como en un sueño, y en la otra, el mundo era un cuadro de trazos cenicientos y oscuros. Ha sido en ese momento mágico cuando el arcoíris ha decidido coronar tan hipnótico contraste. 

    Después, en cuestión de minutos, el sol se ha ocultado y el arcoíris ha palidecido hasta desaparecer, dando paso a un intenso arrebol que ha encendido el cielo para luego apagarse en un azul profundo como el océano. Ha sido una pena que hoy no estuvieras conmigo, querida desconocida. Era el momento perfecto para desvestirnos a dentelladas y follar bajo el arcoíris como buenos hijos enloquecidos de Pachamama. 

    Para olvidarse del aborrecible mundo de los hombres y abrazar desnudos las maravillas de Gaia.




24/2/25

424. Bienvenidos al circo

    ¡Bienvenidos todos y todas al circo de la vida! ¡Nadie les preguntó si querían figurar en él, pero aquí están! ¡Bienvenidos, pues, al mundo desigual de los afortunados y los ganadores! ¡De los desafortunados y los perdedores! ¡De los adaptados y los inadaptados!

    No se pierdan a la psicóloga que repara mentes menos dañadas que la suya propia y encima cobra por ello. Sorpréndanse con el militar de alto rango que lleva toda la vida en el ejército y habla de lo sufridas que son las guerras cuando no ha vivido ninguna. Escuchen con gran atención a personas solteras de innegable fealdad exterior elogiar la belleza interior. Lloren con el niño que buscó durante años a su madre y al encontrarla se enteró de que fue ella quien lo abandonó. Y disfruten, oh, sí, del gran espectáculo de la niña obesa que soñaba con ser modelo de pasarela y acabó siendo toxicómana; ahora sí que está delgada, ¡miren, miren!

    Quédense con la boca abierta cuando escuchen a personas de vidas acomodadas hablar sobre cómo lidiar contra la hambruna y la miseria cuando siempre han tenido la nevera llena. Y no dejen de ver nuestra pequeña representación teatral sobre un cuento universal versado en el empresario millonario que levantó su imperio de la nada. Pasen por aquí y conmuévanse con el enamorado que regó flores con su propia sangre y las entregó a la mujer que luego lo rechazó. Y sientan la profunda tristeza de la mujer más bella de los anuncios de champú que se quedó calva a causa de la quimioterapia y ya no tiene quien la pretenda.

    ¡Pero no se vayan todavía, que queda lo mejor! ¡He aquí nuestra atracción preferida, damas y caballeros! Entren y mírense los unos a los otros. ¿Es que no lo ven? También tenemos monstruos de feria y payasos, sí, ¡payasos de todas las clases!



20/2/25

423. Recibiendo su merecido

    Lo que hizo esa mujer en horas de trabajo fue la gota que colma, la gran vacilada y el pasotismo supremo. Y aunque de eso ya hace diez años, lo seguimos teniendo grabado a fuego en las retinas, por lo que no puede seguir impune por más tiempo. No basta con que pidiera perdón y el Gran Arquitecto se lo diera. Cuando se descubre a una bruja, no es suficiente con que haya quedado retratada: también hay que meterle la escoba por el culo, aun compartiendo al cien por cien el uso que le hubieran dado Los Sirex de tenerla.     

    Pero hoy el universo sonríe a los justos y donde Themis falló, triunfamos nosotros. Porque ahora, después de años de concienzuda planificación y templanza, mis amigos Crisógono, Demenciano, el Loco y yo tenemos a esa mujer donde queremos, que no es otro sitio que el apolillado maletero de nuestro Ford Falcon, dirección a un lugar donde el silencio es monarca y la paz eterna, hostia y amén.     

    Una vez allí, coche aparcado y fardo humano al hombro transportado por turnos, con el mutismo de la luna como testigo, el denso humo de la matuja y la voz nasal de B-Real guiando nuestros pasos, vamos al punto más alto de la colina de los cipreses a cavar una tumba. Ahí, la otrora Ministra de Sanidad y Consumo de España, podrá jugar al Candy Crush todo lo que quiera sin temor a que las cámaras de televisión la graben como hicieron en el Congreso.     

