Confinamientos y pandemias aparte, es de lo más normal que animales, hijoputas y personas en general salgan a transitar la calle. Algunas lo hacen corriendo aunque no por ello les persigue la pasma o los acreedores. Otras pasean. Claro está, lo hacen por las aceras y las zonas peatonales. No como las personas de la tercera edad, que están de vuelta de todo y salen a la calle a combatir la incipiente osteoporosis, adueñándose de la calzada como si fueran los dueños de urbanismo. El porqué de tal enigma lo desconozco, pero es algo que me sobrecoge.
Por ejemplo, yo circulo con mi coche por las calzadas interiores, adoquinadas o alquitranadas de cualquier pueblo de la península —preferiblemente andaluz o costero—, con la música a un volumen aceptable para no parecer gilipollas. Según convenga a mi destino y atendiendo siempre al código de circulación, giro a izquierda o derecha hasta que me topo con una desordenada veintena de yayos y yayas con boinas y cabezas a lo afro canoso, indiferentes al riesgo de atropello y avanzando en ultralentitud en la misma dirección que yo.
Como es natural, me detengo. Y no porque varios de los paseantes que me obstaculizan, se giran y me dan el alto levantando sus gallaos con autoridad pastoril. Me paro para evitar una matanza, ya que lejos de apartarse, el temerario pelotón de carcamales me clava su mirada a través de sus gafas de sol como diciendo: «Dónde coño irá este "desgraciao"». En ese momento de presión escrutadora, reduzco el volumen de la música a niveles inaudibles en señal de respeto y les aguanto la mirada como diciendo: «Jodidos octogenarios inconscientes, ¡andad por la acera que al final os harán daño, coño!».
Cuando parece que han memorizado todas las arrugas de mi cara, la pegatina de la ITV y la matrícula del coche, se dan media vuelta y continúan con su lento peregrinaje como si yo fuera un espejismo. «¡Hostia puta con los vejestorios, que no me dejan pasar!». Y justo cuando me pongo en marcha, los ancianos vacilones, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, se abren a izquierda y derecha como hiciera el mar Rojo ante Moisés, anegando las aceras desiertas. Al borde del paroxismo, cuando por fin paso, lo hago al ralentí para disfrutar del momento, sintiéndome victorioso como si le hubiera ganado un duelo a Clint Eastwood.
Pero es una ilusión: a medida que avanzo hasta perderlos de vista, vuelven a invadir la calzada y a someterme a examen visual como asegurando: «En estas carreteras mandamos nosotros, cabrón de ciudad».
«Que no se te olvide».
Son todo un desafío de la paciencia infinita y una lección a tomarse la vida como una lenta carrera.
ResponderEliminarEstán a otro nivel de existencia.
EliminarLa gente mayor está de vuelta de todo. Yo quiero ser así cuando tenga su edad.
ResponderEliminarBesos.
Pero si te gusta salir a caminar con esa edad, mejor hacerlo por la acera, que por el alquitrán pasan coches:)
EliminarHay que tener mucho cuidado son lentos pero saben intimidar y no tienen miedo a nada.
ResponderEliminarCierto como la vida misma.
EliminarAveces se aprovechan de su edad, pero no todos, hay quienes caminan por la acera............ Saludos,.
ResponderEliminarSí, hay algunos que dan ejemplo y no morirán por atropello.
EliminarYo ya voy a empezar a aprovecharme, ya me toca. Todo tiene sus ventajas 😊
ResponderEliminarRecuerda: por la acera. Por un paseo seguro.
EliminarEres un observador social total. Creo que todos hemos vivido experiencias similares. Siempre me digo ¿seré así yo también cuando me haga mayor? Bueno, más mayor quería decir.
ResponderEliminarYo, supongo que seguiré con mis pateadas urbanas mientras pueda. Pero por la acera. Siempre por la acera.
EliminarSaludos desde Andalucia
ResponderEliminarHola. Saludos.
Eliminar"Pelotón de carcamales", buena definición para una gran variedad de situaciones jajaja
ResponderEliminarEn este caso, dicho con cariño, eh. :)
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