29 de diciembre, lo cual quiere decir que ayer fue día 28. Ya sabes, el día de los Santos Inocentes. Aunque ya nadie puede serlo porque siguen respirando demasiados monarcas que, aunque no se llamen Herodes, tienen mucho apego al trono. Porque todavía hay cientos de desconocidos, mayores y menores de dos años que no importan, asesinados a diario en lugares que nunca aparecerán en la gran pantalla panorámica de nuestro comedor.
Ya nadie es inocente, a pesar de las bromas y gilipolleces que se dan ese día en los medios de comunicación. A pesar de lo necesario que se hace la carcajada en la cada vez más sometida y saturada ciudadanía. Quizá porque son más que menos las personas que tienen más motivos para llorar que reír, y algún que otro para enloquecer y arremeter contra quienes provocan el llanto.
Vuelven los tiempos oscuros, o puede que nunca se fueron.
29 de diciembre, hostia. Lo que significa que ya se realizaron las cenas de empresa, en las que los esclavos de una misma mesa se dividen en dos o tres grupos —a veces más—, y entre bocado y bocado se echan pestes recíprocas e inadvertidas sobre la eficacia del desempeño de sus obligaciones esclavistas. Y hasta compiten por pelotearse con su mando intermedio, también presente, que después de la resaca vacacional navideña, será cómplice de las nuevas putadas laborales que su superior —que está en otra cena, en un sitio mucho más caro—, ya tiene ideadas y aprobadas para el año entrante.
Aun así, todos brindan sonrientes, con compañerismo y pureza, con un puñal clavado en la espalda.
29 de diciembre, cojones. Lo cual indica que el trajeado parásito anacrónico de la nación, volvió a releer el mismo mensaje de cada año, obvio y vacío de contenido, a sus sufridos súbditos, muchos de los cuales seguirán sin poder llenar la nevera como hacían diez años atrás, ya que la pobreza energética se ha instalado en sus reducidas viviendas de alquileres abusivos. Y quizá la Nochebuena ya no es tan buena, salvo para aquellos que elegimos cada cuatro años y aseguran preocuparse de nuestro bienestar, y se supone gestionan nuestros intereses comunes para tal efecto.
29 de diciembre, joder. El año se precipita a su fin que siempre es el mismo, y dará inicio a un nuevo principio que siempre es igual. El ciclo se repite y nada cambia salvo nuestras prioridades, que para muchos serán las de sobrevivir con tanta dignidad como les sea posible o les permitan. Así, año tras año, los afortunados más o menos acomodados, giramos en un bucle de paz y amor ficticios, mientras que los desfavorecidos, a menudo olvidados, giran por inercia en la espiral de la eterna condena de la cual parece imposible escapar.
Qué fácil es ser positivo cuando los que están jodidos son otros.
Dicen que Jesús nació en Belén un 25 de diciembre en un establo, casi a la intemperie, entre un tañer de campanas. Pero Mateo se equivocó: nació en Nazaret y en primavera. En cualquier caso, si hay quienes creen lo primero, ¿por qué no ibais a creer vosotros que yo, de pequeño, ejercí de monaguillo en un pueblo recóndito de la España profunda?
Mientras los hombres apalizaban a sus mujeres —algunas de ellas lesbianas— y muchos de esos hombres mantenían en secreto su homosexualidad, sonaban tres repiques de campanas para avisar al pueblo. Para cuando los obedientes feligreses acudían a la santa casa del Señor, Gabino el estorbo —siempre estaba en medio—, Pascasio el jabalí —así llamado por la violencia manifiesta si lo acorralaban—, el cura del pueblo, más conocido como Padre Cubata —se bebía seis o siete diarios—, y yo, ya estábamos preparados.
Aquel hombre de Dios era un gran profesional. Desde el atril, con gran solemnidad, contemplaba con expresión marmórea a toda aquella agrupación de creyentes. Pasados unos segundos, después de la eucaristía, iniciaba su homilía y en menos de veinte minutos ya tenía a la mayoría de octogenarias orgasmando —para algunas era la primera vez— como si la electricidad recorriera sus cuerpos. Los abuelos, en cambio, caían hacia atrás en desafinadas exclamaciones de éxtasis, al tiempo que se les desprendía la quijada postiza hasta el suelo.
En ese momento, el Padre Cubata, pese a su embriaguez, descendía del atril con asombrosa agilidad, y micrófono inalámbrico en mano se mezclaba entre los devotos provocando el enervamiento colectivo. «¡Expulsad a la bestia, pecadores!», alentaba gesticulante, «¡Expulsadla de vuestro cuerpo!». Y varios parroquianos movían piernas y brazos con descoordinación como si se quisieran desprender de sí mismos. «¡Alabado sea el Señor! ¡Oh, sí, alabado sea!». Y otros tantos aullaban a la carrera en múltiples direcciones como arlequines encocados. Y el resto, de modo grupal o en solitario, se daban a una modalidad grotesca de claqué. En medio de aquella baraúnda, el Padre Cubata miraba a las alturas de la iglesia —o quién sabe si más allá— y brazos en alto exclamaba: «¡Te cantamos, Jesús! ¡Oh, sí, te cantamos!», «¡Cantemos a Jesús!». Y Gabino, Pascasio y yo, entrábamos en acción con cánticos inductores de gospel, al tiempo que los fieles, sin ceder un ápice a la sobrecogedora agitación de sus cuerpos, se unían a los cánticos en un pandemonio enfermizo.
Después de aquellas agotadoras sesiones las donaciones eran de veras cuantiosas, y en los días de procesión incluso se multiplicaban. Ya bien entrada la noche, el Padre Cubata gestionaba los ingresos y hacía el reparto. Como era un poco tacaño, nos veíamos en el derecho laboral de robarle parte del vino que tenía guardado, junto al ron, en el maletero del 600, ostentoso vehículo tuneado por la Santa Sede.
Nunca echó en falta el vino.
En aquellos tiempos de sometimiento, oscuridad e ignorancia, era muy lucrativo, además de fácil, trabajar para la empresa multinacional más grande y antigua que existe. Gabino, Pascasio y yo, solo teníamos que acatar las exigencias religiosas de nuestro puesto, y a cambio, el Padre Cubata respetaba nuestra retaguardia y encima nos pagaba. ¡Era un negocio redondo! ¿Que si tengo remordimientos? Los mismos que los pederastas con sotana.
Cuando el empobrecido populacho se hizo eco del rumor de que el vino y las hostias estaban adulteradas, y las ganancias no estaban declaradas, las fuerzas del orden de la época reaccionaron y quisieron someternos a juicio. De hecho, era una gran trama, puesto que de ser tres monaguillos más el cabecilla, en poco más de tres meses pasamos a ser quince. Una cifra respetable aunque lejos de intimidar, parecíamos un lastimoso apadrinamiento de niños del tercer mundo, de miradas tristes y sufridas.
De todas maneras jamás se pudo demostrar nada: no cobrábamos en cheques y nunca se encontró un documento legal con la firma o iniciales del Padre Cubata. Y con el paso del tiempo aquel presunto caso de corrupción se olvidó, y de ningún modo —como pasa en la actualidad— debilitó la fe de los cegados.
Hoy por hoy, el Padre Cubata, pese a su alcoholismo, nos dejó con noventa y siete años de edad. En el pueblo corre la leyenda de que en algún lugar secreto de la iglesia donde oficiaba, se encuentran intactas sus cuantiosas reservas de ron. Mientras que Gabino y Pascasio, acostumbrados desde aquellos tiempos al dinero fácil por improductividad, lograron entrar en alguna administración pública.
En cuanto a mí, me ha tocado ser narrador fidedigno sobre aquellos días en los que cuatro ángeles caídos buscaban su lugar en el mundo.
Fue en el verano de 2007 cuando me mudé en la que es mi vivienda actual. Los vecinos de al lado —los mismos que años más tarde llamarían a mi puerta para recriminarme por un acto incívico— criaban a su hija que, por aquel entonces, tenía unos cinco o seis años de edad. Aquella niña, delicada y tierna, fruto de ese amor efímero que tarde o temprano desaparece, gritaba, lloraba, pataleaba, lanzaba cosas y desobedecía.
A diario, a través de las paredes que creemos nos confieren intimidad, yo oía, tanto al padre como a la madre, impartirle educación sin apenas éxito, en exclamaciones tan perentorias como desesperadas, tales como: «¡Basta ya!», «¡Se acabó», «¡Porque lo digo yo!». Pero bien entrado el primer invierno de mi independencia, aquella pareja cambió de táctica, según mi parecer, con mucho oficio.
Eran las siete de la tarde y me disponía a salir. Justo cuando abrí la puerta, también se abrió la de los vecinos. De inmediato, a pasitos precipitados, salió la pequeña profiriendo un intenso grito que sonó a desafío. El padre y la madre, ignorándome y calmados como hacía tiempo que no los veía, le dijeron: «Pues vete si quieres. Ya vendrás cuando te canses», y entornaron la puerta, quedándose dentro.
