30/12/21

96. Colmo en el primer mundo

    En el tercer y cuarto mundo saben del ayuno más que en cualquier otro. En el primer mundo comen hasta cinco veces al día. En el tercer y cuarto mundo a veces comen. En el primer mundo a veces comen sin tener hambre. En el tercer y cuarto mundo nunca tiran la comida cuando la tienen. En el primer mundo a veces te la encuentras en los contenedores de basura. En el tercer y cuarto mundo no saben nada de celebraciones, pero mañana es Nochevieja y tienes la fortuna de pertenecer al primero. Así que atibórrate y brinda en tu cómodo mundo, mientras te quejas de la subida de precios de las ostras, angulas y almejas.


27/12/21

95. Velas ecológicas gratis

    Hoy he conocido a una persona que tenía las orejas saturadas de mierda naranja. Aparte de la sordera supina que eso le provocaba, el cerumen se le desbordada con insolencia horrorizando a todo aquel que mirara. Antes de ir a urgencias, la he convencido mediante señas que me dejara introducirle una mecha en una de las orejas. Cuando la he extraído ya no he sacado una mecha: he sacado una vela. Ante el éxito de la operación y todavía con mecha que gastar, hemos decidido evitar la consulta médica y destaponar la otra oreja. Aquella persona, aliviada y agradecida, no solo ha recuperado la audición, sino que además tiene dos velas que piensa utilizar en breve en alguna cena romántica o para ambientar la Nochevieja. Cierto que las velas tienen un tacto algo pegajoso, un aspecto un tanto repugnante y no son del todo cilíndricas como las convencionales. Pero son dos velas de auténtico cerumen humano de un palmo de longitud —que no es poco—,listas para ser prendidas y dar lumbre.


23/12/21

94. Navidad, ¡jo, jo, jo!

    Una Nochebuena cualquiera anterior a la pandemia. O a la supuesta pandemia. En cualquier caso, una Nochebuena anterior.

    Otra vez la ramera del consumo se nos ha echado encima. Salgo de mi piso para entrar en el ascensor. Otra vez el suelo vuelve a estar orinado. Sé que está mal, aunque no tan mal como permitir que un perro se mee donde no debe, así que imploro a los dioses una muerte agónica a los dueños y me compadezco del perro. Desciendo desde el cuarto piso hasta el rellano. Son las siete de la tarde y ha anochecido. Salgo a la calle dirección al paso de cebra. En el trayecto tengo que sortear la basura que nosotros mismos producimos y varias cagadas de perro. Sé que vuelve a estar mal, pero no tan mal como dejar la mierda de un perro en la vía pública, así que me cago en los familiares directos e indirectos de todos esos amos que son más hijos de perra que los propios perros, a los que compadezco de nuevo.

    Creo que tengo un mal día, joder. Debe ser la puta Navidad. El ayuntamiento ha vuelto a maquillar las calles principales y a disfrazarlas con los mismos trajes luminosos de cada año, pero la ciudad sigue apestando a neumático recauchutado y a mala combustión de gasóleo. Se acelera nuestro camino a la muerte, pero es Navidad y hay que disimular la mierda y aceptar que la ciudad vuelva a ser un hervidero de alienación preñado de hipocresía. Enfilo paseo arriba esquivando a miles de personas con las manos ocupadas con sus compras o con el móvil de los cojones. También me cruzo con cientos de familias esclavizadas con alquileres abusivos e hipotecas a saldar en cincuenta años. Pero hay que comprar y regalar. Y por encima de todo mostrar nuestra mejor máscara. Nadie escapa de figurar en esa gran obra teatral de falsedad.

    A punto estoy de tropezar con una temblorosa anciana que está sentada con la espalda apoyada en uno de los árboles del paseo. Alza su muñón izquierdo con gesto implorante. Con la mano que le queda sostiene un cartón en el que hay escrito lo jodida que está. No hay ninguna moneda en el cuenco que tiene al lado del cartón. Paso de ella como el resto de la ciudad, asqueándome de mí mismo y de todo lo que me rodea en ese momento. Puede que no entendamos el mensaje que trasmite año tras año la puta Navidad. O que el mensaje tan solo sea un montón de basura. Tú habrías dejado una limosna y seguirías creyendo que eres una persona maravillosa. Pero lo harías para calmar tu conciencia de clase. En realidad solo nos preocupamos de la engañosa comodidad de nuestras jaulas de oro. De que el pesebre y los adornos navideños luzcan bien en los inmuebles que nos vende el banco, y de que a nuestros hijos se les ilumine la cara cuando abran los regalos. No eres mejor que nadie.

    Sigo andando. De paso corroboro la escoria en la que nos hemos convertido. O quizá siempre hemos sido así y solo nos hacían falta los medios adecuados para despejar dudas. Tras una hora y media de caminata llego a mi destino. Una gran superficie comercial con una gran superficie para aparcar, ocupada en su totalidad por cientos de vehículos emisores de gases envenenados que matan. En estas fechas las masas parecen ponerse de acuerdo para adorar al dios Consumo y yo también tengo que hacer mi compra. La familia es lo primero. Aspiro hondo, me recoloco los cojones y entro en ese templo donde campa a sus anchas el verdadero espíritu de la gran furcia navideña.

    Pese a la enormidad del complejo, en cada jodido centímetro cuadrado del mismo hay un abducido con un móvil o con un carrito. O las dos cosas. Tan pronto soy uno más en la marabunta, las artes del Gran Hermano empiezan a actuar sobre mí.

    La intensidad de la luz eléctrica es la adecuada para alumbrar sin ser molesta, todos y cada uno de los artículos que están expuestos con estudiada estrategia para provocar el antojo. Un compendio ininterrumpido de villancicos suena desde todos los rincones del recinto a un volumen calculado nunca irritante, pero siempre subliminal para meterme en situación. Empiezo a sentir el influjo y tengo que hacer acopio de toda la animadversión que me produce el lugar para no ser utilizado. Hay todo un sutil bombardeo de estímulo. Un niño no mayor de cinco años llora cerca de mí. Su llanto, hiriente, se sobrepone al bullicio imperante. Lo busco con la mirada y en cuanto lo veo sé que se ha extraviado y nadie parece reparar en su existencia. Están todos presos de las artimañas a las que casi sucumbo. Me cago en la puta Navidad, joder.

    Me acerco al crío y al tiempo que berrea, lo elevo agarrándolo por el cuello de su jersey de Pocoyó hasta tenerlo nariz con nariz. «Deja de llorar, mocoso», le susurro con voz de acero, «tendrás razones para hacerlo dentro de unos años. Créeme». El niño enmudece y no aparta sus ojos de los míos ni siquiera cuando dejo, con lentitud, que vuelva a tocar el suelo. Algo extraño ha ocurrido. Su mirada se clava en la mía y adivino en lo profundo de esa inocencia una especie de comprensión atávica. La irrupción de quien dice ser la madre —una choni poligonera sacada de algún delirium tremens— trunca la conexión visual entre el mocoso y yo. Me pregunto por qué tendrán hijos cierta clase de gentuza irresponsable. Ella me mira como si yo fuera el culpable del llanto del chaval, al tiempo que lo aúpa en su regazo. Con una última mirada de desprecio, me da la espalda y vuelvo a conectar con los ojos del pequeño.

    A medida que se alejan hasta desaparecer entre la incontable turba de lobotomizados, el niño se despide de mí con la mano y una sonrisa pura. Yo hago lo propio con la satisfacción de saber que con toda probabilidad he activado algún tipo de resorte en el cerebro de ese pequeño cabrón. Ese mismo resorte que papá Estado trata de mantener larvado. Quién sabe; quizás todavía queda alguna esperanza de que las nuevas generaciones despierten y nos libren de esta puta maldición; de este puto negocio obsceno.

    De la puta Navidad.


20/12/21

93. En la noche más larga

    Al final todo se fue a la mierda. No porque la naturaleza se revelara como era lo esperado, sino por acción de quienes llevaban sometiéndola a tortura desde el Génesis. Todo empezó el día de la Gran Conjunción. El día en que Júpiter y Saturno volvieron a estar más cerca el uno del otro de lo que estuvieron en los últimos cuatrocientos años. El sol se detuvo y el solsticio de invierno nos colocó en el punto de no retorno.

    Aquellos dos titanes esféricos iniciaron su muda danza estelar, y algo hizo clic en la conciencia colectiva que habitaba la Tierra.

    Unas mil millones de vidas se dejaron abierta la espita del gas y decidieron accionar el mechero y prender la cerilla. Mil millones de explosiones florecieron de la geografía terrestre como un gigantesco jardín de destrucción. Otras mil millones de almas fueron víctimas colaterales. De forma simultánea, mil millones más de seres con cualquier tipo de arma de fuego a su alcance, agotaron la munición contra sus iguales más cercanos dejando una última bala para su propio final. Y en concatenación, el resto de habitantes se deslizaron la cuchilla con la presión adecuada, bien por el antebrazo o la carótida.

    Sin caos, sin instinto de supervivencia, el último corazón de la especie dejó de latir.

    Júpiter y Saturno brillaron más que nunca aquel 21 de diciembre, obrando en silencio la necesaria erradicación. El planeta azul quedó desinfectado de la verdadera pandemia que lo asoló desde el principio de todo. Tras aquella sanación cósmica, un nuevo sol despuntó en un invierno frío, transparente y hermoso como nunca antes se había conocido.

    Y aquel fue el mayor regalo que mereció la puta humanidad en estos días de amor y paz.



16/12/21

92. La apuesta del extraño

    Diciembre de un gran año en el bar de siempre. Hace tiempo, mucho tiempo.

    El extraño, cuya estampa era desconocida por aquellos contornos, irrumpió en el ambiente festivo del bar arrastrando consigo el desagradable frío invernal. Los que estábamos más próximos a la entrada sufrimos unas hostias de frío que nos sacudieron de arriba abajo. Como dirían los adolescentes de hoy en día: el tío entró vacilando. Afirmaba que era capaz de beber, sin apenas torcer el gesto, seis latas de cerveza en tres minutos. Dos latas por cada minuto transcurrido. En caso de fracasar en la ingesta correría con el importe de las latas.

