20/3/23

223. Oscura Infección 2

   Cuando entramos en mi habitación, la persiana estaba subida y las cortinas descorridas. El sol del atardecer incidía como una bendición sobre mi escritorio. El chamán se acercó hasta él y con seriedad profesional olió el teclado, la pantalla, la torre y el rúter. Cuando acabó, contuvo un estremecimiento e hizo un barrido ocular por zonas de la habitación que yo nunca miraba, como por ejemplo el techo.

    Sin palabras, me empujó hasta colocarme en una de las esquinas de la misma. Luego sacó un ungüento de su raída bolsa con el que trazó un amplio círculo en el suelo, en cuyo centro se sentó, frente al escritorio. De seguido, guardó el ungüento y extrajo un montón de huesos de vete a saber qué criatura. Los lanzó al suelo sin que salieran del círculo; leyó algo en ellos, cerró los ojos e inició una inquietante letanía en una cadencia neutra. Al rato, la temperatura ambiente descendió varios grados y el chamán empezó a balancearse. De pronto, las bombillas de la habitación estallaron una por una, y el chamán aumentó la velocidad de su balanceo y el volumen de su oscuro cántico.

    Aquel enfrentamiento paranormal se recrudeció. Pantalla, teclado, rúter y torre empezaron a temblar tanto más que yo. El chamán sacó de su bolsa una sonaja en la que vi, adheridos, pequeños puñados de plumas, pelos y dátiles humanos. Sin ceder a su obsesivo balanceo e invocación, con la sonaja empezó a trazar arcanos signos en el aire,  apuntado a los temblorosos aparatos infectados. Estos empezaron a humear al tiempo que unas grietas aparecieron en techo y paredes. El chamán se levantó como quien emerge de un fondo lodoso, sostuvo la sonaja como un mandoble y acrecentó el volumen de su salmodia. La sonaja chamánica combustionó, el chamán la soltó con un grito, y mientras esta se calcinaba, echó mano a su bolsa y sacó una botella llena de un líquido transparente. 

    Si bien creo que no hay que beber en horas de trabajo, en aquel momento estaba de acuerdo en que necesitábamos un trago, o algo mucho más duro. Pero el chamán se amorró la botella y en lugar de tragar, para mi sorpresa, pulverizó el brebaje cual potente aspersor sobre los humeantes componentes poseídos, los cuales aumentaron su antinatural estremecimiento, al tiempo que un hedor inmemorial impregnó el aire y una estruendosa resonancia plañidera inundó la habitación de forma in crescendo hasta ensordecernos.

    Yo me agaché contra la pared, tapándome los oídos en un intento de desconectar de aquella caótica disonancia. Entonces, la estridencia de aquel lamento sobrenatural, como agua por un sumidero, fue menguando de forma progresiva por un vacío indeterminado de la habitación, hasta dar paso a un silencio y una quietud absoluta. Todo había acabado, aunque yo seguía sin poder moverme. El chamán, sudado y del todo agotado, recogió y metió en la bolsa sus enseres chamánicos. Se acercó a mí con una débil sonrisa y palmeando mi cara con afecto, me dijo: «Todo bien ahora. Esto tuyo». Y me ofreció un pergamino tan viejo como él, anudado con un estrecho cordel.

    Lo acompañé hasta la salida y abrí la puerta. Había anochecido y una luna soberana presidía la calma nocturna del barrio. El chamán me miró con seria fijeza y señalando el pergamino dijo: «No abrir hasta 1 de enero de 2007». De la seriedad pasó a la sonrisa, dio media vuelta, y se alejó calle abajo hasta que la espesa niebla de la noche lo engulló como si fuera el vestigio de otro tiempo. 



16/3/23

222. Oscura infección

    Yo no quise ver nada de todo aquello, os lo aseguro. Solo alguna que otra foto de Gillian Anderson enseñando las tetas. Y navegué, navegué y navegué por la red, en busca de imágenes que nunca encontré porque por aquel tiempo no existían, o bien estaban vetadas por la propia actriz. Lo que sí existe es el software malicioso y, más por ignorancia que ineficacia de mi antivirus, aquel día se adueñó de mi ordenador por completo.

    Las primeras páginas a las que me llevó la lógica algorítmica del buscador, mostraban un sinfín de desnudos parciales e integrales de actrices y cantantes femeninas, así como metrajes concretos de las películas eróticas en las que aparecieron. Pero nada de Gillian, salvo fotos seductoras y algún que otro burdo montaje pornográfico. Más por curiosidad que esperanza, hice clic en uno de esos montajes y me vi inmerso en un inabarcable mundo audiovisual de sexo polimorfo y multidisciplinar, en el que no había lugar alguno para la imaginación, por portentosa que esta fuera.

    En un segundo clic, las páginas siguientes ofrecían más de lo mismo, con la turbadora peculiaridad de que sus protagonistas presentaban grotescas malformaciones y amputaciones. Hice un tercer clic para cerrarlo todo y empezar de nuevo, y como una sucesión de flashes fotográficos, aparecieron cientos de archivos venidos de un inframundo de sexo no normativo, malsano y barroco, en el que una correosa mezcolanza de heces, orina y vómito, abundaba junto con los fluidos propios del apareamiento. Otros, de superior crudeza, exhibían formas tan explícitas y enfermizas, como salvajes e incorrectas de amar a los animales.

    Había llegado a un punto límite y el disco duro emitía lamentos electrónicos en su intento de procesar toda aquella depravación. Entonces, el ordenador se reinició por sí solo y dejó de ser mío. Mi buscador habitual desapareció por otro de nombre impronunciable. Con mis escasos conocimientos, intenté revertir aquella espantosa infección, y el nuevo buscador sustituyó toda aquella escabrosidad carnal, por una truculenta pesadilla de violencia manifiesta y gratuita, cuando no, una repulsiva casquería de muerte y descomposición humanas.

    Estaba claro que necesitaba ayuda, y urgente. La busqué en experimentados informáticos y reputados gurús. Pero todos fracasaron aun formateando el disco duro. Algunos de ellos, pálidos y con el ánimo dañado, me miraban con lástima y aversión, se levantaban de la silla giratoria, me deseaban suerte, y sin mirar atrás huían de mi casa sin apenas esquivar los muebles que había al paso. 

    No sé hasta dónde llegaron los ecos de mi calamitosa situación que, al cabo de dos semanas, contactó conmigo un vetusto chamán japonés más arrugado que el papel de aluminio usado. En un chapurreo un tanto cómico de mi idioma, me explicó que hacía tiempo me esperaba y que su intención era ayudarme a sanar de forma altruista, ya no mi ordenador, sino también mi mente. Dicho sea de paso, bastante deteriorada de serie. Yo pensé que con toda la bajeza abisal que había visto en los últimos días, ya nada podría sorprenderme y mucho menos asustarme.

    Qué equivocado estaba.




13/3/23

221. Glotofagia

    Manuel Fraga decía lo que le daba la gana. Es una de las ventajas de pertenecer al bando ganador. En 1967 dijo «¡Hay que decir español y no castellano! El español es la lengua de todos. Se ha transformado en la lengua de España!».

   Antonio Cánovas del Castillo, ante la dificultad de definir la nacionalidad española en la redacción del proyecto de Constitución de 1876, dijo: «Ponga que son españoles los que no pueden ser otra cosa».

    Doncs això, que cadascú acosti la sardina a la brasa que li surti dels collons.

