13/2/25

421. Expulsión antes del sueño

    Acabo por fin el turno de noche y llego al impasible bloque de ladrillo especulado antes de que amanezca. Entro en mi confortable habitáculo, cierro la puerta con llave y me quedo tranquilo en medio del silencio, pues noto algo en mi interior que pugna por salir. Cuando noto que llega el momento, gesticulo boca y cabeza como el león de la metro, y me cebo en el acto de liberar el exceso de aire de mi tracto digestivo hasta no quedar nada. 

    Por lo visto, los ochenta y ocho metros cuadrados habitables de mi nicho vivienda no son suficientes para contener la resonante y prolongada onda expansiva producida, pues se extiende al suelo del piso de arriba donde vive la Tere, señora de edad respetable con vocación de vigilancia sin nómina que, como duerme menos que una jirafa y tiene la audición de una polilla, no puede abstenerse de decir: «¡aaalaaa, mi niño!».

    Yo no puedo más que reír. Me desvisto, me meto en la cama y desaparezco bajo el edredón. A los pocos segundos me tiro un pedo que suena como el enérgico desgarro de una sábana. También me he vuelto a cebar, pero la Tere no dice nada; al menos, nada que yo oiga.  Después de este reajuste interior, me duermo justo cuando el mundo comienza a despertar. Cuando lo haga yo serán las tres de la tarde, horas después de que todo haya arrancado, y volveré a preguntarme qué será lo que sueño que nunca me acuerdo. 

    Lo siguiente, en algún momento del nuevo día, supongo que será explorar techo y paredes por si han aparecido nuevas grietas.



10/2/25

420. El nuevo mantra

     Nunca ha sido gracias a ti la jornada laboral de ocho horas de lunes a viernes. Nunca ha sido gracias a ti que una mujer pueda votar o que las personas homosexuales puedan casarse. Nunca ha sido gracias a ti que, a cada día que pasa, el color de la piel sea solo eso. Nunca han sido gracias a ti las conquistas sociales conseguidas por quienes se revelaron, lucharon y murieron contra leyes injustas o forzaron la aparición de derechos más igualitarios.

    Nunca nada ha sido gracias a ti a pesar de esos sinónimos que te atribuyen, como fortaleza, resistencia, superación... que al final solo los empleas para adaptarte al medio, por injusto o adverso que sea, o para resurgir de cualquier tipo de mierda individual de la manera más positiva posible. Te has tragado el cuento de tal modo que hasta te sientes crecer como persona por cómo gestionas tus tragaderas ante el sinsabor.

    Tantas cosas aún por mejorar y cambiar, y ahora el de arriba me viene con el nuevo mantra. Y lo peor es que ha colado.



6/2/25

419. El matadero

    Más o menos a mitad de trayecto, dirección al trabajo, paso por delante del matadero comarcal. Hay días que sus proximidades huelen a mierda y a muerte, lo cual no es de extrañar si en la actualidad van a veinte mil cerdos semanales colgando del gancho listos para el despiece. Pienso que Lochón, Chachito y Pelochín también acabarán sacrificados como sus congéneres y Lobo ya no tendrá con quien compartir la cachimba.

    No hay ventanas en las que asomarse al interior del matadero.




3/2/25

418. Cuento cabrónido

    Los tres cerditos, Pelochín, Lochón y Chachito, habían decidido pasar la noche bebiendo litronas y fumando porros en casa de uno de ellos, en lugar de retozar en su charca preferida como tenían acostumbrado. ¿No existía la llamada «noche de chicas»? Pues ahora también existiría la de los cerdos en el sentido más literal del término. 

    Por fuerza, la casa elegida fue la de Pelochín, pues era de ladrillo, y por consiguiente la única de las tres que había resistido las lluvias torrenciales y los vientos huracanados de la semana pasada. Por lo visto, la paja y la madera no eran materiales que resistieran ciertas adversidades climatológicas. 