Aquella criatura menuda, en apariencia desvalida y también ignorándome, se dejó caer de rodillas, en silencio, en medio del rellano. Alzó sus manitas en un gesto de invocación solemne. Luego, bracitos en alto, las cerró en dos puños enrojecidos, y los dejó caer golpeando el suelo una y otra vez, al tiempo que se desataba en berridos de vehemencia inhumana.
Al cabo de un par de minutos eternos, justo cuando empecé a cerrar mi puerta con llave y aquella reveladora manifestación de ira parecía desvanecerse en agotamiento, la pequeña apoyó sus manitas en el suelo y, como una penitente, empezó a estrellar su cabeza contra él. Encima, aquel llanto desquiciado no solo recobró vigor, sino que fue acompañado de hirientes alaridos que superaban en intensidad al de los animales prehistóricos más enloquecidos.
Yo contemplaba admirado y sobrecogido, tanto por la dureza de las baldosas del rellano como de la ciega obstinación, similar a la de un pistón hidráulico, de aquel arrebato automutilador. Entre el bum bum bum de los impactos, no me cupieron dudas de que aquella dulce criatura, el día de mañana, sería una persona admirable y luchadora, desgastándose en favor de causas nobles y necesarias.
Y en esas me fui, pensando que los padres habían obrado con sabiduría. Porque en lugar de los gritos, órdenes y amenazas del pasado, e incluso de la imposición de la fuerza física porque sí, utilizaron el empirismo. Al margen de la causa del enfado de la pequeña, con toda probabilidad tan infundado como inocente, padre y madre enfrentaron a su hija con esa realidad dura e inapelable que todo humano tiene que conocer, y por consiguiente aceptar, en un momento de su vida más temprano que tarde.
Esa realidad que te obliga a conformarte y a gestionar tu frustración. Que te enseña a perder y a resignarte, y que no todo lo que deseas se va a cumplir o te será concedido. Y que, por mucho que luches, por fuerte que grites, por muchas lágrimas que derrames, hay fuerzas humanas, morales, normativas, burocráticas, etc., que te vencerán porque son superiores.
Al cabo de dos horas de deglución alcohólica volví a mi piso. Recuerdo que en el rellano agucé el oído, pero todo estaba en silencio, y cuando entré en la solitaria calidez de mi hogar no puede más que pensar:
«Bienvenida al mundo que te ha tocado vivir, pequeña. Para ti esto no acaba más que empezar».
Cuando se te avería el coche o la moto, resulta que muchos de los que te rodean son excelentes mecánicos que ya querría para sí cualquier escudería de Fórmula 1 y Moto GP. Pero tú sabes que esas mismas personas nunca han utilizado una llave inglesa.
Cuando contraes dolencias simples estacionarias, o te diagnostican —por decir algo— hipertensión o hipercolesterolemia, resulta que esos mismos poseen unos conocimientos médicos tan amplios, que hasta podrían dejar en evidencia al farmacéutico. Aunque tú sabes que esas personas se automedican sin leerse nunca el prospecto.
Y cuando el peso de la ley cae sobre ti en forma de multa o juicio, y consideras la posibilidad de recurrir, resulta que también dominan todos los complicados entresijos de la abogacía como el más experimentado letrado.
Siempre saben más, siempre pueden más, siempre lo hacen mejor, y cuando tú vas resulta que hace tiempo volvieron. Con semejantes capacidades, me pregunto por qué no trabajan en la Liga de la Justicia o los Guardianes de la Galaxia.
No obstante, enterados y sabiondos, ni se enteran ni saben que si bien los errores son humanos, algunos humanos, como ellos, son solo un error.
Ella y él estaban en ese punto de su relación en el que no requerían el don de la palabra. Hacía tiempo que se habían desprendido de sus blindajes. Esos que llevamos a menudo sin darnos cuenta, para protegernos de las heridas que nos pueden lastimar el corazón y el alma.
Aprendieron a abrirse el uno al otro. Entrelazaban los dedos y fundían sus alientos con los ojos cerrados, y se imbuían de esa forma muda de entenderse en el silencio, clarificando nuevas vías de comprensión que, hasta que no se atrevieron, creyeron ocultas e inalcanzables.
Puede que siempre al borde del precipicio, como dos colibríes en el alféizar, orquestaban a la ventura, presurosos y confiados. En ese nivel de comunicación en el que hablan más las miradas que las palabras, consumían el deseo y satisfacían el ansia.
Todavía estaban conectando con la realidad. Todavía seguían ebrios el uno del otro cuando todo fue demasiado rápido. Él quiso decirle que el piso apestaba más que nunca a... Un segundo antes, ella se llevó el cigarrillo a la boca y accionó el mechero. Sus miradas pasaron de la alarma a la despedida, justo cuando entendieron que la espita del gas estaba más jodida que el mes anterior, y que dado el caso, ellos todavía lo estaban más.
Para entonces fue demasiado tarde.
Momentos antes yo escribía para mí y mis lectores. A mi derecha, la copa de vino de la que bebía entre párrafo y párrafo. A mi izquierda, la ventana con la persiana subida, y más allá de ella mi amiga la noche. De súbito, una sensacional explosión de hipnóticos tonos anaranjados, se elevó de la zona más desfavorecida de la ciudad alumbrando la oscuridad del cielo.
«Joder, pero qué hostias...», me dije sobrecogido. A continuación me pregunté si no seríamos el entretenimiento de dioses que nos disponen a su antojo como meros peones, sobre un tablero de dimensiones cósmicas demasiado insoportable de imaginar.
Con el estadillo aún grabado en las retinas, desvié la mirada a la negrura insondable del firmamento estrellado, y cavilé sobre si acaso el universo no tendría un plan, tan perverso como incomprensible, para cada uno de nosotros. Quién sabe si escrito en un millar de constelaciones que nos serán por siempre inalcanzables, en un idioma que jamás entenderemos.
Hay heroicidades de toda índole documentadas al detalle, tan loables como las que realizaron personas desconocidas, de manera desinteresada y a menudo arriesgada. Anónimas bien por decisión expresa o porque murieron en el intento, pero todas sumidas en el olvido la mayoría de veces.
Luego, como es sabido, están los que asoman el hocico cuando la verdadera amenaza ha pasado. No contentos con pasear su estampa cuando su presencia es del todo innecesaria, condenan la pasividad del resto de sus congéneres, ante el supuesto peligro contra el que se tendría que haber reaccionado.
La heroicidad de verdad suele ser altruista y silenciosa, y por eso, a menudo desapercibida y pocas veces premiada o reconocida. La ficticia suele ser esgrimida por los pobres de espíritu, que a toro pasado te dirán de qué forma hubiera sido mejor actuar. Y ellos porque no estaban allí, que si no...
Aunque tampoco nos llevemos a equívocos: la gran mayoría nos partimos la cara por nuestros seres queridos, y la giramos ante la indefensión y el auxilio ajeno. Suerte que hubo —y hay— hombres y mujeres que marcaron esa diferencia, y desobedecieron leyes injustas, desafiaron a la autoridad de la época y arriesgaron en favor del débil y el necesitado.
Supongo que el héroe nace, no se hace. Aunque yo, si bien no es lo mismo, siempre estoy dispuesto a ser mordido por una araña radiactiva, o bañado de pies a cabeza por rayos gamma o cósmicos.
Añejo y gótico, oculto en ritos oscuros y conjuros ancestrales. El que emana de pociones fétidas de ingredientes prohibidos. De garras poderosas y fauces salivantes, mutilando la carne y devorándola a la luz de la luna llena. De colmillos clavándose en la yugular de una joven, y dos regueros purpúreos descendiendo con lentitud hasta su pecho desnudo. De serpientes y larvas deslizándose por las cuencas de un centenar de muertos apiñados en un osario, iluminados cuando el relámpago desgarra un cielo negro. Del llanto de un bebé en el altar, ofrendado ante el filo mortal que sostiene una criatura gigantesca de alas membranosas.
El mismo terror de ultratumba, invocado en la tiniebla, reptando en silencio hasta tu cama, cuando duermes. Del vaivén de mecedoras en habitaciones polvorientas de mansiones deshabitadas. De viejas casas encantadas que emiten lamentos al ser azotadas por una ventisca invernal. De castillos ruinosos alzándose entre la bruma de parajes remotos. Del sonido de violines desafinando en tumbas profanadas. De extensiones de tierra sin sol, sembradas de ciénagas vaporosas. De lluvia cayendo en antiguos cementerios de sepulturas mohosas. De siniestros mausoleos custodiados por la muda presencia de estatuas paganas.
Y ese terror que no necesita artificios ni recurrir a miedos primigenios.
Ese que se manifiesta a plena luz del día, cuando explosiona una bomba en un centro comercial en hora punta. El que se desata cuando las balas disparadas en nombre de un dios que no existe, acallan la música de un concierto que deviene en carnicería. El que debieron sentir ciento cincuenta pasajeros a bordo de un avión que cambió de rumbo dirección a una muerte tan inesperada como certera. Ese terror que nace de la más intensa desesperación, cuando dos grandes rascacielos están siendo devorados por las llamas, y las personas del interior consideran una posibilidad de supervivencia lanzarse al vacío desde cuatrocientos diecisiete metros de altura.