    


 

9/3/23

220. Cuando estalló la bomba

    Cuando estalló la bomba nos enteramos por televisión y radio. Ocurrió en esa clase de país del que nunca oyes hablar, situado a miles de kilómetros de cualquier sitio. Quizá por eso nos importó tan poco. La presentadora que dio la noticia, que nunca es gorda ni fea, habló de dos o tres millones de víctimas inmediatas, más los cientos que lo serían a largo plazo debido a la radiación. Tampoco nos sorprendió que aquel mismo día fuera trending topic el vídeo en el que un futbolista de élite, valorado en cien millones de dólares, anunciaba su homosexualidad. 

    Al día siguiente, en varios platós de televisión, los llamados periodistas de investigación hablaron sobre ese país devastado. Claro está, siempre de acuerdo con la ideología del amo del periódico para el que se prostituyen. Al parecer, la bomba estalló en un país incivilizado carente de una democracia sólida, como por ejemplo la nuestra (jajaja). Supongo que el hecho, entre otros, de que allí los niños empuñaban fusiles de asalto con la mirada del demonio en el fondo del ojo, tenía algo que ver. Al menos en mi país los niños no hacen eso, salvo tirarse al vacío desde un tercer piso antes de cumplir los quince. Y también somos mucho más civilizados, puesto que antes que un disparo, oirás el llanto de un bebé desde el fondo de un contenedor de basura.    

    Por supuesto, en aquel trozo de tierra pasaban muchas cosas, y al segundo siguiente dejó de pasar todo, tan pronto el hongo destructor se erigió como un gigante. El tiempo se detuvo y el día nunca llegó a ser noche. Miles de promesas quedaron incumplidas. Miles de muestras de cariño y odio quedaron inconclusas. Miles de deseos no llegaron a consumarse. Miles de risas, gritos y llantos fueron acallados. Miles de enfermos terminales por fin encontraron la paz que se les negaba. Miles de vidas uterinas no llegaron a ver la luz. Miles de mal nacidos por fin fueron barridos. Miles, miles y miles de almas se apagaron como velas al soplo del aire. 

    Pero nuestras auras, tan alejadas de aquel genocidio, siguieron brillando con más o menos intensidad, y al segundo o tercer día lo olvidamos por completo. Había que seguir viviendo y además, ahora era trending topic aquella cantante ganadora de diez premios Grammy, que por fin colgó en sus redes la fotografía del lunar de nacimiento que decía tener justo al lado del coño.


6/3/23

219. Tecnología y vida

    Como cinéfilo y lector devoto desde ni me acuerdo, rebobino atrás sin tener que retroceder en demasía, y constato que novelistas y guionistas no previeron en absoluto. 

    De acuerdo que siguen sin existir cápsulas espacio-temporales; de androides antropomorfos que se encarguen de las tareas agradables y desagradables, tampoco. De naves voladoras en sustitución de los vehículos a ruedas, nada de nada. Y eso que vivimos en el siglo XXI, una época que ya debiera ser la de las colonias en Marte y el teletransporte. Pero hasta donde yo he leído, no predijeron internet tal y como lo conocemos.

    Por consiguiente, cuando alguien escribe sobre el porvenir tecnológico, se arriesga a caer en la obsolescencia, y por ello resulta absurdo el término «nuevas tecnologías». No solo porque nos movemos en el terreno de lo fugaz e inmediato, sino porque la tecnología, al igual que la ciencia, siempre están en constante movimiento hacia adelante.

    Cada vez que se me acaba la permanencia, la empresa a la cual pago para que me provea de banda ancha, me llaman con la intención de convencerme para que cambie el móvil por otro más pequeño o más grande, pero siempre más versátil y más caro, además de aumentar las prestaciones de mi servicio contratado. Los autores que menos arriesgan, o los más prudentes (según se mire), evitan meter la pata arrastrándonos con sus historias a paisajes postapocalípticos, donde la tecnología fue la canción de una era remota y la Humanidad ha de reaprender a salir adelante sin ella. 

    Hasta donde nos permiten saber, los humanos no han aterrizado sobre superficie extraterrestre, por suerte para ese planeta. Ningún replicante con apariencia de Daryl Hannah compartirá un día conmigo, pero disponemos de una tecnología con la que ni soñábamos hace unos pocos años. De hecho, nos resulta imposible entender la vida sin ella, y mucho menos la de aquellos a quienes no ha llegado. 

    Yo soy como tú y como todos vosotros: uno más de toda esa adocenada colectividad mundial de hongos que teclean, abstraídos, sobre la pantalla retroiluminada de sus móviles, tablets y ordenadores. Mientras lo hago, pienso en todas las actividades que requieren de la tecnología, en mayor o menor medida: economía, educación, salud, arte (sea lo que sea tal cosa), ¿el amor?... Como si fuera lo más importante, paseamos el dedo por la pantalla mientras hacemos, o no, cualquier otra puta cosa.

    Los cables están al borde de la desaparición ya que tenemos las ondas para interactuar, y en los espacios virtuales nos desenvolvemos con absoluta naturalidad, aunque para ello tengamos que recurrir, todavía, a artefactos ópticos. Hemos dejado de ser simples espectadores de todo aquello que se nos cuenta, para ser copartícipes directos de las historias. 

    Nunca tanto como hoy y mañana, sentimos ser el personaje que nos representa o decidimos ser. Creo que algún día llegaremos a controlar con la mente, diminutos ingenios que nos permitirán recrear con precisión quirúrgica nuestro entorno y paisajes imaginarios. O quizás, mas temprano que tarde, alguien despierte sudoroso de un mal sueño y, como hiciera Charlton Heston ante el símbolo ruinoso de una mentira, constate horrorizado que al final todo se fue a la mierda.



2/3/23

218. Soñando

    Cae la noche y me vuelvo a dormir con el deseo de que al día siguiente el mundo sea mejor.

    El principio del sueño siempre es igual: toneladas de chatarra orbitando alrededor de un planeta precioso de color azul, con una basta extensión de tierra sembrada de verde. A partir de ahí quiero soñar con la bondad del ser humano y obviar su otra mitad como si no existiera. Quizá si me esfuerzo, incluso pueda soñar a qué huelen las nubes si me rasco el cojón izquierdo (porque soy zurdo) frente a una aurora de cuento de hadas. 

    Pero sueño con continentes asolados por pandemias y farmacéuticas negociando con la muerte, mientras unos pocos millones de privilegiados acceden a la vacuna. Sueño con volcanes en erupción, terremotos y tsunamis, como castigo sin distinción a la soberbia de quienes osan desafiar las leyes fijas e inalterables de la Naturaleza, por mantener su oligopolio en un porcentaje millonario en bolsa, haciendo del planeta un vertedero.

    Sueño con dirigentes honestos abatidos por el disparo de un francotirador. Y con jueces imparciales inhabilitados por el propio poder que representan. Sueño con psicópatas, electos o no, dirigiendo a su antojo el devenir de los países y enfrentando a sus estúpidos habitantes, intoxicados por valores patrios y abanderados códigos de honor que nunca fueron tales. Sueño que a edades tempranas educan a las mentes futuras para que cometan los mismos errores seculares, negándoles verdadera elección, sometiéndoles el alma y encadenando su ilusión.     

    Sueño con el fracaso de las sociedades a todos los niveles, estructuradas en la doble moral, la mentira y la desigualdad. Sueño que aumenta el nivel de esclavismo de la mafia empresarial, convirtiendo la conciliación familiar en un lujo. Sueño en por qué año tras año crece la cifra de los que se arrojan al abismo. Sueño en por qué somos incapaces de desembarazarnos del ego y realizar un profundo cambio interior para darle la vuelta a todo esto y empezar de nuevo. 