    Al otro lado de la barra, el barman, que gustaba de números circenses en su establecimiento, dejó bajo el fregadero su mancuerna casera con la que ejercitaba sus bíceps, y colocó delante del tipo seis latas de birra. La concurrencia del bar, sustituyendo el desconcierto inicial por la predisposición que precede al espectáculo, formamos un semicírculo alrededor del extraño mientras que el barman, con jocosidad y cronómetro en mano, dio inicio a la insólita libación.

    Al primer minuto, dos cervezas desaparecieron entre sorbos grandes y calculados. Al segundo minuto, las dos siguientes fueron engullidas del mismo modo. Sin embargo, las dos últimas necesitaron urgencia en la deglución, puesto que un eructo se interpuso gaznate arriba. Aquello suponía un segundo de retraso en la consecución exitosa de la apuesta. El extraño lo sabía; el barman lo sabía; el resto lo sabíamos; la perra del dueño del bar lo sabía. Era la puta noche de las certezas. Faltaban escasos segundos para que todo acabara. El tipo tragaba dilatando garganta y mandíbula inferior hasta la deformidad; sus ojos enrojecían y su cara se amorataba. Un hilillo de birra se escurría por entre la comisura de sus labios, y las venillas de borrachuzo que surcaban su nariz adquirían relieve y un alarmante color violáceo.

    Cuando parecía que todo estaba perdido, el extraño acabó con la última lata dejándola en la barra con torpeza. Se encorvó mirando al suelo con las manos apoyadas en las rodillas, quién sabe si para no caer de bruces o para soltar una arcada capaz de llenar la piscina del pueblo. El silencio se congeló en una eternidad. El tipo jadeaba. De pronto, con lentitud, se irguió cuan alto era y liberó un regüeldo abaritonado, maloliente como la ingle de un ñu, que calcinó las pestañas del público más cercano y provocó leves derrumbamientos en el vecindario. Una tremenda ovación de aplausos y vítores se adueñó del bar —aunque no recuerdo si por el eructo o porque ganó la apuesta.

    Pasados unos minutos la euforia disminuyó, no así como el trasiego de alcohol, pues allí todos bebíamos como si al día siguiente fueran a decretar la ley seca. Varios minutos posteriores al épico final de la apuesta, el tipo sintió unos sonoros retortijones, frutos de una burbujeante licuación de jugos gástricos que lidiaban con todo lo bebido. Algo condenado e inexorable obraba en sus entrañas de modo in crescendo, y supo que tenía que liberarse de aquellas erupciones estomacales, como se suele decir y nunca mejor dicho: cagando leches.

    Con una mano en el culo a modo de contención y un semblante angustiado, se apresuró a la intimidad redentora que le conferiría el lavabo. Pero, ya fuera porque en el pasado había visto fosas sépticas con mejor aspecto, dio media vuelta directo a la salida atravesando una espesa bruma de fumeteo, entre la que apenas vislumbró bocas sonrientes de dentaduras podridas e irregulares necesitadas de una urgente ortodoncia. La acuciante necesidad de expulsar todo aquel revoltijo de efervescencias, se convirtió en una urgencia imperial cuando notó que el esfínter se relajaba sin remedio. Salió afuera exclamando: «¡Tengo que salir de aquí, joder!».

    Por increíble que pudiera parecer, dejamos de prestar atención a nuestras bebidas y nos giramos en redondo justo para ver cómo el extraño, en el tiempo en el que daba tres pasos y bajo la potente luz de una farola, se acuclilló despojándose de los ropajes que cubrían sus vergüenzas. De tan embarazosa guisa y renunciando a toda clase de recato y dignidad, en pos de un alivio de catarsis divina, el tipo profirió un aullido lastimero dirección a la luna, que se propagó por todo el espacio aéreo de la Cataluña central, a la vez que una amalgama amarronada de materia diarreica, impactaba en la acera con vehemencia, produciendo un sonido de acuosa pastosidad.

    Cuando acabó aquella pesadilla escatológica, debido al brusco contraste de temperaturas, la feroz deposición despedía vapores como una perturbadora forma de vida alienígena.

    Nunca volvimos a ver al extraño.


13/12/21

91. Síndrome de la silla vacía

    El otro día oí hablar del síndrome de la silla vacía. Actúa en quienes han sufrido la pérdida de un ser querido al que se recuerda en un momento dado en las reuniones —ya sean familiares o amistosas— que propician las fechas señaladas. La silla vacía provoca la evocación del cadáver, intensificando la ausencia no superada y del todo irremediable del mismo. Eso pensaba yo hasta que, con el atrevimiento que otorga la confianza, le pregunté al abuelo Ursucino —al que llamo así por respeto a su anonimato— qué hay de cierto sobre el uso que hacen él y su familia de ciertas artes oscuras y ancestrales, por mí del todo temibles e insondables.

    El abuelo Ursucino me explicó que enviudó hace unos cinco años. Las primeras navidades que pasó sin su mujer, él y su familia extensiva experimentaron el llamado síndrome de la silla vacía, que los sumió en un estado de tal aflicción, que decidieron ponerle sobrecogedor remedio. Ahora entiendo por qué en las navidades posteriores al funeral, en la silla del comedor en la que antaño se sentaba llena de vida en estado corpóreo la difunta abuela Arnulfa, colocan como un comensal mudo e inquietante la tabla Ouija con la que la traen de vuelta.


9/12/21

90. Adicciones

    Dos tercios de la población mundial, a falta de otra sustancia más cara por todos conocida cuando no hay billetes, se amorran al hocico trapos empapados en gasolina o disolvente. El resto beben sin tener sed. Yo, que soy más normal, solo me llevo a la nariz los libros vírgenes. Los Klínex no cuentan. Es lo que sucede cuando desde la tierna infancia lees cómics y libros de diversos géneros año tras año hasta el presente: que desarrollas una adicción que la mayoría de veces deviene en chifladura. En el peor de los casos incluso puedes llegar a tener un blog. A fin de cuentas, en un mundo de espanto la locura sienta mejor que la cordura y es más placentera.

    Como os decía, a los libros nuevos les arranco el cartón de embalaje y el plástico protector como si no hacerlo me fuera a matar, y luego, más calmado, los huelo durante unos minutos hasta agotar esa fragancia característica que desprenden. Incluso creo que a veces levito. Después, al goce olfativo, le sigue esa estimulante sensación física de progresión de la lectura al pasar las páginas hasta culminar en la última. Todo un ritual indescriptible. Es el mayor orgasmo que puedes tener sin correrte y estando vestido, aunque nadie dijo que no se pueda leer en pelotas. Ya os contaré llegado el verano. Por otro lado, no sé qué será de mí y mi adicción cuando ya no tenga metros cuadrados habitables en mi piso para almacenar los libros. Sé que ese día llegará y será horrible. Y no porque no tendré sitio donde poner los pies.

    Me da pereza ir a la biblioteca y no me veo olisqueando un ebook o una tablet.



6/12/21

89. El piso anímico

    Una noche de un mes de diciembre del 2016, Amonario tuvo a bien invitarme a cenar al piso de planta baja donde hace ya varios años residen él y su familia. Nada me hizo presagiar que aquella invitación fuera a dejar en mí una impronta tan profunda e indeleble, que hoy me vea forzado a exteriorizarla para el bien de mi mente y limpieza del alma. Mis sentidos tales como el olfato y la vista, fueron sometidos a una dura prueba de templanza que ahora paso a relatar.

    Amonario abrió una puerta de madera que antaño conoció tiempos mejores. De hecho, no me infundió ningún tipo de seguridad y de estornudar contra ella, seguro que la hubiera hecho estallar hacia adentro. Unas bisagras que jamás conocieron el antioxidante emitieron un quejumbroso lamento que no cesó hasta que la puerta se abrió por completo. Como una maldición liberada, un efluvio pertinaz me golpeó hasta hacerme oscilar cuan alto era. Aquellas densas emanaciones me aturdieron con intensidad, y pensé que debían ser las mismas que flotan prisioneras desde hace siglos en las tumbas faraónicas.

    La oscuridad del interior parecía mirarnos. Amonario me dijo que la bombilla del recibidor estaba fundida, así que lo seguí hasta el comedor con andares vacilantes, notando en las suelas una incómoda pegajosidad a medida que nos adentrábamos en la negrura de aquella catacumba urbana. Justo cuando creí recuperarme de aquel ambiente enrarecido por ausencia prehistórica de ventilación, Amonario accionó el interruptor y la luz me mostró un horror que hizo que me llevara la mano a las pelotas para que no cayeran al suelo.

    El piso presentaba un estado generalizado de degradación consciente, que convencía a quien mirara de que ya no existen cosas bellas en el mundo. La honda insalubridad de aquel lugar me provocó una depresión anímica inhumana. El suelo parecía un rostro sembrado de acné, pues aquí y allá crecían pequeñas erupciones aplastadas que en otros tiempos quizá fueron bocados que llevarse a la boca. No había apliques, ni lámparas, ni ojos de buey: tan solo una luz débil y amarillenta, emitida de bombillas que colgaban de sus cables eléctricos como protuberancias cancerosas.

    Las paredes, sin cuadros y adornos, mostraban los colores de un cielo tormentoso. El techo, para no ser menos, vomitaba el color malsano de la nicotina millones de veces exhalada. No había basura ni desorden, pero el resto del piso presentaba el mismo desasosegante espectáculo. Tanto era así, que se me hizo difícil creer que allí vivían cuatro personas, amén de que el único habitante y por su condición de inanimado que allí podría vivir, sería el desvencijado mobiliario, que presentaba diversas salpicaduras de vete a saber qué sustancias.

