Ya a una edad muy temprana, mis mayores me tildaron de negativo. «No», les respondía una y otra vez como única contestación posible a cuantos interrogantes me dirigieran, sin que ello menoscabara de ningún modo sus prejuicios hacia el «no», y sin saber yo qué era el «no», salvo un sonido que me gustaba pronunciar desde que lo hiciera por vez primera con apenas un año.
El tiempo pasó en un «no» continuo, y a los trece años de edad comprendí en su totalidad la palabra «no» y sus desproporcionadas consecuencias cuando era utilizado con desmesura. Por aquel entonces tenía como excusa, si es que necesitaba una, el inestimable periodo de una adolescencia incipiente. Y el tiempo siguió y asombré y decepcioné a iguales y mayores, cuando cumplidos los treinta y uno continué en mis trece vocalizando el «no» como tarjeta de presentación.
Pero algo ocurrió en el cabalístico trigésimo primero de mi existencia. Y no es por el hecho de que decidí nacer, sin yo saberlo, el día treinta y uno. Aquel día estaba de celebración con varias personas, que me preguntaban de modo grupal y fascinados por el origen de este atípico afecto mío del «no». De pronto, alguien descorchó con sonido seco y rotundo, una botella de cava a escasa distancia de donde yo me encontraba, y el tapón impactó en mi entrecejo con gran contundencia.
De inmediato y durante breves segundos, estalló ante mí una vorágine mareante de colores, a través de la cual vislumbré a los comensales carcajearse sin disimulo alguno. Unas se doblaban que pareciera que se fueran a partir por la mitad, y otros dejaban caer el puño en la mesa como si fuera el mallete de un juez, con la cabeza hacia atrás al límite del descoyunte mandibular.
Cuando aquel episodio de paroxismo cedió a la normalidad, los allí presentes me preguntaron por mi lucidez, y yo no pude más que mirarlos de hito en hito con solemnidad y sentenciar: «Estoy curado». Y preguntaron al unísono y con intriga mortal: «¿De verdad?». Sostuve la tensión de sus semblantes expectantes, eternizando el suspense como un avezado tribuno, sintiendo los pálpitos de sus corazones sometidos a mi antojo, cuando respondí con aquel implorado y tan esperado monosílabo, un conciso e ilusionante «sí».
Y no es que me naciera un tercer ojo a causa de la colisión sanadora del corcho, pero nunca volví a contemplar el mundo del mismo modo.
Acabo de desaguar. En contra de lo que haría Torrente, me lavo las manos. Mientras, el sujeto A entra en el wáter. Después del lavado de manos, me las seco. De seguido, entra el sujeto E dirección al wáter que está ocupado por el sujeto A. Tardo más rato de lo acostumbrado en secármelas.
—¡Eh! —exclama el sujeto A, cuando, al tiempo que está sacando lo mejor de sí mismo, se abre la puerta que da a la taza.
—¡Ah! —replica el sujeto E, cerrando la puerta de inmediato para así no ver a un tío soltando lastre.
Por motivos obvios, el sujeto A y el sujeto E piensan: «Cuándo arreglarán el cerrojo en este restaurante de mierda».
La tarde que llegamos a la sede de La blogoteca lo hicimos llegando veinte minutos tarde, con lo cual nos descalificaron del concurso Premios 20blogs con la celeridad del rayo. No obstante, como fui instruido por mis exigentes mentores en diversas disciplinas como la de la previsión, me tomé la libertad de inscribir a mi amigo y protegido Cabrónidas en el concurso de Premios Bitácoras.com.
Yo me bajé del taxi en el número 2 de la calle Ronda Valencia, y allí estaba él en la acera de enfrente, fumando con la pasión de quien cree que se van a extinguir todas las plantaciones y bebiendo de una petaca como lo haría un bebé hambriento de su biberón. Le hice un gesto con la mano que no correspondió enseguida, por lo que adiviné que estaría ebrio. Así que, como otras tantas veces en el pasado, fui yo el que se acercó hasta donde él se encontraba, que no era otro lugar que la entrada de la cafetería de la Casa Encendida.
Miramos a través del cristal a aquella sonriente y numerosa aglutinación de fotógrafos, poetas, críticos, humoristas, escritores y blogueros en general.
