15/2/21

5. Historia de San Valentín

     De pronto ella preguntó: «¿Me dejas que te coma el culo?».

    Fue una pregunta formulada con total naturalidad. Como quien pregunta la hora o si prefieres de postre melón o sandía. Era la segunda vez que nos veíamos. Quiero decir, la segunda vez que nos veíamos vestidos para acabar desvestidos. Y después desnudos, sudorosos y cansados. Por eso aquella apetencia me descolocó un poco. No solo nos habíamos comido el uno al otro con fruición lujuriosa, sino que además nos habíamos cansado en el mármol de la cocina mientras se cocían los macarrones; en la alfombra que adornaba el parqué ante la indiferencia del perro; en la bicicleta estática que estaba delante de la cristalera del balcón para placer visual del vecino de enfrente; en la mecedora de su abuela difunta, y en lugares más cómodos y siempre hogareños como el sofá y la cama. 

    Así que no se me pasó por la cabeza que tuviera ganas de hacer algo más. De todas formas accedí, se lo debía. En nuestro primer encuentro me expresó su deseo de introducir hasta la segunda falange el dedo medio de su diestra por la sacra oquedad de mi culo. Petición que denegué, obedeciendo a mis prejuicios heteromasculinos en los que no cabe una profanación de esa índole. Así que esta vez no podía decirle que no. 

    Y ahí estaba ella, emocionada y anhelante, a escasos milímetros de ese orificio íntimo que nos hermana a todos y nos coloca en una posición de igualdad. Y ahí estaba yo, entre la expectación y la sorpresa, en grotesca y ridícula pose, mientras ella propiciaba toda suerte de inquietos lengüeteos con avidez exploradora por todos los recovecos prohibidos de mi retaguardia, descubriendo nuevas texturas y quién sabe si también sabores, y descubriendo yo curiosos estímulos nunca antes experimentados.

    Cuando ella se sació, expresamos nuestro mutuo agrado por lo sentido con un salivado y prolongado beso, sin preocuparnos en absoluto de que no se debe pasar de culo a boca. A continuación, elogió la pureza esférica de mi ojete —según ella desprovisto de hoyos, cráteres y forúnculos circundantes, así como de hemorroides floridas y cicatrizadas— comparándolo con el eclipse de un bello sol de poniente. 

    Fue un Día de San Valentín un tanto extraño. Ya sabes, esa puta tradición en la que pusieron precio al amor y lo convertimos en negocio. Fue un día de los enamorados en el que aprendimos que si el sentimiento es puro, se traspasan las más insospechadas fronteras.

    En la próxima cita yo sería el comensal de su puerta trasera. 




2 comentarios:

  1. Jajaajaja, Cabrónidas, nadie te comenta esta entrada y eso que es la leche. Por cierto, soy mujer y que te coman el culo mola tanto como que te coman el coño, jiji

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