Qué sudorosa y extraña asignatura. Me pregunto a qué clase de mendrugo se le ocurrió unir la educación con la física. No es que de ello surgiera un término antagónico, pero sí algo chocante. Si eras un niño cachas o de anatomía precoz sacabas sobresaliente. Si no, no.
Recuerdo que los altos pegábamos un saltito y nos colgábamos de la escalera horizontal, desplazándonos de barrote en barrote en un balanceo simiesco y coordinado. Otros —cuyos nombres omitiré para evitar situaciones de escarnio— tenían que subirse a una falca de plástico para alcanzarla por no saltar de puro desánimo. Uno se colgó de uno de los barrotes quedándose rígido como un jamón curado. Enmudecidos, contemplábamos cómo la cara de aquel cuerpo inerte enrojecía. El profesor animaba diciendo: «Venga, no pasa nada. Primero un brazo y luego el otro». El ser inanimado cobraba vida y suplicaba: «¡No puedo! ¡Me sudan las manos, me sudan las manos!».
Había algunos más patéticos que pedaleaban como si ascendieran por una escalera invisible, quién sabe si con la esperanza de que sus codos se doblaran como por arte de magia. Otros incluso eran peores: pedaleaban con furia produciendo, por increíble que parezca, la inercia necesaria para lograr entrelazar ambos pies en uno de los barrotes hasta adoptar postura de hamaca. Mientras recuperaban el resuello miraban de izquierda a derecha, luego de arriba abajo, y con voz lastimera de quien está en un aprieto de vida o muerte, imploraban: «¿Y ahora qué hago? ¡Qué hago!».
Para quienes la han padecido, me hago cargo de que la justicia académica del bíceps es despiadada. Mientras algunos ejecutábamos, como fuelles utilizados por la mano de un dios inagotable, las diez flexiones que daban el aprobado, otros suspendían. Es decir: cero flexiones, un cero. Uno de los que se llevaba muy bien con el de las manos sudorosas, soportaba el peso de su escuálida anatomía con los brazos estirados, atento a la señal. El sonido del silbato llenó todo el pabellón, y el chaval flexionó los brazos hasta rozar el suelo con la punta de la nariz. Y a continuación el tórax y la pelvis. Y pegado a la pista se quedó como si la gravedad conjurara contra él. El profesor, paciente y profesional, le arengaba: «Vamos, tú puedes. Arriba». Pero el chaval, sin moverse un ápice y cara al suelo, exclamaba: «¡Tengo los brazos agarrotados! ¡No puedo, no puedo!».
Por supuesto, los que aprobábamos los ejercicios de la escalera así como las flexiones, ascendíamos por la cuerda en forma de escuadra. Un tercer incapacitado peleaba con la cuerda como si estuviera viva, y de manera inexplicable se quedaba anudado por los tobillos, colgado bocabajo como un vulgar trocillo de chistorra. Pero eso no era nada comparado con el momento en el que teníamos que saltar el plinto y el potro. Para sortearlos de manera normal e indolora, con el primero bastaba con tomar carrerilla, saltar en la rampa colocada en la base, y caer en la colchoneta del lado contrario con una fina y elegante voltereta. Con el potro saltabas en la rampa y abrías las piernas para no tronzarte la pelvis y caer de pie. Los negados tomaban carrerilla de manera tan impetuosa, que por un momento pensabas que lo iban a conseguir. Pero justo cuando debían saltar, salían rebotados con violencia en dirección contraria. Los menos afortunados, por alguna razón que nunca he logrado desentrañar, no se detenían y mandaban a tomar por culo potro, plinto, rampa y colchoneta incluida.
Eran torpes, sí. Pero también duros de cojones.
Uf!!!
ResponderEliminarMe has recordado las horrorosas horas de gimnasia en el Instituto. Qué suplicio! A mí no me gustaban nada. Yo era del sector torpe, pero más que torpe diría miedoso. Yo corría hasta el potro y me frenaba en seco al llegar a él, y en el plinto tres cuartos de lo mismo. Y la profesora que teníamos, muy profesional ella, para que aprendiéramos a perderle el miedo, nos obligaba el día del examen a pasar por debajo del potro a gatas, ya que no habíamos sido capaces de saltarlo, con las consabidas risas de los compañeros, claro está. Así era como me enseñaron a amar el deporte. Odiaba la gimnasia de aparatos y odiaba sentirme ridícula y ridiculizada. Menos mal que no llegó a traumatizarme y que no me afectó para que de mayor lograra amar el deporte, pero eso sí, haciendo el tipo de ejercicio que a mí me gusta, no el que me imponían. En fin, eran otros tiempos, y desde luego, no siempre los tiempos pasados fueron mejores.
Tienes toda la razón. Yo no me reía de ellos, a pesar del tono humorístico de la entrada. De hecho, es una especie de homenaje. Por otro lado, la cultura del esfuerzo en cuanto a la disciplina del cuerpo, la acepto: correr, flexiones, etc. Pero lo del plinto y el potro... No entiendo el porqué de esos aparatos de mierda
EliminarYo odiaba esos aparatos, podía hacer cualquier otra cosa, finalmente lo conseguía pero era un suplicio, algo que nunca entenderé, prefería correr un maratón. Tampoco entendía los suspensos en gimnasia, todos se merecían aprobar ya solo por intentarlo. Aunque hace unos cuatro años a mi hijo en el ultimo curso de la ESO, le pidieron una peonza para un ejercicio, ninguno la llevó y los suspendió a todos.
ResponderEliminar¿Para qué hostias quería el puto profe una puta peonza? ¿Qué coño de ejercicio era ese?
EliminarDespues de tanto leer termine riendo con ese final.
ResponderEliminarDe eso se trata. La risa es lo más. O casi.
EliminarLa más torturante de todas las asignaturas.
ResponderEliminarY la que da más sensación de pérdida de tiempo.
EliminarQué buen relato Cabrónidas. La verdad que los aparatos... nosotras teníamos la barra de equilibro, uf, con lo bien que se pasaba con el baloncesto.
ResponderEliminarPienso igual. Cualquier deporte con pelota era mejor que cualquier aparato de esos.
EliminarLa de pesadillas y recuerdos dolorosos que ha provocado el plinton a generaciones anteriores, ¿eh? Yo lo saltaba a lo loco. Veía a todas mis compañeras pasando mucho miedo en la fila hasta que les tocaba saltar y pensaba: "Yo si me tengo que dar una leche, me la doy. Pero esa angustia previa en la fila, ni de coña"
ResponderEliminarTe agradezco que me hayas desentrañado el misterio. Llevaba desde entonces preguntándome, jjj
EliminarHola Cabrónidas en mi caso ir a "clase de gimnasia" era un poco como el recreo, lo recuerdo con cariño. Un saludo.
ResponderEliminarHola, riquezaonline. Pese a que nunca tuve problema con dicha asignatura, no me gustaba nada. Y a los torpes pero duros, te aseguro que mucho menos. Para ellos suponía un mal trago del todo innecesario.
EliminarBufff, en mi puñetera vida pude subir la cuerda. Menos mal que metía los triples como churros y el profesor de gimnasia también era el entrenador de baloncesto que si no...Desde el punto de vista de la escritura, pues como siempre, marca de la casa, muy bien escrito y muy bien narrado. Un saludo.
ResponderEliminarHola, Merchán, gracias. La cuerda, pese a todo, era lo que más mal se me daba.
Eliminar¿Y lo de la coreografía en sexto? ¿A quién narices se le ocurrió que había que hacer una tabla con música delante de toda la clase?
ResponderEliminarBesos.
¡Vaya! Desconocía ese dato.
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