    Llegó la noche y los tres cerditos iniciaron el fumeteo y el bebercio. Al rato ya estaban sumidos en un agradable sopor cannábico-alcohólico, que los condujo a debatir sobre por qué los humanos aprovechaban de ellos hasta los andares, y los cerdos comunistas de Rebelión en la granja (1945) acababan traicionando sus ideales. Todo marchaba bien: las litronas estaban en su punto exacto de frío, la mercancía marroquí era de gran calidad y Three Little Pigs de Green Jelly sonaba en el tocata. Si existía el Paraíso, tenía que ser en aquella confortable casita de ladrillo, en ese momento exacto en el que... De pronto sonó el timbre. Los tres cerditos enmudecieron, se miraron entre ellos, y luego dirigieron sus ojos enrojecidos a la puerta. Sus caras porcinas estaban tan relajadas que parecían de gelatina. El tiempo pasaba lento, lento, muy lento... hasta que el timbre sonó de nuevo con insidiosa insistencia, y una voz exclamó:

    —¡Eh, qué coño os pasa!, ¡abrid la puerta, joder!

    Los tres cerditos reconocieron de inmediato aquella voz grave: era el Lobo Feroz, que se unía a la fiesta tal y como habían acordado el día anterior. Como Lochón y Chachito eran bastante vagos, fue Pelochín el que abrió.

     —Hijos bastardos de cerda paridera, ¿por qué habéis tardado tanto? Hace un frío que pela. ¿Acaso queríais que entrara por la chimenea con todo esto? —Lobo iba cargado con tres pizzas extra grandes equilibradas en la mano izquierda y una bolsa en la derecha.
    —Seguro que hubieras podido, Lobito —bromeó jocoso Lochón con su vocecita un tanto errática—. No hemos puesto ninguna olla con agua hirviendo para cocerte el culo —y los tres cerditos prorrumpieron en sonoras carcajadas sin pudor alguno.
    —Ja, ja, ja —parodió Lobo—. Qué graciosos son estos putos gorrinos fumetas. No me toquéis los huevos y despejad la mesa. He traído algo que os va a encantar.
    —Sí, ya veo que has traído pizzas, pero solo tres —observó Chachito con unos ojos que parecían dos puñaladas en un tomate—. ¿Qué pasa, Lobo?, ¿no tienes hambre?
    —No, no tengo hambre, ¿y sabéis por qué? Porque me acabo de zampar a la abuela y a la putilla encapuchada de su nieta, ja, ja, ja, ja, ja —rio Lobo estentóreo.
    —¡¿Qué?! —Pelochín.
    —¡¿Cómo?! —Chachito.
    —¡¿Cuándo?! —Lochón.
    —Justo antes de ir a buscar las pizzas. Aunque creo que la abuela se me está indigestando un poco —dijo Lobo llevándose una pezuña al estómago—. Ese vejestorio sabía a espantapájaros, hostia.

    Cuando los tres cerditos salieron de su estupor, se levantaron con esfuerzo y, con no menos esfuerzo, se subieron a la mesa de centro, tirando al suelo litronas vacías, ceniceros anegados de colillas, cedés de heavy metal, un par de muñecas hinchables desinfladas, columnas de libros de bolsillo y platos con restos de comida semipodrida (al fin y al cabo eran unos cerdos), para situarse a la altura de Lobo y poder palmearle la espalda mientras lo felicitaban con sus sentidas vocecitas gorrineras.

    —Joder, Lobito, enhorabuena —dijo Lochón con solemnidad.   
    —Eres el puto amo, Lobo. El más feroz de todos, joder —añadió Chachito con sincera admiración.    
    —Llevas intentando zamparte a ese par de cabronas desde 1812 —expresó Pelochín muy emocionado— y por fin lo has conseguido. Mierda, Lobo, estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.

    Los cuatro amigos, pezuñas sobre hombro formando un círculo, asentían en silencio y se miraban conmovidos. Ninguno de ellos rompía la solemnidad de aquel momento que parecía destinado a durar toda la eternidad. Seguían asintiendo y mirándose muy serios; y seguían, y seguían, y seguían...

