Después de tres o cuatro días de borrascas reparadoras, las calles húmedas despiden un brillo correoso al contacto intangible de la luz eléctrica. Las zonas públicas de la ciudad que los sintecho eligen para quedarse están iluminadas por haces de luz amarillenta y cálida. Quizá es la única manera que tienen de sentirse acogidos. Ninguno de ellos arrastra su desamparo por las áreas industriales. Esas zonas que en las fechas señaladas quedan solitarias y silenciosas, y por la noche son alumbradas por la luz fría y azulada de la soledad, donde ningún empresario les ofrecerá nunca una oportunidad.
Pero la ciudad, en su impasible indiferencia, también acoge en sus entrañas de hormigón y acero a los afortunados que tienen una vida feliz, o una vida. La semana que viene veré a esos alegres seres hacerse fotos con Papá Noel. El impostado anciano regordete vestido de rojo y blanco —porque así lo quiso consolidar Coca-Cola en los años treinta— sostendrá con su mano enguantada una campanilla que hará sonar en las entradas de los comercios medianos y grandes almacenes a la voz de «¡Jou, jou, jou!», «¡feliz Navidad!». Y los sonrientes dueños de esos negocios se fregarán las manos y pensarán para sus adentros: «¡Entrad y comprad, comprad, comprad!».
El rito secular, tradición cíclica maldita, ya estaba dispuesto para obrar en nuestras vidas felices e infelices.
Por favor , que todo el año sea octubre, un saludo.
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