Pese a la ventilación diaria, el vestuario de la empresa en la que vendo mi tiempo huele mal durante todo el año. En verano, el tufo se intensifica hasta cotas inhumanas. La ropa no es la causante, porque disponemos siempre de limpia, y la sucia nos la lava con frecuencia una empresa externa desde que en el BOE se reconoció que las partículas de gasóleo son cancerígenas. De modo que no tenemos más que dejarla en unos cestos espaciosos ubicados en el interior de un contenedor de carga, que a su vez está fuera del vestuario.
Lo que no se lavan son las botas de seguridad. Hay quienes las empapan en la ducha con el fin de reducir la pestilencia que desprenden, pero el efecto conseguido es mínimo y efímero. Con todo, las botas se quedan dentro de la taquilla o fuera de esta, pero en el vestuario. Por supuesto, las cambiamos cuando se han deteriorado por el uso. Pero como eso tampoco pasa por igual y a la vez, día tras día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, tenemos aleteando por todo el vestuario al incansable ángel vengador de los pinreles muertos.
El tiempo de exposición varía en función del rato que tardes en secarte y vestirte, así como de la distancia a cubrir entre tu taquilla y la puerta de entrada/salida. En mi caso, tengo que cruzar casi todo el vestuario, así que lo hago a paso ligero y en tan solo diez u once segundos. No parece mucho tiempo si descontextualizamos el dato, pero el suficiente para sentirme como si hubiera transitado por la gruta más hedionda de Mordor.
No pasa un verano sin que tengamos que estremecernos de horror ante la noticia de que un niño o bebé ha muerto cocido en el interior del coche de sus padres o abuelos. Por lo leído estos últimos días, ocurre muchas más veces de lo que yo creía. Lo llaman síndrome del niño olvidado. Un síndrome que, una vez se ha manifestado, acaba en muerte lenta para el infante y en depresión de por vida, o suicidio, para el adulto olvidadizo e irresponsable.
El móvil no se les olvida, no. E ir a trabajar tampoco. Es del todo desconcertante.
Entré en la galería de arte abstracto porque era gratis y no tenía nada mejor que hacer. Al pie de cada una de aquellas acuarelas, una cartela indicaba quién era el autor, el título de la creación y su significado. Sin embargo, no había relación alguna entre lo que exhibían los lienzos y lo reflejado en las cartelas.
Me dijeron que el arte abstracto se trata de una cuestión de percepción, en la cual el espectador tan solo tiene que elaborar su propia interpretación sobre lo que está contemplando. Si eso es así, las explicaciones están de más, aparte de que se hace muy difícil tomárselas en serio si las lees y luego contemplas las obras. Sería más serio y creíble que el autor dijera que ese es su puto cuadro y que cualquiera lo interprete como le salga de las pelotas.
Como no podía ser menos, tampoco faltaron los elogios displicentes sobre el equilibrio de las masas de color, la composición de las formas, la armonía cromática y el contraste de no sé muy bien qué como contrapunto, ja, ja, ja, ja. No pude evitar replicar que el ser humano de creativo no tiene nada. Que, como excelente copión, tan solo es recreativo y que solo Dios (para el que crea) o la Naturaleza (por la que me inclino) lo son.
Como podéis intuir, no hice amigos en la galería. Aunque tampoco los culpo ni son los únicos flipados. Fijaos, por ejemplo, en lo que se dio a llamar arte conceptual. Todavía hoy cientos de gilipollas pagan, y hacen cola a diario, para ver una firma estampada en un puto urinario de porcelana expuesto del revés.
Mi primera novia, a quien llamaré Bonifacio para preservar su identidad, no era guapa, pero estaba muy desarrollada para su edad. A los trece años, su cuerpo tenía curvas precoces y armoniosas que evocaban bellas melodías en quienes lo contemplaban.
Yo tenía un año más que Bonifacio e íbamos al mismo colegio. Una gélida mañana de enero, Bonifacio se acercó a mí durante el recreo y me confesó que mi gorro era muy bonito. Casi sin pensar, le dije nervioso y azorado que su bufanda era aún más bonita. Luego, le propuse cambiarla por mi gorro. Aquella bufanda desprendía un olor revitalizante, semejante al de la tierra recién regada por la lluvia. Desde ese día, siempre que el cielo llora, me acuerdo de Bonifacio.
Los fines de semana salíamos en pandilla a deambular por las calles, plazas y parques de la ciudad. Esto era un síntoma inequívoco de que no teníamos nada mejor que hacer. En una de aquellas excursiones, Bonifacio me cogió de la mano y me separó del grupo. Estaba anocheciendo y nos sentamos en el borde de la acera. Justo cuando el manto de la noche engulló la última luz del atardecer, se acercó y me besó en la boca. Fue mi primer beso. Desde aquel instante imborrable, me quedé perdidamente enamorado de Bonifacio y mi persona y espíritu quedaron a su merced.