El terror que surge de un instinto primitivo y se contagia enloqueciendo a las masas en un campo de fútbol; en un amplio recinto del que no se respetó el aforo; en una calle atestada. El terror que se desborda en incontenible avalancha y mata por asfixia y aplastamiento sin hacer diferencias. El terror de los soldados en el campo de batalla, ensordecidos por las detonaciones de un aluvión de bombas; el de los civiles que tienen la fortuna de prolongar su vida un día más en el refugio antiaéreo. Y el terror de la tiranía, puro e indescifrable, manifestado en miles de ejecuciones y matanzas. Ese que yace imborrable en solitarias cunetas, en las baldosas ensangrentadas de las salas de tortura, en el barro de los campos de concentración...
Ese terror tan nuestro, tan definitorio, tan real...
El 6 de octubre de 1984, de la mano de Lolo Rico y por beneplácito de TVE, se nos ofrecía un producto novedoso y transgresor, enfocado para cualquier franja de edad —dependiendo de las cuatro secciones que lo formaban— que presentó Olvido Gara, sin los Pegamoides ni Dinarama.
Unas locuaces marionetas, más entrañables que muchas personas muertas y con más personalidad que muchas aún vivas, aparecían rodeadas de un variado conglomerado de cableado eléctrico y aparatos de audio/vídeo, y nos deleitaban con frases proféticas, tales como: «¡Viva el mal, viva el capital!», la no menos certera: «Si no quieres ser como estos, lee». O cuando, sin venir a cuento, la pantalla se pixelaba y una voz decía: «Tienes quince segundos para imaginar» y transcurrido ese tiempo la imagen se hacía nítida y la voz finalizaba: «Si no se te ha ocurrido nada, quizá deberías ver menos la tele».
A veces la genialidad es así de sencilla. Y de ese modo el programa ya nos prevenía de ciertos cánceres sociales emergentes, hoy en día arraigados y más vigentes que nunca.
Disfruté mucho con el humor punzante e improvisado de Pablo Carbonell, Pedro Reyes y el no menos histriónico Javier Gurruchaga. Y no se me olvidan las actuaciones de los sucios Eskorbuto, Los Nikis, con su descojonante canción Maldito Cumpleaños, Los Toreros Muertos...
Pero entonces llegó 1987, y con él la jodida Pilar Miró como la nueva directora de RTVE, y con el poder que le fue conferido —¿casualidad?— empezó a coartar la libertad de la que gozaba el programa desde sus inicios, para tratar y hablar desde la crítica, sobre cualquier tema político y social de la época.
Porque no podía ser, claro está, que el programa, tuviéramos siete, diez o dieciocho años, nos hiciera pensar demasiado y cuestionar, por ejemplo, la impositiva educación escolar. Y conviene a los de siempre que las blancas ovejas del rebaño no cambien el color de su pelaje por el negro.
Puede que la niñez magnifique los recuerdos, sobre todo cuando vienen de un programa tan mítico como irrepetible, que cautivó a toda una generación de pequeños que nos trató de tú a tú. Y es posible que tiempos pasados no fueran mejores, pero desde luego, los actuales tampoco.
«A veces me conmueve toda esa basura erótica de tu blog», le susurré al oído mientras el frío nocturno de diciembre, al otro lado de la ventana empañada, congelaba los cuerpos inertes de varios indigentes. «Pues tu blog parece el de un puto amargado», dijo ella con sus piernas anudadas en mi cintura, al tiempo que las capas de hielo, asesinas silenciosas, cubrían las carreteras provocando accidentes mortales.
Era nuestra particular forma de sincerarnos cuando follábamos.
«Que sepas que te dejé porque no me comías el coño con la frecuencia debida, cabrón de mierda», me dijo entre jadeos y contorsiones. Salí de ella acatando aquel desafío que disfrazó de reproche, y en pocos minutos, abandonada al capricho de mi lengua sedienta, el diluvio universal cobró dimensiones obscenas en su zona radiactiva. Tan entregada, tan receptiva, tan ella.
Afuera, unos disparos distantes rompieron la quietud de la ciudad, seguidos de gritos que auguraban desgracias irreparables.
«Dejé que te fueras, jodida zorra, porque las más de las veces fingías no saber qué hacer cuando te plantaba la polla delante de las narices», le repliqué con su sabor a mil tormentas veraniegas excitando aún mi paladar. Y ella, que nunca era menos, me tuvo a su merced entre el celo abrasivo de sus dedos y el infierno húmedo de su boca, hasta licuarme por entero en ella, sobre ella. Tan lleno, tan solícito, tan vacío.
Unas sirenas lastimeras aullaron como respuesta, al tiempo que una luz azul barrió la habitación, bañando la serena tibieza de nuestros cuerpos desnudos.
Era nuestro singular modo de precipitarnos al abismo de nuestras posibilidades, mientras la noche no paraba de hablarnos en su idioma salvaje.
Años ha, una púber de hipnóticos ojos rasgados me dijo con una sonrisa no menos hipnótica, que veía en la MTV un programa titulado Ahora o nunca, en el cual un grupo de jóvenes escribían una lista donde enumeraban situaciones a experimentar antes de morir.
Uno apuntó que deseaba lanzarse a la piscina desde los trampolines olímpicos de Montjuïc. Otro apostó por meterle un gol a Casillas desde el punto de penalti. Un tercero sugirió correr desnudo por una barriada pija.
Seamos francos: muy ingeniosos no fueron, aunque tampoco se trataba de eso. De hecho, yo he perdido la cuenta de las veces que he corrido con las vergüenzas al aire como un polichinela histriónico, por barrios caros y de la medianía. Incluso una vez hice un calvo en los Campos Elíseos y bailé pogo dentro de la fuente que hay en el patio de los leones de la Alhambra.
Creo que los chavales del programa pensaban solo en gilipolleces. Aunque como habéis leído, en lugar de pensarlas, yo las hacía, puesto que es un acto contra natura reprimir los dones innatos. Y es que hasta para ejercer una buena gilipollez creativa, no basta con el entrenamiento y el conocimiento adquirido.
A veces, durante el recreo, leía cómics sentado en la tierra, recostado en una de las paredes del patio de la escuela. Al no existir soportes digitales, era muy habitual entre los aficionados de mi generación tener uno físico entre las manos y realizar intercambios.
Las primeras adicciones a la viñeta llegaron de la mano de los maestros Juan López y Francisco Ibáñez, con las hilarantes aventuras de Superlópez y Mortadelo y Filemón, que siendo un reflejo trágico de aquella época casposa, me hicieron reír hasta el paroxismo. Poco después descubrí las publicaciones americanas de la DC Cómics y de la Marvel Cómics Group. En esta última me sumergí de lleno hasta el día de hoy.
Leía La Masa, Thor el Poderoso, La Patrulla X, Conan El Bárbaro, Los 4 Fantásticos... También me gustaba mucho Spiderman, que vacilaba a los villanos haciendo del peligro una broma. Otros de mis predilectos era Iron Man, siempre en la vanguardia de la tecnología y añadiendo sofisticadas mejoras a su armadura. Del Capitán América, del cual me gustaba mucho su diplomacia, también era seguidor, aunque me desagradaba su patriotismo.
Un día de los ochenta leía a Los Vengadores, que estaban enzarzados en una fiera lucha contra su archienemigo, el avanzado robot Ultrón-5. De súbito, el cómic salió despedido de mis manos con violencia, giró sobre sí mismo en el aire y cayó en el polvo como un pájaro muerto. Alcé la vista sobresaltado y delante de mí, como una torre puntiaguda, estaba Pablo. Un matón precoz de mi clase, cuya anatomía era de una delgadez tan aguda que parecía estar al borde de la desaparición.
Aquella criatura insolente, después de propinar una patada a mi preciada lectura, se llevó la mano a la entrepierna y sentenció con regocijo: «Los que leéis esas mierdas sois unas mariconas». Luego se rio, dio media vuelta, y empezó a caminar sin mirar atrás. Al tiempo que se alejaba, una ira como nunca he vuelto a experimentar se apoderó de mí de tal modo, que me levanté pedrusco en mano y se lo lancé con intención asesina.
Entre el trino musical de los pájaros, el rocoso proyectil describió una bella parábola que colisionó, con exquisita poesía, en el occipucio de aquel bastardo. Un cloc rotundo paralizó mi respiración y Pablo, a unos diez metros, se encorvó por el impacto cuan largo era y se dio la vuelta hasta encontrar mi mirada. Nunca vi en la cara de alguien una expresión de tan profundo desconcierto. Se tocó, con lentitud, la parte dañada de la cabeza. Luego se puso la mano ensangrentada delante de sus ojos llorosos, y de seguido retrocedió dos pasos y cayó de culo.
Aquel día me llovió una reprimenda por parte de mis padres, que luego tuvieron que vérselas con los de aquel retrasado. La profesora se mantuvo en un discreto tercer plano.
