Señales, joder, señales. Basta con verlas y saber interpretarlas; casi nada. A veces la ceguera no es vivir a oscuras o entre sombras, sino mirar sin ver por mucho que alcance la vista. Posamos la mirada en direcciones incorrectas dispuestos a transitar por caminos que no conducen a ninguna parte. Quién sabe si en pos de un anhelo, capricho o impulso irrefrenables que se adueñan de nuestra razón y que creemos necesitar.
Quién sabe nada de nadie a fin de cuentas. Nos movemos por emociones y con ellas movemos el mundo, aun a riesgo de quedarnos sin ellas por puro desgaste y sin percatarnos. ¿Acaso hay otro modo?
Una de esas señales ha bastado para colocarme en la perspectiva que tanta falta me hacía. Ha llegado a mí en el momento de mayor incertidumbre e inmovilismo. Justo cuando más necesitaba salir de una asfixiante encrucijada de sentimientos ambivalentes en la que llevaba demasiado tiempo. Me sorprende que haya sido tan fácil. Sin provocarlo, por si solo.
Estos tiempos son duros y convulsos. Mala hierba nunca muere y las buenas personas engrosan la cifra de los hospedados en el cementerio. Aquellas que enriquecen la vida y hacen que el mundo sea mejor. Pero otro tipo ha tomado el relevo y ha ocupado el vacío dejado por una de ellas, por lo que podemos estar contentos y agradecidos.
Dicho de otro modo, las pastillas de Matrix dejaron de molar hace tiempo, pero ahora tenemos las que ofrece un misterioso encapuchado que transita por los peores lugares de la ciudad. Michael Myers murió y Cara de Cuero ha envejecido, pero tenemos a nuestro amigable vecino Chuck. Un buen ciudadano invisible a ojos de los demás, siempre en busca de nuevas sensaciones y dispuesto a probar sustancias desconocidas.
No podía ser de otra manera y Chuck no defrauda.
Así que ¡a por ellos, Chuck, a por ellos! ¡Diviértete y mátalos a todos!
El ogro jodió bien al almirante. Bueno, al almirante y a otros dos: al chófer y al escolta. En fin, daños colaterales, que dicen. Fue un gran día aquel en el que el almirante iba en coche y de improviso se hizo la destrucción, y el coche despegó en vertical dirección al espacio abierto.
Aquello fue el final de su carrera y muchos se quedaron blancos de la impresión. Para redondear la envergadura de aquel hecho, los que dieron de comer al ogro no llegaron a ser juzgados y encima se beneficiaron de la amnistía de 1977.
Ay, esa palabra que eriza la piel y provoca sarpullidos.
Hoy me ha dado por mirar la línea del horizonte, lejana e hipnotizante, y me he recreado en la contemplación del perezoso desplazamiento horizontal de un frente nuboso, blanco y bello, rojizo en sus contornos. Me abstraje del mundo, de sus tumores y estúpidos habitantes, y al cabo de pocos minutos llegaron las pareidolias como hacen siempre, sin pedir permiso y en silencio.
Y entonces la vi, sí.
Una mágica creación de la Madre Naturaleza. Una nube magnífica que era exacta a un Dodge 3.700 GT. Contuve la respiración ante aquella maravilla algodonosa, y no pude más que constatar que las nubes no huelen a nada pero hay en ellas un misterio connatural.
Esta historia que hoy te cuento me fue narrada con toda profusión de detalles por tres de sus cuatro protagonistas, mientras que uno de ellos permanecía en un estoico silencio. Como por aquel entonces los cuatro amigos —que nada tienen que ver con los que figuran en las entradas 202 y 203— eran muy jóvenes y atrevidos,iban por la vida bastante escasos de cerebro pero muy sobrados de energía.
Una noche en la que trasegaban en una de sus recurrentes y desmesuradas sesiones etílicas, quedaron en ir a practicar puentismo el fin de semana que les fuera propicio. Por aquellos tiempos convulsos la gente se tiraba desde un puente por voluntad propia sin que supusiera un suicidio. Parecíamos todos menos idiotas que ahora, ya que no existían las redes sociales y las autofotos arriesgadas todavía estaban por llegar.
Así pues, repletos de resolución y pertrechados con suficientes cervezas como para aplacar la sed de todo un regimiento, mis cuatro jóvenes amigos, cuyos nombres reales omitiré como es costumbre en esta bitácora, se dirigieron al conocido puente catalán en el que, por vez primera, experimentarían las extremas sensaciones de tan adrenalínico deporte.
Inolfo fue el primero en colocarse el casco y embutirse en el arnés de seguridad. El día era soleado y la temperatura agradable. Entre todos los presentes dispuestos a dar el gran salto se respiraba una tácita camaradería. Inolfo atendió a las instrucciones de los monitores y tan pronto le dieron el ok se lanzó sin más. Pitasio y Eustaquio no fueron menos y cumplieron de igual modo. No así como Uldarico, que se bloqueó en cuanto se careó con el abismo.