    Sueño y sueño hasta que despierto, sudoroso, preguntándome por qué soy incapaz de abstraerme de toda esa realidad como haces tú, cuando nuestras vidas son más o menos iguales. Al igual es que ni quiero ni lo necesito. Al igual es que nunca lograremos abrir esa puerta.

    Ha amanecido y nada ha cambiado. 



27/2/23

217. La brigada de los huesos

    No hace falta que cambies de acera cuando nos veas venir de frente. Te esquivaremos como espíritus burlones sin apenas rozarte, mientras te preguntas por qué llevamos esas pintas y a dónde vamos con ellas. Te respondería que voy con los míos a movernos con el viento y a tocar el cielo. Y si tampoco te explicas cómo es que parecemos tan unidos y felices, te respondería que cuidamos los unos de los otros porque siempre hay más de una mano tendida después de una caída. Por eso nunca tenemos miedo ni hay superficie en la ciudad que no nos conozca. Cuando estamos encima del monopatín, el mundo parece crecer de tamaño al igual que nuestros corazones. Bajo el sol o la lluvia a eso vamos: a patinar para sentirnos vivos; a patinar porque si no morimos.



23/2/23

216. La bendición

    Las creencias del abuelo Ursucino están basadas en la razón, el empirismo y la ciencia. Pero como todo hombre sabio, se muestra receptivo a otras disciplinas aunque estas sean contrarias a sus convicciones. Así nos los demostró en el pasado, cuando hizo uso de un mundo místico y peligroso, pero efectivo si se practica desde el respeto y la prudencia. 

    Ahora vuelve a ser el centro de las habladurías desde que ha dejado de comprar sus medicamentos. Todos los habitantes enfermos del pueblo más sus familias, y sobre todo el médico y los propietarios de la farmacia, que necesitan de la dolencia y enfermedad ajenas para vivir, lo miran con recelo. Saben que si el abuelo Ursucino ya no se medica, no es porque se haya abandonado a la muerte, por pobreza energética o pensión indigna como la mayoría de sus coetáneos, no. 

    Todo lo contrario: ahora el abuelo Ursucino come cinco veces al día sin atender dieta alguna, y las dos comidas más potentes de esas cinco son propias de un atleta. Esos chismosos amargados están convencidos de que si el abuelo Ursucino, como parece, ya no padece de gastritis crónica, es porque ha vuelto a recurrir a fuerzas sobrenaturales. En parte es verdad: qué sorpresa se llevarían si supieran que lo único que hace es bendecir la comida antes de cada ingesta y creer que eso sirve de algo.

 


20/2/23

215. Días extraños en Rumanía 5. Epílogo

    No son pocas las veces que he estado a punto de castrar a ese condenado muchacho. En esos momentos rememoro el día en que me salvó de la disciplina esclavista de tío Vasile y hermanas, poniendo en peligro sus propios intereses de fuga. Ahora es un miembro más de la familia, que siempre es lo primero. Y yo, sin ser jardinero, siempre cuido de mi propio jardín. Ustedes ya me entienden. 

    Después de aquello, mi negocio empezó a crecer y le ofrecí la posibilidad de formar parte. A cambio de comida y alojamiento, él solo tenía que transportar hasta mis aposentos el dinero sustraído. Pero durante el periodo de prueba no me trajo más que disgustos. A veces bebía de más, y ante la concurrencia que fuera, presumía con alarmante indiscreción de que su trabajo era especial. Incluso una noche atropelló a uno de mis empleados en plena faena, causándome pérdidas enormes, incluidas el coche. 

    Mis informadores no paraban de decírmelo: «Gran Jefe, ese chico no sabe mantener la boca cerrada ni está preparado para una vida tan intensa. Tenga su cinta de cuero. O mejor: deshágase de él». Tuve deseos de hacerlo, no crean, pero le debía una oportunidad. Una de la que escapó airoso por los pelos. Aún hoy me despierto sudoroso, agarrado a mi cinta de cuero y gritando su nombre, maldito sea.

    Desde aquel día supe que lo mejor era tenerlo tan cerca de mí como fuera posible, así que lo invité a que se mudara a la mansión. Él aceptó y en señal de agradecimiento me regaló un jamón de pata negra. No esa basura plastificada que venden en los grandes almacenes, no. Sino esa clase de jamón que al catarlo te eleva del suelo, te hace cerrar los ojos y brotar las lágrimas. 

    El caso es que con el jamón también me traje los problemas a casa.

    Esa misma semana montamos en la mansión una fiesta por todo lo alto. Bebimos mares de Tuica, cantamos canciones rumanas populares hasta la afonía y disparamos toneladas de munición ofrendada al cielo. Noche de felicidad y futuro incierto. Aquel descerebrado bebió tanto licor como agua derramada en el diluvio bíblico y cuando se acabó la Tuica, quería invitarnos a cerveza robada, que según él sabe mejor.

    Me informaron de que ya lo había hecho otras veces en fiestas posteriores. El muy granuja saboteaba el reproductor de música y mientras el barman volcaba su atención en el cableado del aparato, irrumpían en el almacén cuatro muertos de hambre contratados por él, y a los pocos minutos salían con las cajas de cerveza cargadas sobre el hombro. Condenado muchacho, durante un tiempo creí que aquellos cascos de cerveza vacíos eran de mi propiedad, y no de los clubs de las bandas organizadas con las que tengo serios acuerdos. Tuve que mediar en persona para que la ciudad no se tiñera de sangre. 

    Ahí no acabó todo.

    Una noche lo vi llegar desde uno de los ventanales superiores de la mansión. Iba montado en una bicicleta que conducía como un pollo sin cabeza, con una chica entre sus brazos y el manillar, que se cubría los ojos y no paraba de reír. Cuando cayeron al suelo, la chica siguió riéndose con el pecho fuera sin poder levantarse. El muy bastardo sí lo consiguió, y se meó en los setos que adornan la entrada de la mansión y vomitó en las escaleras, mientras la chica lo señalaba desde el suelo sin parar de carcajear.

    Aquella misma noche tuve que hacer varias llamadas comprometidas y preparar un par de maletines con destino al Palacio de Cotroceni, cuando supimos que aquella pobre muchacha era la hija del presidente. No podía creerlo: ese condenado estúpido había vuelto a poner en entredicho mi reputación.

    ¿Saben qué es lo peor? Que desde ayer mi pequeña ha empezado a salir con él. Y no puedo soportarlo, por mucho que tampoco puedo negar lo que presencié aquella madrugada en la que las pelotas del muchacho estuvieron a punto de ser historia. Ahora me doy cuenta de que fue un error; quién iba a pensar... Si mi mujer estuviera viva... Ella siempre sabía lo que hacer; tenía todas las repuestas. Y ahora mi pequeña está con ese idiota en algún lugar de la ciudad. No negaré que siento cierto afecto por el chico: la fuga, aquel jamón... Pero ya no me queda más capacidad de perdón, por lo que aquí estoy, con mi cinta de cuero entre las manos, a la espera de su regreso con sabe dios qué problemas.

    En fin... Creen que exagero, ¿verdad? 

    Jajaja, ustedes no conocen a Cabrónidas como yo. 


