27/4/23

234. Tirar la basura

    «¡¿Crisógono, hiciste lo que te dije esta mañana?! ¡Crisógono, te dije que tiraras la basura, Crisógono! ¡¿Crisógono?! ¡Ve a tirar la basura!».

    De este modo recuerda el granujiento Crisógono, tumbado en su cama, que ha llegado la hora de tirar la basura. La aguda voz de su madre, que es un tono superior al de la ballena azul, no solo llega hasta su pequeña leonera, empapelada con pósteres de Biohazard y The Spudmonsters, sino que se impone, clara y mutiladora, a la música que escucha a través de los auriculares. La melódica magia con la que Crisógono se evade del mundo, es aniquilada de tal forma que necesita cierto tiempo para readaptarse a la cruda realidad.

    Después de quitarse los auriculares, se hurga los rincones más inaccesibles de la nariz y, como siempre, extrae una cantidad considerable de mucosidad semisólida. Tras la entretenida y breve operación de amasado, obtiene tres o cuatro diminutos proyectiles que en lugar de degustar como hace a veces, dispara con un gesto manual entrenado contra espacios inconcretos de su habitación. Luego, con una mueca de disgusto, se palpa sus castigados genitales que, un día más, han sido sometidos a maratonianas sesiones onanistas.

    Crisógono,  de anatomía escuálida y puntiaguda, sale de su templo de reclusión arrastrando los pies, con sus anticuadas gafas circulares de culo de botella un poco torcidas y su voluminoso cabello rizado desordenado. Su camisa hawaiana, manchada con productos lácteos ultraprocesados, no casa en absoluto con los pantalones azules a cuadros que, sujetos con unos tirantes más arriba de la cintura, dejan entrever unos calcetines blancos. 

    Crisógono coge las dos bolsas de basura de doscientos litros, y se pregunta cómo es posible que dos personas sean capaces de generar tal cantidad de desechos en tan sólo un par de días. Piensa que esas dos bolsas podrían contener toda la mierda que genera el jodido vecindario en una semana. Encuentra la respuesta cuando mira a su madre que, encasquetada en un robusto sillón que comprime y sujeta la abundancia de su carne, devora a dos carrillos ingentes cantidades de bollería azucarada hipercalórica, ante su rectángulo opiáceo de imágenes. 

    Imágenes cuyo visionado obstaculiza Crisógono a modo de venganza, cuando pasa por delante de su madre con las bolsas de basura, obviando otras rutas alternativas que hay dentro de la casa para salir afuera. En ese punto de encuentro, ambos se profesan muestras indoloras de cariño, tales como manotazos y patadas. Con todo, el hijo pierde siempre la batalla y la madre, con un zapatillazo como golpe final, le vuelve a recordar:

    «¡Crisógono, tira la puta basura!».




24/4/23

233. Caspa ochentera

    Hay cantantes que trascienden. Por ejemplo, Rafaela Carrá, cuyas canciones contienen grandes enseñanzas, como que para follar bien hay que venir al sur. Y luego está José Soto Cortés, del sur, cuyo éxito musical, parido en la segunda mitad de los ochenta, invadió en formato cassette todas las gasolineras de puta España. Él lo sabía; él nos lo dijo; él nos lo cantó. Y charnegos y catalufos del pueblo llano, en la marginalidad de los arrabales, disfrutaron de aquella canción en gran hermandad, reproducida en un loro a pilas, entre el humo de la matuja y cascos de litrona.

    Otros tiempos; otras maneras.




20/4/23

232. Por los siglos de los siglos

    Clavaste tus colmillos en mi cuello en 1348, y me diste a conocer lo antinatural de sobrevolar a la misma muerte. Me susurraste al oído que te sentías sola y necesitabas un compañero, y probé el sabor de mi sangre en tu boca cuando me besaste aquella primera vez, mientras la peste bubónica se llevaba a millones de almas desde todos los rincones de Eurasia. 

    Y empezamos a amarnos. 

    Tú me amaste en 1492, cuando los conquistadores españoles llevaron a cabo uno de los grandes genocidios de la Historia. Y yo te amé en 1770, cuando el Imperio Británico perpetró un apocalipsis aún mayor. 

    Entonces también lloramos. 

    Tú y yo nos amamos allá por 1793, aquel glorioso año en el que por fin guillotinaron a aquellos hijos de puta. Y celebramos el hecho enfrentando nuestros sexos al resguardo de sucias callejuelas impregnadas de tuberculosis, ahogado nuestro éxtasis en el fervor embrutecido del sufrido populacho. También nos amamos en 1830, durante la fiebre del oro y las cargas de caballería que masacraron a los nativos norteamericanos. 

