Vamos a dar por sentado dos cosas: el dinero no da la felicidad, pese a que es preferible llorar subido en un Ferrari que debajo de un puente, y que la salud es lo más importante. Pero más importante que la salud es el agua. O al menos en mi curro. Y si no que se lo pregunten al minero Fulgencio —al que llamo así para preservar su anonimato—, que como tantos otros de los que curraban y curramos allí, además de beber del agua que ya te proporciona la empresa, se traía el agua comprada del súper para rendir cuenta de ella durante toda la jornada, o la media hora del bocadillo.
El caso es que cuando Fulgencio abría la nevera para echar mano a su botella de agua, ya estaba empezada o la peor de las veces medio vacía. Y de nada valían sus iracundas represalias al respecto, amén de que en la mina y como en todos lados hay buenos y malos. Hoy en día ya no ocurren cosas así, ya que acarrearía consecuencias inmediatas. Pero la mina de antaño no era la de ahora. Y Fulgencio, que tenía ya muchos tiros pegados y sabía con exactitud con qué clase de gente estaba trabajando, sabía qué hacer para acabar con esa situación.
Según me contaron diversas fuentes mineras jubiladas —y aquí soy narrador fidedigno—, Fulgencio, a primera hora de la jornada y delante de todos sus compañeros de relevo, desenroscó el tapón de su botella de agua. Dejó tapón y botella encima de una de las mesas del comedor, y ante un público pazguato, con gran ceremonia, desenfundó su polla medio erecta de la cual, de la punta del sonrosado glande, refulgía cual perla mágica una gota de baba preeyaculatoria. Gota que hizo desaparecer esparciéndola con gesto circular por el borde del orificio del cuello de la botella.
Acto seguido enroscó el tapón y metió la botella en la nevera. Se dio media vuelta y con la polla aún fuera —algunos más tarde dirían que ruda y viril— pero sin gota destellando, dijo a aquellos que no le quitaban ojo de encima: «A ver quién es ahora el hijo de puta que se amorra a la botella».
Después de aquella impúdica actuación teatral, nadie volvió a tocar una botella de agua que no fuera la suya.
Qué grande, Fulgencio.