Por aquel entonces tenía unos trece o catorce años. Pasé miedo y durante mucho tiempo me estuve preguntando cuál habría sido mi reacción de ir Pablo acompañado. Qué habría ocurrido si Pablo hubiera decidido contratacar. Qué habrían hecho el resto de críos que presenciaron el espectáculo. Hasta dónde habríamos llegado.
Nunca he sufrido acoso escolar. Y estoy convencido de que algo tuvo que ver el hecho de que le abriera la cabeza a aquel subnormal. Con esto, no quiero decir que haya que educar a los críos para que sean agresores a las primeras de cambio. Todo lo contrario. Pero tampoco para que sean unos putos sacos de boxeo. Y claro, muchos diréis que la violencia no es el camino, cuando no es violencia, sino autodefensa. Que por lo visto, no utilizarla tampoco conduce a nada.
Porque cuando los que pueden hacer algo giran la cara, los cómplices callan, y la razón y las palabras son inútiles, como a cualquier clase de tiranía, al acoso hay que combatirlo con la fuerza, ya que los que lo practican, sean de la edad que sean, carentes de educación y sensibilidad, son cobardes y no entienden otro modo.
Basta ya de buenismo mal empleado. Basta ya de inacción y de permitir que una vida escolar sea un infierno. Basta ya, hijos de puta, de tener que lamentar el hecho espantoso de que alguien, con quince años sino antes, se sienta una persona tan desvalida y acorralada que su única opción sea acabar con su vida.
Las lenguas son muy importantes. Dolores, que en mis años discentes fue mi profesora de lengua, a la que aún hoy guardo gran estima, me obligó a leer a Quevedo y a Góngora para que aprendiera, entre otras cosas, que nuestra lengua es muy rica en sinónimos y antónimos.
Si bien nunca me he comido la lengua de un ser humano, sí es verdad que cada libro tiene un sabor diferente y ninguno sabe igual que otro. No obstante, madre y abuela, estando yo en plena edad de crecimiento mental y físico, cuando se veían aturdidas por mi verborrea infatigable y a menudo incomprensible, aseguraban que había comido lengua.
Y las veces que permanecía callado durante largos periodos de tiempo, decían que mi lengua se la había comido el gato. Quizá por esa razón prefiero a los perros pero no a los hijos de perra. Otras tantas, para enfurecer a mis mayores, desobedecía sus imposiciones poniendo los ojos en blanco, alzando mi mano cornuta y sacando la lengua.
Luego, a cierta edad, descubres que la lengua es un órgano muscular, multidireccional y polivalente. Lo mismo se enrosca en otras lenguas, que, según preferencias, dibuja el contorno de los pezones, explora esfínteres, lame escrotos y ensaliva pollas y coños. También me llaman deslenguado y supongo que no es porque me gusta el lenguado a la plancha.
Al margen del idioma que hables, la lengua es universal. La lengua también es de los Rolling Stones, y no hay más lengua que la de Gene Simmons de Kiss.
Me pregunto qué sucede con las cuentas de correo de los que se han muerto. Qué ocurre con los perfiles de las redes sociales de los que ya no están. Imagino esos miles de rostros vitales, ahora cadavéricos, desvaneciéndose como ecos reverberando en callejones sin salida.
Esas personas, que ya no son gente sino residuo molecular listo para su descomposición, fueron un día como tú y como yo.
Como tú, ellos también fueron intérpretes en los enigmas de la vida, e hicieron partícipes de ello a muchos otros que, a su vez, respondieron. Como yo, un día abrieron la bandeja de entrada de su correo, de sus perfiles, y sentenciaron que la existencia es terrible, preciosa, calamitosa, corta, increíble, larga, apabullante, indescriptible, desastrosa... Y todas esas revelaciones que sufrimos y disfrutamos desde la frivolidad y la grandilocuencia, cobran diferente significado según hayamos follado o no; según tengamos el estómago vacío o lleno; según llegamos a final de mes o no.
Nada hay más inconstante que la vida. Como tú y como yo.
Me pregunto quién echará cerrojo a sus cuentas. A quién le será concedida la condena, o el privilegio, de poder asomarse a todas esas historias vividas que hay detrás de cada «cuídate, te quiero, nos vemos mañana, pienso en ti, buena suerte, te lo juro...», que ahora son como puñetazos en el aire; como gritos en la nada, engullidos por el olvido como si jamás hubieran existido.
Una guitarra merece el mismo respeto que cualquier forma de vida orgánica. De modo que cualquier persona mayor de edad que con total intención rompe una guitarra ajena o de su propiedad, ya sea acústica, española o eléctrica, se hace merecedora de que le rompan el espinazo y la cabeza con una guitarra nueva. Aunque en el proceso la persona castigada muera y dicha guitarra nueva también se rompa a causa de los impactos. Solo y bajo esta circunstancia, como medida disciplinaria, una guitarra podrá romperse de modo expreso.
Una vez leí un escrito de trazo grotesco inmortalizado en un muro medio derruido del arrabal. Decía que las mujeres son como los reverberos, que calientan pero no cocinan.
Y empecé a divagar.
Según lo que yo he leído sobre las primeras guerras que han ido forjando la historia de la Humanidad, eso no es cierto. En aquellas contiendas en las que, a caballo o a pie, las espadas restallaban contra los escudos, llovían flechas ensombreciendo el sol, las puntas de lanza refulgían y la sangre manaba del músculo desgarrado, las mujeres, junto con los niños, cocinaban, lavaban y trataban de curar las terribles heridas.
Así que cocinar han cocinado y cocinan, y por supuesto, han calentado y calientan. Y desde hace unos años incluso se alistan en el ejército.
Cuando calientan, y con ello endurecen el falo y revolucionan la libido sin posterior alivio para el desdichado, se dice que es por una deportiva muestra de poder. Quizá por eso el patriarcado, quién sabe si con tanto despecho como cariño, las bautizó como calientapollas. Todo un cumplido por grosero que suene, puesto que algunas, como algunos, son potentes antiafrodisíacos.
El patriarcado empieza a entender que cualquier relación que se precie entre hombre y mujer, si la mujer lo desea, siempre hay sexo salvo cuando no quiere. De la misma forma que «no es no», también es «no» cuando la mujer dice: puede, quizás, a lo mejor, depende, tú mismo, ya veremos, según, no sé, luego, más tarde, etc. Por eso el hombre es un pajillero hasta el fin de sus días (pajero si tiene estudios), y acaba despertando a ese putero que a menudo pugna por salir y mantiene aletargado.
Las putas son mucho más respetables que aquellas mujeres que siéndolo más que ninguna, se empeñan en demostrar en sociedad que no lo son. Y como los putos, es incuestionable su profesionalidad por el mero hecho de que se implican solo en el plano físico y no en el emocional. Por lo que después de correrte, no tienes que aguantarlas, ni profesarles mentiras que corresponden a los enamorados y al jodido Día de San Valentín.
De un tiempo a esta parte, muchas mujeres se reúnen para sesiones de tuppersex. Entre risitas veladas y cierto alardeo, se exhiben todo un curioso catálogo de utensilios concebidos para el placer sexual más primario, tales como dildos, vibradores, consoladores y bolas chinas. La velada se anima y empiezan a beber chupitos, convirtiendo las risitas en carcajadas. Y si de puertas para fuera aseguran que les importa más en un hombre el tamaño de su inteligencia que otra cosa, en ese momento de intimidad, comparan con admiración, regocijo y crueldad, el tamaño descomunal de esas venosas y coloridas pollas artificiales con la de sus parejas, que a su vez, están cascándosela con ahínco o follándose a una puta como nunca se las han follado a ellas.
El alcohol consumido con imprudencia desinhibe más allá de lo concebible, y lo que empezó siendo una reunión sazonada con una pizca de picante, deriva en una correosa orgía lésbica de insatisfechas malfolladas orquestada por el diablo. Y así, la lascivia despliega sus alas, aleteando a sus anchas como ángel del pecado, por cada centímetro de piel de una gimoteante masa de carne enredada que se convulsiona en un húmedo festín de fluidos y lengüetazos. Entre miradas vidriosas, jadeos y sudor, se intercambian sus instrumentos para darse placer recíproco por todos los dilatados orificios de su cuerpo, que pese a la torrencial lubricación de estos, sufren enrojecimiento debido al desbocado frenesí de tanta fricción.
Una vez han finalizado, se van a la ducha por turnos y quedan para otro día y así poder repetir tan gratificante experiencia. No sin haber fregado antes a conciencia, para no dejar pistas, suelo y muebles que están bañados de viscosas salpicaduras vaginales.
Cuando las mujeres llegan a sus casas, cuentan a sus parejas masculinas, después de haberlos besado y sin pestañear, que el club de lectura al que dicen asistir, hoy ha sido de un interés especial ya que tocaba comentar Trópico de cáncer (1934). Los maridos, por su parte, muestran falso interés y dicen que han estado con los amigotes de siempre jugando una timba de póker, cuando se recrean para sus adentros con el exótico sabor de ese coño asiático de veinte años del que han disfrutado y pensando en repetir.