—Cabrónidas, ¿puede saberse qué hace aquí fuera todavía? Todos están esperando. —No te pongas nervioso, Leopoldo, ¿te has fijado en toda esa gente de ahí dentro? Esas furcias llevan más maquillaje que pintura un cuadro de Pollock, y visten como las verduleras de los mercados rurales. Ya me entiendes: escote claustrofóbico, faldas que censuran la imaginación y pelo recogido de modo antierótico. Y los tíos olvidaron lo que es el orgullo y la dignidad: parecen lazarillos sumisos olisqueando las faldas de esas zorras con la esperanza de conseguir un polvo desesperado. Solo les falta un cartel que ponga que son gilipollas y que reconocen una puta en cuanto la ven. —Será mejor que nunca se muerda la lengua, porque no creo que exista antídoto capaz de salvarlo. Venimos a concursar con deportividad, a pasar una tarde enriquecedora y amena, y usted siempre se empecina en ser ese bloguero despreciable y amargado que despotrica sobre cualquier cosa; incluso sobre gente sencilla y amigable que podría sorprenderle. —Leopoldo, lo único que me podría sorprender, sería encontrar verdadera humildad en esa exposición de caretas y poses ensayadas.
Unas ganas de abofetearle y de hacerle tragar su petaca crecieron en mí como una erupción, pero no lo hice puesto que, aparte de que soy un caballero, pertenezco a un honorable linaje de institutores cuya virtud sobresaliente de las múltiples que lo caracterizan, es la grandeza de quienes contienen sus más viles impulsos y bajezas.
Y porque quería a ese bastardo engreído.
No tuve más remedio que acogerlo, cuando me lo encontré desnudo con apenas un año de edad, en el interior de una cesta de mimbre que dejaron delante de la puerta de mi mansión victoriana; antaño ostentosa edificación donde vivieron mis antepasados durante todo el siglo XIX. Aquel bebé de mirada tierna era extraño. En lugar de nanas para conciliar el sueño, prefería la música de mis viejas cintas de casete de heavy metal. Y en lugar de ver programas infantiles para su entretenimiento, no paraba de berrear hasta que le ponía mis VHS dezombis. Tan pronto le enseñé a leer, ya no quiso relacionarse con infantes de su misma edad, sino que prefirió la soledad que le brindaba la biblioteca de la mansión, donde permanecía tardes enteras leyendo libros polvorientos y escribiendo inocentes relatos de todo lo que sentía.
Más tarde, el Estado me obligó a que el pequeño abandonara su verdadera educación para ir a la escuela, pero fueron las publicaciones de contracultura que leyó con avidez, cuando hacía novillos, las que moldearon su identidad. Pasó su adolescencia en un pequeño pueblo minero, que si bien es una singularidad que imprime belleza y carácter, para él suponía un entorno apático y gris, donde sus compañeros de pupitre solo pensaban en coches, motos, fútbol y cortejar a chicas pagando decenas de fantas. Mientras que él, prematuro aficionado a la literatura de John Fante y Raymond Ceyver, perdió la virginidad a merced de una puta que le triplicaba la edad, de la cual aprendió durante toda una noche, con tan solo quince años, lo que sus contemporáneos tardaron una década, tres bodas, cuatro divorcios, siete denuncias falsas por maltrato y cuatro órdenes de alejamiento, en experimentar.
Por esa razón entre otras, decidí inscribir a mi protegido en esa clase de eventos que él tanto detestaba. Deseaba con todo mi corazón que mi amigo se despojara de su hermetismo y se relacionara con gentes de sus mismas inquietudes. Y quién sabe, quizás con mucho tiempo y toneladas de paciencia, lograra convertirse en mejor persona.
Cabrónidas me sacó de mis ensoñaciones diciéndome que era el momento de entrar. Nadie reparó en su presencia cuando traspasamos el umbral, y los que sí lo hicieron no le reconocieron. Anduvimos con paso lento hasta detenernos en el centro del bullicio distendido de la cafetería. Miró girando sobre sí mismo con lentitud, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, empapándose de las voces, de las risas y gestos que flotaban en la calidez del ambiente. De pronto, detuvo su rotación y seguí su mirada hasta dar con la mesa que ocupaban los once miembros del jurado. Respiré el intenso desdén con el que los contemplaba, como si cuestionara la capacidad y validez de su poder decisorio. Como si intentara entender de qué iba en realidad todo aquello.
—Creo que voy a vomitar —dijo. Y se perdió entre los lamentos de un retrete que olía a desinfectante. El agua rugió con la fuerza de mil titanes llevándose todas sus arcadas. En un primer momento no supe si fue por las veces que vació su petaca aquella tarde, aunque lo dudo, puesto que le ganó varias competiciones de beber a Bukowski. O quizás le llegó el hedor putrefacto de la competitividad, emanado de los poros de todos aquellos autores, que en busca de un reconocimiento que él no acababa de entender, hacía de la blogosfera una criatura vanidosa y borracha de sí misma.
