«Qué bien», me dije. Otro caluroso día de mortales radiaciones ultravioleta, que caerán sobre nuestras adocenadas cabezas como lluvia ácida. «Qué mal», pensé, cuando me incorporé de la cama con una rigidez rocosa en el cuello, debida a la exposición ininterrumpida al aire acondicionado durante toda la noche.
Mientras esputaba como un rumiante y me ofrecía al agua vitalizante de la ducha, una voz femenina que hablaba desde la radio como si me conociera, anunciaba que estábamos en alerta dos en varios lugares de la península. Los viejos, los niños y en especial los gilipollas de las bicicletas y los chándales ajustados, podían morir por una sobreexposición a las abrasadoras temperaturas.
Yo salí de mi piso sin bicicleta y sin chándal, pero con gorra y gafas de sol, y con la intención de no someterme a un desgaste físico excesivo. La ciudad estaba muy viva a las trece de la tarde, y era innegable que nuestra existencia era una sucesión de ritos convencionales, grabados en piedra desde tiempos pretéritos por el jefe de la tribu.
Los edificios tenían fiebre y las calles sudaban, y yo fantaseaba lujuriosos apareamientos con todas las modelos que se insinuaban, muy ligeras de ropa, en las marquesinas de las paradas de autobús.
De pronto, al doblar la esquina, vi al Padre Esperancejo, sonriente y con los brazos en jarra, a la sombra de la entrada de su iglesia de estilo neoclásico. No podía creerlo —y más cuando se trata de esa gente—, pero justo en medio de su centro de gravedad aprecié una protuberancia aguda e insolente. No me extrañó que las dos feligresas sexagenarias con las que hablaba, también sonrieran en un estado de profunda espiritualidad. Sin duda, aquel hombre lúbrico de dios, estaba experimentado en cuerpo y alma la indefinible sensación de libertad que ofrece el estar desnudo bajo el hábito.
«Amén», me dije también sonriente, y continué mi andadura tranquilo y confiado, evitando las excrecencias achicharradas de perro y respirando la combustión de gasóleo. De improviso, unas gotas transparentes y viscosas al tacto tan pronto me las quité, me cayeron en el brazo. En un primer momento pensé que sería otra mierda; pero no. Alcé la vista y reparé en el balcón de un primer piso, en el que asomaba una arrebolada lolita con el rostro desecho de satisfacción, y sin lencería alguna que cubriera su entrepierna candente y húmeda.
Desde luego, este verano estaba resultando ser de lo más sorpresivo y excitante.
Y yo que creía que el verano quitaba las ganas. Se ve que la juventud y la religión levantan los ánimos.
ResponderEliminarP.D. ¿A las trece paseando? ¿En serio? Confiesa y admite que no eres humano.
Bueno, no es que fuera a pasear. Tenía que ir a un sitio a una hora concreta.:)
Eliminar(...) (...) (...) Así me he quedado XDDDDD
ResponderEliminarMás o menos como yo.:)
EliminarPero no perdiste la salida. Esa meada fue una caricia, en medio del calor abrasante. Con aprecio. Carlos
ResponderEliminarQuiero pensar que no era una meada, dada la viscosidad.:))
EliminarPero eso mejor en otoño o invierno. Ahora apetece comer frío.:)
ResponderEliminarAhora me quedo pensando... Eso que te cayó venía de ella pero, ¿Era de ella o había un él?
ResponderEliminarNunca lo sabré; no esperé a ver si asomaba alguien más al balcón.:)
EliminarPuaj xddddd
ResponderEliminarAlgo así pensé más que decirme.:)
EliminarPensé en la paloma cabrona que se te cagó en el libro electrónico.
ResponderEliminarBesos.
Eso pensé también de buenas a primeras.:)
EliminarManda huevos 🤦🏼♀️😋 😂😂
ResponderEliminarEsos (la gaviota y la Lolita) son indicios de que debes meter a la lotería...
Creo que sí. Son señales del Universo.:)
EliminarCreía que la paloma te había encontrado para terminar lo comenzado pero sorpresa! quizás el padre también la vio y de ahí su alegría. Quien sabe...
ResponderEliminarUn beso Cabrónidas!
Parece que son fluidos dispares los que me encuentran. Veremos qué será mañana, que aún queda algo de verano. Otro para ti.:)
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