    Amonario advirtió mi pesadumbre y la palidez ultraterrenal de mi rostro congestionado, y reconoció —no sin cierta resignación— que el piso imploraba una asepsia concienzuda y una generosa mano de pintura. En un gesto de improvisación denegué su invitación de quedarme a cenar. Y no es que yo tuviera una gran confianza con Amonario, pero no todo el mundo al que conoces de hace poco te abre las puertas de su hogar, por lo que solo pude decir: «Amonario, si metieras aquí al ser más hambriento del planeta, se olvidaría, no solo de su propia hambre, sino de que tiene piñata, boca y aparato digestivo. Saldría de aquí corriendo y profiriendo alaridos como alma que lleva el diablo. Y hablando del diablo... Antes de nada, alquila los servicios de un sacerdote y manda practicar aquí un exorcismo».


2/12/21

88. Contribución al erotismo blog

    Ay, conejilla, conejilla, heme aquí en tu jardín desprovisto de toda ropa y con una erección más dura que el acero diamantino, brincando entre las flores con gráciles movimientos de ballet. Dulces fragancias me arropan y me hacen entornar los párpados, al tiempo que una brisa inquieta susurra entre las delicadas hojas de la mimosa. En la punta de mi capullo palpitante que, ay, conejilla, conejilla, rivaliza en esplendor con todos los capullos que engalanan tu Edén, refulge como una mágica perla una gota de baba preeyaculatoria.

    Como la declaración de la renta en verano, tornan los recuerdos y resucita el deseo. Ay, conejilla, conejilla, parece que fue ayer cuando dancé para ti por vez primera, pero no podemos retener el tiempo ni atraparlo; se esfuma como los hondos suspiros que me profesas cada vez que me ves. El sol perla mi piel como una erótica deidad de ensueño, y llega hasta mí tu mirada preñada de deseo atravesando el cristal de la ventana, y el brillo chispeante de tus ojos que no cesan de devorarme tras los gruesos cristales de tus enormes gafas de pasta.

    Apoyas los codos en el alféizar y juntas las manos formando un cuenco donde descansar tu prominente mentón, desdibujado en una sonrisa de oreja a oreja que muestra el deleite con que admiras la bella coreografía que te brindo. Estimulo mi virilidad arriba y abajo en una cadencia progresiva, con movimientos que producen armonías angelicales. Y así permaneces, en un mudo embeleso sin perder detalle de mi dominio de las artes escénicas, hasta el punto de que un hilillo de saliva desciende con pereza de tu boca desdentada hasta el suelo, formando un charco donde podríamos chapotear cómplices como dos amantes.

    Arriba y abajo fricciono al ritmo de tus pulsaciones, que aumentan a cada movimiento experto de mi mano, y en el momento en que la tensión es liberada en éxtasis, tu mentón resbala de su apoyo y caes con ostentación en el charco de tus babas en el cual íbamos a retozar como dos enamorados. Por eso no puedes ver cómo un cuantioso torrente de vida no nata estalla de mí hacia afuera, proyectado hacia las alturas como misiles de destrucción masiva prestos a conquistar la inmensidad del Universo. El sol parece intensificar su brillo y estallo una, dos y tres veces, en un trinar de pájaros y mariposas aleteando a mi alrededor en una hermosa macedonia multicolor.

    Pero, ay, conejilla, conejilla, no te preocupes por no haber podido disfrutar del final de tan arrebatador espectáculo. Porque cuando te arregles la quijada, si tú quisieras y yo me dejara...


29/11/21

87. Costumbrismo versus protocolo

    Parsimonia es una villa singular cuya existencia no consta en la intrincada geografía terrestre. De hecho, si la buscas en Google Maps no encontrarás más que una zona pixelada, de modo que la vida allí transcurre en paz y armonía sin que esos lujos se vean alterados, de ninguna manera, por la toxicidad superlativa del resto del supuesto mundo civilizado. Ni siquiera cuando sus trescientos habitantes, sencillos y hospitalarios, recibieron años ha, a su Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia.

    Cuentan los anales de Parsimonia que para tan magno evento, se consensuó por votación popular, un programa de actos cuyo primer punto del día sería la visita al lugar más emblemático del pueblo, que no es otro que la única plaza del mismo, en cuyo centro se yergue con imponencia un olivo del pleistoceno. La segunda actividad consistiría en degustar un banquete de lujo cuyas exquisiteces son macedonia de hortalizas, potaje campestre con patatas del día y agua del pozo como elixir a beber. Como acto final de aquel programa de Estado, se harían fotografías y se firmarían, ante notario y por ambas partes, los documentos oficiales a fin de inmortalizar, documentar y dar fe del acontecimiento.

    Así pues, un sol rotundo brilló en el azul imperial del cielo, aquel día ya lejano en que su Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, inició su itinerario cultural, acompañado por el alcalde de Parsimonia, el señor Floripondio Algaseca y la concejala de Cultura, Zarzaleana Yerbaespumosa. 

    Como todo en la apacible comunidad de Parsimonia, el programa de actos trascurrió sin sobresaltos y el tiempo pasó lento como un banco de nubes. Tanto fue así, que el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, mostró su más sincera gratitud por el diligente trato recibido, y como quedó concertado en protocolo, debía personarse de inmediato el notario para las firmas pertinentes y así poder partir el visitante con su numerosa cohorte a sus lejanos dominios.

    Pero el fedatario de Parsimonia, el venerable don Protuberiano Matabaja, apareció una hora y media tarde. Por la parte que corresponde, Floripondio Algaseca y Zarzaleana Yerbaespumosa, sin atisbo alguno de nerviosismo, explicaron a su visitante, el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, que pese a la imperdonable tardanza, el notario de Parsimonia era un funcionario ejemplar, disciplinado y riguroso en sus quehaceres oficiales.

    Fue así como aprendió el Insigne y Honorable Majestad Rey de Reyes, Taymullah Samamé IV, tercera reencarnación de El Mahdi, Mesías de los Rastafaris, emperador de Mesopotamia y capitán general de los ejércitos de África del Norte y el sur de Asia, que el distinguido notario don Protuberiano Matabaja, natural de la humilde villa de Parsimonia, en sus noventa y cuatro años de vida, jamás bajo ninguna circunstancia perdonaba su hora y media de siesta.

    Ni siquiera por el condenado y puto sursuncorda de los cojones.


25/11/21

86. Gastar por capricho e inercia

    Como ya se sabe, todo lo que sea susceptible de ser un negocio lucrativo para el poderoso, no solo lo será, sino que también será utilizado como método opiáceo de mansedumbre mundial. Por ejemplo, las tradiciones. Todas y cada una de ellas y las que están por venir.

    Mañana es el viernes negro: esa movida consumista prenavideña en la que los comercios de cualquier tamaño e índole, tratarán de vender todo aquello que no se han podido quitar de encima y que en realidad tú no necesitas. Nunca sales a la calle a manifestarte por nada, pero la mierda que tienes aposentada en el culo no va a impedir que hagas cola en cualquier tienda que se precie. Si aun así tu comodidad es más poderosa que tu materialismo acumulado por inercia y no quieres ahorrártelo, puedes gastarlo online. Todo está preparado para tu dosis de consumo sádico. Quién puede resistirse a esas rebajas, esos descuentos... Ese engaño.

    Satisface tu capricho —que para eso trabajas, a que sí— y llena tu casa con otra mierda igual de las varias que ya tienes. Y si te cansas de ver tu gasto innecesario muerto de asco, siempre puedes darle salida en wallapop, donde seguro que habrá algún enfermo como tú que lo compre porque sí. Así que consumid sin lógica, necios, consumid. Chapotead en vuestra nimia felicidad y alimentad a esa bestia insaciable.

    La misma que engendraron desde tiempos pretéritos aquellos que nos pisotean.


22/11/21

85. Sinceridad de campanario

    Hay un buen puñado de indeseables —hombres, mujeres y los que no son ni una cosa ni otra— que confunden la sinceridad con el irrespeto. Utilizar la sinceridad es difícil. Hay que saber buscar el momento y las palabras adecuadas y sobre todo, utilizarla cuando te la piden. Cualquier otra cosa que escape a lo antedicho es ser un bocazas de mierda, cuando no un dañino y un hijo de puta. Ya sabes, comportamientos que nos son de uso fácil por innatos.

    Como supongo que en principio nadie quiere parecer subnormal —y algunos entendemos que no hay porque serlo cada día—, y mucho menos quedarse en la más absoluta soledad, utilizamos la mentira piadosa o bien la diplomacia, que vendría a ser algo así como la cara amable de la hipocresía. Aunque creo que si la usamos en demasía, al final acabamos mintiendo por sistema y convirtiéndola en enfermedad. La misma que padecen aquellos que creen ser sinceros y cuando hablan de sí mismos terminan por creerse sus propias mentiras. 

    El caso es que cuando al bocazas, al hijo de puta y al dañino les administras la misma medicina que recetan para los demás, se ofenden como si eso fuera un ataque a su soberbia que nunca reconocen y de la cual van siempre borrachos. Puede que la sinceridad bien empleada sea difícil, pero muy fácil utilizarla contra la gentuza que la pervierten.

    A fin y al cabo, la verdad siempre se abre camino por sí sola de una manera u otra, poniendo a todos en su sitio.


18/11/21

84. Por una salubridad en condiciones

    Hoy este post es para ti. Porque tú lo vales. Por tantos momentos íntimos compartidos. Porque año tras año tratas de llegar a todas las casas que aún no te conocen. Sea el tipo de vivienda que sea y esté donde esté, si logras entrar ya es para siempre. Y siempre estás ahí, en tu sitio, las veinticuatro horas del día para todo aquel y aquella que te necesite. Te haces con toda la gente del mundo por igual. Nunca te quejas traten como te traten. Qué paradójico que allí donde estás y durante todo el año, eres lo más solitario y a la vez lo más visitado. Nunca ocupas los pensamientos de nadie, pero varias veces al día todos se acuerdan de ti. A veces incluso hacemos cola para estar contigo. Así de especial eres. Por eso te mereces este post. Porque mañana es tu día: viernes 19 de noviembre, día mundial del cagadero.



15/11/21

83. Qué quieres ser de mayor

    «Enseñar. Educar».