    Eso si consigue desatarse y quitarse el iPad de la boca, claro. 



17/2/25

422. Añoranza

    Hoy sí recuerdo lo que he soñado. Eras tú otra vez, claro. Seguía tu silueta en los capítulos de un libro que hablaba de lo que construimos juntos. En una historia complicada de la que todavía no me atrevo a enfrentar el epílogo si no es contigo. Estabas justo al lado del punto y aparte de cada página; más allá de los puntos suspensivos y los espacios en blanco.

    Te he rozado con los dedos y casi logro retenerte entre los signos de exclamación de todo lo que quise gritarte; entre los signos de interrogación de todo lo que nunca me atreví a preguntar. Pero te has desvanecido en el último momento y te he vuelto a perder. Y de nuevo he despertado en mi lado de la cama, solo, con un puñado de paréntesis vacíos y un dolor en el pecho.


13/2/25

421. Expulsión antes del sueño

    Acabo por fin el turno de noche y llego al impasible bloque de ladrillo especulado antes de que amanezca. Entro en mi confortable habitáculo, cierro la puerta con llave y me quedo tranquilo en medio del silencio, pues noto algo en mi interior que pugna por salir. Cuando noto que llega el momento, gesticulo boca y cabeza como el león de la Metro, y me cebo en el acto de liberar el exceso de aire de mi tracto digestivo hasta no quedar nada. 

    Por lo visto, los ochenta y ocho metros cuadrados habitables de mi nicho vivienda no son suficientes para contener la resonante y prolongada onda expansiva producida, pues se extiende al suelo del piso de arriba donde vive la Tere, señora de edad respetable con vocación de vigilancia sin nómina que, como duerme menos que una jirafa y tiene la audición de una polilla, no puede abstenerse de decir: «¡aaalaaa, mi niño!».

    Yo no puedo más que reír. Me desvisto, me meto en la cama y desaparezco bajo el edredón. A los pocos segundos me tiro un pedo que suena como el enérgico desgarro de una sábana. También me he vuelto a cebar, pero la Tere no dice nada; al menos, nada que yo oiga.  Después de este reajuste interior, me duermo justo cuando el mundo comienza a despertar. Cuando lo haga yo serán las tres de la tarde, horas después de que todo haya arrancado, y volveré a preguntarme qué será lo que sueño que nunca me acuerdo. 

    Lo siguiente, en algún momento del nuevo día, supongo que será explorar techo y paredes por si han aparecido nuevas grietas.



10/2/25

420. El nuevo mantra

     Nunca ha sido gracias a ti la jornada laboral de ocho horas de lunes a viernes. Nunca ha sido gracias a ti que una mujer pueda votar o que las personas homosexuales puedan casarse. Nunca ha sido gracias a ti que, a cada día que pasa, el color de la piel sea solo eso. Nunca han sido gracias a ti las conquistas sociales conseguidas por quienes se revelaron, lucharon y murieron contra leyes injustas o forzaron la aparición de derechos más igualitarios.

    Nunca nada ha sido gracias a ti a pesar de esos sinónimos que te atribuyen, como fortaleza, resistencia, superación... que al final solo los empleas para adaptarte al medio, por injusto o adverso que sea, o para resurgir de cualquier tipo de mierda individual de la manera más positiva posible. Te has tragado el cuento de tal modo que hasta te sientes crecer como persona por cómo gestionas tus tragaderas ante el sinsabor.

    Tantas cosas aún por mejorar y cambiar, y ahora el de arriba me viene con el nuevo mantra. Y lo peor es que ha colado.



6/2/25

419. El matadero

    Más o menos a mitad de trayecto, dirección al trabajo, paso por delante del matadero comarcal. Hay días que sus proximidades huelen a mierda y a muerte, lo cual no es de extrañar si en la actualidad van a veinte mil cerdos semanales colgando del gancho listos para el despiece. Pienso que Lochón, Chachito y Pelochín también acabarán sacrificados como sus congéneres y Lobo ya no tendrá con quien compartir la cachimba.