16/2/23

214. Días extraños en Rumanía 4

    Nos levantamos una hora antes de que el sol despertara. Como nos esperaba un desgaste físico considerable, con extrema coordinación, entramos en la despensa contigua a la cocina, y llenamos nuestras mochilas con botellas de agua y barritas energéticas de chocolate. Luego fuimos al garaje y nos hicimos con una bomba de aire y aerosol engrasador. Cuando ya teníamos todo, nos miramos, asentimos, y salimos al exterior, silenciosos y abrigados, dirección al cobertizo en fila india como una experimentada guerrilla en misión ultrasecreta.

    Mientras Dragosi cuidaba de nuestras provisiones y vigilaba nuestras espaldas, Fiorenzo y yo inflábamos las ruedas y engrasábamos las cadenas de las bicicletas. No temía por la aparición de las hercúleas hermanas —al menos de momento—, cuya vigoréxica dedicación a las pesas se traducía al final del día en un sueño profundo y prolongado. Pero estaba intranquilo, y no sé si era por la helada mirada de Dragosi, las impredecibles idas y venidas de tío Vasile, o los inexpresivos rostros de los maniquíes, que daban la sensación de querer delatar nuestra posición en cualquier momento, en un alarido unísono, agudo y demencial.

    Los primeros rayos solares despuntaron, y un enorme manto de luz empezó a anegar la basta extensión que nos rodeaba. Decidimos sacar las bicicletas del cobertizo y continuar con su puesta a punto bajo aquel sol reparador. Nuestros alientos se disipaban en el frío de la nada invernal, cuando de pronto, oímos un estridente clangor de sonoridad circense, de la que una sobresaltada bandada de pájaros se hizo eco, alejándose de las copas de los árboles en un repentino aleteo hacia las alturas. Aquel sonido, tan odioso como conocido, vino acompañado de los enajenados improperios en rumano de tío Vasile. Con su indumentaria habitual, iba colgado a la espalda de una de sus tres hermanas, que cargaban contra nosotros como locomotoras a máxima potencia, profiriendo inconfundibles gritos de guerra con inhumana determinación.

    En un gesto maquinal de pura supervivencia, me monté en mi bicicleta al igual que Fiorenzo en la suya, y salimos de allí como el silbido de una bala. Habíamos cubierto casi cien metros de terreno, cuando caímos en la cuenta de que nos habíamos dejado a Dragosi, que no paraba de maldecirnos como un poseso. Dimos media vuelta de inmediato, consiguiendo llegar antes que Tío Vasile y hermanas, que seguían acercándose. Fiorenzo, con tanto arrojo como desatino, empezó a apedrearlas para darme tiempo, mientras que aquel maldito enano seguía escupiendo veneno en rumano. Yo, con máxima concentración, eché mano a su pequeña bicicleta y fijé los ruedines, reajusté la altura del sillín, gradué el ángulo del manillar y del retrovisor, comprobé la presión de las ruedas y los frenos, reapreté la bocina en forma de patito de goma —amarillo, no negro—, le colgué la mochila a la espalda con fingido amor de padre y le apreté los mofletes.

    Dragosi me echó a un lado de malas maneras y se montó en su bici como quien monta a caballo, y Fiorenzo y yo hicimos lo propio. Casi podíamos sentir el aliento de Tío Vasile y hermanas. Con solo alargar los brazos podían asirnos del pescuezo. Pero hicimos acopio de coraje en gritos adrenalínicos, sacando fuego de los pedales sin mirar atrás. Y la desafinada cacofonía de viento de tío Vasile, al igual que los gritos de frustración de las forzudas hermanas, se hicieron más débiles a medida que aumentamos la distancia entre ellas y nosotros; entre el caserío y la llanura; entre aquella pesadilla y la libertad.

    No sabíamos el rato que llevábamos pedaleando, hasta que empezamos a desacelerar de puro desfallecimiento, hasta detenernos. Lo habíamos conseguido. Estábamos jadeantes, parados en un ancho camino terroso rodeado de zona boscosa, bajo un cielo limpio y puro. Entonces bebimos agua, sacamos una barra energética de la mochila, nos miramos, y estallamos en sonoras carcajadas. Todas las que no pudimos gastar en aquel mes oscuro y alguna más. Parecía que no se iban a acabar nunca cuando, de repente, Dragosi se cayó de la bici, y enmudecimos. Y al segundo siguiente las carcajadas se intensificaron, rayanas en la locura.

    Y quizá era eso, que nos habíamos vuelto locos. Cómo no estarlo, cuando un destino tan incompresible como inesperado, decide cruzar las vidas de tres desconocidos de forma tan singular y colocarlos en manos de la opresión campestre.

    Era mediodía cuando llegamos al borde de un llano desde el cual, a lo lejos y en declive, divisamos Bucarest, la ciudad de Dragosi: magnífica y llena de posibilidades. Desde donde estábamos daba la sensación de que era nuestra y que podíamos hacer con ella lo que quisiéramos.  

    Fuimos hacía allí en silencio, pedaleando despacio. Y por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que nada podría salir mal.


13/2/23

213. Días extraños en Rumanía 3

    Mis primeros contactos con la mafia rumana empezaron a fraguarse de la forma más inopinada. Aquellas vacaciones aventureras recién iniciadas, me condujeron hasta la propiedad de tío Vasile. Un terrateniente viejo, escuálido y delirante, poseedor de un arraigado patriotismo, que regentaba, junto con sus tres hermanas culturistas, un lúgubre caserío a las afueras de la mágica ciudad de Bucarest. Tío Vasile alquilaba habitaciones a mochileros y estudiantes por una cantidad que quedaba fijada durante un acalorado regateo.

    Lo que el engañoso anuncio de tío Vasile ocultaba, es que se paseaba con actitud militar por todas las inmediaciones de sus dominios, ataviado con un casco de aviador de la Primera Guerra Mundial, unos gallumbos de color nicotina, y unas deslustradas botas de media caña, impartiendo con estridencia y enérgicos movimientos de fusta, órdenes en rumano a no se sabía muy bien quién. De igual forma, irrumpía en tu habitación en mitad de la noche, desbocándote el corazón con un disonante toque de corneta. Y lo que era peor: te obligaba a duras tareas de mantenimiento en su fangosa hacienda, bajo la férrea vigilancia de sus musculadas hermanas.

    Yo tenía todo el cuerpo cubierto de sudor, cuando acabé de podar los descuidados arbustos del decrépito jardín de tío Vasile. En ese momento, se me acercó un muchacho de voluminoso cabello rizado que, de ser un día de sol, lo hubiera eclipsado por completo, y un enano rapado al que había que mirar dos veces para cerciorarse de que era real. Me sorprendió no haberlos visto antes, pero la propiedad de tío Vasile y hermanas era extensa, y tampoco me dejaban levantar cabeza de los penosos trabajos a los que me sometían.

    Uno de ellos se presentó como Fiorenzo, mientras que el otro respondía al nombre de Dragosi. Ambos se apañaban bien con mi idioma y, al igual que yo, llevaban una semana de presidio en aquel insalubre lugar. 

    En los días siguientes confraternizamos en la medida que pudimos. Así supe que Fiorenzo, natural de Italia, era otro inocente mochilero con muy mala suerte, que me enseñó todo lo que se debe conocer de dicho país: que en efecto, el secreto que me desveló está en la masa, que el risotto es un ataque de risa, que ningún habitante de Venecia sabe nadar, y que la Cosa Nostra iba a ser un equipo de fútbol que al final derivó en el AC Milán.