    Y de nuevo nos sumimos en el llanto.

    Tú me quisiste como nadie en 1879, cuando la luz eléctrica nos permitió leer en la más completa oscuridad a los que serían los grandes clásicos de la literatura universal. Y yo te quise como nunca en 1914, cuando nadie imaginaba que después de la Gran Guerra vendría otra todavía peor. 

    Nos quisimos en 1918, cuando hizo su aparición una nueva asesina en serie. Cuando el hombre descubrió la penicilina en 1928 y se creyó a salvo de toda enfermedad. Y nos deseamos en 1945, cuando el mundo cambió con la división del átomo y aquella amenaza se instaló para siempre sobre la conciencia colectiva del hombre.

    Después de tanta locura ya no nos quedaron lágrimas. Después de tanto dolor el tiempo siguió demostrándonos que nada cambiaba. Después de todo aquello te convenciste de que quizás la inmortalidad no valía la pena. 

    Tú y yo fuimos animales enloquecidos durante cientos de años, embriagándonos de nuestra carne mientras todo cuanto nos rodeaba envejecía una y otra vez. Tú y yo fuimos salvajes criaturas de la noche, más por el horror que presenciamos que por lo que éramos. 

    No éramos peores que los sanguinarios colonos europeos, que los que militaron en las tropas napoleónicas, en la Armada Invencible o en la Panzer División. No éramos más monstruosos que los artífices del Holocausto, ni éramos más inhumanos que el peor de los dictadores.

    Ahora llevo meses viviendo al margen de todo desde que no estás. Arrastrando el peso de mi soledad por la oscuridad de las calles, atestadas de víctimas potenciales que nunca llegarían a ser tú, demasiado abstraídas en sus pantallas de cristal líquido. Ahora deambulo perdido, añorando tus labios y las curvas que hicieron de ti la más cautivadora de las criaturas nocturnas, la más lujuriosa de las semidiosas.

    Hoy camino solo por última vez, esperando en esta loma alejada del mundo, a que aquellos mismos rayos de luz que permitiste que te tocaran, consuman aquello en lo que me convertiste y que el viento, en mi primer y último amanecer desde aquel beso de sangre, por qué no, lleven mis cenizas junto a las tuyas allí donde estén, para que pueda amarte una vez más.



17/4/23

231. Trenes

    De pequeño me gustaban los trenes; los de juguete y los de verdad. Sobre todo las maquetas de tren en las que dos de ellos partían desde puntos distintos en el mismo momento exacto y se desplazaban uno en dirección al otro. Justo cuando parecía que iban a colisionar, uno de los dos cambiaba de carril y ambos seguían su camino. Era algo así como una segunda oportunidad; como un acto suicida abortado en el último segundo.

    En el tren de mi vida me ha tocado ejercer de máquina, de vagón de pasajeros, de vagón de carga, de vagón de cola y las menos, si dejabas pasar alguna oportunidad, de tirado en el andén. Alguno de esos trenes que encontramos o nos encuentran, los cuales dejamos pasar o se nos escapan, en el mismo instante en que se alejan también tienen esa mirada extraviada de quienes se quedan en el andén. Y a medida que los perdemos de vista, confiamos en lo certero de nuestra decisión, o nos lamentamos de nuestro retraso, quién sabe si propiciado por indecisión o cobardía.

    Por otra parte, quién no ha sentido alguna vez esa pulsión, clara y rotunda, que te dice que ahora es el momento de apearte de tu tren particular, ese de toda una vida y el único que conoces, porque se aproxima ese otro que crees, o incluso sabes, que es el que necesitas. Cada uno en sus circunstancias, a su manera y hasta donde puede, es receptivo a los avisos y las señales, y encuentra el momento en el que decide subirse a un tren diferente y cambiar el rumbo de su destino.

    Recuerdo el tren del que me bajé hace ya bastantes años. Iba a demasiada velocidad, bramando allí por donde pasaba y las ruedas chispeando a cada curva que trazaba, dirección hacia ningún sitio salvo al descarrilamiento. Hasta que un día activé el freno de emergencia, y me bajé en un punto intermedio de un camino que no tengo intención alguna de volver a transitar. 