    Fue en segundo o tercero de EGB cuando ya nos empezaron a inculcar la competitividad, la obediencia, las obligaciones y las responsabilidades en serio: deberes, estudio, deberes, estudio, deberes, estudio, deberes, estudio y deberes y estudio sobre un montón de materias que no me interesaban entonces y ahora menos. Y entre aquellas dos palabras, aquel mantra repetido por todo el profesorado hasta el último día de la educación básica obligatoria y más allá: «Estudia o tu vida será esto o lo otro. Estudia y tu vida será mejor. Estudia que si no ya verás y bla, bla, bla...». 

    Nos hicieron creer que suspender un curso era trágico y que lo más vital en nuestras vidas era el aprobado. Recuerdo que el alumno que repetía ya quedaba señalado como si fuera tonto o un apestado. No es que abogue por el analfabetismo —aunque de hecho así es como nos quieren los Estados, aparte de crédulos ante las versiones oficiales de lo que sea—. Algunos profesores nos preguntaban qué queríamos ser de mayores. Cómo lo iba a saber cuando todo lo que estaba obligado a estudiar me parecía un montón de mierda. Y por qué tenía que elegir entre todas las opciones que me ofrecía el sistema cuando no me gustaban ninguna. La respuesta viene con el discurrir de la vida: tienes que elegir, chaval. Hay toda una gigantesca estructura montada de la que tienes que formar parte sí o sí.

     «Tú vete al colegio a que te enseñen. En casa te educamos nosotros».

    Elige estudiar o currar. Si eliges estudiar una carrera, trabaja de todas formas para poder costeártela, y puede que junto con la nómina del curro mal pagado de tus padres lo consigas. Si no es así, solicita una beca. Aunque he visto muy de cerca que es más fácil que te toque la lotería sin jugar a que te la concedan. Y si logras licenciarte: felicidades. Ya puedes engrosar la cifra de la fuga de cerebros o emplearte en un trabajo tercermundista con tu sacrificada licenciatura bajo el brazo.

     «En qué nivel de la pirámide te han colocado tus decisiones y circunstancias».

    Así que elegid, muchachitos y jovencitas. Elegid qué queréis ser de mayores. Elegid ganaros la vida dentro de los márgenes de la ley, porque si los cruzáis seréis castigados. Elegid mientras siguen el amiguismo y el compadreo sodomizando a la moral y a la ética desde que las inventaron. Elegid entretanto la igualdad se muere de asco y el apellido de alcurnia marca la diferencia. Elegid mientras la honestidad continúa enterrada en vida bajo toneladas de avaricia. Elegid sin saber que mañana, algunos de vosotros, haréis malabares con el último céntimo de un sueldo mísero. Elegid meritocracia mientras en el espectro político regalan posgrados a los miembros de las dos ideologías enfrentadas. 

    Pero elegid, joder, elegid. En los colegios os prepararán para ello, aunque nunca os explicarán cómo funciona de verdad la sociedad —esa que dicen que hemos construido entre todos— cuando todo está por aprender. Para entonces puede que ya sea tarde.

    «Qué quieres ser de mayor. Cómo quieres ser. Quién quieres ser».


11/11/21

82. El pie infectado

    Poco se habla en los anales de la medicina del curioso caso de Hermógenes, natural de Guarromán (Jaén). La historia me llegó por boca de un grupo de itinerantes adictos al LSD, que al igual que yo, veraneaban en un camping de Lloret de Mar, allá por la primera mitad del año 2000. Aquel cuerpoescombro, al tiempo que hacía asombrosos malabares con un diábolo, y pese a que su mente estaba en un plano dimensional lejos del habitual, me contó lo que sigue.

    Hermógenes se despertó un domingo a las diez de la mañana sin saber que su vida cambiaría para siempre. Como era costumbre, se encaminó al lavabo para mear y ducharse, dejando a su paso tres cuescos consecutivos que atronaron como el desgarro repentino de una sábana. Su mujer, Molinaria, se desperezó con el sonido del agua que gastaba su marido en la higiene de su escuálida anatomía. De súbito, la sobresaltó un prolongado alarido de tenor que provino de la ducha, y reverberó por todos los recovecos de Guarromán.

    Muy alterado y ocultando su triste figura en un albornoz de color rosa putesco, Hermógenes salió del lavabo en busca de su mujer para mostrarle el fruto de su pánico. Ambos quedaron absortos. Mientras que el pie derecho de Hermógenes tenía un aspecto saludable, el izquierdo presentaba rojeces intensas y unas uñas de aspecto quebradizo, de color amarillo hepático y negro gangrena. No parecía un pie humanoy eso que habían visto pies de trinchera con mejor aspecto.

    Ese mismo día fueron de urgencias al dermatólogo del pueblo, que maravillado y con las manos enguantadas en látex, cogió aquel pie demencial con reverencia, y lo sometió a examen bajo una lente de aumento de potentísima luz. Luego hizo un raspado de piel para recoger muestras y analizarlas en el microscopio. Al cabo de media hora obtuvo los resultados que cotejó con otros de exámenes pasados, y diagnosticó con gran excitación que aquello era una proliferación invasiva de hongos de origen desconocido.

    El dermatólogo recetó cremas y pastillas, pero aquellos hongos irreconocibles resistieron todos los tratamientos que la ciencia ofrecía para tales dolencias, y Hermógenes y Molinaria se sumieron en una honda desesperación. Tanto fue así, que el doctor de la piel no tuvo más remedio que echar mano de un remedio prohibido por el mundo de la medicina, que consistía en sumergir el pie a tratar durante siete horas, en un barreño lleno de un vinagre ilegal elaborado en 1825, por una tribu protomalaya de pigmeos de la isla de Sumatra.

    Tan pronto el matrimonio llegó a casa iniciaron la cura. Molinaria trajo un barreño en el que vació los siete litros de vinagre clandestino proveídos por el dermatólogo. Hermógenes, un tanto dubitativo, sumergió su pie pesadillesco hasta cubrirlo del todo. Molinaria se sentó al lado de su marido y, cogidos de la mano, pasaron las siete horas más largas de sus vidas. Llegado el momento, Hermógenes sacó el pie del barreño con lentitud y Molinaria contuvo la respiración. Una vez más, lo que vieron los dejó estupefactos.

    Nadie les habló del efecto reductor del vinagre de los pigmeos, por lo cual el pie no solo volvió a recuperar su antiguo y sano aspecto, sino que también se quedó pequeño como el de un muñeco.



8/11/21

81. Un día aleccionador en clase

    Un mes de noviembre de la década de los ochenta en E.G.B. (puede que 1985).

    Josep María fue mi profesor de catalán, pero por alguna razón que jamás me importó, aquel día lejano sustituyó a la profesora de lenguaje. Ya jubilado para el bien de futuros discentes, fue un maestro de displicencia manifiesta, anodino y gris como un cielo invernal, cuya cara descansaba sobre una papada de volumen marsupial. Aquella fisonomía escabrosa confería a su rostro la forma de una pera a contra natura. Dada su escasa imaginación —no así como el tamaño de su cabeza—, intuí que la historia que nos contó como parte del ejercicio a realizar era prestada.

    Dijo así: «Señoritas y señoritos, volved de donde quiera que estéis y prestad atención. Voy a narraros una historia inconclusa de la cual deberéis extraer una conclusión».

    Josep María nos relató la historia de un niño llamado Espaminondo, cuyos padres eran los conserjes del colegio en el que estudiaba. La casa en la que vivía era una modesta edificación contigua al centro de enseñanza, de tal modo que los fines de semana Espaminondo tenía todo el colegio para él solo. Lejos de tener miedo de los largos pasillos sin vida, de las aulas cerradas como si mantuvieran la respiración, y del enorme silencio que caía como un pesado manto, Espaminondo disfrutaba una barbaridad aventurándose por cualquier rincón del recinto. Tanto era así que sus padres, perfectos conocedores del atrevimiento del chaval, le prohibieron que bajo ningún concepto debía abrir el aula de la puerta roja.

    Espaminondo se preguntaba qué habría tras esa puerta que sus padres no permitían siquiera que se acercara a ella. De hecho, era la única puerta roja de todo el edificio, por lo que Espaminondo imaginaba toda suerte de fantasías respecto a lo que escondía el aula de la puerta roja. Cada día que pasaba solo pensaba en una cosa: la puerta roja... la puerta roja... la puerta roja... Hasta que un día, cuando acabó de estudiar todos los movimientos de sus padres, se hizo con la llave que abría la condenada puerta. Y rindiéndose a su curiosidad se acercó a la puerta con la respiración acelerada, introdujo la llave en la cerradura, giró con un leve chasquido, la abrió, encendió la luz y...

    Josep María enmudeció y su mirada inanimada descansó sobre nosotros en un frío barrido de izquierda a derecha. Mantuvo un silencio calculado, como el de los grandes oradores experimentados. Justo cuando el silencio parecía no caber en la clase, dijo: «... de eso trata el ejercicio. Debéis redactar, tratando de no cometer faltas de ortografía, lo que creéis que encontró Espaminondo en esa aula. El que acierte se llevará el aprobado de todo el curso».

    Como perritos amaestrados nos pusimos a ello, y al rato el profesor ya tenía sobre su mesa una treintena de redacciones —a buen seguro risibles y delirantes—  que para nuestro asombro leyó en escasos minutos. «Me parece que vais a tener que estudiar para aprobar el curso. No lo habéis conseguido». Su pecho se ensanchó en una muestra de satisfacción y añadió: «Tras la puerta roja no hay nada de nada. La prohibición no es más que una prueba de obediencia». Y de seguido, su rostro se inundó en una sonrisa de autocomplacencia que se abatió en la decepción de nuestra inocencia ultrajada.

    Así era como jugaba con nuestras emociones el cara de pera. Muy poco tiempo después entendí que el sistema educativo sirve a los Estados y son los Estados quienes te educan en función de sus intereses. 

    Y en ellos no caben personas desobedientes como Espaminondo.


4/11/21

80. Resistiendo

    Noviembre del 2020.