Cuando mi amigo reapareció, echamos una última mirada antes de salir, y entonces lo comprendí todo. Y supe que lo que no consiguió la soberbia del hombre, lo hizo la decadencia.
del África tropical que esclavizado balbuceaba la canción del Cola Cao y como me ordena el hombre blanco les voy a relatar las múltiples cualidades de este producto sin par. Es el Cola Cao desayuno y merienda, es el Cola Cao desayuno y merienda de mis amos, Cola Caaaaaoooooo.
Cabrónidas es un impresentable cuando le parece pero ama la literatura. De hecho se acuesta con ella cada noche. Con diez copas de más la pronuncia de este modo: «Li-te-rrrrra-tu-rrrra». Al caer el día de camino a su cama acuna un libro y se lo acerca a la nariz. Lo apasiona turbarse con la fragancia que despiden los libros nuevos que todavía no han sido abiertos. Con las yemas a flor de piel, dibuja con lentitud reverencial los vértices de las ediciones en tapa dura que contienen la historia. Excitado y con expectativas de una noche donde viajará sin moverse, Cabrónidas hace el amor con el libro letra a letra y página a página, hasta culminar de adoración con la palabra fin.
Al día siguiente saluda al sol y se concede un paseo por la ciudad. Se ríe y eructa de puro contento. Pisotea charcos, cruza semáforos en rojo y manda a tomar por culo al conductor airado. También saluda a desconocidos y le divierte retener en su pensamiento esa breve expresión de desconcierto.
Cabrónidas cree en la amistad, en la capacidad de amar y en el polvo sin amor, pero no en lo que ofrece el maquillaje y arruga los mejores trajes, y así se va tejiendo un confortable capullo protector para cuando se precipita al vacío, que suele ser lo acostumbrado. Y es que Cabrónidas no tiene nada a lo que aferrarse, salvo la palabra aferrarse. Y es en ese vaivén que le supera donde, sintiéndose solo incluso rodeado de multitud, su felicidad es plena aunque nadie lo sabe.
A Cabrónidas le gusta la cerveza, el vino caro y el marisco, y sin querer, mientras camina hacia ninguna parte, hace crujir el caparazón de un escarabajo con la suela de sus zapatos del cuarenta y dos. Entonces recoge con delicadeza los despojos del insecto, lo mira a los ojos y resplandeciente cual mesías bíblico y desoyendo las burlas de los presentes, pontifica: «Los coleópteros, adorables seres kafkianos en forma y fondo, deudores de sí mismos y repudiados por el hombre, espejo de nuestras más profundas aversiones...».
Pero, por encima de las nimiedades, Cabrónidas gusta de sentirse limpio por dentro, por lo que vomita con frecuencia desatendiendo las consecuencias. A duras penas se calla. Recuerda el olor de todos los coños a los que ha susurrado, pero nunca en los nombres de aquellas que se han abierto a él con entrega y abandono. «Tengo que corregir eso» se dice, y se dispone a hacer la colada. Se asoma al balcón y el mundo arde. De él surge un grito afilado cual estilete que amenaza con resquebrajar las vidrieras del salón. Abajo, en la calle, creer ver a diez mil vírgenes sin ojos alzando el mentón y aplaudiéndole en esplendorosa actitud coral.
Lo siguiente será ir al súper, comprar más cerveza y un billete que lo lleve a un lugar lejano. «Tengo que mirarme al espejo», y realiza una mímesis de sí mismo mientras oye el centrifugado. La imagen del espejo lo observa desabrida mientras Cabrónidas escruta a su propio yo sin apenas notar el suelo bajo sus pies desnudos. Se pregunta el porqué de la mirada del que mira. Y después de tender la ropa, Cabrónidas se acomoda de nuevo en el sofá esperando que llegue la noche a la espera de follarse otro libro. Siempre por la noche, mientras esta llega, sin perder detalle de su reflejo en el televisor apagado, se pregunta por qué suspira tanto y el alma le huele a jardín mustio.
Para quien no lo conozca, presento un clásico lleno de sabiduría que en su día ofreció Marlo Brando a las masas y que en estos tiempos duros y aciagos, no solo te ayudará como medio catártico para soltar presión, sino que te animará a luchar con renovado vigor contra la adversidad e injusticia. Sea cuando sea, utiliza con vehemencia y perfecta dicción, el insulto por antonomasia contra todo aquello que te irrita y vulnera. Siempre hay un indeseable en la vida de alguien. Siempre hay un hijo de puta. Por eso, por tu felicidad, por tu bienestar, por el equilibrio de tu mente y espíritu, escupe, eructa, vomita el gran mensaje de Marlo y que no caiga en el olvido.