    —Bueno, ya está bien, cojones —dijo Lobo truncando la magia del momento y pasándose el dorso de la garra por los ojos con gran rapidez—. Será mejor que acabemos de quitar toda la mierda que queda en la mesa y empecéis a comer las pizzas antes de que se enfríen. Luego os enseñaré lo que llevo en la bolsa.

    Y se pusieron a ello como si despertaran con brusquedad de un bello sueño. Los tres cerditos devoraron las pizzas entre sonoros pedos acordes con la reverberación de los eructos de Lobo, que los acompañó con un par de litronas de las que no dejó ni gota. Ya saciados, los tres cerditos volvieron a limpiar la mesa de centro mientras Lobo cambiaba el cedé de Green Jelly por uno de Mucky Pup. Cuando empezó a sonar Little Pigs los tres cerditos se sentaron en el sofá, y Lobo se colocó de pie frente a ellos al otro lado de la mesa, bolsa en mano. Sacó lo que esta contenía y con gesto teatral lo dejó en la mesa.     

    —¡Hostia! —Chachito.    
    —¡Coño! —Lochón.    
    —¡La puta! —Pelochín.
    —¡Sí, trío de capullos! ¡Ha llegado la hora de fumar en serio! —dijo Lobo mientras los miraba complacido.

     Los tres cerditos, con adoración, también hacían lo propio respecto a la preciosa cachimba de cuatro mangueras que tenían delante. Ni una más ni una menos. Se miraron, se sonrieron, hicieron un levantamiento de cejas coordinado, y los cuatro se pusieron pulmones a la obra en lo que fue una gran noche de burlas al mundo y a ellos mismos mientras volaban muy, muy alto, más allá de las nubes.



30/1/25

417. En vivo y riguroso directo 2

    La sala no es que fuera muy grande, pero sí lo suficiente para tener que acercarme hasta el escenario si quería saber qué llevaba en la cabeza el guitarrista de la banda Miruthan. Desde donde yo estaba, me parecía la cofia de una monja, y a media distancia me pareció una mitra. Pero no podía ser tal porque se prolongaba por encima de la cabeza y hacia atrás en dos vértices romos bastante pronunciados. 

    Cuando llegué al escenario, vi con total claridad que era una caja torácica encasquetada al revés, en cuyo esternón había sujeto un pequeño cráneo de mamífero. El bajista, en consonancia con su compañero de las seis cuerdas, exhibía un largo collar engarzado de pequeños huesos y piezas dentales, mientras que del lado izquierdo de la cadera del cantante colgaba una médula espinal. 

    Aparte de las túnicas negras, el resto de integrantes también mostraba su predilección por la osamenta humana y animal. No así como la corista, que fusionaba sus desgarrados registros vocales con los guturales del cantante, al tiempo que alzaba un viejo libro de cuero que sostenía abierto con una mano.  

    Fueron todo un descubrimiento, oh, sí, claro que sí.



27/1/25

416. El vertedero del extrarradio

      Todos en la ciudad conocen la existencia del vertedero del extrarradio. Cualquiera que circule por la carretera comarcal en dirección al polígono industrial, justo en el kilómetro siete, no tiene más que mirar a la derecha y un poco hacia abajo para apreciarlo en toda su magnitud. A pesar de sus 7.550 metros cuadrados, desde ese punto concreto tampoco es que parezca gran cosa. Pero no está nada mal para un lugar, antaño salubre, del que muchos decían que no llegaría a convertirse en lo que es ahora. 

    El vertedero del extrarradio tiene la singularidad de que, en sus cordilleras residuales de abandono, las montañas de la izquierda se erigen en una gran variedad de escombros, mobiliario y aparatos eléctricos. Mientras que las de la derecha se alzan en toneladas indecentes de bazofia, juguetes de todo tipo y toda clase de plástico. Nadie sabe el porqué de ese orden en un caos de inmundicia, pero sigue respetándose desde el principio. 

    Como es lógico, en ese ecosistema ruinoso de zonas contaminantes que humean, también proliferan nubes negras de moscas en constante agitación y cientos de ratas de tamaño gatuno, por horror y desgracia del inagotable bufé libre que disponemos para ellas sin vergüenza alguna. A fin de cuentas, el vertedero del extrarradio es el destino último de todo lo material que ya no se quiere. 