    El primer toque de queda de nuestra vida ya está aquí. Más real que Hacienda y colocándonos en tesituras nunca antes experimentadas. Todos vimos a Remedios Amaya cantando descalza en Eurovisión. Todos sentimos en nuestros corazones la calamitosa degeneración de Maradona y Julio Alberto. Todos resistimos las canciones radiadas de OBK y los putos abanicos de Loco Mía. Todos vimos morir a Chanquete por primera vez, joder, pero vencimos los traumas. Esto es diferente; es una carrera de fondo; una lucha de resistencia en la que nuestro temple se pone a prueba.

    Espero equivocarme, pero auguro unas navidades claustrofóbicas en las que un confinamiento duro se presentirá como un miembro fantasma en nuestro devenir cotidiano. Solo nos permitirán salir bajo horario estricto para que podamos volver a ser gilipollas adiestrados para el consumo sádico.

    Algunos disfrutarán de su misantropía y los que más verán sus relaciones afectivas —salvo las que ya tenían bajo el mismo techo— congeladas bajo cero. Se creará el escenario propicio para la depresión, la automutilación, el desánimo, la angustia, el aislamiento, la soledad y esos finales trágicos como arrojarse al vacío, la soga en el cuello, vaciar el pote de pastillas como quien se bebe un chupito, la cuchilla oxidada y el agua tibia en la bañera, etc.

    Ante semejante escenario —siniestro, descorazonador pero posible— habrá que esforzarse y retorcer la imaginación. Algunas parejas probarán la dureza de sus cabezas con los atizadores del fuego a tierra, pero otras pospondrán las firmas de los papeles del divorcio y reinventarán el Kamasutra. Serán tiempos de pasión desmedida y las paranoias mentales adoptarán matices sobredimensionados. Por otro lado, los adictos al vicio solitario tendremos que tener especial cuidado con lo que mi médica de cabecera diagnosticó como codo de onanista —que se ve que es peor que el de tenista—. La invidencia y el acné purulento quedan descartados.

    Noviembre actual: el codo bien.


1/11/21

79. Iba a escribirte

    Iba a escribirte en la Víspera de Todos los Santos, pero uno de ellos se me fue al cielo. Iba a hacerlo escuchando alguna canción de la primera época de Helloween para recibir los estímulos adecuados.

    Iba a escribirte en la Noche de los Muertos y lo hago ahora cagándome en ellos. No en los tuyos, pero sí en los de alguien. Esta vez son las melodías de Malevolent Creation las que me ofrecen inspiración. Quizás hay algo de verdad en ese misticismo pagano y algún espectro consiguió entrar en nuestra dimensión, y se ha quedado en la habitación desde la que te escribo. Por eso quizás está más fría que una cámara porcina de refrigeración. Por eso quizás me estoy cagando en todos los muertos.

    Odio el frío, hostia.

    Iba a escribirte en la Noche de Brujas, pero alguien pulsó el timbre del rellano de mi puerta. Cuando la abrí me encontré con cuatro renacuajos de ultratumba disfrazados de esqueletos. Tres de ellos me miraban con sus maquillajes de Black metal desde abajo, muy serios e inmóviles. La cuarta personita, enmascarada con la cara inexpresiva de Michael Myers, me preguntó con su vocecita de niña si truco o trato. Joder, me toca los huevos que me interrumpan cuando tengo una buena conexión con el teclado. Por un momento pensé en probar el filo de los cuchillos de la cocina con la carne tierna e inocente de aquellos chiquillos, pero me gusta el amigable don de gentes de Michael, qué le voy a hacer. Así que solo los mandé a tomar por culo.

    Para mi sorpresa, el Michael Myers de baja estatura se llevó la mano a la espalda, y al segundo, su manita reapareció empuñando un cuchillo de plástico tan grande como su pierna y, como una promesa de muerte, paseó el filo por su cuello en un lento gesto semicircular, mientras que los otros tres, imperturbables, me enseñaron el dedo medio estirando hacia mí los bracitos. Al primer movimiento que hice para trincarlos del pescuezo, los pequeños bastardos salieron como el rayo dirección a las escaleras del portal, bajando por ellas como espíritus burlones en un alboroto desenfadado de gritos y risas de puro disfrute.

    Iba a escribirte en la Noche de Halloween, pero sucedió todo esto y al final opté por salir a comerme unas castañas.


28/10/21

78. Derrapaje en la Academia Sueca

    Cuando la Academia Sueca tuvo a bien galardonar con el Premio Nobel de Literatura del 2016 a Bob Dylan, caí en una depresión que hizo temblar las existencias de todas las licorerías. Tuve que releer Skagboys (2012), Los versos satánicos (1988) y La máquina de follar (1974) para recuperar la fe en el arte de la expresión escrita. No di crédito y mi alma se diluyó pies abajo como agua por el sumidero. Franz Kafka y León Tolstói murieron sin tan merecido galardón. Clama al cielo que todavía hoy talentos tan portentosos como los de Joyce Carol Oates o Margaret Atwood —por citar dos de muchos— todavía no tengan tan reconocido premio.

    Aquel día del 2016 la Academia Sueca derrapó y aún hoy reverbera el eco de semejante desatino.

    Queridos, queridas: las grandes obras se escribieron desde la locura y en tiempos oscuros. ¿Existe talento en las letras de alguien que no haya muerto hace cien años? ¿Hay esperanza para un mundo prosaico, incoherente, sobrealimentado y borracho de sí mismo, cuya única obsesión no es la calidad humana sino su propia egolatría inflada hasta la obesidad mórbida por las categorías sociales, Netflix, la huida de la soledad, la masturbación como forma de vida, explotar burbujas de embalaje como pasatiempo, los barbitúricos y el psiquiatra?

    Amigos, amigas: este delirante bloguero no tiene las respuestas. Aunque ahora que se acerca la fiesta pagana de origen celta, podría consultarlo con Charles Bukowski a través de la Ouija. El muy cabrón siempre sabía qué decir y escribía desde las entrañas. Está claro que Bob Dylan es un gran letrista, incuestionable cantautor poético de voz nasal que debería sonarse la nariz más a menudo. Su influencia en lo musical es enorme y eso es innegable. Como es innegable que el rapero Natch y Roberto Iniesta de Extremoduro también lo son y jamás conseguirán el galardón.

    Puede que literatura y música muchas veces viajen en la misma dirección, pero lo hacen por caminos diferentes. Pero tampoco nos pongamos trascendentales. A Barack Obama le concedieron el Premio Nobel de la Paz, y de momento ha sido el presidente de Estados Unidos que más tiempo ha estado en guerra. Por eso quizás Murakami —el eterno aspirante— debiera probar a componer canciones.

    A lo mejor suena la flauta.


25/10/21

77. Oposiciones mortales

    Pienso que el trabajo perfecto sería aquel que consistiera en tener las vacaciones de un profesor de escuela, la paga de un ministro y el desgaste físico de un cura. Pero como eso es pura entelequia, el sueño de la esclavitud moderna es el de currar de funcionario, o currar de funcionario mientras pruebas suerte en las apuestas del Estado para no currar de nada. El puto Estado, joder. Si no te apellidas Borbón y no crees en la suerte, el Estado te ofrece la oportunidad de que te alíes con él y formes parte de su engranaje. Si superas la criba obtienes una esclavitud de nivel y ciertos privilegios de los que no goza el resto del proletariado.

    Esto viene a cuento de lo que me contó una vez Anfiloquio, que intentó ser notario pero desistió por salud. Según me explicó, las oposiciones eran tan duras que dejaban una impronta perenne de merma física y mental en todo aquel que osara afrontarlas. Los opositores se aislaban del resto del mundo en claustrofóbicos zulos, para memorizar el vasto temario que los separaba de su anhelo laboral. Cuando llegaba el día del examen, los opositores abandonaban su clausura y regresaban al mundo exterior tambaleándose. La mayoría estallaban en una silueta de cenizas en cuanto la luz solar incidía sobre ellos, o bien eran pulverizados por el capricho del viento. 

     Unos pocos resistían los elementos naturales, pero se desmoronaban ante los cambios sociales y paisajísticos, enmudeciendo de por vida y con la mente dañada sin remedio, incapaces de asimilar la existencia de aeropuertos fantasma, que la canción de Dale a tu cuerpo alegría Macarena ya era historia, o que sus novias estaban preñadas y ya no conservaban el apellido de solteras. Los que sobrevivieron en cuerpo y mente lo dejaron y decidieron dedicarse a otros niveles de esclavismo y a vivir —si es que eso es posible hoy día. 

    Así que oposita, sufrido contribuyente, oposita. Únete al enemigo, paga el precio, y sé un esclavo convencido y feliz.



21/10/21

76. Concursantes y televidentes

    Un sábado de octubre del 2013, fui testigo de una farándula abochornante acaecida durante los minutos previos a la apertura de una sala de fiestas que se encuentra enfrente de donde vivo. Antaño conocida con el ridículo nombre de Chachachá, la sala ofrecía un evento sin parangón en la Cataluña central que, bajo el nombre temible de Famous Face, reunía bajo el mismo techo y la misma noche, a toda una veintena burlesca de parásitos mononeuronales, cuya fama y subsistencia en esta sociedad involutiva, son debidas al haber concursado en programas de insalubridad contrastada tales como: Gran hermano, Quién quiere casarse con mi hijo, Un príncipe para Corina, y Mujeres y hombres y viceversa.

    Desde la cercanía de mi balcón, pude vislumbrar a una numerosa caterva de subnormales de diversas edades, invadir las inmediaciones de la sala que abriría sus puertas a las 00.00 horas. Aquella turba lastimosa se aglutinaba sobre sí misma en un atropello descontrolado de codazos, gritos y empujones, ofreciendo muestras sonrojantes de su condición de primates. Llegados a este punto me fui a sobar, puesto que ese mismo día dentro de pocas horas, la empresa esclavista en la que vendo mi tiempo requería de mi presencia según convenio.

