La tarde que llegamos a la sede de La blogoteca lo hicimos llegando veinte minutos tarde, con lo cual nos descalificaron del concurso Premios 20blogs con la celeridad del rayo. No obstante, como fui instruido por mis exigentes mentores en diversas disciplinas como la de la previsión, me tomé la libertad de inscribir a mi amigo y protegido Cabrónidas en el concurso de Premios Bitácoras.com.
Yo me bajé del taxi en el número 2 de la calle Ronda Valencia, y allí estaba él en la acera de enfrente, fumando con la pasión de quien cree que se van a extinguir todas las plantaciones y bebiendo de una petaca como lo haría un bebé hambriento de su biberón. Le hice un gesto con la mano que no correspondió enseguida, por lo que adiviné que estaría ebrio. Así que, como otras tantas veces en el pasado, fui yo el que se acercó hasta donde él se encontraba, que no era otro lugar que la entrada de la cafetería de la Casa Encendida.
Miramos a través del cristal a aquella sonriente y numerosa aglutinación de fotógrafos, poetas, críticos, humoristas, escritores y blogueros en general.
—No te pongas nervioso, Leopoldo, ¿te has fijado en toda esa gente de ahí dentro? Esas furcias llevan más maquillaje que pintura un cuadro de Pollock, y visten como las verduleras de los mercados rurales. Ya me entiendes: escote claustrofóbico, faldas que censuran la imaginación y pelo recogido de modo antierótico. Y los tíos olvidaron lo que es el orgullo y la dignidad: parecen lazarillos sumisos olisqueando las faldas de esas zorras con la esperanza de conseguir un polvo desesperado. Solo les falta un cartel que ponga que son gilipollas y que reconocen una puta en cuanto la ven.
—Será mejor que nunca se muerda la lengua, porque no creo que exista antídoto capaz de salvarlo. Venimos a concursar con deportividad, a pasar una tarde enriquecedora y amena, y usted siempre se empecina en ser ese bloguero despreciable y amargado que despotrica sobre cualquier cosa; incluso sobre gente sencilla y amigable que podría sorprenderle.
—Leopoldo, lo único que me podría sorprender, sería encontrar verdadera humildad en esa exposición de caretas y poses ensayadas.
Unas ganas de abofetearle y de hacerle tragar su petaca crecieron en mí como una erupción, pero no lo hice puesto que, aparte de que soy un caballero, pertenezco a un honorable linaje de institutores cuya virtud sobresaliente de las múltiples que lo caracterizan, es la grandeza de quienes contienen sus más viles impulsos y bajezas.
Y porque quería a ese bastardo engreído.
No tuve más remedio que acogerlo, cuando me lo encontré desnudo con apenas un año de edad, en el interior de una cesta de mimbre que dejaron delante de la puerta de mi mansión victoriana; antaño ostentosa edificación donde vivieron mis antepasados durante todo el siglo XIX. Aquel bebé de mirada tierna era extraño. En lugar de nanas para conciliar el sueño, prefería la música de mis viejas cintas de casete de heavy metal. Y en lugar de ver programas infantiles para su entretenimiento, no paraba de berrear hasta que le ponía mis VHS de zombis. Tan pronto le enseñé a leer, ya no quiso relacionarse con infantes de su misma edad, sino que prefirió la soledad que le brindaba la biblioteca de la mansión, donde permanecía tardes enteras leyendo libros polvorientos y escribiendo inocentes relatos de todo lo que sentía.
Más tarde, el Estado me obligó a que el pequeño abandonara su verdadera educación para ir a la escuela, pero fueron las publicaciones de contracultura que leyó con avidez, cuando hacía novillos, las que moldearon su identidad. Pasó su adolescencia en un pequeño pueblo minero, que si bien es una singularidad que imprime belleza y carácter, para él suponía un entorno apático y gris, donde sus compañeros de pupitre solo pensaban en coches, motos, fútbol y cortejar a chicas pagando decenas de fantas. Mientras que él, prematuro aficionado a la literatura de John Fante y Raymond Ceyver, perdió la virginidad a merced de una puta que le triplicaba la edad, de la cual aprendió durante toda una noche, con tan solo quince años, lo que sus contemporáneos tardaron una década, tres bodas, cuatro divorcios, siete denuncias falsas por maltrato y cuatro órdenes de alejamiento, en experimentar.