Ya me parece verte otra vez alejándote calle abajo llevando el infierno contigo. Bajo una tormenta que llora tu nombre te he vuelto a maldecir más veces de las que serías capaz de soportar. A estas alturas te has ido ya miles de veces. No sé si te conozco o te olvidé en el fondo de las botellas que vacié en cien madrugadas. Y aun así, miras con ese mismo ademán que la veo a ella en cada uno de mis latidos, con un estremecimiento que me atormenta y me hace dudar sobre quién llegó primero; sobre quién se fue después.
Te quiero porque la deseo a ella, porque la amé tantas veces que no tengo ahora dónde guardar el eco de todo el amor que le grité. Quizá pensando en ti aunque aún no hubieras llegado; quizá pensando en ella como el centro de un cuadro, bello como el firmamento, que ahora se pudre cara a la pared en uno de los rincones más oscuros de mi existencia.
Empiezan a hastiarme los celos que volcarás en mí, pero lo compenso con los amaneceres que ya me has dado, aunque por más que me empeñe no encuentre motivo alguno para hacerlo. Quiero que sepas que el daño que aún no te he hecho lo hice sin querer. Que todas aquellas cosas horribles que te escupí fueron porque me dejé llevar y porque solo tú sabes cómo arañar mi alma.
Quiero que hasta el fin de tus días seas consciente de que jamás te perdonaré todo el dolor que todavía no me has provocado. Por ello hoy soy cobarde y dejo manifiesto impreso de ello. A pesar de todo, te ofrezco mi vida en un beso que nunca será tuyo porque lo mandé antes de que llegaras.
Te adoré tanto que no puedo dejar de releer las cartas que aún no me has escrito, ahora que todavía no me has dado la espalda y me has dejado tan solo que me siento la estrella más remota del universo, mirando mi propia sombra encogida de hombros. La misma que mañana temprano, el sol proyectará en el paso de cebra que una vez pisamos, mientras buceaba uno en la mirada del otro como si no existiera nada a nuestro alrededor.
Te quiero como jamás nunca podré volver a hacerlo, pero una vez más fuiste demasiado puntual, demasiado exacta. Y en tu ausencia de retraso e inexactitud, no he encontrado el momento en el que poder decirte que ya no puedo quererte porque me resulta imposible.
Y con esta forma de anticiparme reúno el valor para confesarte que nunca te merecí porque nunca fui tuyo. Ni de nadie. Tan solo del tiempo que, como una pesadilla, me traiga el recuerdo de quien fuiste para clavarte una y otra vez en todas mis heridas.
No descubro nada si te digo que el ser humano es un ser hostil por naturaleza que siembra su tierra con los cadáveres de sus iguales. No descubro nada si te digo que la guerra es la carta de presentación de nuestra raza desde que el mundo es mundo. No descubro nada si te digo que nunca dejarán de discurrir los ríos de sangre. No descubro nada si te digo que todavía no ha conocido el mundo un periodo de paz absoluta.
Y así seguirá mientras la maldad anide en el corazón de la especie.
Por qué, por qué, por qué. Vienes a joderme en el preciso momento que escojo yo para joderte a ti. Por no caer me siento y todo son demonios y sombras. Te vistes con las caras de otras, viertes en mí tus embrujos y me requiebras alrededor. Para qué, para qué, para qué. Qué coño haces aquí si siempre hay algo que hago mal. Deseo que te mueras; sí, tú. Que por no lastimarte te voy a dar la espalda y dar un salto al vacío. El suelo parece que supura ginebra, desangrándose como mis brazos. Apenas quedan cristales rotos en la ventana. Con las manos embutidas en los bolsillos, me alejo pensando en ti aun queriendo que desaparezcas, y en mi crispación los he llenado de agujeros.
Tengo los sentidos embotados de ese sabor ácido a impacto y a sangre. El vino acabado, bilis en la garganta y la ventana hecha añicos. Quise gritarte todo mi odio, pero se me iban a quebrar los dientes de tanto apretarlos. Habría podido matarte a puñetazos, pero decidí hacerlo con la habitación. Y luego arrancarme el pecho, arañarme los ojos y abrazarme a mí mismo hasta morir de amargura. Pero me asomé a la ventana, y de nuevo la brisa trajo aquella canción paseándose entre las aristas. Tus caras se difuminaban y ya no quise volver a entrar. Salté como en aquella ocasión, pero sin cristal alguno que pudiera herirme. Un suelo esponjoso como una nube acarició mis pies. Extendí los brazos con las palmas abiertas, ofreciéndome a la calidez de un sol recién nacido. Su luz bañó mi cara como un bálsamo, y dejé que de mis ojos cerrados fluyera la ira mejillas abajo. Tan solo estaba sonriendo. Y llorando. Llorando de amor.