    


13/4/23

230. Freak tugurio

    Era noche cerrada y yo caminaba hacia ninguna parte por el puro placer de hacerlo, hasta que di con una densa cortina de niebla. Tras ella había un apestoso callejón adoquinado del que supuraba, como una infección, la humedad concentrada de varios siglos. Y al final del mismo un bar atemporal del que pendía un oscilante cartel que anunciaba: la Virgen Decapitada.

    Al primer paso que di para acercarme, me estremecí por unos maullidos que provenían de la oscuridad que había entre dos contenedores desbordados de basura. Creí que aquellos felinos malhumorados me estaban dando la bienvenida, pero luego sentí en la piel la malignidad de sus pupilas y pensé que quizás me estaban advirtiendo.

     En el pasado no habría entrado en un antro de semejante ubicación, pero estas últimas semanas arrastraba un desarraigo que aumentaba junto con la sensación de no pertenecer a ningún sitio. Es decir: el lugar en cuestión me importaba tres cojones. Así que entré, y me engulló una penumbra en la que pululaban unos inquietantes personajes que parecían haberse escapado de un hospital, no sé si psiquiátrico, pero sí general.

    Tras la barra, una treintañera grasienta, embutida en ropajes demasiado ajustados para su sobrepeso mórbido, mascaba chicle con apatía mortuoria, al tiempo que secaba unos vasos de opacidad perenne con un trapo tan sucio como el delantal de un matarife. Giró su ojeroso rostro hacia mí, y me obsequió una mirada hepática desde la vacuidad amarillenta de sus ojos inexpresivos. 

    Un tanto estremecido, yo hice lo propio hacia un claroscuro del fondo del bar, donde reverberaba la tos imposible de un viejo ataviado con ropa rural, que amenazaba con partirse en dos por el esfuerzo. Cuando aquella momia viviente dejaba de bañar con sus esputos la zona de la barra en la que estaba acodado, pese a sus temblorosas manos aún atinaba a deglutir su transparente brebaje abrasivo.

    Aquel tugurio poseía cierta aura extravagante, y yo empezaba a debatirme entre el acierto de largarme de allí o la osadía de consumir algún líquido. 

    A continuación, sobre una chirriante silla de ruedas, surgió del lavabo un cincuentón verrugoso, calvo y desnudo, con un inhalador colgado del cuello. Su desnudez me podría haber resultado turbadora de no ser porque aquel pobre tipo carecía de la mitad de su cuerpo. Un tanto morboso, elucubré sobre cómo haría esa media persona para hacer lo que hacemos todos cuando estamos en el gran trono blanco. 

    Para borrar las demenciales imágenes de mi cabeza al respecto, me centré en una nonagenaria esquelética de altura extraordinaria, vestida con ropa deportiva, que fumaba apoyada en la máquina del hielo. Cada vez que daba una calada, su delgadez de ultratumba parecía acentuarse, y al reparar en mi presencia desde el fondo de sus cuencas, me dedicó una sonrisa cadavérica con los ojos muy abiertos. 

    De pronto empezó a sonar una música que era una mezcla entre algún incomprensible éxito de Fangoria, y los alaridos rituales en protolengua de los antiguos indoeuropeos devoradores de almas. Me resistí a huir, pero me sentí desfallecer, así que me pedí una cerveza para soportar aquel despropósito. Y la treintañera grasienta, con la excusa de que no tenía copas, como en la peor de las pesadillas de Luis Tosar, me sirvió la cerveza en un vaso sin los debidos pasos.

    Aquella aberración estética servida sin profesionalidad alguna, acabó por derrotarme y decidí escapar de allí. Afuera, los gatos maullaron de nuevo como si esta vez me estuvieran compadeciendo, y con presura traspasé la misteriosa bruma de aquella extraña noche sin mirar atrás, a aquel garito esperpéntico, la Virgen Decapitada.



10/4/23

229. Regresando

    Cabrónidas regresaba, recargado y renovado, a la ciudad que volvería a anularlo, aunque no lo suficiente como para enloquecerlo del todo.

    Cabrónidas todavía retenía en sus receptores olfatorios la fragancia de pólenes desconocidos no irritantes. Y llevaba consigo la sensación liberadora de haber yacido en el verde mullido de una generosa extensión abierta a un cielo supremo. En su corazón palpitaba la paz de espíritu que supone agotar largos atardeceres en caminar junto a la orilla de un río que, por cierto y triste, no recordaba tan poco caudaloso.