Por esa razón entre otras, decidí inscribir a mi protegido en esa clase de eventos que él tanto detestaba. Deseaba con todo mi corazón que mi amigo se despojara de su hermetismo y se relacionara con gentes de sus mismas inquietudes. Y quién sabe, quizás con mucho tiempo y toneladas de paciencia, lograra convertirse en mejor persona.
Cabrónidas me sacó de mis ensoñaciones diciéndome que era el momento de entrar. Nadie reparó en su presencia cuando traspasamos el umbral, y los que sí lo hicieron no le reconocieron. Anduvimos con paso lento hasta detenernos en el centro del bullicio distendido de la cafetería. Miró girando sobre sí mismo con lentitud, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, empapándose de las voces, de las risas y gestos que flotaban en la calidez del ambiente. De pronto, detuvo su rotación y seguí su mirada hasta dar con la mesa que ocupaban los once miembros del jurado. Respiré el intenso desdén con el que los contemplaba, como si cuestionara la capacidad y validez de su poder decisorio. Como si intentara entender de qué iba en realidad todo aquello.
—Creo que voy a vomitar —dijo. Y se perdió entre los lamentos de un retrete que olía a desinfectante. El agua rugió con la fuerza de mil titanes llevándose todas sus arcadas. En un primer momento no supe si fue por las veces que vació su petaca aquella tarde, aunque lo dudo, puesto que le ganó varias competiciones de beber a Bukowski. O quizás le llegó el hedor putrefacto de la competitividad, emanado de los poros de todos aquellos autores, que en busca de un reconocimiento que él no acababa de entender, hacía de la blogosfera una criatura vanidosa y borracha de sí misma.
Cuando mi amigo reapareció, echamos una última mirada antes de salir, y entonces lo comprendí todo. Y supe que lo que no consiguió la soberbia del hombre, lo hizo la decadencia.
Pues fíjate que por un momento pensé que iba a vomitar delante del jurado. Me ha sorprendido que tuviera el detalle de ir hasta el baño.
ResponderEliminarBesos.
Ah, bueno. Ya lo dice Leopoldo, que soy muy mal hablado, pero al menos educado.:D
EliminarYo, como miembro del jurado, te habría votado...
ResponderEliminarSiempre digo que el mejor jurado es aquel lector desconocido que nunca formaría parte de un jurado.;)
EliminarMe imaginé un gran discurso después de ese giro mirando lentamente a todos los presentes y al jurado.
ResponderEliminarNo hubieran escuchado. Y al fin y al cabo, tampoco se trata de convencer a nadie.
EliminarA Carbónidas precisamente se le quiere por esa irreverente manera de decirte lo que necesitas saber, por esa manera de ocultarse tras su cinismo, por ocultarse tras de si mismo. Por eso sus vómitos son bofetadas necesarias y todo ello lo hace con esa educación de los que saben respetar, aunque piensen que el sitio está lleno de "putas". y babeantes buscadores de minutos de gloriosa supremacía masculina.
ResponderEliminarLeopoldo le inculcó buenos valores.
Eliminar¡Vaya! "El olor putrefacto de la competitividad". Viva Cabrónidas!
ResponderEliminarHasta aquí llegó el olor del retrete.
Bien la música! Hasta muy blanda para la ocasión.
Una bella pieza instrumental siempre casa bien con la decadencia, a veces seductora.