    No hay ventanas en las que asomarse al interior del matadero.




3/2/25

418. Cuento cabrónido

    Los tres cerditos, Pelochín, Lochón y Chachito, habían decidido pasar la noche bebiendo litronas y fumando porros en casa de uno de ellos, en lugar de retozar en su charca preferida como tenían acostumbrado. ¿No existía la llamada «noche de chicas»? Pues ahora también existiría la de los cerdos en el sentido más literal del término. 

    Por fuerza, la casa elegida fue la de Pelochín, pues era de ladrillo, y por consiguiente la única de las tres que había resistido las lluvias torrenciales y los vientos huracanados de la semana pasada. Por lo visto, la paja y la madera no eran materiales que resistieran ciertas adversidades climatológicas. 

    Llegó la noche y los tres cerditos iniciaron el fumeteo y el bebercio. Al rato ya estaban sumidos en un agradable sopor cannábico-alcohólico, que los condujo a debatir sobre por qué los humanos aprovechaban de ellos hasta los andares, y los cerdos comunistas de Rebelión en la granja (1945) acababan traicionando sus ideales. Todo marchaba bien: las litronas estaban en su punto exacto de frío, la mercancía marroquí era de gran calidad y Three Little Pigs de Green Jelly sonaba en el tocata. Si existía el Paraíso, tenía que ser en aquella confortable casita de ladrillo, en ese momento exacto en el que... De pronto sonó el timbre. Los tres cerditos enmudecieron, se miraron entre ellos, y luego dirigieron sus ojos enrojecidos a la puerta. Sus caras porcinas estaban tan relajadas que parecían de gelatina. El tiempo pasaba lento, lento, muy lento... hasta que el timbre sonó de nuevo con insidiosa insistencia, y una voz exclamó:

    —¡Eh, qué coño os pasa!, ¡abrid la puerta, joder!

    Los tres cerditos reconocieron de inmediato aquella voz grave: era el Lobo Feroz, que se unía a la fiesta tal y como habían acordado el día anterior. Como Lochón y Chachito eran bastante vagos, fue Pelochín el que abrió.

     —Hijos bastardos de cerda paridera, ¿por qué habéis tardado tanto? Hace un frío que pela. ¿Acaso queríais que entrara por la chimenea con todo esto? —Lobo iba cargado con tres pizzas extra grandes equilibradas en la mano izquierda y una bolsa en la derecha.
    —Seguro que hubieras podido, Lobito —bromeó jocoso Lochón con su vocecita un tanto errática—. No hemos puesto ninguna olla con agua hirviendo para cocerte el culo —y los tres cerditos prorrumpieron en sonoras carcajadas sin pudor alguno.
    —Ja, ja, ja —parodió Lobo—. Qué graciosos son estos putos gorrinos fumetas. No me toquéis los huevos y despejad la mesa. He traído algo que os va a encantar.
    —Sí, ya veo que has traído pizzas, pero solo tres —observó Chachito con unos ojos que parecían dos puñaladas en un tomate—. ¿Qué pasa, Lobo?, ¿no tienes hambre?
    —No, no tengo hambre, ¿y sabéis por qué? Porque me acabo de zampar a la abuela y a la putilla encapuchada de su nieta, ja, ja, ja, ja, ja —rio Lobo estentóreo.
    —¡¿Qué?! —Pelochín.
    —¡¿Cómo?! —Chachito.
    —¡¿Cuándo?! —Lochón.
    —Justo antes de ir a buscar las pizzas. Aunque creo que la abuela se me está indigestando un poco —dijo Lobo llevándose una pezuña al estómago—. Ese vejestorio sabía a espantapájaros, hostia.

    Cuando los tres cerditos salieron de su estupor, se levantaron con esfuerzo y, con no menos esfuerzo, se subieron a la mesa de centro, tirando al suelo litronas vacías, ceniceros anegados de colillas, cedés de heavy metal, un par de muñecas hinchables desinfladas, columnas de libros de bolsillo y platos con restos de comida semipodrida (al fin y al cabo eran unos cerdos), para situarse a la altura de Lobo y poder palmearle la espalda mientras lo felicitaban con sus sentidas vocecitas gorrineras.