    A las 5.15 horas del domingo salí del parking y torcí a la derecha. Bordeé la rotonda con la precisión de un compás y me incorporé a la vía principal. Cuando pasé por delante de la sala a velocidad moderada, observé en sus cercanías que los perros amaestrados de la ley y el orden, hacían acto de presencia para disolver varias agrupaciones borreguiles sumidas en estado de excitación. Algunos reptaban comatosos por el asfalto y otras rociaban de pota a presión esquinas y aceras.

    Aquella movida no me extrañó y seguro que en cuanto llegara a mi centro de esclavitud —gigantesco reducto industrial subterráneo de cizañeros vocacionales—, me enteraría incluso sin querer de los pormenores acontecidos en aquel evento degenerativo. Según me contaron, aquella muchedumbre unisex sin futuro aparente, se excedieron en su fervor de intentar ser los primeros en fotografiarse  con el guaperas musculado y la buenorra siliconada. También se ve que las chicas iban con la entrepierna tan húmeda que una sola de ellas habría bastado para apagar el sol. Mientras que los chavales iban con las tuberías en alto pugnando con urgencia por ser desatascadas.

    Otro episodio más en el paraíso de los imbéciles.


18/10/21

75. Música sentida

    Cuando los que deciden cuándo y qué tenemos que consumir tuvieron a bien hacernos llegar el soporte digital, yo no tuve ningún reparo en renunciar al vinilo y deshacerme de mis cintas de casete y VHS. Todo lo que sea ahorrar espacio está bien. En lo referente a la música, a los melómanos puristas siempre nos quedará la nostalgia del tocadiscos, no como lo de rebobinar en un sentido o en otro con un bolígrafo, que era de retrasados.

    El otro día me comentaba un ser de tez morena y nariz aguileña, que la mejor música que existe es aquella con la que haces el amor. Yo le dije que eso era una cursilería trasnochada propia de un adicto al flamenco rumbero o como cojones se llame y que —por aquello de llevarle la contraria— la mejor música es aquella con la que lloras. Él replicó que en mi caso es verdad: o lloras o solo te cortas las venas. Ahí el muy cabrón estuvo bien de reflejos, y eso que tiene un careto de alelado más acentuado que el del vampiro de la saga Crepúsculo (2008).

    Pero no hace mucho experimenté la emoción musical que provoca el llanto.

    Estaba en el cuarto de baño ante la taza abierta del inodoro. Sin venir a cuento, empezó a moquearme la nariz y las lagrimas se agolparon nublándome la vista hasta desbordarse mejillas abajo. Os aseguro que no había nadie en las proximidades troceando cebolla. Entraban cálidos haces de luz a través de las estrechas franjas de la persiana que, dirección al suelo, incidían en la fluidez de mi meada, larga e ininterrumpida, produciendo una cantarina musicalidad al contacto con el agua que, mezclada con las evocadoras melodías de Cadaveric Incubator of Endoparasites, fluctuando desde el comedor ejecutadas por la maestría innegable de Carcass, dotaban aquella conmovedora conjunción de momentos en una mágica poesía.

    ¡Qué sabrán esos putos calorros de la sensibilidad y belleza intrínseca del grindcore!


14/10/21

74. Punto y final

    Antes de ayer se cumplió un año desde que hicimos un alto en el camino para despedir a uno de los nuestros. El último adiós de quien se ha ido para siempre dejando una ausencia tan prematura como insustituible. Se fue de la peor manera, dejándonos con un desconcierto que cayó sobre nosotros como un cielo de cemento. De qué modo entender lo incompresible. Dónde poder encontrar un motivo cuando no se sabe dónde buscar. Cómo explicar el sinsentido. Cuándo fue la primera vez que se asomó al borde del precipicio. Las respuestas se quedarán ahí en no sé dónde, marchitándose con la herrumbre del tiempo hasta desaparecer, quedando solo el recuerdo.


11/10/21

73. Historia censurada

    Resulta que el 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón, justo cuando pensaba arrojarse por la borda exclamando: «¡Que os den por culo, cabrones!», debido al hastío producido por las quejas y lloriqueos de su desquiciada tripulación, divisó algo sólido en la lejanía y ya nada volvería a ser lo mismo: la Tierra resulta que no es plana. A bordo de una carabela llamada La Pinta, Cristóbal atraca en una de las islas que después bautizaría con el nombre de San Salvador.

    —Perdonen que les moleste, ¿vamos bien por aquí para recalar en la India? —Pregunta Cristóbal a un par de indígenas que estaban en la playa tomando el sol en actitud reptilesca.
    —No señor, tendrían que haber virado a la derecha en el triángulo de las Bermudas. Le aconsejo que revise el funcionamiento de su brújula —responde uno.
    —Ya, ya, pero para ahorrarme las monedillas que te cobran en el peaje del canal de Suez... Ya sabéis cómo somos los catalanes, que cuando tenemos que hacer donativos a la iglesia, lanzamos las monedas al aire, y las que coja Dios, para la iglesia, y las que caigan al suelo, para nosotros. ¿Entonces, dónde leches estamos?
    —Esto es Guanahani , señor. América. —Contesta el otro.
    —Coño, me pensaba que te pasaba algo raro en la boca. América, eh... Pues ala, os ataco con veinte cañones, un caballo, un mulo romo, un par de escupitajos y con enfermedades y virus, que mi misión era ocupar treinta y cuatro territorios y aún voy por el primero. ¡A ver, los hermanos Pinzón, dejad de lameros las pollas y clavad la bandera! ¡Ràpid, collons! Por cierto, alma de Dios —pregunta a uno de los nativos—, ¿qué es eso que estás comiendo?
    —Chocochoulaou, señor.
    —¿Choco qué? ¡Por la árida entrepierna de la reina Isabel! Hay que ponerle un nombre más comercial. Esto se va a llamar chocolate. Deja que lo cate. La hostia, esto combina con cualquier alimento; hasta con churros, diría. Tenemos que patentarlo cuanto antes para forrarnos y vivir a cuerpo de rey. Total, hay tantos que uno más no se va a notar. ¿Y esa cosa que mascas y escupes como si fueras un rumiante ordinario? —Le preguntó al otro.
    —Tabaco, señor.
    —¡Por las fulanas tetudas de Génova! Eso se mezcla con trescientos aditivos chungos, que más tarde serán cigarrillos de 8,5 cm, empaquetados como es debido en cajetillas con capacidad para doce o veinticuatro, y se venden en estancos y quioscos para crear una nueva modalidad de esclavos. Si es que... Vaya par de atascaos de la vida; nativos teníais que ser. Voy a pedirle a Philip Kotler que busque un hueco en su agenda y se deje caer en este remoto lugar para que os imparta unas cuantas lecciones de márquetin.
    —Le estamos muy agradecidos, señor.
    —Si supierais la que se os viene encima... En fin, que levamos ancla que nos queda mucho por hacer todavía. Además, he quedado con los reyes católicos para una orgía que ríete tú del osobuco de Ron Jeremy. ¡Ah!, y me llevo esta iguana para darle una sorpresa a Juana, que no para de decir y hacer unas cosas muy raras que acojonan.
    —Como guste, señor. Tenga una hoja de palmera de regalo para envolver a la iguana. 
    —Gracias, indígenas alelaos. Y al loro si Pizarro se deja caer por aquí, que tiene más mala hostia que un canguro preñao.



7/10/21

72. La experiencia traumática de los amigos en su mayoría de edad

    Esta historia ocurrió hace años y llegó a mí en la barra de un bar por boca de sus dos protagonistas, cuyos anonimatos respetaré, puesto que la narración contiene material sensible y comprometido.

    Según palabras de Apolinario y Calasancio, su amistad se remonta a cuando se podían contar sus edades con una sola mano, y con cariño eran enjabonados por sus madres en la misma bañera, mientras compartían juegos inocentes con un patito de goma —amarillo, no negro—. El tiempo pasó fugaz hasta que los dos pequeños llegaron a la pubertad, que trajo consigo un voraz apetito sexual que pugnaba día y noche por ser alimentado. Es decir: querían follar y querían con todas.

    Apolinario y Calasancio lidiaron con aquel ímpetu sexual a base de enajenación pajeril, e intercambio secreto de porno gonzo hasta los dieciocho años. Es decir, no es que dejaran de cascársela y de consumir folleteo en pantalla, pero alcanzada la mayoría de edad, podrían acceder a ese antiguo mundo no regulado ni cotizable en la SS, en el que trabajan mujeres, hombres y transexuales de edad, etnia y jerarquía social diversa. A su alcance tenían, por fin, el oscuro mundo del puterío en todas sus formas y posibilidades.

    Atendiendo a su condición de heterosexuales, acordaron alquilar el servicio de dos lumis para así, entre los cuatro y en la misma habitación, realizar todo aquello que habían visto en aquellas viejas cintas de VHS, en la actualidad deterioradas de tanto visionado enfermo, así como de aquellas revistas de páginas mil veces pringadas hasta el acartonamiento, ahora irreconocibles. Según ellos, tampoco se iban a avergonzar de su desnudez, puesto que la única cosa que requiere extrema privacidad es el inevitable y ceremonioso acto de cagar. Mientras que funciones tales como mear, escupir, follar y otras tantas, pueden realizarse en público sin remilgo alguno.

    Las elegidas para la consumación carnal se ofertaban en un conocido periódico intercomarcal de la Cataluña central, con el nombre de Nube y Estrella. El anuncio en cuestión rezaba: "Nube y Estrella, veinte y diecinueve años de puro fuego y placer. Ninfómanas insatisfechas que cumplirán todas tus fantasías". Tan prometedoras palabras iban acompañadas de una foto en la que se exhibían dos chicas —rubia y morena— de cuerpos semidesnudos que parecían nacidos del trazo más inspirado de Milo Manara.

    Ahora solo restaba llamar al número telefónico indicado para concertar visita y la pasta a aflojar. 

   Llegado el día elegido, aquel par de jóvenes granujientos se personaron en la dirección recibida y pulsaron el timbre. La puerta se abrió mostrando una oscuridad inquietante, de la que se oyó una voz amortiguada que los invitó a pasar. Cuando cruzaron el umbral,  la débil luz del recibidor se encendió, y una mujer de edad imprecisa surgió de la penumbra dirección a ellos como si se desplazara sobre ruedas.