    Por mi parte, le enseñé a bailar la sardana y le confesé el secreto de la pigmentación de la piel de La Moreneta. Le hice entender que debía suplir sus audiciones musicales de Laura Pausini y Eros Ramazzotti, por algunas de KOP y Crisix. Y le descubrí la butifarra catalana y el pa amb tomàquet.

    Con Dragosi, en cambio, mantuve la distancia. Su mirada era la de un lobo ártico y, pese a su tamaño, daba la incómoda sensación de que iba a saltar sobre ti de un momento a otro. Aparte, no paraba de realizar amenazadoras manualidades con una cinta de cuero de la que nunca se desprendía. Tan solo nos contó que las atléticas hermanas de tío Vasile, lo secuestraron por orden de este, cuando descubrieron que era un mafioso en ciernes que, en un futuro, podría hacer peligrar la fraudulenta tapadera de la que éramos víctimas.

    No recuerdo con exactitud qué día era, cuando estábamos cortando leña como aizcolaris dementes, y Dragosi se detuvo diciendo que aquello no podía continuar. Que llevábamos un mes de cautiverio y que, con toda probabilidad, era el mismo tiempo que sus hombres llevaban buscándolo, sin resultado alguno. Nos miró a Fiorenzo y a mí con seriedad, y sentenció que era hora de unir fuerzas y elaborar un plan de escape.

    Los caminos que circundaban nuestra prisión eran numerosos y harto accidentados, por lo que necesitábamos algún tipo de transporte. Salvo dos tractores con peor aspecto que su propietario, no veíamos otros vehículos de motor que pudiéramos utilizar. Entonces se nos ocurrió mirar por la sucia ventana de un destartalado cobertizo, situado en la parte más alejada del caserío, y descubrimos que en su interior, cubiertas por una amplia telaraña, se amontonaban unas oxidadas bicicletas, junto con unos inquietantes maniquíes, desmembrados unos y descabezados otros.

    Así pues, el plan que urdimos no es que fuera sencillo, sino el único posible: a primera hora de la mañana nos fugaríamos de aquel maldito lugar, pedaleando como si nos persiguiera el mismísimo infierno. Cuando llegó la noche, deseando que fuera la última, volví a acostarme en la cama de mi celda sin barrotes, y me sumí en un sueño intranquilo en el que no cesaba de preguntarme:

    ¿Qué podría salir mal?



9/2/23

212. Días extraños en Rumanía 2

   Klaudyna era una preciosidad de cautivadores ojos azules y parca en palabras, criada en un bonito pueblo al sur de Rumanía, ajena a los turbios negocios de su padre. Aquella noche bebió más que los peces del villancico, hasta el punto de que su engañosa timidez se esfumó en favor de un huracán en absoluta desinhibición. Nunca había visto nada igual. Cuando soy yo el que bebe de más, acabo suplicando a las camareras que me pongan las tetas en la cara. Klaudyna, en cambio, estaba en un nivel superior.

    En medio de la pista de baile, cual demonio con apariencia de diosa joven, Klaudyna se humedecía los labios, contoneaba la pelvis con obscenidad, se acariciaba los pezones y besaba con ardor, sin hacer distinciones, a cualquier forma de vida que osara rondar su espacio vital. Yo estaba tan intranquilo como convencido de que la situación se estaba descontrolando, por lo que decidí llamar a los hombres de Dragosi antes de lo acordado.   

    Con algún que otro forcejeo, conseguí acomodarla en un sofá, al lado de un holandés de mandíbula desencajada que, de haber podido, le hubiera relamido con fruición los sudorosos sobacos. Fui al guardarropa a por nuestras prendas de abrigo y cuando regresé, pasados tres minutos, en el sofá solo encontré al holandés con su grotesca manifestación de bruxismo inducido, incapaz de pronunciar palabra. 

    Hostia puta, mierda y joder. klaudyna había desaparecido y los hombres de Dragosi llegarían de un momento a otro. Pensando en iniciar una nueva vida en el Punto Nemo, salí del club como una manguera de aire, cuando de pronto, ya en la calle, un par de matones del Gran Jefe me interceptaron a la carrera, elevándome del suelo de forma gradual hasta que me vi corriendo en el vacío. Y así me llevaron hasta el coche, aparcado a unos quince metros de distancia, ante la atónita mirada de la multitud trasnochadora que ocupaba las aceras. 

    Al cabo de media hora de trayecto, volvía a estar en la mansión de Dragosi, ante su gélida mirada, que parecía caer sobre mí desde todas direcciones, aplastándome. A sus dos preguntas, solo pude responder que no sabía dónde estaba su hija, y que sí sabía lo que eso significaba. De modo que ordenó que la poda escrotal se realizara en el piso que me tenía cedido. Yo me vine abajo porque, aun estando seguro de que él activaría un dispositivo de búsqueda, al margen del resultado, también lo estaba de que mis testículos se iban a quedar en manos de la mafia rumana como dos huérfanos desvalidos, por lo que regresaría incompleto a mi Cataluña natal, en calidad de eunuco y con voz de castrato. 

    Con eso negros pensamientos martilleando mi cabeza, llegamos al tramo final. Detrás de mí, el Gran Jefe ordenó a su par de matones que me dejaran en el suelo para que yo pudiera abrir la puerta. Por más que me palpé no encontré las llaves, así que, no sé cómo, en algún momento de aquel embrollo también las perdí. Dragosi gruñó y sus matones tiraron la puerta abajo. Y ahí, al otro lado, estaba Klaudyna recién duchada, con el largo cabello todavía húmedo, saboreando sin el menor atisbo de sorpresa un plato rebosante de mis cereales chocolateados. 

    En ese mismo segundo de reconocimiento, me lleve las manos a mi comprometido escroto en un gesto instintivo de esperanza; los dos pétreos matones de Dragosi se quitaron las gafas de sol, no fuera aquello una ilusión; y este último, cual hábil prestidigitador, hizo desaparecer la cinta de cuero de sus manos enguantadas.

    Aun vestida con una raída sudadera que sobrepasaba tres veces su talla, Klaudyna seguía resultando arrebatadora. Nos dirigió una mirada en la que se concentraba el peso de una intensa resaca. Pero fue a mí a quien sonrió como el sol a la mañana, y guiñó un ojo cómplice cuando alzó la mano e hizo tintinear las llaves del piso. Dragosi volvió a gruñir, y yo no pude más que convencerme de que, si bien nunca hay que hacer tratos con el diablo, cuando menos te lo esperas, a veces va y se pone de tu parte.



6/2/23

211. Días extraños en Rumanía

    Durante un frío invierno de un año lejano estuve viviendo en Rumanía. Un trío de torvos rumanos me visitaban a diario para saber cómo iba todo. A veces se quedaban durante dos o tres horas bebiendo chupitos de Tuica, mientras competían sobre cuál de ellos era el más rápido en desmontar y montar su arma semiautomática.

    Aquellos mafiosos trabajaban para Dragosi, un rumano multilingüe y acondroplásico más hostil que un hipopótamo hambriento, por lo que era mejor no enemistarse con él si aspirabas a una vida larga. También conocido como el Gran Jefe en las zonas más corruptas de la ciudad, controlaba el setenta por ciento de las ganancias que se obtenían de los atracos a cajeros automáticos y extorsiones a numerosos comercios. 