    El lugar idóneo para quienes necesitan desembarazarse de cualquier cosa lo antes posible, sin tener que responder a preguntas incómodas.

    Cualquier cosa.



23/1/25

415. El loco 2

    El loco a menudo perdía la noción del tiempo. Estábamos a mediados de enero y aún no había retirado el Papá Noel que trepaba por su balcón. Pero ayer, cuando subió la persiana y abrió la puerta balconera para salir a regar las plantas, el intenso hedor que le golpeó la cara le recordó que quizá iba siendo hora de quitarlo de ahí. Era sorprendente que los vecinos, con lo entrometidos que eran, nunca se quejaran al respecto. Quizá es que sus vidas también apestaban a muerte además de a mierda como para estar jodiendo las del prójimo. 

    Pero así era: los adornos navideños ya descansaban en sus cajas, y el único Santa Trepador que aún se empeñaba en realizar un allanamiento de morada era el suyo. Aunque, para ser más exactos, el suyo era un mocoso muerto de ocho años. Si algo le había enseñado la experiencia, es que los cuerpos más idóneos para simular a Santa repartiendo felicidad son los que oscilan entre los cuatro y ocho años. Los que sobrepasan esa edad o son muy altos o pesan demasiado. De modo que el loco no tuvo ningún problema en descolgar al pequeño bastardo.

    Una vez dentro de casa, el loco se ajustó unos guantes de látex y una mascarilla FFP3. Colocó al pequeño sobre la mesa del comedor y empezó a desvestirlo bajo la luz fría de una lámpara de led. Puso a lavar el disfraz como hacía siempre, solo que esta vez apestaba mucho más de lo normal. No era de extrañar: treinta y siete días colgando del balcón como ropa emperchada eran demasiados días. La cara no solo estaba irreconocible; el cuerpo había ennegrecido por la putrefacción y se encontraba a medio camino de la esqueletización, lo cual podría haber despertado sospechas a pesar de la ocultación que ofrecía la poblada barba blanca y el traje rojo. 

    Se dijo que no podía volver a pasar, y que en el calendario marcaría con una equis el día siete de enero.

    Sin más dilación, cogió al niño muerto de la muñeca, lo arrastró hasta el lavabo y lo dejó dentro de la bañera. Después echó mano de su variado instrumental, dentado y filoso, y procedió a trocearlo. Como tenía práctica, acabó pronto. Luego bastaría con meter los trozos en una bolsa de basura de cien litros, dejarla en el maletero del coche, arrancarlo y recorrer los casi cinco kilómetros que lo separaban del vertedero, y por último, tratar de pasar inadvertido lo que quedara del año. Tiempo más que suficiente para decidir quién sería el Santa 26 que treparía por su balcón las próximas navidades. Hasta entonces, los niños y niñas de la ciudad estaban a salvo. 

    Pero antes se ducharía, pues el loco era un tipo aseado. Así que descorrió la cortina, se metió dentro de la bañera y el agua se llevó el sudor de su esfuerzo, los diminutos trozos de ser que aún quedaban y alguna que otra larva que notaba entre los dedos de los pies.



20/1/25

414. El discurso

     No os lo vais a creer. Yo estaba en lo alto de un púlpito de madera noble. El púlpito, colocado en medio de un gran escenario. El escenario, situado en el extremo de una sala en penumbras. Y la sala, dentro de una edificación cuya ubicación desconozco. En el otro extremo, ocupando más espacio que el escenario, había quinientas butacas dispuestas en formación militar, cada una de ellas ocupada bien por un hombre, una mujer, una niña o un niño. 

    Todas aquellas personas, a la espera de que iniciara mi discurso, me miraban como si quisieran adueñarse de mis pensamientos. De conseguirlo, sabrían que era la primera vez que tenía que hablar en público, y que me sentía incapaz de verbalizar lo impreso en los papeles que descansaban a pocos centímetros de mi vista, entre dos micrófonos de varilla largos. 