Es decir, y aunque a bote pronto quizá haya quien no vea la conexión, cuando las mujeres calientan, también cocinan.
Callamos de pequeños porque nuestros mayores nos mandan callar. Nos mandan callar en casa, en los bautizos, en la escuela, en las bodas, en los funerales, en la reunión de vecinos... Nos mandan callar en todos los sitios. Qué sabrá un crío; estáis molestando; prestad atención. Callad. Callaos. Callamos por miedo al castigo.
Crecemos y seguimos callados.
Callamos porque estamos cansados de que nunca nos escuchen. Callamos porque nos rendimos. Callamos porque nos vencieron. Callamos porque no se puede hacer nada; lo siento. Callamos porque no va conmigo; jódete tú. Callamos por discreción, pero queremos que otros no callen para así enterarnos de todo. Callamos porque luego nos piden explicaciones. Callamos por no herir cuando una verdad a tiempo es mejor. Callamos por no errar porque siempre se recuerda más el fallo que el logro. Callamos cuando no debemos porque siempre hablamos sin tener nada que decir.
Callar significa no exponerse y seguir en nuestra posición de confort. Callar significa no ser señalado. Callar significa que no te excluyan. Callar significa que no te lluevan hostias. Callar significa que estás de acuerdo con lo que pasa. Callar significa estar del supuesto lado correcto. Callamos porque nadie es valiente; porque somos cobardes.
Los adoradores del cetro, ya sean diestros o siniestros, son los practicantes masculinos del vicio solitario que, aunque solitario, también es un acto grupal y competitivo que versa sobre quién es el primero en correrse. Esta práctica necesaria, primigenia y universal, la sufren y gozan dos clases de onanistas.
La primera son los onanistas de fondo. Es decir: curtidos adoradores que se la cascan con suma parsimonia, ejecutando poéticos movimientos en lento vaivén, eternizando cual antítesis de la eyaculación precoz la placentera culminación.
La segunda son los onanistas sprint. O sea: varones desbordantes de energía y atiborrados de hormonas enloquecidas, ansiosos por consumar la manualidad para empezar de nuevo.
Aun tratándose de personas que gozan de una buena salud y estado mental, ya sean onanistas sprint u onanistas de fondo, no están exentos del riesgo de lesiones, tales como el desgaste prematuro de las muñecas y el metacarpo, puesto que desarrollaron su pertinaz afición en momentos anteriores a la pubescencia, y han mantenido su pasión incluso superados los ochenta.
Para los actuales y futuros herederos potenciales de esta noble tradición, la única cura posible es el descanso, acompañado con friegas del linimento El tío del bigote, que quema pero cura. Supone un tratamiento severo acompañado de un febril síndrome de abstinencia, pero a todas luces imprescindible si el adorador requiere para todos sus días, un final feliz.
Era una noche otoñal y Tiburcio, más conocido en el vecindario como el cleptómano de las tres manos, huía de dos policías locales que lo perseguían con la intención de apresarle para recuperar sus motos. Para otra persona que no fuera Tiburcio, tal situación representaría un problema, pero para Tiburcio, acostumbrado desde su niñez a ese tipo de aprietos, aquello no era más que otra carrera en la que los agentes de la ley dejaban el aliento tras sus talones.
Como él, los agentes conocían el laberíntico entramado de las calles del pueblo, pero eran torpes y lentos debido a sus orondas anatomías. Mientras que Tiburcio, escurridizo como el mercurio, aumentaba la distancia entre ellos esquivando coches, fintando entre los transeúntes e improvisando inesperados sesgos en las esquinas. De tal modo que le dio tiempo a abrir con sus instrumentos de caco, una de las tapas del alcantarillado y desaparecer de la vista de sus perseguidores, descendiendo a la negrura del subsuelo.
Una vez colocada la tapa hasta eclipsar el día, y bajar por la oxidada escalerilla de la cloaca hasta tocar el húmedo suelo, puso en modo linterna el móvil que le sustrajo a la alcaldesa hace dos días y que, al contrario de lo que hacía su antigua propietaria por el bien de la comunidad, ahora le iba a prestar a él un gran servicio.
Su plan era permanecer en aquel mundo subterráneo el tiempo necesario para desanimar a sus uniformados captores, que a buen seguro estarían preguntándose dónde coño se habría metido. Además, entre los de su gremio, Tiburcio era el que mejor conocía toda aquella intrincada infraestructura de largos túneles goteantes por los que discurrían apestosas aguas residuales. Y ahora que disponía de luz, podría moverse por aquel insalubre lugar como el topo en su madriguera.
Silbando un batiborrillo de sus bandas sonoras favoritas —Por un puñado de dólares (1964), El golpe (1973) y Ocean's eleven (2001)—, inició su andar por una de las dos estrechas aceras que flanqueaban el túnel. Del punto más alto de aquel sombrío pasaje semi circular, había colocados a intervalos de cuatro metros, una treintena de fluorescentes de los cuales nueve o diez, repartidos en toda la longitud del mismo, despedían una luz moribunda que apenas penetraba aquella sima de oscuridad. El resto de tubos o estaban muertos, o parpadeaban en una secuencia ilógica.
A mitad de trayecto se detuvo en seco y apagó la luz del móvil, convencido de haber oído algo que procedía de la negrura del túnel. Tiburcio, proclive a la paranoia, se preguntó si no serían ciertas aquellas historias que de niño le narraba la cascada voz de su abuelo a la luz de la lumbre, sobre enormes cocodrilos que reptaban por los sótanos de la civilización. Lanzó desde sus adentros una pequeña maldición a la madre que parió a su abuelo y aguzó el oído.
No era algo físico; se palpaba en la piel, en el estómago y en las yemas de los dedos. Era una especie de rumor quedo; un ronroneo amortiguado que fluctuaba entre el sonido cristalino de las incontables goteras, y llegaba hasta él a través de las largas telarañas, oscilantes como medusas bajo el agua.
Fuera lo que fuera aquello, estaba seguro de que no era una criatura que algún desaprensivo hubiera tirado por el desagüe. De modo que contrajo el esfínter, respiro hondo, volvió a encender en modo linterna lo que era suyo por derecho propio, y resolvió encaminarse con sigilo hacia ese bisbiseo antinatural.
Cuando ya había cubierto más de la mitad del trayecto, parte de su inquietud lo abandonó al percatarse de que aquel arrullo intranquilizador se trataba de una voz. Apagó el móvil y fue acercándose hasta llegar a la desembocadura del túnel, allí donde la luz vencía —por fin— a la oscuridad. Pese al alivio, Tiburcio optó por la prudencia y decidió escuchar sin asomar la cabeza, apoyándose de espaldas a la pared del conducto hasta el punto de mimetizarse con él.
En efecto, era la inconfundible voz de un hombre cuyas palabras, aunque incompresibles para él, resultaban intimidantes por la devoción con que eran pronunciadas. La voz declamaba con un apasionamiento apenas contenido, y una evidente idolatría desquiciada, como si cada palabra contuviera en sí misma una siniestra profecía.
—Al octavo día, el Innombrable vulneró los edictos hieráticos del Hacedor y convino con los irredentos mortales escribir su propia historia. A obscenos lengüetazos de fuego, engendró del más rusiente de los avernos a la criatura más portentosa e incombustible que habría de enaltecer los corazones de los blasfemos y herejes que infestan el mundo. La bestia retornaría con denuedo arrollador y furia desacostumbrada, allá donde millones de gargantas paganas claman su nombre con una sola voz retumbante...
Tiburcio pensó que aquella voz era la de un tipo con un serio trastorno, pero no lo suficiente como para hablarle a la nada. De modo que para confirmar sus sospechas, se atrevió a mirar asomando la parte más imprescindible de la cabeza para ello, y contuvo un respingo. En efecto, allí donde en el pasado nunca hubo ni un alma, había ahora a pocos metros de él, un centenar de personas entre hombres, mujeres y niños.
Aquella numerosa congregación de silenciosos oyentes, mantenían el mentón alzado en idéntico ángulo, dirigiendo sus ojerosas miradas a una esquelética figura de negros ropajes y altura extraordinaria, que desde su posición elevada, parecía hipnotizar con su oscura homilía a todo aquel que escuchara. De su cuello colgaba un crucifijo invertido que humeaba al tiempo que las palabras que articulaba, iban acompañadas de pequeños salivazos sanguinolentos.
—Y para desdicha de dogmáticos, creyentes y defensores de la fe, esparciría como un terrible virus su oscura letanía conquistando fronteras y anegando los más recónditos confines. El tiempo no se detiene y el templo de los infieles está dispuesto para abrir sus puertas y amparar a los que hoy optan carearse con el monstruo. Los cañones tronarán estentóreos. Las abyectas alimañas de la madre Tierra se removerán en sus malolientes escondrijos, y...