Como corresponde a nuestra naturaleza hetero, Bonifacio y yo fuimos novios casi durante un año. En ese intervalo de tiempo, ella vino a mi casa y yo a la suya. Allí conocí a su madre y a su padre. Este último tenía un parecido muy acentuado que iba más allá del lógico consanguíneo. Ambos tenían la misma frente ancha, curvada y despejada como el capó de un 600, y el pelo les nacía cerca del colodrillo. En el caso de su padre era calvicie y en el de ella un remoto rasgo de belleza primitiva, además de sus diminutas orejillas de trasgolisto y sus enormes incisivos centrales de castor. Estos sobresalían de manera amenazadora, impidiendo cerrar la boca y requiriendo una ortodoncia.
En un principio, pudiera pensarse que la naturaleza fue especialmente cruel con mi novia y su papá. Pero no es así, porque la naturaleza les dio rasgos propios: ella no tenía bigote y a su padre no le crecía el pecho. Todas las veces que iba a casa de Bonifacio nos encerrábamos en su cuarto. La mamá y el papá de Bonifacio enseguida me calaron y me consideraron un niño inofensivo. De hecho, lo era, por lo que jamás mostraron oposición al respecto.
Mientras ellos hacían cosas de mayores, mi novia se tumbaba en su cama y yo intentaba tumbarme sobre ella, pero no lo lograba. Entre risas y con movimientos firmes, me obsequiaba cariñosos empujones que me enviaban rodando al suelo. Sin embargo, yo perseveraba obedeciendo a mi ímpetu de amor pubescente. En una de esas ocasiones, cuando ella descuidó su guardia (creo que lo hizo a propósito), logré tocarle una teta por encima del sujetador, la camiseta de algodón y el recio jersey de lana.
Se acercaba el verano y, como cada año, Bonifacio y su familia irían a Mallorca a disfrutarlo. Ante semejante realidad, cruda y fatídica, mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha inminente. Me preguntaba repetidamente, con hondos suspiros, qué sería de mí durante todo un largo y cálido verano sin mi novia. Una tarde le comuniqué mi profundo pesar respecto a su partida. Ella, por el contrario, más que contenta, parecía exultante, y para apaciguar mi desasosiego me dijo que me tranquilizara. Que había urdido un plan.
El plan de Bonifacio, que era intrincado y asombroso para su edad, consistía en buscarme una novia de repuesto durante las semanas que estaría sin ella. La elegida era una amiga cercana a la que llamaré Clodomiro para respetar su anonimato. Bonifacio me explicó que había hecho creer a Clodomiro que yo estaba colado por ella y que íbamos a cortar. Esto, sin pensarlo demasiado, no me gustó nada. Las crueldades y mentiras del amor son imprevisibles, y a menudo se revelan contra quien las utiliza. Además, aunque durante muchos años obedecí a mi condición de hombre simple y primario y defendí aquella frase que dice que todo agujero es trinchera, solo pude contestar con un no; yo no era ningún puto.
Bonifacio, con una réplica que creo que tenía bien estudiada, me dijo que no se trataba de ser un gigoló, sino de ser una persona admirable que transmitía amor a otra persona bondadosa que lo necesitaba. Además, añadió que Clodomiro, a quien yo solo conocía de vista, estaba conforme con su papel de novia sustituta. Un punto a favor de aquel guiso desaguisado era que Clodomiro era guapa. Sin embargo, sus futuros encantos corporales no estaban solo dormidos, sino más soterrados que la lava de un volcán muerto. Bonifacio terminó diciendo que si yo aceptaba ese plan, ella se sentiría menos culpable de sus posibles ligues en Mallorca. ¡Ajá!, pensé, ¡criatura diabólica y manipuladora!, ¡así que se trata de eso!
No obstante, Bonifacio empleó sus prematuras artes de mujer para convencerme. Me prometió que, cuando regresara, me recibiría con un largo beso con lengua. Esto sería el anticipo de un tórrido apareamiento auténtico y sin ropa. ¡Madre mía! ¡Un beso con lengua y un apareamiento auténtico sin ropa! ¡Por fin! Mi relación con Clodomiro duró apenas una semana, puesto que no prosperó de acuerdo con el plan. Más que romper de mutuo acuerdo, fui yo quien tomó la ardua decisión de hacerlo. No estuvo bien, pero valga esta débil justificación: era un crío.
Cuando Bonifacio regresó de Mallorca, no dudó en darme de tacón como si yo fuera un mero objeto. Esto fue porque no cumplí con mi parte asignada en esa desastrosa maquinación. Aparte, según ella, hice daño a Clodomiro, que era una de sus mejores amigas. De todas formas, extraje una valiosísima lección sin fecha de caducidad de este tragicómico triángulo amoroso. Esta lección me ha servido para estar a la altura de todas las relaciones que vinieron después.
Clodomiro me enseñó que los besos con lengua son húmedos y multidireccionales, y no con la lengua inmóvil y pegada al alveolo del paladar de la chica, como me había hecho creer Bonifacio, mi primera novia.