    Hasta mí llegaban las respiraciones, murmullos y crujidos de las butacas que producían al reacomodarse. Eran señales inequívocas de impaciencia, y no ayudaban en nada a vencer mi miedo escénico, así que decidí imaginarme desnudas a todas aquellas personas, pese a que la mitad de ellas eran menores, pero no funcionó. Luego las imaginé muertas además de desnudas, y el resultado fue peor: cabezas desplomadas hacia delante con las bocas babeando, y otras tantas colgando por encima de los respaldos de las butacas con miradas inexpresivas al techo, más otros cuerpos doblados por la cintura como espantajos de trapo.

    «Mierda», pensé, «esto no va a salir bien». Cerré los ojos con un estremecimiento, y al abrirlos, las cabezas de los hombres y las mujeres se habían convertido en moais que me miraban con rocosa seriedad. Aunque lo que me causaba más perplejidad era la grotesca desproporción entre cabeza y cuerpo. Lo mismo que los niños y las niñas, que no eran tales, sino muñecos de ventrílocuo de grandes ojos expectantes y siniestras bocas mecanizadas. 

    En la sala ya no se producían crujidos de ningún tipo; menos aún murmullos y respiraciones. Sin tiempo de pensar en cómo era posible, las palabras que tenía atropelladas en la garganta se liberaron, y empecé a conferenciar con increíble fluidez. De tanto en tanto, los hombres y mujeres Moai asentían e incluso sonreían, y los niños y niñas muñeco, como si de veras tuvieran en el interior de la nuca la mano de un ventrílocuo, se agitaban y articulaban párpados y boca. 

    Así fue como pude impartir mi profundo conocimiento sobre la cría del champiñón cojonero por riego a aspersión en las cimas del Everest. Sobre todo en lo referido a sus múltiples propiedades curativas y nutritivas, además de las alucinógenas, del todo potentes e invasivas.



16/1/25

413. Efemérides 2

    Tal día como ayer, 15 de enero.



    Enhorabuena, Galicia. Ayer, ahora y siempre.

13/1/25

412. La mujer del supermercado

     Por muy cerca que tenga a una persona, no soy nada bueno determinando su edad, sea quien sea, esté viva o muerta. Por lo tanto, diría que la mujer del supermercado tiene más de treinta y cinco años, pero menos de cincuenta.

    Llega poco después de que abran, o a primera hora de la tarde, pero nunca entra. Se sienta en un escalón muy cercano de la entrada y, en función de la caridad de los que sí entramos, espera reducir el vacío del carro de la compra que tiene al lado. 

    Desconozco si cumplimos con sus expectativas, si es que las tiene. No sé si lo hace por verdadera necesidad o picaresca. Lo cierto es que a veces las cosas no son lo que parecen, y otras son peores de lo que imaginamos, lo cual tampoco aclara nada.

    Hoy la mujer del supermercado vuelve a estar. Como ayer. Como casi cada día desde hace unos ocho meses, más o menos. Lo sé porque me basta con mirar por la ventana (no indiscreta) de la habitación en la que escribo.

    No sé si estará cuando yo tenga que volver a comprar. Ni si estará mañana. Ni si alguna vez la veré sonreír.


    

9/1/25

411. De vuelta a las cadenas

    Ya han finalizado los tres rituales masivos del año, y con ellos las vacaciones. Por lo tanto, de nuevo regresaré al trabajo que volverá a anularme. Uno que seguro muchos querrían, y el mismo que me ha permitido comprar, de sobra, todo lo material que he deseado o creído necesitar. Eso no evita que deteste en abundancia y profundidad todo el mundo laboral en general.

    Nunca me han gustado las jerarquías de ningún tipo ni recibir órdenes. Y cuando las he tenido que dar, menos. También me asquean esas putas evaluaciones de perdonavidas sobre la capacidad individual del esclavo, ya sea subcontratado o de la empresa. No dejan de ser cribas de ganado en las que se escogen los ejemplares más dotados para la causa. Vale, hasta ahí puedo entenderlo. Pero las piezas que se desechan merecen el mismo respeto, y de puertas para adentro no es tal. 