El oscuro orador enmudeció de súbito, pues de igual forma, aquel centenar de almas que le escuchaban abstraídas, dejaron de hacerlo ofreciéndole la espalda y señalando como un solo ente devoto en dirección a Tiburcio. Este avanzó con pasos dubitativos hasta colocarse en medio de la boca del túnel, a la vista por completo. No se preguntó cómo lo habían descubierto, porque estaba claro que allí estaban obrando fuerzas sobrenaturales que podrían descubrir cualquier cosa.
Aquel grupo de hombres, mujeres y niños, posaban sobre Tiburcio sus inexpresivas miradas, señalándole con el índice. De igual forma y en un punto más elevado, el Orador Oscuro hacía lo propio. A través del humo que emanaba del crucifijo invertido que adornaba su cuello, Tiburcio vislumbró sus labios ensangrentados. No podía apartar la mirada de todos ellos, y ellos lo miraban sin parpadear, sin que sus brazos extendidos oscilasen lo más mínimo, como si pudieran pasarse toda la eternidad en esa actitud condenatoria.
Los ojos de aquellos extraños pesaban sobre Tiburcio como si quisieran doblegar su espíritu. Casi sin darse cuenta se arrodillaba con lentitud en aquel lugar profanado, y creyendo que sería incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio opresivo, exclamó:
—¡Pero qué hacedó, qué blafemo ni que ná! ¡Zoy Tiburcio, er cletómano de la tre mano, y no tengo na mejó que hacé que robá juego de la play estachon en El Corte Inglé! ¡Azí que ala, me vuelvo pa Graná! ¡Que su den por culo a too!
Y en un adrenalínico arrebato de fuerza Tiburcio se irguió cuan alto era, giró sobre sus talones, encendió el móvil en modo linterna, y como el silbido de una bala —o alma que lleva el diablo, pensaría en los días siguientes—, escapó por donde había venido, intentado en el proceso quitarse el miedo de encima, y pidiendo perdón a no sabía muy bien quién por haber maldecido a la madre de su abuelo.
Y es que puestos a elegir, hubiera preferido Tiburcio en aquel brete tan singular, enfrentarse con un caimán hambriento.
No sabíamos nada el uno del otro. Tampoco que nos fueran a presentar. Aquel pub estaba poco iluminado y atronaba esa música minoritaria que nunca tendrá lugar en el mainstream, pero estaba atento y muy cerca de ti. Así que no tuviste que repetirme que hacía poco finalizaste una relación sentimental con un psicópata. Supuse que exagerabas, y decidí que no tenía porqué contarte que yo disfrutaba de la locura en lugar de sufrirla.
No sé si tú esperabas algo. Creo que en algún momento de nuestra vida todos lo hacemos. En mi caso, a menudo me sentía desubicado y deseoso de que ocurriera algo de veras auténtico; algo que me llevara más allá del presente inmediato.
Las horas pasaron como un sueño insustancial en el que intercambiamos borradores imprecisos de nuestras vidas. Me sorprendió que nos pasáramos el número de teléfono, porque no percibí atisbo alguno de preludio y posibilidad. Quizá fue el alcohol. Quizá la necesidad de encontrar algo en alguien. No recuerdo muy bien por qué no te fuiste sola, tal y como habías llegado. Pero como vivimos en la misma ciudad, accediste a que te acompañara de vuelta para luego dejarme en casa.
Tu agradecimiento por mi compañía fue aséptico. Mi despedida, protocolaria. Por eso me sorprendió tu llamada al día siguiente para quedar a cenar. En aquella ocasión hablamos de caminos que no condujeron a ninguna parte porque nunca los emprendimos. Nos despedimos por segunda y última vez, sabiendo que en ningún momento llegamos a encajar. Puede que porque coincidimos en un momento complicado de nuestras vidas.
El caso es que no era el momento; no el nuestro. De modo que nunca más nos hemos buscado. Nunca más nos hemos vuelto a ver. Y el silencio ha sido lo único que nos hemos sabido decir.
Hay lugares que considero sagrados. Uno de ellos es la librería que queda por descubrir.
Pese a que no son lo mismo, no distingo entre librerías y bibliotecas. Me perdería en cualquiera de ellas durante una vida entera sin darme cuenta, porque en ningún otro sitio pasa el tiempo tan rápido. Y aun así necesitaría dos vidas más para colmar mi voracidad lectora.
Con la música y el cine me ocurre igual.
El arte, sea lo que sea tal cosa, puede cambiarte, hacerte dudar y tambalear un imperio. También puede ser un modo de protesta o ser utilizado en favor de una causa u otra. Por eso el tirano y el poderoso han silenciado —ayer y hoy— cualquier manifestación artística que fuera en contra de sus intereses.
La lista de libros, canciones, películas, cuadros, obras de teatro, que a lo largo de la Historia han sido —y son— censuradas, es larguísima. Por eso, cuando el arte en cualquiera de sus formas consigue burlar la censura, una barrera es derribada.
Cada cual vive como quiere o puede. Menos mal que hubo —y hay— quienes no se conformaron, protestaron y arriesgaron. Porque si no, no quiero ni pensar en qué punto estaríamos de eso llamado estado del bienestar.
No soy dado a la entelequia, pero pienso que tarde o temprano nos tocará arriesgar a nosotros, o al recambio generacional más inmediato. Claro está, si antes, todos, logramos desembarazarnos de la mierda que tenemos aposentada en el culo.
Porque hay muchos acomodados cerebrales carentes de criterio, que sabiéndose ignorantes y gilipollas, no solo quieren seguir siéndolo aun teniendo los medios para cambiar, sino que se vanaglorian de ello. Eso los hace parte del problema y todo un triunfo para los intereses del Estado de derecho del que, si disientes de su estructura y encima te atreves a molestar, eres el que sobra.
Una vez osé mirar al rostro del mal con el anhelo de descubrir un gran secreto...
Si os cito a Hannibal Lecter, tan formidable psicópata le roba en todas las secuelas el protagonismo a la agente Clarice Starling. Si os nombro Star Wars, la quintaesencia de tan irrepetible saga es Darth Vader. Lo mismo que aquel terrorífico octavo pasajero que nos estremeció en la nave Nostromo.
Frankenstein, Dorian Gray, Michael Myers, Drácula, Jekyll y Hyde, Jason Voorhees... Cada uno en su universo particular, fascinan. Quién no se ha estremecido de admiración ante la malignidad que posee Jigsaw para enfrentarnos contra nuestras más ocultas bajezas. Quién no ha sentido alguna vez malsana reverencia por la demencia excesiva del Joker.
Las mujeres fatales, maestras de la manipulación o fanáticas de cualquier utensilio con un filo peligroso, resultan arrebatadoras. Ya sea una rubia ensañándose con un picador de hielo, o una enfermera solitaria que acoge en su casa al accidentado escritor de sus novelas preferidas. Todas ellas, de una manera u otra, seducen y te invitan a traspasar el umbral de lo prohibido.
La realidad, sin embargo, es mucho más espantosa y no conviene detenerse en ella más tiempo del necesario. Estremece el caso de Gilles de Rais, el cual, durante su juicio, se atribuyó la tortura y posterior muerte de doscientos niños con los que mantuvo, con los cadáveres aún calientes, espantosos episodios de necrofilia.
Del mismo modo que Érszebet Báthory, la condesa húngara, que obsesionada con la juventud eterna que creía obtener bañándose en la sangre de mujeres vírgenes, desangró los cuerpos de seiscientas dieciséis desvalidas en un reinado de terror que duró cerca de treinta años.
Semejante malevolencia fascina. Porque ¿quién no ha estado a punto de abandonarse al insidioso abrazo del morbo más abyecto? ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo inconfesable de caer en la más truculenta de las tentaciones y romper ese tabú que siempre vemos por el rabillo del ojo?
Si leéis esto desde una moral encorsetada, aun aceptando que locura y cordura son un fino hilo que rompe con demasiada facilidad, me condenaréis. Seréis como la inquisición que ejecutó a cientos de miles de inocentes. Como los necios que se confabulan ante la aparición del que contradice la versión oficial.
En algún lugar del mundo alguien muere, y en ese mismo momento alguien nace; esa es la enormidad de existir. La diosa fortuna girando sin parar, repartiendo a su antojo placer y dolor, risa y llanto, alegría y desgracia.
Vida y muerte.
Una vez osé mirar al rostro del mal con el anhelo de descubrir un gran secreto, pero no contemplé más que nuestra propia fealdad.
El otro día observaba desde cierta distancia, cómo una pandilla de cinco chavales preadolescentes, jugaban a chutar un balón contra una construcción considerada patrimonio histórico cultural de la urbe. Puesto que pertenecen al vecindario del cual formo parte, los conozco y sé que son buenos zagales si nos atenemos a los parámetros políticos y gubernamentales. Es decir, reciben la formación obligatoria en un colegio concertado, son chicos educados que no vociferan más de lo permisible para su edad, y ni escupen ni vomitan, ni se mean en las esquinas (de momento).
Los padres, a los que también conozco no más allá de una relación cordial entre vecinos, son honrados conciudadanos que pagan sus tributos y que, como mucho, se quejan del calor que hace en verano, del deterioro premeditado del barrio y del frío que hace en invierno.