    La canción sonaba a un volumen sedante, lo cual contribuía a que Cabrónidas condujera relajado, casi con la mente en blanco, preguntándose por qué parece que en las zonas boscosas los problemas no son tales, las amistades se fortalecen y las cervezas y los besos con el sexo contrario saben mejor. La impasible vastedad de la autopista, siempre interminable, provocaba en él cierta paranoia banal. 

    Quiso el destino que Cabrónidas no tuviera ningún percance en el camino de vuelta. De modo que ningún vehículo en contradirección colisionó con el suyo. Ningún camión de contenedor de carga lo redujo a un amasijo de carne y metal. Thelma y Louise tampoco se precipitaron sobre él desde alguna zona elevada, aunque cada vez hay más personas cuya única salida es una huida hacia adelante.

    Cabrónidas, entonces, llegó con la luz de la luna a la acogedora soledad de su hogar. Encendió la lámpara del escritorio para alejar la penumbra, pero subió la persiana para que entrara la noche. De nuevo volvió a poner esa canción. Arrancó el viejo trasto, se sirvió una copa de vino, y frente al espacio en blanco, se dispuso a entrar en comunión con el teclado.



6/4/23

228. Santa locura

    En realidad la decisión no fue tan complicada. Sólo se trataba de dar con el escenario adecuado. Los miles de desplazamientos vehiculares que se dan en Semana Santa, tanto de gente solitaria como de grupos y familias que desconectan de sus rutinas autómatas para huir del temperamento urbano y abandonarse a la ebriedad bucólica, era perfecto.

    Yo era uno más de esos miles de cuerpos frágiles, en movimiento largo y constante, gracias a máquinas menos complejas pero más resistentes que nosotros. A los pocos kilómetros de conducción, unas nubes negras empezaron a llorar en abundancia como un presagio de lo que iba a ocurrir. Empecé a acelerar y noté, como nunca volvería a hacerlo, la ciega sumisión del pedal bajo mi pie y la suave obediencia del volante al capricho de mis manos, dirección a un futuro escogido, mientras las torrenciales lágrimas del cielo se desplazaban por el parabrisas hacia un pasado irreversible.    

    Por suerte no estalló ninguna de las ruedas que lo permitieron, ni hubo controles policiales susceptibles de disuadirme. Por suerte la velocidad terminal no redujo mi convicción para semejante sublimación, y el aullido del motor no se impuso al volumen de la canción elegida. 

    Por fatalidad para el resto de aquellos miles de vidas desconocidas, cedí al impulso calculado de dar un volantazo lleno de gracia, convertir el quitamiedos en historia, y recorrer el vacío lluvioso que me separaba de la concurrida autopista de más abajo, como una imparable certeza de locura, tragedia y muerte.




3/4/23

227. Las mariposas

    Por aquel entonces faltaban unos cuantos años para que mi inocencia fuera sustituida por la estupidez del mundo adulto. Yo todavía era un niño cuando una tarde primaveral, en el jardín de mi infancia, capturé a tres mariposas y las metí en un tarro de vidrio. Aquellas criaturas pequeñas y hermosas chocaban entre sí en un aleteo frenético apenas audible. 

    Mientras las observaba, se me ocurrió que si las ataba juntas, quizá volaran al mismo tiempo como si fueran tres seres en uno. De modo que me hice con un pedacito de hilo de coser, y lo anudé con paciencia y cuidado alrededor del cuerpo —justo debajo de las alas— de cada una de ellas. De seguido deposité el singular trío de lepidópteros en el suelo y, tumbado con mi mirada a ras del mismo, palmeé cerca de ellas una y otra vez en un fútil intento de que levantaran el vuelo.

    El aleteo de las mariposas era débil, desacompasado y torpe, debido, con toda seguridad, a las mermas infringidas durante la operación de atado. Aquella ocurrencia cruel fracasó, con lo cual, y esta vez sí, de manera consciente, tiré de ambos extremos del hilo de coser hasta tensarlo, cerrando los nudos y destruyendo así sus órganos vitales hasta provocarles la muerte. 

    Fui a un rincón del jardín dispuesto a enterrar los despojos. Mi madre me vio desde la parte más alejada, y me preguntó qué estaba haciendo ahí de rodillas con tanta dedicación y silencio. Alcé la vista hacia ella y con tono invernal respondí: «Entierro a tres mariposas muertas». Equivocada respecto a la bondad de mi gesto, afloró en su mirada un brillo inequívoco de afecto y ternura. 

    Aquella tarde remota, comprendí junto con mi arrepentimiento por aquel triple asesinato, que fui demasiado humano. Y creedme que desde aquel día, por no matar, no mato ni el tiempo.




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