EliminarUnos premios el mejor sitio para conocer a otros blogueros? ¿El mejor? ¿Seguro? No sé yo... jajaja
ResponderEliminarSpeedy
Pero seguro que sabes que siguen existiendo los Premios 20Blogs. Desde el 2004 hasta, creo que el 2016, los Premios Bitácoras se fueron celebrando. Sigue existiendo La Casa Encendida, centro cultural ubicado en la madrileña calle Ronda de Valencia num.2, donde se celebraban los certámenes de Premios Bitácoras que creo que ya no existen. Y por supuesto, sigue existiendo mi amigo y mentor Leopoldo, tan real como todas las historias aquí contadas. O no. :D
EliminarExcelente relato que incluso se disfruta más oyendo, mientras lo lees, la maravillosa guitarra de un Lobo. Quizás hubiera cambiado el final: la vomitona de Cabrónidas la hubiera "escanciado" hacia el jurado y los participantes en el concurso, al más puro estilo Mr Creosote :)
ResponderEliminarEstoy de acuerdo. Escuchar la pieza instrumental de Wolf (te veo puesto en estos ritmos) mientras se lee la entrada, confiere a la misma una apreciable sensibilidad. Quizás hubiera emulado a mi admirado Mr Creosote, pero es que tampoco quiero avergonzar demasiado a Leopoldo.;)
EliminarPor un momento pensé que la vomitona iba a parar a otro sitio! Ay, la competición no es muy sana, el alcohol tampoco lo es, la competición también tiene algo de 'quitapenas', esa necesidad de que nos reconozcan nuestra valía porque nos creemos inferiores al resto y necesitamos nos refuercen nuestra baja autoestima con los premios. Lo de los premios da para una novela.
ResponderEliminarGenial!!
Parece que a algunos nos les basta con que tengan unos pocos lectores. La obsesión no es buena. Y el consumo irresponsable, tampoco. :D
EliminarCuando tuve mi primer blog por 2009 la competitividad era brutal, o por lo menos eso me parecía a mí... no entendía los piques entre unos y otros. Los blogs eran bastante intensitos y, aunque nunca tuve malos rollos porque pasaba, me cansé.
ResponderEliminarCuando he vuelto a bloguear en distintas temporadas, ha sido con calma y solo por entretenerme...Pero bueno, cada cual utiliza el blog para lo que quiere :)
Supongo que los blogs, las redes, no son más que una extensión más de la realidad. De lo que somos de verdad.
EliminarLlevo en la blogosfera dos años así que no conozco esos premios, ni esos piques que tan bien retratas; por las plataformas que me muevo suele haber buen rollo. Sí que conozco esa vanidad de los autores de la que hablas. ¿Cómo curamos eso? Yo lo intento, de veras.
ResponderEliminar¿Leopoldo y Cabrónidas son dos caras de la misma moneda? Curiosidad...
Lo del escote claustrofóbico mola y con lo del recogido antierótico me ha venido a la mente el moño de bibliotecaria... Tienes la capacidad de la plasticidad en tu escritura.
Creo que se te ha colado un gazapillo cuando dices "Andamos con paso lento hasta detenernos en el centro...." Sería "anduvimos", a no ser que estés hablando en presente, pero parece que no. Sin ofender eh...
Me ha gustado mucho tu post
Tienes razón, se me ha colado un gazapo que no veas y te agradezco que me lo digas, cómo no. En cuanto a Leopoldo y Cabrónidas, son dos viejos conocidos, con sus diferencias. Pero no pueden estar mucho tiempo el uno sin el otro.;)
EliminarBuenísimo, me gusta mucho como nos vas llevando de la mano por la historia, acompañamos a mini-cabrónidas por su historia para entenderlo mejor y sobre todo, para comprender ese momento en el que le dan ganas de vomitar. Yo lo hubiera hecho también. Saludos.
ResponderEliminarSe agradece que lo hayas disfrutado. Aguantarse las ganas es malo; hay que sacar fuera todo lo malo.:)
EliminarCreo que hace años llegue a estar en esos concursos del 20 minutos un par de años. Los llegué a soñar. Pero sin haber estado en esos festejos noté esa desesperación y esos codazos por figurar. Casi me enternecían los que me pedían un voto a cambio del suyo. Aunque no tanto como para entrar en su juego. Toda actividad creativa esconde detrás un ego poderoso. Lo malo es no saber gestionarlo.
ResponderEliminarP.D. Anoto mi voto por si sirve de algo a que tu vomitona ha estado bien en el retrete. Señal de vejez porque hace años también hubiese apostado por que se la dedicases a los otros blogueros.
Jajajaja, es que tú ya eres un viejo dinosaurio por la blogosfera, Sergio. Nunca se me pasó por la cabeza presentarme a ningún concurso de ese tipo, pero siempre veía eso mismo que tú has apuntado, así que gracias por tu voto en cuanto a la vomitona, que es lo que merecían. Por cierto, aunque eso ya lo sabes, ¿cómo es que ha desaparecido tu blog?
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