    —Joder, Lobito, enhorabuena —dijo Lochón con solemnidad.   
    —Eres el puto amo, Lobo. El más feroz de todos, joder —añadió Chachito con sincera admiración.    
    —Llevas intentando zamparte a ese par de cabronas desde 1812 —expresó Pelochín muy emocionado— y por fin lo has conseguido. Mierda, Lobo, estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.

    Los cuatro amigos, pezuñas sobre hombro formando un círculo, asentían en silencio y se miraban conmovidos. Ninguno de ellos rompía la solemnidad de aquel momento que parecía destinado a durar toda la eternidad. Seguían asintiendo y mirándose muy serios; y seguían, y seguían, y seguían...

    —Bueno, ya está bien, cojones —dijo Lobo truncando la magia del momento y pasándose el dorso de la garra por los ojos con gran rapidez—. Será mejor que acabemos de quitar toda la mierda que queda en la mesa y empecéis a comer las pizzas antes de que se enfríen. Luego os enseñaré lo que llevo en la bolsa.

    Y se pusieron a ello como si despertaran con brusquedad de un bello sueño. Los tres cerditos devoraron las pizzas entre sonoros pedos acordes con la reverberación de los eructos de Lobo, que los acompañó con un par de litronas de las que no dejó ni gota. Ya saciados, los tres cerditos volvieron a limpiar la mesa de centro mientras Lobo cambiaba el cedé de Green Jelly por uno de Mucky Pup. Cuando empezó a sonar Little Pigs los tres cerditos se sentaron en el sofá, y Lobo se colocó de pie frente a ellos al otro lado de la mesa, bolsa en mano. Sacó lo que esta contenía y con gesto teatral lo dejó en la mesa.     

    —¡Hostia! —Chachito.    
    —¡Coño! —Lochón.    
    —¡La puta! —Pelochín.
    —¡Sí, trío de capullos! ¡Ha llegado la hora de fumar en serio! —dijo Lobo mientras los miraba complacido.

     Los tres cerditos, con adoración, también hacían lo propio respecto a la preciosa cachimba de cuatro mangueras que tenían delante. Ni una más ni una menos. Se miraron, se sonrieron, hicieron un levantamiento de cejas coordinado, y los cuatro se pusieron pulmones a la obra en lo que fue una gran noche de burlas al mundo y a ellos mismos mientras volaban muy, muy alto, más allá de las nubes.



30/1/25

417. En vivo y riguroso directo 2

    La sala no es que fuera muy grande, pero sí lo suficiente para tener que acercarme hasta el escenario si quería saber qué llevaba en la cabeza el guitarrista de la banda Miruthan. Desde donde yo estaba, me parecía la cofia de una monja, y a media distancia me pareció una mitra. Pero no podía ser tal porque se prolongaba por encima de la cabeza y hacia atrás en dos vértices romos bastante pronunciados. 

    Cuando llegué al escenario, vi con total claridad que era una caja torácica encasquetada al revés, en cuyo esternón había sujeto un pequeño cráneo de mamífero. El bajista, en consonancia con su compañero de las seis cuerdas, exhibía un largo collar engarzado de pequeños huesos y piezas dentales, mientras que del lado izquierdo de la cadera del cantante colgaba una médula espinal. 

    Aparte de las túnicas negras, el resto de integrantes también mostraba su predilección por la osamenta humana y animal. No así como la corista, que fusionaba sus desgarrados registros vocales con los guturales del cantante, al tiempo que alzaba un viejo libro de cuero que sostenía abierto con una mano.  

    Fueron todo un descubrimiento, oh, sí, claro que sí.



27/1/25

416. El vertedero del extrarradio

      Todos en la ciudad conocen la existencia del vertedero del extrarradio. Cualquiera que circule por la carretera comarcal en dirección al polígono industrial, justo en el kilómetro siete, no tiene más que mirar a la derecha y un poco hacia abajo para apreciarlo en toda su magnitud. A pesar de sus 7.550 metros cuadrados, desde ese punto concreto tampoco es que parezca gran cosa. Pero no está nada mal para un lugar, antaño salubre, del que muchos decían que no llegaría a convertirse en lo que es ahora. 