    O esas reuniones trimestrales de mierda —porque la alta dirección es así de avanzada y estupenda— en las que se supone que la pieza más insignificante de la maquinaria puede expresar, con total libertad y sin temor a represalias, las carencias a solucionar que la empresa tiene y que nunca deben llegar al dueño de la misma porque se contraponen con los intereses intocables de la producción. 

    Como es de esperar, son muchas las que se exponen, y más las que se desoyen. Y luego está ese par de pandillas endiosadas, que no son más que las grandes putas del amo: Recursos Humanos y Comité de Seguridad e Higiene. ¿Os suena?

    Total, que durante todo el año, el calendario laboral me indicará qué días son de libertad y cuáles de esclavitud. Y en función del turno dispuesto en aras de la productividad, también me dictará a qué hora tengo que almorzar, comer, cenar, dormir, despertarme y, en definitiva, vivir. No como quiero, sino como debo. Como quiere cualquier empresa a la que vendes tu tiempo, y tiene a bien el comprarlo si superas el proceso de selección.

    De todas formas, qué afortunado soy si esto es lo máximo a lo que puedo aspirar como queja. Y porque algún día, más pronto que tarde, ese puto calendario será el último que rija mi vida. 

    El último. 



6/1/25

410. Día de reyes

    Era día 5 de enero de 2025 y había anochecido. Uno de los empresarios más ricos de la zona euro, desde la azotea de uno de sus edificios, se estaba fumando un puro en compañía de su hijo de dieciséis años. Desde aquella altura, los contribuyentes, consumidores y algún que otro parásito sin apellido de alcurnia parecían algo menos que hormigas. 

    —No sé, papá. ¿Tú crees que seguirán tragando?

    —Bah, no te preocupes. Siempre tragan vendas lo que vendas. 

    —Ya, ya, pero es que no paran de comprar los mismos productos año tras año. La mayoría de ellos ni siquiera esperan a que la obsolescencia programada les diga cuándo tienen que volver a gastarse el dinero. Papá, ¿no nos estaremos pasando?

    — Ja, ja, ja, claro que no. Todo obedece a la misma lógica. Ninguna de las personas que ves ahí abajo se ha preguntado hasta qué punto es necesario que un móvil pueda realizar mil y una funciones además de la principal. ¿O para qué necesitan las familias un escáner, un coche de doscientos caballos y una impresora cuyos cartuchos, según el poder adquisitivo, valen más que la propia máquina? Tan solo adquieren por imitación, por envidia e impotencia. 

    — Sí, papá, pero me resisto a creer que no se den cuenta de que todo es un engaño. No hace mucho, por ejemplo, les vendimos los televisores de plasma a doce mil euros, luego rebajamos el precio e incluso nos sacamos de la manga modelos ridículos para que el más pringado tuviera su pequeña pantallita en el comedor. Y así con cualquier aparato. Entiendo que tengamos que ofrecerles la tecnología migaja a migaja, pero tiene que haber un límite, ¿no?    

    No era una noche muy fría. Avaricius le dio una buena calada a su Gurkha Real. Con su brazo izquierdo rodeó por los hombros a su hijo Codicius y lo miró con cariño.

    —Hijo, ya saben de sobra que todo es un engaño, pero hemos conseguido que no les importe, ¿entiendes? No se trata de lo que ofreces, sino de cómo lo vendes. Y de seguir convenciéndoles de que sus vidas ya no pueden ser de otra manera. Es algo así como nuestros amigos los bancos: hemos conseguido que nadie pueda prescindir de ellos. 

    —Sí, papá, eso lo entiendo; la manipulación en los medios de comunicación, en las redes y las ofertas engañosas. Yo me refiero al talento, al espíritu. ¿No se dan cuenta de que, por muy moderna que sea la cámara digital, el ordenador, el móvil, la IA o lo que sea, la falta de talento será la misma que demostraban antes?