    Cada fin de semana organizaba fiestas multitudinarias en el Kristal Glam Club. Si le caías en gracia, te ofrecía barra libre y una noche gratis con la escort más deseada de la ciudad. Si le fallabas o bromeabas sobre su tamaño, te castraba con una cinta de cuero mediante una técnica milenaria, desarrollada por sus antepasados en la antigua Valaquia durante cientos de noches de pesadilla e insomnio.

    No era ningún secreto que yo le caía bien a Dragosi, dadas las circunstancias en las que nos conocimos. Tales fueron, que me alojó gratis en uno de sus pisos, y me ofreció protección las veinticuatro horas del día hasta que, sin pretenderlo, interferí en uno de sus negocios.

    Una fría madrugada de enero, yo conducía por los cuatro kilómetros de carretera que me separaban de mi alojamiento, cuando de pronto, el coche derrapó en una curva pronunciada y me estrellé contra un cajero automático y la persona que lo manipulaba. Con el corazón encogido, me bajé del vehículo y me acerqué al accidentado, con la intención de liberarlo del amasijo de destrucción que lo aprisionaba. Cuando le pude ver la cara se me heló la sangre más que la propia calzada: ¡era Fiorenzo, el enlace de la mafia rumana en Italia! ¡Pero qué coño hacía ahí ese puto espagueti!

    Al igual que el coche, aquel afortunado cabrón no parecía tener heridas mortales, así que lo metí en la parte trasera del mismo y salí de allí como una exhalación dirección a la mansión de Dragosi. Había hecho saltar por los aires uno de sus golpes y estaba claro que tenía que dar explicaciones. Durante el trayecto, Fiorenzo se palpaba las partes magulladas del cuerpo y exclamaba: «¡Mamma mia!, ¡bastardo di merda!, ¡figlio di una cagna! ¡Hai sprecata giusto!, ¡basta scopare un grosso problema! ¡Dragosi sta per tagliare le palle!, ¡darà buon asino!».

     Tras llegar a la mansión y farfullar que lo ocurrido fue un desgraciado accidente, supliqué algún tipo de enmienda en un intento desesperado de evitar en mis zonas nobles el abrazo castrador de la cinta de cuero de Dragosi. El susodicho me condujo a su lujoso despacho, se sirvió un generoso vaso de Tuica, se colocó ante mí levantando la mirada con lentitud, y desde abajo, me dijo que si quería conservar mi escroto, tendría que acompañar a su hija a la fiesta que se celebraría mañana por la noche en el Kristal Glam Club. Procurar que allí se lo pasara bien y mantenerla sana y virgen hasta el alba. Momento en el que un par de sus hombres nos irían a buscar para traernos de vuelta. 

    No parecía un trabajo muy complicado. Solo tenía que ir a una fiesta con una muchacha y cuidar de ella durante unas horas. Quizá hasta me lo pasara bien, y a fin de cuentas tampoco tenía elección. Así que tragué y asentí, a la par que Dragosi correspondió con una atemorizante muesca de satisfacción.

    ¿Qué podría salir mal?



2/2/23

210. Intermedio

     He ido recopilando unos hechos, conectados entre sí, que me ocurrieron hace unos años. El contenido, una vez estructurado, ha dado para cinco entradas que iré desgranando de forma consecutiva a partir de la semana que viene. Por supuesto, este nuevo material, como todo lo aquí narrado con anterioridad, corresponde a la realidad pura y dura. 

    Por otro lado, cuando la inspiración me trae una idea, sea la que sea, me la apunto antes de que se desvanezca. Aquí os dejo unas pocas —que en su momento seguro me parecieron buenas— para quien las quiera utilizar. Yo haré lo propio tan pronto recupere la conexión con ellas, porque aunque ahora la haya perdido, el día menos pensado vuelve por sí sola con la entrada desarrollada. 

    Estas son:

    -Profesora de biología con aletas naturales.
    -Ladrón de tractores con educación vial.
    -El cocinero que congeló a Chicote.
    -El funky lolailo vino del Espacio.
    -Pressing Catch con enanos.
    -La niña muerta haciendo putadas.
    -Defecación astral.



30/1/23

209. De olores y hedores

    Cuando tengo días libres en los que no tengo que vender mi tiempo en mi centro de esclavitud, realizo incursiones peatonales por las arterias de la ciudad. Ya sea para realizar ciertos experimentos, recargar mi espíritu, o dar con el estímulo adecuado para futuras entradas. En cualquier caso, sea el día y la hora que sea, la urbe es un hervidero de historias esperando ser contadas. 

    Infinidad de veces me he cruzado con personas —la mayoría mujeres de entre cuarenta y ochenta años— que, por rápido que caminen según su edad, y renegando de desodorantes, llevan consigo ese tipo de densa fragancia, que impacta en mi sentido del olfato como una hostia bien dada en plena cara.

    Entiendo que queramos dar buena impresión, no solo en el sentido visual, sino también en el olfativo, amén de que hay emanaciones corporales que conviene disimular o anular. Y nada sé de colonias y perfumes, salvo que la mayoría de veces, algunas más que algunos, utilizan esos productos de nombres ridículos con el fin de desprender un efluvio agradable, cuando hieden como si se hubieran rociado en exceso con equivalentes a Eau de Cloac y Eau de Sobac



26/1/23

208. Lecciones valiosas

    Yo tenía dieciocho años cuando fui seducido por una compañera de aula de idéntica edad, bella como su mismo nombre. No es que fuera meritorio que Estroncia me sedujera, pues por aquel tiempo remoto yo consideraba que todo agujero era trinchera, por lo cual me mostraba predispuesto y accesible a todo acercamiento e insinuación de cualquier persona que tuviera vagina. 

    Además, el clamor popular comentaba que Estroncia no era una chica que gustara de conquistas difíciles, y sabedora de que en su entorno estudiantil la circundaban más capullos que los que se abren y colorean el campo, se alejó del esfuerzo y me eligió a mí, fácil capullo entre los capullos más fáciles.

    Estroncia se exhibió ante mí en una danza revestida de erotismo intencionado, y en menos de diez minutos me tuvo a su merced. Cual fiel lazarillo impulsado con la única voluntad de una libido creciente, obedecí cuando me pidió que la llevara a una planicie alejada cuatro kilómetros del pueblo, donde, bajo el resguardo de verde floresta, se desataban todo tipo de apetencias carnales.

    Detuve mi viejo coche de segunda mano en una zona que confería la suficiente intimidad, como para que Estroncia y yo liberáramos nuestras energías y nos fundiéramos en un torbellino de arrobamiento. Pero entonces, pasados unos minutos, ella retiró su calurosa mano de mi bragueta reventada, vistió su pecho encendido, y dijo que no podíamos continuar; no podía ser; no podíamos hacerlo. No.  

    Aquellas palabras enfriaron mi corazón como el hierro candente sumergido en agua, y un pesado manto de silencio acalló los inquietantes sonidos del bosque. Entonces, Estroncia me pidió, con la seguridad y firmeza de quien ha ganado todas las lides, que la llevara de regreso a casa. 

    Pero el embrujo de Estroncia ya no empañaba mi mente, y se esfumó en favor de una decepción que me inundó por completo y que jamás había conocido. Y pasados unos momentos en los que incluso respirar dolía, pronuncié aquellas palabras que surgieron de mi incomprensión por su negación, que no fueron otras que se bajara del coche. 

    Bájate del coche, le dije, no como una amenaza o preludio de alguna acción de la cual más tarde pudiera arrepentirme. Sino como la resuelta convicción de una acción perentoria e irrevocable. Y el rostro de Estroncia, duro y frío como el metal, se alumbró con una incredulidad mayúscula como jamás se vio en la cara de nadie. Como si nunca en su joven vida la hubieran hecho diana del más mínimo desplante. 