    El vertedero del extrarradio tiene la singularidad de que, en sus cordilleras residuales de abandono, las montañas de la izquierda se erigen en una gran variedad de escombros, mobiliario y aparatos eléctricos. Mientras que las de la derecha se alzan en toneladas indecentes de bazofia, juguetes de todo tipo y toda clase de plástico. Nadie sabe el porqué de ese orden en un caos de inmundicia, pero sigue respetándose desde el principio. 

    Como es lógico, en ese ecosistema ruinoso de zonas contaminantes que humean, también proliferan nubes negras de moscas en constante agitación y cientos de ratas de tamaño gatuno, por horror y desgracia del inagotable bufé libre que disponemos para ellas sin vergüenza alguna. A fin de cuentas, el vertedero del extrarradio es el destino último de todo lo material que ya no se quiere. 

    El lugar idóneo para quienes necesitan desembarazarse de cualquier cosa lo antes posible, sin tener que responder a preguntas incómodas.

    Cualquier cosa. Y el loco lo sabe.



23/1/25

415. El loco 2

    El loco a menudo perdía la noción del tiempo. Estábamos a mediados de enero y aún no había retirado el Papá Noel que trepaba por su balcón. Pero ayer, cuando subió la persiana y abrió la puerta balconera para salir a regar las plantas, el intenso hedor que le golpeó la cara le recordó que quizá iba siendo hora de quitarlo de ahí. Era sorprendente que los vecinos, con lo entrometidos que eran, nunca se quejaran al respecto. Quizá es que sus vidas también apestaban a muerte además de a mierda como para estar jodiendo las del prójimo. 

    Pero así era: los adornos navideños ya descansaban en sus cajas, y el único Santa Trepador que aún se empeñaba en realizar un allanamiento de morada era el suyo. Aunque, para ser más exactos, el suyo era un mocoso muerto de ocho años. Si algo le había enseñado la experiencia, es que los cuerpos más idóneos para simular a Santa repartiendo felicidad son los que oscilan entre los cuatro y ocho años. Los que sobrepasan esa edad o son muy altos o pesan demasiado. De modo que el loco no tuvo ningún problema en descolgar al pequeño bastardo.

    Una vez dentro de casa, el loco se ajustó unos guantes de látex y una mascarilla FFP3. Colocó al pequeño sobre la mesa del comedor y empezó a desvestirlo bajo la luz fría de una lámpara de led. Puso a lavar el disfraz como hacía siempre, solo que esta vez apestaba mucho más de lo normal. No era de extrañar: treinta y siete días colgando del balcón como ropa emperchada eran demasiados días. La cara no solo estaba irreconocible; el cuerpo había ennegrecido por la putrefacción y se encontraba a medio camino de la esqueletización, lo cual podría haber despertado sospechas a pesar de la ocultación que ofrecía la poblada barba blanca y el traje rojo. 

    Se dijo que no podía volver a pasar, y que en el calendario marcaría con una equis el día siete de enero.

    Sin más dilación, cogió al niño muerto de la muñeca, lo arrastró hasta el lavabo y lo dejó dentro de la bañera. Después echó mano de su variado instrumental, dentado y filoso, y procedió a trocearlo. Como tenía práctica, acabó pronto. Luego bastaría con meter los trozos en una bolsa de basura de cien litros, dejarla en el maletero del coche, arrancarlo y recorrer los casi cinco kilómetros que lo separaban del vertedero, y por último, tratar de pasar inadvertido lo que quedara del año. Tiempo más que suficiente para decidir quién sería el Santa 26 que treparía por su balcón las próximas navidades. Hasta entonces, los niños y niñas de la ciudad estaban a salvo. 

    Pero antes se ducharía, pues el loco era un tipo aseado. Así que descorrió la cortina, se metió dentro de la bañera y el agua se llevó el sudor de su esfuerzo, los diminutos trozos de ser que aún quedaban y alguna que otra larva que notaba entre los dedos de los pies.



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