«¡¿Crisógono, hiciste lo que te dije esta mañana?! ¡Crisógono, te dije que tiraras la basura, Crisógono! ¡¿Crisógono?! ¡Ve a tirar la basura!».
De este modo recuerda el granujiento Crisógono, tumbado en su cama, que ha llegado la hora de tirar la basura. La aguda voz de su madre, que es un tono superior al de la ballena azul, no solo llega hasta su pequeña leonera empapelada con pósteres de Biohazard y The Spudmonsters, sino que se impone, clara y mutiladora, a la música que escucha a través de los auriculares. La melódica magia con la que Crisógono se evade del mundo, es aniquilada de tal forma que necesita cierto tiempo para readaptarse a la cruda realidad.
Después de quitarse los auriculares se hurga los rincones más inaccesibles de la nariz y, como siempre, extrae una cantidad considerable de mucosidad semisólida. Tras la entretenida y breve operación de amasado, obtiene tres o cuatro diminutos proyectiles que, en lugar de degustar como hace a veces, dispara con un gesto manual y entrenado contra espacios inconcretos de su habitación. Luego, con una mueca de disgusto, se palpa sus castigados genitales que, un día más, han sido sometidos a maratonianas sesiones onanistas.
Crisógono, de anatomía escuálida y puntiaguda, sale de su templo de reclusión arrastrando los pies, con sus anticuadas gafas circulares de culo de botella un poco torcidas y su voluminoso cabello rizado desordenado. Su camisa hawaiana, manchada con productos lácteos ultraprocesados, no casa en absoluto con los pantalones azules a cuadros que, sujetos con unos tirantes más arriba de la cintura, dejan entrever unos calcetines blancos.
Crisógono coge las dos bolsas de basura de doscientos litros, y se pregunta cómo es posible que dos personas sean capaces de generar tal cantidad de desechos en tan sólo un par de días. Piensa que esas dos bolsas podrían contener toda la mierda que genera el jodido vecindario en una semana. Encuentra la respuesta cuando mira a su madre que, encasquetada en un robusto sillón que comprime la abundancia de su carne, devora a dos carrillos ingentes cantidades de bollería azucarada hipercalórica ante su rectángulo opiáceo de imágenes.
Imágenes cuyo visionado obstaculiza Crisógono a modo de venganza, cuando pasa por delante de su madre con las bolsas de basura, porque obvia otras rutas alternativas que hay dentro de la casa para salir afuera. En ese punto de encuentro, ambos se profesan muestras indoloras de cariño, tales como manotazos y patadas. Con todo, el hijo pierde siempre la batalla y la madre, con un zapatillazo como golpe final, le vuelve a recordar:
«¡Crisógono, tira la puta basura!».