    —Ja, ja, ja, ahora te pareces a tu madre, pero escúchame bien, Codicius, esto no tiene nada que ver con el arte y la sensibilidad. De hecho, la creatividad está relacionada con la escasez de medios, aunque si lo supieran, dudo que les importase. Hijo, lo único que les importa es no quedarse desactualizados. Y si no quieren desactualizarse, van a tener que comprar el cacharro que a nosotros nos dé la gana. Nosotros marcamos la tendencia y conseguimos que consumo y estupidez sean la misma cosa. Fin de la historia, ¿comprendes?

    —Pero, papá, ¿qué pasa con todos esos cacharros que la gente ya no quiere aunque funcionen? ¿Dónde van a parar? 

    —Con esos aparatos no pasa nada de nada, hijo. Nadie reciclaba antes, al menos en el fondo del asunto, y nadie lo hará ahora. Algunos los guardarán en el armario por vergüenza o para coleccionarlos, y otros los tirarán al contenedor más próximo. Lo importante es que siempre quieran estar actualizados, y que sus hijos, ya desde preescolar, aprendan a cometer los mismos errores.

    —Creo que ya lo he entendido, papá. Aunque... después de lo que hemos hablado... ¿Me enseñarías la nueva tendencia tecnológica prevista para el 2028? Me ha dicho mamá que no hay grandes cambios, pero los suficientes para que la gente se vuelva loca. 

    —Ja, ja, ja, ja, claro que sí, hijo. Ven aquí. —Avaricius engulló a su hijo Codicius en un caluroso abrazo. Sin duda era su bien más preciado, y el sustituto adecuado para el día de mañana dirigir el imperio. 

    Entretanto, los Tres Reyes Vagos ya habían llegado del lejano Oriente a ciudades occidentales. Y como tenían el don de la ubicuidad, desfilaban por ellas al mismo tiempo, repartiendo saludos y caramelos a miles de pequeños y potenciales consumidores. 



2/1/25

409. Demenciano desatado

    Quién lo iba a decir, ya estábamos en 2025 y seguían sin arder las Administraciones Públicas. Por lo visto, pasaran los años que pasaran, nuestras tragaderas eran ilimitadas. Esa era una de las muchas realidades que enfurecían a Demenciano, y de no ser porque los sectores cuerdos y biempensantes de la sociedad nunca escuchaban a nadie, y siempre perseguían al disidente y al inadaptado, quizá habría expresado su furia en palabras y acciones. Pero Demenciano estaba cansado, de modo que optó por callar y acumular resentimiento.

    El vagón de metro en el que iba estaba saturado y olía peor que de costumbre. Demenciano se duchaba a diario, así que no entendía por qué había quienes, en perjuicio de la buena higiene, abusaban de potingues varios, fueran o no malolientes. Algunas de aquellas personas incluso apestaban a mierda. Joder, era insoportable. ¿Es que no se limpiaban el culo como era debido? ¿No sabían para qué coño servía el bidé? Estaba claro que aquel hedor no podía provenir de la mierda que el grueso de la ciudadanía tenía aposentada en el cerebro. 

    Por si fuera poco, había dormido mal y sentía palpitar las sienes. Aún se encontraba bajo los efectos de la absenta, deglutida en Nochevieja junto con sus amigos Crisógono, el loco y el que suscribe, mientras divagábamos sobre el vacío del alma y la anulación del ser bajo la fría luna invernal. Demenciano cerró los ojos de puro aturdimiento, y al segundo de abrirlos sintió toda la deshumanización que cualquier sociedad que se precie genera en sus habitantes acomodados cuando alcanza ciertas cotas de barbarie no reconocidas.

    Al llegar a la estación Espanya, era imposible que cupiera más gente en el vagón. Con todo, una vieja decidió demostrar lo contrario, haciendo valer a empujones los derechos adquiridos propios de su edad, pues la honorable anciana debía rozar los ochenta, aunque aparentaba cien. El pelo de la vieja era un estepicursor canoso de ideas perecidas. Su boca, una desagradable línea recta de labios apretados, y sus ojos, dos diminutos orificios secos de mirar sin ver. Y el bastón que la sostenía machacó el dedo meñique del pie derecho de Demenciano.