    Me preguntó con una mirada si lo dicho iba en serio, y sin palabras contesté yo señalándole la puerta con el mentón, en un gesto preñado de despecho e indiferencia. Estroncia salió del coche apartando su mirada con desdén, en un aspaviento de nobleza teatral, y con el porte de una princesa indignada que acaba de perder su legitimidad al trono, cerró la puerta de un portazo que sonó como el estruendo de una bomba. 

    Arranqué el coche y me puse en movimiento. Al tiempo que me alejaba de aquel lugar que siempre me recordaría aquel encuentro desencantado, la silueta de Estroncia, reflejada en el retrovisor, fue empequeñeciendo hasta desaparecer de mi vista, dejándome a solas con mis pensamientos y una sensación de vacío en las tripas.

    Los días que siguieron a esa noche fueron surrealistas y de un absurdo atroz. Los rumores malintencionados y la tergiversación de los hechos, provocaron que una parte del joven vulgo del instituto, impetuoso e irreflexivo, se dividiera en dos bandos de hostilidad cómica, convirtiéndonos a ambos, sin quererlo ni necesitarlo, en puntos de referencia. 

    Las chicas, en una comprensible posición de simpatía respecto a Estroncia, me proclamaron sucio adalid de los cabrones y los hijos de puta. Mientras que los chicos, posicionándose a mi favor e igual de excesivos en su juicio, erigieron a Estroncia como reina bastarda de las furcias y las calientapollas.


23/1/23

207. Ectoparásito

    Yo tengo un amigo que es un tesoro. Y es mi amigo porque me acepta tal y como soy, con mis múltiples imperfecciones y carencias. Me conoce muy bien y sabe, entre otras cosas, que mi economía carece de músculo. Tanto, que nunca he tenido vehículo ni el documento legal que se exige para conducir uno. Por eso siempre era él quien ponía el coche cuando íbamos de garitos, y pagaba las consumiciones de ambos aun cuando las mías superaban a las suyas en número, que también era lo acostumbrado.

    Llegado el momento, no se privó de invitarme a su boda, ni tampoco, a los años siguientes, al bautizo de su hijo y posterior comunión. Por supuesto, acepté para no desilusionarle, y como mi aportación monetaria en esos tres banquetes repartidos en el tiempo, fueron recortes de hojas de libros de autoayuda en un sobre anónimo, decidí no decepcionarle en mi condición de buen comensal, vaciando por completo todos los platos que me pusieron por delante, y bebiendo sin descanso en la barra libre hasta que dejó de serlo. 

    Del mismo modo, sabe de mi trabajo esclavista y del poco tiempo que dispongo para mí, por lo que jamás me lo hizo perder, cuando necesitó ayuda anímica por la depresión en la que se sumió a causa del abandono de su mujer. Ni siquiera me pidió una tarrina de tamaño industrial de helado hipercalórico, de las que hago acopio, a cientos, en un congelador que me regaló para mi cumpleaños. 

    Porque esa es otra. Siempre tiene detalles conmigo, grandes y pequeños, para ese día especial, mientras que yo nunca logro acordarme del suyo. Qué le puedo regalar yo, si a duras penas llego a final de mes, pese a que tengo móvil, ordenador, red wifi y una pantalla panorámica donde ver varios canales contratados. Solo puedo regalarle mi amistad y, aunque nunca me pide nada, estar siempre a su lado para lo que necesite.

    Con semejante entrega por mi parte, tampoco es que se pueda quejar.



19/1/23

206. No vida

    Cambian los paradigmas, o eso quiero creer. Y ni siquiera debiéramos buscar razones, como que ahora prefieren dedicar la vida a realizarse en el ámbito profesional, o criar a un mamífero no humano. Es posible que sea más sencillo que todo eso: las mujeres ya no se quedan preñadas porque no quieren.

    Como es de esperar, para la mafia empresarial supone un suicidio a largo plazo. Para los gobiernos, un arma a utilizar —la del miedo, como siempre— contra la ciudadanía esclava-cotizante respecto al futuro de las pensiones.  

    Es obvio que los que manejan los hilos, se ocuparán de ello tan pronto sea un verdadero problema para sus intereses, ya que las mujeres siempre han tenido —y tienen— el verdadero poder. El poder de la continuidad; del futuro. De ellas depende la perpetuidad de la especie, y por consiguiente, el recambio generacional de esclavos y líderes que la economía mundial necesita para su sostenimiento.

    Resulta paradójico que esa misma economía, siempre necesitada de la procreación, cuando se refleja en la nómina irrisoria del esclavo, imposibilita, no la acción procreadora, pero sí el fin natural de la misma. 

    Por otra parte, que en varios países desfavorecidos a varios niveles, los índices de natalidad sean los más elevados, supone un acto de inconsciencia contra la propia población reproductora. O toda una venganza, ya que tarde o temprano, esa misma población tendrá que ser acogida en los países de sus expoliadores.

    Solidaricémonos pues, con aquellas mujeres que han decidido practicar la anticoncepción, utilizando todos los medios a nuestro alcance para tal fin, sin renunciar al orgasmo. 

    Se trata de, entre todos y todas, que la no vida acabe siendo una tendencia globalizada, y que con el paso de unos pocos siglos derive en la total desaparición de la raza humana. Así, la Tierra y el reino animal, al fin podrán convivir en esa armonía de la que siempre les hemos privado y tanto merecen.

    Quién sabe si es el mayor acto de egoísmo jamás concebido. Pero necesario para traer de una vez para siempre la verdadera paz absoluta a nuestro mundo, y privar al Universo de la amenaza de nuestra existencia.

    El proceso será lento, pero ya ha empezado.



16/1/23

205. Protesta impopular

    Cualquiera que me conozca, sabe que tendencias, modas y similares, me las paso por el escroto o por el esfínter. Por cierto —y no es nada personal—, los influencers me comen ambas zonas por detrás. Tampoco es que sea un tipo obtuso de ideas fijas y cerradas, así que he decidido hacer una excepción y unirme a esa nueva forma de protesta impopular. 

    He estado entrenando; ya tengo el día marcado en el calendario y escogido el objetivo. También he comprado el pegamento con el cual adherirme a lo que sea, con más garantías que el simbionte negro a la piel de Peter Parker. Así como el tarro de sofrito precocinado de 500 gramos, que estrellaré contra la acuarela que pintó hace siglos algún desgraciado de supuesto talento, que seguro murió en soledad y a una edad temprana, de frío e inanición.


12/1/23

204. Recargando

    Como siempre, ha vuelto a amanecer y yo he vuelto a despertar. Y como siempre, con cierta resaca del alma y diversos dolores asignados a varios puntos de mi cuerpo. Ya en la ducha, el agua purificadora relaja mis músculos y se lleva consigo la basura residual de mis pesadillas, mientras le doy los buenos días al mundo, maldiciendo a todo el imaginario divino y santoral existente. 

    Debe haber todo un mar de malos sueños y tormento discurriendo por el alcantarillado. En fin, algunas personas también cantan bajo el agua sanitaria y otras no disponen de ella.

    Salgo al exterior porque tengo que recargar mi espíritu. Porque estas fiestas, cuando finalizan, se llevan gran parte de mi fuerza vital. Lo haría adentrándome en un bosque hasta perderme en sus susurros, y abrazarme a un gran árbol hasta sentir que me habla. Pero hoy me vale con transitar la ciudad a una hora temprana, cuando sigue medio dormida y el aire aún no está viciado, y respirarlo con toda mi capacidad pulmonar hasta sentirlo como una revitalizante inyección de hielo llenándome por completo.