Pero ¡ah, la vida en la gran ciudad! La policía municipal considera que no es una actividad responsable chutar un balón de reglamento contra una edificación tan antigua, puesto que hace peligrar la integridad física de los paseantes por un posible derrumbe. Así pues, una patrulla de uniformados funcionarios de la ley y el orden, les ha requerido la filiación y acto seguido les ha requisado el balón, poderosa arma mortal por todos conocida.
Yo, que aunque pueda no parecerlo, soy persona ponderada, comprendo la dedicación de estos abnegados esbirros que velan día y noche por nuestro bienestar sin pedir cuentas, y que la mayoría de veces sufren en sus torturadas almas la incomprensión de aquellos a quienes con tanto ahínco protegen. Por lo tanto, agradezco a estos bizarros avalistas de la ley, que nos hayan librado de los terribles peligros que entraña una pelota en manos de una muy bien camuflada célula de niños destructores.
Ella es una chica de alma cenicienta con colores en la cabeza. Una suicida desubicada en el caos de su existencia que busca el consuelo en los filos cortantes de la muerte. Nada hay peor que sentirse inanimada cuando aún se respira, y ante esa certeza mutila su piel una y otra vez en busca del dolor, para sentirse viva en su carrusel de pesadilla.
Ella escribe con mitones de sangre mil formas de detener su reloj para siempre. Y aunque sabe que nunca las utilizará, su corazón se encoge a cada día que pasa, esperando la redención en una bala que lleve su nombre.
Él es uno de esos tipos que caminan solos sin mirar a los lados. Lo hace a grandes zancadas, siempre a contra viento y con las manos embutidas en los bolsillos. No huye de nada, solo se dirige a un lugar donde para él todo es más fácil, más llevadero. Él vive y grita entre los muros ruinosos de su propio laberinto del cual olvidó cómo escapar.
Es un decadente que aceptó los barrotes descoloridos de esta broma cruel de la cual también nosotros somos prisioneros. Y en sus exorcismos de alcohol, escupe textos de seres deformes que vomitan sobre los lienzos de Dios.
Ella y Él. Suicida y decadente. Dos peregrinos sin rumbo y brújula, atrapados en una trampa de alquitrán y hormigón, perdidos en el transitar de sus vidas hacia un lugar que no existe, cruzan sus caminos formando uno solo. Demasiado conscientes de su realidad, curan sus heridas una en el regazo del otro. Y suicidio y decadencia forman una singular conjunción: él tiende su brazo a la suicida para que no la engullan las arenas movedizas en las que a menudo se precipita. Ella cobija en su estómago la herrumbre torturada del decadente y acalla los monstruos.
Aparece el equilibrio y ambas tormentas se compensan.
Pero entonces los días se vuelven extraños y adoptan matices de caricatura, y suicida y decadente exhiben todo aquello que no importa y no debiera ser conocido. Lo que es un melodrama de cierta belleza entre dos caminantes que se encuentran a ciegas, pasa a ser una farándula rimbombante en la que dos farsantes desvisten sus secretos y desnudan sus miserias. Y en el chapoteo de su propia vulgaridad, los actores se descubren: los demonios del decadente son payasos sin vocación; la cicatriz en la piel de la suicida es el reclamo de un apego ridículo a la vida. Y la poesía se vuelve circo y es ultrajada, mientras que en su trono de luz, Lucifer se masturba complacido de triunfo.
La representación acaba y un telón de decepción cubre el escenario. Los caminos de suicida y decadente se bifurcan y ambos regresan a sus celdas. Dos peregrinos como tú y como yo, en este mundo horrible, maravilloso.
Íbamos cinco montados en el coche, silenciosos e inmersos en nuestros pensamientos. Volvíamos de un sudoroso concierto de Brutal Truth en el que dejamos nuestros demonios y frustraciones. Era noche cerrada, hacía frío y una lluvia suave entristecía el escenario. Un kilómetro después de dejar atrás Monistrol de Montserrat, nos sorprendió la figura de un encapuchado que caminaba, encorvado, a grandes zancadas por el arcén, lidiando con la oscuridad y los elementos.
Parecía un tipo inofensivo con prisa, por lo que consensuamos pararnos para ver si necesitaba ayuda o le había ocurrido algo.
Era un joven cercano a la treintena que, según nos contó, se había quedado tirado en Monistrol y que regresaba a su casa, ubicada a unos siete kilómetros de distancia en su sentido de marcha.
No es que fuéramos solidarios en exceso. De haber observado algo inusual o sospechoso, habríamos pasado de él, pero sabíamos muy bien lo que es quedarse tirado por ahí en cualquier lado y que nadie te recogiera. Así que como nos pillaba de paso a nuestro destino, decidimos llevarlo a su pueblo.
Pasados unos cuatro kilómetros, dos integrantes de las fuerzas represoras nos dieron el alto. Algo esperable, pues si bien no suelen patrullar carreteras secundarias durante un clima de hostilidad moderada, siempre aparecen cuando no se les necesita. Así que mientras aminoraba la velocidad hasta detenerme, me fui cagando en varias vírgenes y deidades que, dicho sea de paso, tampoco necesitamos.
Aquellos perros adiestrados del Estado estaban embutidos en sus impermeables. Uno de ellos nos dio las buenas noches y me preguntó de dónde venía, a dónde iba, y sobre todo, por qué íbamos seis tíos montados en un coche con capacidad máxima para cinco. Cuando acabé de responder, el mosso, muy serio, me miraba. Y yo lo miraba a él. Y él me miraba a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. La lluvia continuaba cayendo, inalterable, como inalterable era la rocosa mirada del mosso. Entonces, con una amplía y repentina sonrisa, más empapado de preponderancia que de agua, dijo: «Pues voy a proceder a la sanción pertinente».
La ley de Murphy se impuso a cualquier posible gesto humanitario, y se confabuló con las leyes de los hombres. Con fingido abatimiento —como a ellos les gusta—, asumí las consecuencias de mi infracción, al igual que el muchacho encapuchado, que se vio obligado a reemprender su fatigoso camino tal y como lo había emprendido.
No hubo milagro alguno que doblegara el cumplimiento inflexible del deber. Ningún tipo de magia obró en favor del necesitado. Y lo único que tuvo sentido aquella noche, fue la suave lluvia ahogando la tierra como si nada importara.
Tuve deseos de odiarte, pero eran deshonestos por mi parte. Porque yo, al igual que tú, también engañé a la persona que amé. Mirándola por encima del hombro, desde arriba, cuando siempre estuve muy por debajo de ella.
A él lo tratabas con displicencia y desdén, y parecías disfrutar con ello. No sé muy bien en qué momento nos volvimos indignos y dejamos de lado el respeto, salvo para pisotearlo cegados de vanidad.
Desde luego ambos merecían algo mucho mejor que nosotros.
Ha pasado mucho tiempo. Mi corazón ha envejecido y solo queda el reconocimiento de errores irreversibles y una catarsis purificadora. Y después de todo aquel montón de mierda, hoy nos hemos vuelto a ver.
Nos hemos reconocido pese al tiempo pasado y la distancia que nos separaba, y he sentido en tu inmovilidad el mismo deseo de acercamiento que has percibido tú en la mía.
Me he imaginado de nuevo contigo, y he recordado aquellos dos animales envenenados que fuimos. Y me he preguntado por qué no cometer una jodida locura allí mismo.
¿A quién coño le importa si de nuevo todo se va a la puta ruina? Seamos otra vez portaestandartes del dolor y la mentira. Tú y yo otra vez.
Pero nos hemos contenido, y segundos después nos hemos movido para continuar con nuestras vidas. Quizá aprendimos algo de todo aquello. Quizá aquello nos cambió y ya no somos los mismos.
En cualquier caso, nos perdemos de vista dejando claro que ni tú te acercarás a mí, ni yo permitiré que lo hagas.
Mientras, el mundo seguía con su obstinada rotación secular, y sus habitantes seguíamos demasiado ocupados en encontrar un sentido a nuestra existencia. Algunos ignorantes continuaban arrodillándose ante estúpidas estatuas y símbolos. Otros, atendiendo a la razón y la ciencia habían perdido toda esperanza. Y los más afortunados vivían en sus confortables burbujas virtuales, sonrientes y felices.
Nos hicieron creer que las urnas eran nuestra voz y que podíamos decidir. Que éramos capaces de cambiar el mundo cuando solo se nos permite observarlo, y a poder ser sin hacer demasiado ruido. Y consiguieron que nos sintiéramos dueños de nuestro destino, e incluso que controlábamos nuestra realidad más inmediata.
Pero alguien de máxima autoridad dio una orden, y un par de manos obedientes giraron un par de llaves en un gesto sincrónico. El protocolo nuclear fue activado y se impuso su lógica devastadora. Y la jodida verdad era que no teníamos ni puta idea del rumbo que tomarían nuestras vidas en los próximos tres minutos.
Qué bar no ha tenido como cliente a ese showman innato, que hace del acontecimiento más mundano el chiste más reído. El nuestro era un prestidigitador hábil y lenguaraz en contar chistes y demás deformaciones de la realidad. Ya cuando lo conocimos, respondía al nombre de Metralla, pues era imparable como la risa que producía, cuando a bocajarro desataba su talento humorístico.