    El envoltorio decrépito ni siquiera se disculpó, así que Demenciano, tan pronto como el metro se detuvo en la estación Catalunya y se abrieron las puertas, le propinó un potente rodillazo en el culo. Aunque no lo bastante rápido, pues las puertas se cerraron y apresaron a la vieja por la cintura. Demenciano esperaba que las puertas se abrieran, pero no fue así. El metro reinició su recorrido, y justo cuando el túnel se lo tragó, hubo una pequeña explosión de sangre y el esquelético pataleo de la abuela cesó de inmediato. Se oyeron un par de gritos tímidos; una persona levantó la mirada y al segundo la bajó, y la mayoría siguió concentrada en sus vidas vacías y la nada. 

    Demenciano eligió apearse en la siguiente estación, Arc de Triomf, preguntándose por qué había personas que a una edad avanzada vivían con prisa, cuando estaban más cerca de la muerte que de cualquier otra cosa. Aunque aquello fue un accidente, claro. En fin, las puertas ensangrentadas se abrieron, el cuerpo medio cercenado de la vieja quedó liberado, cayó cual despojo, y Demenciano lo eludió con un grácil salto. Como era de esperar, nadie le detuvo ni exclamó: «¡Eh, tú!, ¿qué ha pasado?». Pero sí hubo muchos que grabaron y fotografiaron el maltrecho cadáver.

    Una vez en la superficie, Demenciano se vio ahogado por cientos de viandantes que se desplazaban como guiados por algún designio perverso. Miradas de tristeza, pánico y locura que venían de cualquier parte para irse a cualquier otra. Hasta que uno de aquellos abducidos impactó contra su hombro con cierta intensidad, cierta saña y manifiesta indiferencia, sin disculpa alguna. Demenciano no tuvo más remedio que modificar su ruta para realizar otra buena acción social.

    Al llegar al primer semáforo peatonal en rojo, Demenciano se colocó detrás del descortés caminante. En ese momento pasaba un flamante autobús a considerable velocidad, y Demenciano empujó al desafortunado gilipollas en el momento exacto. Este cayó en cruz e intentó levantarse, pero en pocos segundos las ruedas de aquella gran máquina apresaron su mano derecha, plancharon el brazo, pulverizaron el hombro y comprimieron la cabeza hasta hacerla estallar. El conductor del autobús no se coscó de nada y continuó con su inestimable servicio público. Las redes sociales volvieron a echar humo, y algún que otro moderador de contenido entró en shock horas más tarde. 

    Demenciano se sentía animado y el pálpito en las sienes había desaparecido, así que decidió tomarse unos tragos en una zona multicultural cercana, la cual demostraba que, viniéramos de donde viniéramos, todos éramos igual de detestables. Salvo las putas, claro. Y es que Demenciano también tenía su particular escala de valores. Quizá por eso pidió cerveza antes que vino. Pero el jodido camarero cometió el error de mirarle con desprecio, de no darle los buenos días y de servir la cerveza sin los debidos cinco pasos, joder.   

    A punto estuvo Demenciano de arrancar el surtidor para clavarlo en la boca del camarero. Pero este se fue al cagadero y Demenciano decidió seguirle. Una vez allí, Demenciano lo estampó contra el sucio embaldosado para aturdirle un poco. Después lo agarró del pelo, introdujo la cabeza en el líquido denso y ocre del retrete atascado y la mantuvo sumergida hasta que dejó de forcejear. Luego regresó a la barra con un humor excelente, apuró la cerveza y eructó con delectación.

    Tantas buenas obras realizadas en un solo día habían desatado las ganas de follar de Demenciano, por lo que decidió acudir a uno de los muchos puticlubs de los que era cliente preferente. El día prometía ser de veras intenso. Dulce y romántico como el beso negro después de una copiosa defecación. Tanto era así que Demenciano salió del bar de la zona multicultural y, en medio de la ciudadanía, con los brazos en alto, no se pudo abstener de gritar a los cuatro vientos: 

    —¡Feliz año 2025, joder!



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