    En ese momento me reconcilio con la ciudad y empiezo a resucitar. Nunca seremos buenos amigos, lo sé, y al final del día puede que volvamos a odiarnos. Pero ahora es ella tal cual, sin engaños. Desprovista de maquillaje y abalorios, mostrando su vejez en millares de intrincadas arrugas alquitranadas, grises y ajadas, bajo un cielo inmenso de blanco nuclear. 

    Si me detengo y me concentro lo suficiente, puedo oír cómo me habla. Lo hace con un zumbido monocorde de baja frecuencia, que parece provenir de todas partes por igual, envolviéndome. Me cuenta que está dolorida además de cansada. Y la creo, porque percibo más grietas y nuevos matices de óxido en sus incontables estructuras de hierro y hormigón. Pocas veces ella y yo nos entendemos tan bien. 

    Y aunque no me lo diga, sé que también le han quitado algo. 



9/1/23

203. Los cuatro amigos 2

    La cabalgata fue dura, pero mereció la pena, ya que por primera vez desde que el mundo es mundo, toda persona que lo deseó o escribió la carta, recibió su regalo; incluso los niños que se portaron mal. Costó convencer a Krampus de esto último. No se le metía en su astada cabeza que no son los niños, sino los adultos los que se portan como no deben. Pero al final entendió que la Maquinación exigía ciertos sacrificios. Y no me refiero al trato que recibieron los de siempre, que ahora ya no son los de siempre, sino los de antes, jajaja. 

    En cuanto a nosotros, los cuatro amigos, nos sentíamos tan sorprendidos, como satisfechos y decepcionados. Sorprendidos por los sentidos aplausos que recibió la Maquinación por parte de centenares de organizaciones animalistas. Satisfechos porque la Maquinación fue un éxito sin parangón. Y decepcionados porque la prensa mundial, después de los resultados forenses, solo se hacía eco de que los cuerpos que las autoridades encontraron en el Polo Norte, decapitados e incinerados junto con el trineo, correspondían, en efecto, a Papá Noel y a los tres Reyes Magos.        

    Ahora estoy hablando con los chicos, por videoconferencia, sobre el tremendo impacto que ha causado nuestra gran gesta. A los niños y niñas no parece importarles quién o quiénes han tomado el relevo. Al menos, no a los que solo recibían infelicidad o nada en esta fechas señaladas. En resumidas cuentas, ahora somos nosotros, los cuatro amigos, la maquinaria no lucrativa, encargada de impartir felicidad a todo lo largo y ancho del globo, sin excepciones ni diferencias.    

    Mientras intercambiamos impresiones, acierto a ver que Satán Claus tiene la cabeza de Nicolás de Bari sembrada de dardos, y fijada a media altura en la pared que tiene a su espalda. Krampus, en cambio, de pezuña a pezuña y de hombro a hombro, pasando por el peludo pescuezo, cuando no la ingle, ejecuta habilidosos malabarismos con la cabeza de Baltasar. 

    No como el Grinch, al que me uno a su desagrado por los villancicos, que prefiere que sea su perro Max el que juegue con la cabeza de Melchor, la cual mordisquea sin descanso mientras la hace rodar de un lado a otro. En cuanto a mí, claro, tengo la cabeza de Gaspar, a la que le he realizado una trepanación en la zona parietal, con el fin de utilizarla como base para la quema de incienso y velas aromáticas. 

    Ya sabéis, para ahuyentar las malas vibraciones.

    Así pues, en un ambiente familiar y distendido, los cuatro amigos concluimos que ha merecido la pena y que, por supuesto, la noche del 24 de diciembre de este año, y la del 5 de enero del que viene, volveremos a actuar para que ningún niño, sea quien sea y esté donde esté, se quede sin su puto regalo.

    Porque ahora, hostia y joder, los de siempre somos los cuatro amigos.

    Jajajaja.



5/1/23

202. Los cuatro amigos

    El de rojo, no solo se nos ha adelantado, sino que lo ha vuelto a hacer: no ha dejado regalos en hogares míseros. Lo mismo que hacen los tres coronados clasistas cuando les toca salir a jugar. Que por cierto, es hoy. Pero hoy va a ser diferente. Hoy, 5 de enero de 2023, los cuatro amigos, un año más viejos e irascibles, pero también más sabios y experimentados, vamos a iniciar la Maquinación.

    Los cuatro amigos vamos a reducir a los cuatro de siempre. Vamos a liberar al camello, al elefante, al caballo y a los renos. Y vamos a cargar los regalos en nuestros respectivos vehículos de motor —propulsados con magia negra— a fin de poder cubrir con garantías toda la geografía terrestre sin tener que recurrir a la explotación animal. 

    Hoy, 5 de enero de 2023, Krampus, el Grinch, Satán Claus y Cabrónidas, unimos nuestras impías capacidades para adueñarnos, a ritmo de thrash metal, de la cabalgata de Sus putas Majestades, y realizar por primera vez en la historia de estas jodidas fiestas, un reparto total de los regalos, igualitario y equitativo. 

    Los que nunca han tenido, mañana tendrán. 

    Palabra de los cuatro amigos. 



2/1/23

201. A las cosas por su nombre

    Llevo año tras año reincidiendo en un error de calificación, que estriba en tachar de hijos de puta a fascistas, dictadores y opresores en general. No es correcto decir, por ejemplo, que Franco fue un hijo de puta alumbrado allí en Ferrol. Y no es que yo sienta más desprecio y aberración por el caudillo, que otros seres de diverso calado histórico y más o menos misma ralea, como Mussolini, Hitler, Stalin, Husein, Abu Minyar al-Gaddafi, Walter Ulbrich, Mao Zedong, Pinochet, Wojciech Jaruzelski y demás ratas aborrecibles y asquerosas, y en definitiva, asesinos en masa.

    El caso es que encuentro demasiado benévolo calificar de hijos de puta a toda esa variedad de basura humana, que a tantos millones de personas han privado de su vida y un mejor destino. Más que nada y entre otras cosas, porque entre las prostitutas que lo son por necesidad, las hay decentes, honradas y, en consecuencia, buenas personas. Y siendo así, incurro en un error y no es de recibo que los considere hijos de alguna de ellas. 

    Sin ir más lejos, las personas, ahora ancianas, de esta España cerril y mohosa que sufrieron el azote inmisericorde de la tiranía, como que son más educadas que yo, quizá dirían que Franco fue parido por una mula, que como ya se sabe, es una de esas bestias del reino del Señor, híbridas y estériles. Y que por consiguiente, no vio la luz por el orificio esperado y natural; ese que tienen las hembras y desata las pasiones más turbulentas y hasta se derrocan imperios. Sino que fue parido por el culo de la mula por donde hay un orificio, que como es bien sabido y también de forma natural, acostumbran a salir gases malolientes y la mierda.

    De verdad creo que he iniciado el año con una inexplicable sensibilidad, que hace que sea más delicado y correcto en todo aquello que escribo y hablo. Por lo que a partir de la publicación de esta entrada, intentaré —que no es lo mismo que prometer— calificar a los que llamo hijos de puta, como malnacidos de mierda. Y así yo contento, y las prostitutas y las mulas, también. 

    Feliz jodido año 2023.


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