    La casa de lenocinio donde Nube y Estrella vendían su cuerpo era un lugar frío con un fuerte olor a incienso. La intermediaria los miró con un rostro desdibujado —semejante al de Jack Nicholson cuando declaraba desde el estrado en Algunos hombres buenos (1992)—, como si pensara que no sabían dónde coño se habían metido. Los dos amigos solicitaron los servicios de Nube y Estrella como se acordó, pero qué casualidad, Nube y Estrella no se encontraban bien, por lo que tuvieron que elegir a otras dos chicas que sí estaban de servicio.

    En este punto de la narración, Apolinario y Calasancio, como si de veras lo necesitaran, se pidieron otro Jack Daniels con hielo y se pasaron la mano por la cara, como si de ese modo alejaran un mal recuerdo a punto de destapar.

    Continuaron narrándome con voces temblorosas, que la intermediaria los condujo por un pasillo de sombras hasta una habitación mal iluminada, en la que tenían que esperar a las furcias. Al cabo de unos cinco minutos de incertidumbre, un sonido de tacones, lento pero obstinado, fue ganando volumen hasta que la puerta se abrió con un lamento. Dos mujeres en lencería cutre, con piernas arqueadas de andares oscilantes y calzadas con tacón largo, se personaron, y el horror se instaló para siempre en las retinas de aquellos pobres muchachos.

    Es probable que de existir el ideario de Tolkien, los orcos de Mordor tendrían mejor aspecto, porque no había atisbo alguno de femineidad en aquel par de hijas bastardas de Sauron. Sus cuerpos eran de una magnitud esquelética indescriptible, como si la inanición hubiera currado horas extras en aquellas anatomías. Y sus caretos estaban cubiertos por unas greñas apelmazadas, que parecían el mocho de la fregona de una charcutería de Calcuta.

    Apolinario y Calasancio enmudecieron, y engulleron sus bebidas de un trago. Luego, finalizaron contándome que, con una palidez que extralimitó a la misma muerte, escaparon de aquel burdel del horror que de manera tan cruel truncó sus libidinosas expectativas.

    Y desde luego ninguna de ellas era luchar por la posesión del anillo.





P.S.: Kolision Mosh, naturales de Rubí (Barcelona), dejaron claro en su día que la canción Pepa la Cachonda, tan solo corresponde a su muñeca hinchable doméstica y de ningún modo a una mujer de carne y hueso, viva o muerta.

4/10/21

71. Animal de compañía

    La última mujer con la que compartía las sábanas y el lavabo, me dejó porque ponía música a un volumen desorbitado. Demasiado alta en el coche, demasiado alta en casa, demasiado alta en el parque con el loro a cuestas, demasiado alta en cualquier lugar. Según ella, aquel caos sonoro de estridencias guturales y trémolos agonizantes, le trastocaba el aura y le jodía los chakras. Así que con expresión compungida me dio a elegir entre ella o aquella bola de ruido. Y como es obvio y atesora entre muchas la calidad de insustituible, elegí la música.

    El tiempo pasaba y pese a nuestro mundo caduco sobrepoblado de oligofrénicos, mi espíritu, cuerpo y mente, se encontraban en perfecta armonía, generando una alegría nunca antes experimentada. Tanto era así que había llegado el momento de adquirir un animal de compañía para compartirla.

    Estuve unos días debatiéndome entre comprar un perro o un gato, y aunque me gustan de diversas razas, tamaños y pelajes, son animales que no se corresponden con mi carácter y mi forma de ser. Hasta que un 4 de octubre —día mundial del animal—, en una de mis incursiones por el campo para desinfectarme de la toxicidad de la civilización, topé con un cabrerizo al que le quise comprar una de sus cabras. 

    A todo esto, me fijé en un macho cabrío, grande y negro, con un buen par de astas y una larga perilla que, a su vez, me miraba con inquietante fijeza. Según el cabrero, experto cual Dr. Doolittle sobre el misterioso mundo del lenguaje animal, aquel escrutinio significaba que el cabrón me había elegido como su compañero de vida, y no al revés. Además, era el animal idóneo por afinidad y similitud de comportamiento.

    Para mi sorpresa, pronto descubrí que aquel macho cabrío escondía ciertas habilidades que lo hacían especial en grado sumo. No es que hablara, como la mula Francis —aunque el cabrero me aseguró que sí, solo que pasaría mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de entenderlo—, pero cada vez que reproducía música en el tocata, el cabrón se alzaba sobre sus cuartos traseros mostrando su quijada en una amplia sonrisa. Luego volvía a tocar el suelo y giraba sobre sí mismo cabeceando la cornamenta siguiendo el ritmo. En los acordes más desenfrenados, nos montábamos pequeños pogos por el comedor, que acababan en carcajadas y estentóreos balidos que reverberaban por toda la vecindad.

    Estaba claro que me lo tenía que llevar de concierto y que estábamos hechos el uno para el otro. Así que a los pocos días ya estábamos saliendo de una gran actuación de Dying Fetus. Andábamos bastante ebrios por el adoquinado de una de las apestosas callejuelas de la ciudad, sorteando mierda y rejas de alcantarilla, cuando mi macho cabrío se paró y tuvo a bien regar con una caudalosa meada, las ruedas de un coche tuneado hasta lo grotesco. Nos llegaron unas exclamaciones nada amigables proferidas por el amo del vehículo y sus coleguitas. Eran tres tíos vestidos con cuatro tallas de más, con la mirada oculta tras unas gafas de sol —pese a que era noche cerrada— y gorras de visera rígida cubriendo sus recipientes de viruta. Llevaban tanta bisutería chatarrera en cuello y muñecas, que podrían morir de ahogamiento en una puta pecera.

    El que parecía ser el cabecilla exclamó: «¡Ataca, bro!», y uno de aquellos mierdecillas se abalanzó de un salto contra mi macho cabrío. Pero mi cabrón lo interceptó al vuelo, y con su poderosa cornamenta lo mantuvo ingrávido con una serie de habilidosas voleas hasta proyectarlo, cual guiñapo, contra un montón de mierda orgánica apiñada al lado de un contenedor. Aprovechando el desconcierto y con extrema celeridad, yo despojé de gafas y gorra al cabecilla, y le eructé en plena jeta provocándole quemaduras de segundo grado. El tercer mierdecilla arrancó a correr exclamando: «¡Necesito chance, bro! ¡Me vuelvo a Puerto Rico!». Pero mi macho cabrío fue más rápido, y de una embestida en el pescuezo acompañada de un balido estremecedor, la dentadura postiza chapada en oro de aquel desgraciado, salió como una bala y se clavó en la puerta metálica de un garaje cercano. 

    Aquel trío de bastardos adoradores de Bad Bunny, se montaron en el coche y desaparecieron de allí con las ruedas humeando —más por la meada mefítica de mi cabrón que por el derrapaje—. Mientras, yo me acerqué a mi cabrón y palmeé mis manos con sus pezuñas, como cada vez que hacíamos un buen trabajo. Primero arriba y luego abajo, ¡plas, plas!, como dos auténticos colegas. Como el equipo invencible que éramos cuando nos marcábamos un tanto.

    A partir de aquella noche nos hicimos inseparables y llegado el verano nos fuimos de vacaciones a Marrakech. Nos encantaba pasar las tardes en cualquier terraza de cualquier bar, contemplando a la gente con la mirada oculta tras nuestras gafas de sol. Yo miraba a las mujeres e imaginaba sucias obscenidades y él, mientras bebía agua descalcificada de su pajita a grandes sorbos, lucubraba sodomizaciones a las cabras que por allí pululaban como parte normal del paisaje. 

    Desde luego, los animales son mejores que las personas, y ahora entiendo el porqué de quien llora la muerte de su animal de compañía más que la de cualquier humano.

    Por eso ya he vuelto a modificar mi testamento, y he dejado reflejado con claridad meridiana que mi cabrón debe ser el máximo beneficiario.


30/9/21

70. Otoño a cero

    Bueno, bueno, bueno.

    Diría el poeta o el romántico —que tanto da— que ya estamos en la estación triste del año. Esa en la que los árboles lloran sus hojas, livianas como un suspiro, hasta tocar el suelo con la suavidad de una caricia, bajo un cielo desapacible y mustio. El gris de la melancolía, oh, joder, joder. Ha llegado el segundo otoño pandémico y se ha llevado el sol y las altas temperaturas, con lo bien que se estaba. Se acabó marcar paquetón y raja las veinticuatro horas del día en las zonas de baño, con lo bien que lucen. No así como los botellones en masa, eructar de ebriedad a la luna como dementes abducidos, y el folleteo rítmico o desacompasado al aire libre.

    La siempre maltratada Naturaleza vuelve a agradecer la ausencia de verano, ya que con la paulatina llegada del frío, la gente cerda deja de utilizar playas y bosques como los retretes y basureros por excelencia, para dejar huella en los arrabales y espacios abiertos de las urbes. Me pregunto dónde irán ahora todas aquellas criaturas bípedas del Señor que se someten cual reptiles, verano tras verano, a la tortura de la radiación solar, más untados que un culturista en plena competición, para cambiar el color de piel con el que nacieron. Seguro que muchos de ellos, en algún momento de sus vidas, pusieron a parir a Michael Jackson por su conversión colorea del negro al blanco. Capaces son de gastarse unos billetes en tórridas sesiones de rayos UVA, acelerando así el curso natural de su envejecimiento cutáneo, y a posteriori, untarse la jeta con algún milagroso potingue antiarrugas. Jajaja, gilipollas.

    Pero, ah, el otoño, con sus atardeceres ocres y amarillentos, que ha diferencia del verano —lleno de posibilidades y estímulos—, lo percibo como el tiempo de los grifos cerrados y los manómetros a cero. En otoño la vida se ralentiza hasta reducir las opciones, bajan las pulsaciones y los sonidos parecen reproducirse a través de un gramófono en desuso. Es en otoño cuando suspiramos más veces al final de esos días menguantes que se suceden en blanco y negro. Es en otoño cuando apartamos la mirada y empezamos a ser anodinos. Es en otoño —oh, joder con el otoño— cuando sentimos que nuestro corazón encoge mientras miramos a ninguna parte tras el cristal de la ventana.  