Los monitores dijeron que era algo frecuente. A la hora de la verdad cada persona necesita su tiempo de asimilación para algo así, por lo que Uldarico cedió su turno a otros saltadores. Cuando volvió a ofrecerse de nuevo al sobrecogedor espacio abierto, en el puente ya había un grueso considerable de espectadores que coreaban la consabida cuenta atrás hasta llegar a cero. Pero entonces se hacía el silencio, Uldarico sonreía como el Joker y acababa negando con la cabeza.
Los instructores, bregados en ese tipo de situaciones, volvieron a dejar a Uldarico a solas con sus demonios, mientras que Inolfo resolvió tirarse de nuevo, esta vez con los brazos en cruz, directo al vacío como un anticristo suicida. Pitasio hizo lo propio como si fuera una lanza, con los brazos estirados hasta unir las palmas. Y Eustaquio lo hizo con los brazos pegados a los costados, estremeciendo todo su cuerpo como un salmón a contracorriente.
Entre los saltos de unos y de otros la mañana fue cediendo paso al mediodía, entretanto que Uldarico llegó a negar hasta cinco y seis veces, incapaz de desbloquear su cerebro pese a los ánimos de aficionados y profesionales. Y aun así, sin pretenderlo, se había convertido en la máxima estrella del evento, con lo cual se le concedió otra nueva y última oportunidad.
De modo que ahí estaba Uldarico por séptima vez, con casco y arnés en ristre, asumiendo su traumática situación ante la inmensidad terrenal. Lidiando contra sus dispares emociones en una pequeña plataforma de espaldas a un puente, en el que cerca de seiscientas bocas enajenadas y salivantes, en lugar de bramar la cuenta atrás, exclamaban incansables y al unísono: «¡Que se tire!, ¡que se tire!, ¡que se tire!».
Y en efecto, la abrumadora presión social obró el milagro, y Uldarico se lanzó al vacío con la cara blanquecina y desprovista de toda emoción. Aunque si hay que hacer honor a la verdad, más que lanzarse, se dejó caer de pies sin gracia alguna, como un triste muñeco de trapo que alguien deja de sostener por la cabeza desde un balcón a gran altura. Pese a lo grotesco del salto, la numerosa concurrencia prorrumpió en una sentida oleada de aplausos y vítores. Y de igual modo lo recibieron tan pronto su semblante desencajado apareció por la baranda del puente.
En los días que siguieron, me enteré de que los medios informativos de la localidad a la que pertenece el puente, dieron cobertura a aquel acontecimiento de envergadura inusitada, todavía hoy recordado por mis cuatro amigos, Inolfo, Pitasio, Eustaquio y Uldarico.
Sotanas y trajeados aún se empeñan en que asumamos las normas que rigen su tinglado con una sonrisa boba de consentimiento. Como si todo estuviera bien. Como si no hubiera motivos para el horror por más que yo y muchos desconozcamos el auténtico dolor, la guerra, el maltrato y la hambruna.
De igual modo nos dicen ahora cómo tenemos que hablar. Cómo tenemos que dirigirnos a según quiénes y cómo tenemos que llamar a las personas discapacitadas. Como si emplear sus nuevas denominaciones de corrección política fuera sinónimo de verdadero respeto y tolerancia, cuando somos lo que hacemos y no lo que decimos, y eso no casa con la doble moral imperante.
Por si fuera poco también se atreven a alterar la letra de canciones, obras de teatro y multitud de obras literarias del pasado, sin respeto alguno por el esfuerzo y creatividad que gastaron sus autores en ellas. Como si así dejara de existir todo el machismo, la homofobia y xenofobia de la época que reflejan y en la que fueron concebidas. Como si eso nos hiciera mejores ante el futuro, cuando tales aversiones siguen más vigentes que nunca en las raíces familiares, sociales e institucionales.
Y como se preocupan tanto por nosotros, no paran de insistir sobre la importancia de la salud mental y física, pese a que el Estado alarga nuestra esclavitud laboral y vende su droga en todas partes. Si nos conceden tal libertad de albedrío sobre nuestra salud, supongo que algún día legalizarán el resto de sustancias que mueve el narcotráfico ¿A quiénes interesa que no caiga ese imperio de poder?
También pretenden que nos traguemos como dogma de fe que la única belleza verdadera es la interior. Como si el atractivo físico que otorga el azar genético, aunque termina por desaparecer, fuera sinónimo de superficialidad. Como si no fuéramos seres de carne movidos por el deseo ante la mera visión del envoltorio y el sexo porque sí. Porque eso es sucio, claro. Y más si eres mujer.
Tampoco se cansan de intentar que comulguemos con creencias y tradiciones estúpidas, vínculos artificiales y congregaciones de subnormales. Sin rubor alguno todavía señalan, o se compadecen, de quienes optan por una vida en soltería y sin hijos. Como si eso fuera homología de la infelicidad. Como si la máxima realización en la vida fuera procrear y vivir en pareja o matrimonio. Siempre que no sea con los del mismo sexo, cómo no, que eso es antinatural y de personas enfermas.
Y podría continuar hasta que muriéramos todos de asco, no sin antes asegurar que por lo que a mí respecta jamás conseguirán envenenarme con su socialización.