Algún ser superior le concedió el don de contar buenas historias, a menudo crueles y descacharrantes. Muchas veces tuvimos que suplicarle que cerrara la boca al tiempo que se nos nublaba la vista y nos acercábamos a la embolia, y él, sabiéndonos a su merced, sacaba partido de cualquier situación. El hecho más anodino lo desmontaba, barajaba los trozos a su antojo y los reconstruía en un prodigio tragicómico, a veces hermoso y siempre surrealista.
Un día —ahora hará más de quince años— dejó de salir y no se le volvió a ver. Sin más. La desaparición de Metralla fue inesperada, descuadró a todos —incluso a Demetria, que durante días dejó de roer con la voracidad acostumbrada— y fue fruto de cábalas místicas y trasnochadas.
Algunos dijeron que Metralla emprendió uno de sus reiterados viajes de LSD del cual ya no pudo regresar. Otros, que consumió alguna mierda adulterada de Jabba o del Joan de la riera, y lo pagó con la muerte. Y los que más, que ingresó en una secta que dedicaba el tiempo a comprender los entresijos del Gran Arquitecto. Incluso intentamos recurrir a las oscuras artes de la señora Tere, pero nos conminó, por nuestro bien, al respeto y a la prudencia para con unas fuerzas que, ni entendíamos, ni jamás seríamos capaces de entender.
Por mi parte, aunque verosímiles, jamás creí en aquellas conjeturas y como no encontraba ninguna explicación satisfactoria para tan súbita desaparición, durante un tiempo seguí llamándolo por teléfono hasta que asumí la veracidad de la misma. Soltero y sin familiares conocidos, tuvimos que resignarnos a que Metralla se volatilizó de nuestro entorno, dejándonos un vacío raro y desencajado.
A veces me invade su recuerdo en los momentos más insospechados, y lo evoco en el ambiente desquiciado del bar, en una cómica aparición de ultratumba, en la que su antaño frondosa mata de pelo, son unos mechones ralos que la mugre apelmaza por parroquias. La tiña, piojos y chinches, corretean en simpático compadreo por entre los matojos de pelo, y algún que otro minúsculo mamífero sobresale saltarín por entre los pelos de su perilla.
Al tiempo, cuatro moscardones verdosos gravitan permanentes, cual satélites craneales, alrededor de ese microcosmos sarnoso. Su tez alquitranada exhibe oscuridades propias de un cielo encapotado, y las piezas dentales de su mandíbula inferior, caballuna como una malformación, presentan peor aspecto que la quijada cariada de un orco. Mal que bien, torcidas y con los cristales rotos, conserva sus gafas que palian con cuestionada eficacia su miopía galopante y sus pendientes, antes destellantes al sol, son diminutos puntos negros en los lóbulos.
Y allí, entre el bullicio de la ebriedad, la peligrosidad de las apuestas ilegales y la euforia del narcótico, lo vuelvo a ver contar como nadie todo aquello que él considerara digno de la mofa más aguda y contagiosa.
Después de la desaparición de Metralla, el bar de Sito continuó cinco años más hasta su fin, y durante ese intervalo de tiempo, no pasó un día sin que uno u otro recordara la de risas que nos provocó, y en definitiva, lo grande que fue estuviera donde estuviera.
Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm. No me importarían tus inquietudes ni tus pensamientos. Tampoco de dónde vienes ni quién eres. Si eres él o ella o si me admiras o me odias.
Yo podría abrirme una cuenta en ask.fm, y te haría creer que te adentras en mi vida permitiéndote que cosieras mi alma a preguntas, que de eso se trata. Preguntas banales, íntimas, trascendentales, ofensivas y de todo tipo. Y te haría creer que me desnudo ante ti. Y de ti me reiría cuando creyeras que me estás lastimando, o alimentado mi ego hasta la obesidad mórbida.
Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm para ser otro idiota contestando las idioteces de otros idiotas. Pero preferí abrir un blog en el cual mi musa preguntaría: «Pero, Cabrónidas, ¿estás amargado?, ¿estás enfadado?, ¿esto es una manera patética de llamar la atención?». Y yo le contestaría que no, no y no. Y de seguido le preguntaría: «¿Acaso no oyes mis carcajadas rivalizando con el bramido de la ciudad? Tan solo vomitar, querida musa».
Dos camellos de baja estofa, pese a su reconocido prestigio urbano por la calidad del material que manejaban, sentaron su centro de operaciones en el bar de Sito. Uno de ellos era conocido como Jabba, ya que las monstruosas carnes que lo cubrían eran tan blandas, grasientas y correosas, que más que andar, reptaba.
Jabba hacía gala de una animadversión superlativa contra toda la humanidad, y muy rara vez interactuava con sus iguales. Y si lo hacía, era siempre con una antipatía a quemarropa y porque estaba de buen humor. A nosotros nos hacía gracia su acidez social, y a él le encantaba contar esa clase de chistes que explotan con total desvergüenza el dolor y la desgracia ajena, para luego estallar en carcajadas hasta la lágrima.
A mí me contó el del macroconcierto celebrado el 7 de agosto de 1996 en el camping de Biescas, donde tocaron Los del Río, Aguaviva y Sepultura.
El otro camello se llamaba Joan. Salvo en el sentido del humor, mostraba enormes diferencias respecto a su compañero de profesión. En lo corpóreo, era más estrecho que un silbido y más largo que el cuello de una jirafa con hambre. Su cabeza, pequeña como si se la hubieran reducido los jíbaros, presentaba una destacada tonsura circular del tamaño de un reloj de pulsera. Su cara siempre exhibía un gesto de alerta, incluso en los momentos en los que no había razón para ello, y solo cuando bebía o fumaba, sus rasgos se suavizaban.
Buen conversador y lector de libros de historia, cuando lo conocí, era ya un excocainómano reciclado a traficante, y me explicó que de nada sirvieron sus reclusiones en centros de desintoxicación. Su verdadera sanación fue gracias a su padre, madre y hermano mayor, que lo secuestraron en la enorme casa de payés donde se crio. Una construcción alejada del mundanal ruido, aledaña a una cantarina riera y rodeada de bosque en el que se perdió, bajo estricta vigilancia familiar, las veces que consideró menester.
Después de dos años de aislamiento monacal en el que no recibió visita alguna, Joan de la riera —así apodado tras su resurrección— retomó su contacto con la civilización, curado: solo fumaba hachís y bebía en exceso.
Un día, como en otras tantas ocasiones, Sito fue a meter su Renault 25 en el garaje. Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. La primera en reaccionar fue la pequeña Demetria, que en cuanto oímos el primer bramido de dolor, ya se había tapado los ojos. Sito movió el coche marcha atrás dos metros y aplastó el abdomen de nuestra querida Lúa, que a saber por qué, estaba agazapaba como una falca en una de las ruedas traseras del coche.
Los aullidos fueron de una agonía tan profunda que parecieron perdurar en el aire durante días. Aquel fue uno de los capítulos más negros en la historia del bar, y todos decidimos no hablar de él y relegarlo al olvido. Todos menos Joan de la riera, que si bien no era un tipo irrespetuoso, aquel día pimpló bastante y cometió la imprudencia de reabrir aquella puerta prohibida, cuando llevaba más de año y medio cerrada.
La osadía fue así:
—Sito, ¿te acuerdas de aquel viernes cuando fuiste a meter en el garaje el Renault 25 y reventaste a la Lúa? —Sí, qué. —Que hoy también es viernes y tú no mataste a la Lúa, Sito. La Lúa se suicidó. —Mira, Joan, me voy a cagar en... —La Lúa se suicidó, Sito, ¿sabes por qué? ¡Porque estaba hasta los cojones de todos nosotros!
Sito agarró al Joan por la pechera con la clara intención de esculpirle una nueva cara en no más de tres o cuatro hostias certeras. Por el contrario, Joan sonreía con insultante indiferencia ante la posibilidad de aquella cirugía facial extrema. De pronto, la puerta que delimitaba el bar de la casa se abrió, y la señora Tere apareció como si se desplazara sobre raíles, sentenciando: «Joan, eres un desgraciado. Ahora mismo te vas a tu casa y te quedas allí todo el fin de semana. Y no te alejes mucho del lavabo, ¡porque lo vas a necesitar más de lo acostumbrado!».
Todos —incluso Demetria, con sus ojitos muy abiertos y su boquita en una O— miramos a Joan. Un murmullo colectivo que le presagiaba males inenarrables, llenó el bar como una densa nube hasta perderse en el techo. Joan ya no sonreía. Sito lo soltó. Y la señora Tere reculó marcha atrás sin quitarle ojo de encima hasta desaparecer por el umbral. La puerta, sola, se cerró tras ella, y luego, el silencio.
Para cuando llegó el martes, el Joan de la riera —más delgado de lo habitual—, nos explicó que casi muere deshidratado por culpa de unas diarreas venidas de otro mundo.