27/9/21

69. Autoridad senil

    Confinamientos y pandemias aparte, es de lo más normal que animales, hijoputas y personas en general salgan a transitar la calle. Algunas lo hacen corriendo aunque no por ello les persigue la pasma o los acreedores. Otras pasean. Claro está, lo hacen por las aceras y las zonas peatonales. No como las personas de la tercera edad, que están de vuelta de todo y salen a la calle a combatir la incipiente osteoporosis, adueñándose de la calzada como si fueran los dueños de urbanismo. El porqué de tal enigma lo desconozco, pero es algo que me sobrecoge.

    Por ejemplo, yo circulo con mi coche por las calzadas interiores, adoquinadas o alquitranadas de cualquier pueblo de la península —preferiblemente andaluz o costero—, con la música a un volumen aceptable para no parecer gilipollas. Según convenga a mi destino y atendiendo siempre al código de circulación, giro a izquierda o derecha hasta que me topo con una desordenada veintena de yayos y yayas con boinas y cabezas a lo afro canoso, indiferentes al riesgo de atropello y avanzando en ultralentitud en la misma dirección que yo.

    Como es natural, me detengo. Y no porque varios de los paseantes que me obstaculizan, se giran y me dan el alto levantando sus gallaos con autoridad pastoril. Me paro para evitar una matanza, ya que lejos de apartarse, el temerario pelotón de carcamales me clava su mirada a través de sus gafas de sol como diciendo: «Dónde coño irá este "desgraciao"». En ese momento de presión escrutadora, reduzco el volumen de la música a niveles inaudibles en señal de respeto y les aguanto la mirada como diciendo: «Jodidos octogenarios inconscientes, ¡andad por la acera que al final os harán daño, coño!».

    Cuando parece que han memorizado todas las arrugas de mi cara, la pegatina de la ITV y la matrícula del coche, se dan media vuelta y continúan con su lento peregrinaje como si yo fuera un espejismo. «¡Hostia puta con los vejestorios, que no me dejan pasar!». Y justo cuando me pongo en marcha, los ancianos vacilones, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, se abren a izquierda y derecha como hiciera el mar Rojo ante Moisés, anegando las aceras desiertas. Al borde del paroxismo, cuando por fin paso, lo hago al ralentí para disfrutar del momento, sintiéndome victorioso como si le hubiera ganado un duelo a Clint Eastwood.

    Pero es una ilusión: a medida que avanzo hasta perderlos de vista, vuelven a invadir la calzada y a someterme a examen visual como asegurando: «En estas carreteras mandamos nosotros, cabrón de ciudad».

    «Que no se te olvide».



23/9/21

68. Clases de gimnasia

    Qué sudorosa y extraña asignatura. Me pregunto a qué clase de mendrugo se le ocurrió unir la educación con la física. No es que de ello surgiera un término antagónico, pero sí algo chocante. Si eras un niño cachas o de anatomía precoz, sacabas sobresaliente. Si no, no.

    Recuerdo que los altos pegábamos un saltito y nos colgábamos de la escalera horizontal, desplazándonos de barrote en barrote en un balanceo simiesco y coordinado. Otros —cuyos nombres omitiré para evitar situaciones de escarnio—, tenían que subirse a una falca de plástico para alcanzarla por no saltar de puro desánimo. Uno se colgó de uno de los barrotes quedándose rígido como un jamón curado. Enmudecidos, contemplábamos cómo la cara de aquel cuerpo inerte enrojecía. El profesor animaba diciendo: «Venga, no pasa nada. Primero un brazo y luego el otro». El ser inanimado cobraba vida y suplicaba: «¡No puedo! ¡Me sudan las manos, me sudan las manos!».

    Había algunos más patéticos que pedaleaban como si ascendieran por una escalera invisible, quién sabe si con la esperanza de que sus codos se doblaran como por arte de magia. Otros incluso eran peores: pedaleaban con furia produciendo, por increíble que parezca, la inercia necesaria para lograr entrelazar ambos pies en uno de los barrotes, adoptando una postura de hamaca. Mientras recuperaban el resuello, miraban de izquierda a derecha, luego de arriba abajo, y con voz lastimera de quien está en un aprieto de vida o muerte, imploraban: «¿Y ahora qué hago? ¡Qué hago!».

    Para quienes la han padecido, me hago cargo de que la justicia académica del bíceps es despiadada. Mientras algunos ejecutábamos, como fuelles utilizados por la mano de un dios inagotable, las diez flexiones que daban el aprobado, otros suspendían. Es decir: cero flexiones, un cero. Uno de los que se llevaba muy bien con el de las manos sudorosas, soportaba el peso de su escuálida anatomía con los brazos estirados, atento a la señal. El sonido del silbato llenó todo el pabellón y el chaval flexionó los brazos hasta rozar el suelo, como una brisa, con la punta de la nariz. Y a continuación el tórax y la pelvis. Y pegado a la pista se quedó como si la gravedad conjurara contra él. El profesor, paciente y profesional, le arengaba: «Vamos, tú puedes. Arriba». Pero el chaval, sin moverse un ápice y cara al suelo, exclamaba: «¡Tengo los brazos agarrotados! ¡No puedo, no puedo!».

    Por supuesto, los que aprobábamos los ejercicios de la escalera así como las flexiones, ascendíamos por la cuerda en forma de escuadra. Un tercer incapacitado peleaba con la cuerda como si estuviera viva, y de manera inexplicable se quedaba anudado por los tobillos, colgado bocabajo como un vulgar trocillo de chistorra. Pero eso no era nada comparado con el momento en el que teníamos que saltar el plinto y el potro. Para sortearlos de manera normal e indolora, con el primero bastaba con tomar carrerilla, saltar en la rampa colocada en la base, y caer en la colchoneta del lado contrario con una fina y elegante voltereta. Con el potro saltabas en la rampa y abrías las piernas para no tronzarte la pelvis y caer de pie. Los negados tomaban carrerilla de manera tan impetuosa, que por un momento pensabas que lo iban a conseguir. Pero justo cuando debían saltar, salían rebotados con violencia en dirección contraria. Los menos afortunados, por alguna razón que nunca he logrado desentrañar, no se detenían y mandaban a tomar por culo potro, plinto, rampa y colchoneta incluida.

    Eran torpes, sí. Pero también duros de cojones.



20/9/21

67. Paloma muerta

    Hola, humanos. Vengo a haceros un recordatorio, que se acerca el día.

    No olvidéis que me lleváis en todos y cada uno de vuestros genes. Cuando todo estaba aún por hacer, desperté con los primeros ojos que vieron la luz y desde ese momento inmemorial me utilizáis una y otra vez para escribir vuestra historia. Tantas veces como habéis querido, he mirado al rostro del demonio y me ha sonreído, dándome su aprobación. Mi maldad es tan pura como oscuro vuestro corazón, y así desde el primer latido perdura nuestra relación durante eones. Nací con el primero de vuestra especie y desde ese momento me convertisteis en padre y madre de la desesperanza, del dolor y el llanto.

    Guerra me llamáis, reviviendo mi bautismo en cada muerte, en cada charco de sangre ennegreciendo vuestra tierra. Guerra me llamáis aunque cuando os atrevéis a contemplar la eficacia de mi obra que también es la vuestra, pensáis que soy algo para lo que todavía no hay nombre. Un día que incluso yo desconozco me pediréis que finalice vuestra historia. Ese día, vuestro mundo quedará purificado porque ya no estaréis, y yo, guerra, moriré con todos vosotros.

    Mientras, seguid con vuestra quimera a la que llamáis Día Internacional de la Paz, estúpidos humanos de mierda.



16/9/21

66. Actrices y días de clase

    En el colegio, para estupor de compañeros, profesores y hasta del quiosquero, siempre pedía la plastilina negra. «No quiero la roja, ni la amarilla, ni la verde, ni la azul, ni la blanca, ni la marrón», les decía mi vocecita. «Quiero la negra, ¿me entendéis? La negra, la negra. Quiero la plastilina negra». Uno de aquellos días, en clase, las niñas confeccionaban en el suelo con actitud comedida un mural sobre la Navidad. Los niños, en ruidosa algarabía, moldeábamos la plastilina para crear las figuras que habrían de habitar el pesebre.

    De mis pequeñas manos surgieron oscuros nazarenos con los brazos arqueados, como si estuvieran sujetos a la yunta de unos bueyes. Otros tenían la espalda encorvada como escrupulosos arroceros cargando con los sacos en una sufrida jornada laboral. Una vez, el ejercicio de manualidades consistió en manipular la plastilina hasta dar con alguna cara, si más no, sonriente o que trasmitiera alegría. Y otra vez, para estupor de compañeros y profesores, creé semblantes de rasgos siniestros y torturados, como si hubieran nacido de las pesadillas más oscuras de Goya.

    Pasaron unos años y siguió mi predilección por el negro, a la par de que iba entendiendo de qué iba en realidad todo aquello. En aquella misma clase, dos chicos pugnaban, airados, delante de la pizarra con borrador y tiza en mano. Se trataba de decidir por unanimidad, si una incipiente Sharon Stone que aún no protagonizó Instinto básico (1992), tenía lo necesario para destronar a Kim Basinger del podio de la mujer más deseada. Los líderes de ambos grupos eran jaleados por sus vociferantes seguidores, mientras escribían en la pizarra los atributos de ambas mujeres para establecer comparativas. Kim Basinger ya había rodado 9 semanas y media (1986) y ganó aquella lid con merecimiento. Pero yo nunca he podido quitarme de la cabeza a Michelle Pfeiffer saliendo del ascensor en El precio del poder (1983).

    Por lo demás, sigo prefiriendo la plastilina negra. 

    Siempre la negra.


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