31/7/23

261. El desempleado

    En el centro comercial es donde el desempleado se toma su café con leche. Hoy dispone de unas monedas y decide aprovechar. Las mañanas de julio siguen siendo cálidas pese al descenso de las temperaturas. Nada parecido a su estado anímico, piensa.

    En el centro comercial hay un bar y una zona de recreo. El desempleado recuerda cuando en el bar podía comprar droga blanda y una de las drogas más duras que existen. Nadie se molestaba por ello, a no ser que consumieras la droga blanda dentro del establecimiento, puesto que hace años que está prohibido. También hay opio visual, prensa sectaria de derechas y prensa tendenciosa de izquierdas. 

    Hace tiempo que esto último dejó de importarle.

    Más allá, en la zona de recreo, por un euro hay un caballito que trota durante medio minuto y un cochecito que no va a ninguna parte. El desempleado ve cómo una madre castiga a su hijo pequeño. Ni él ni el pequeño saben si es por caerse o por caerse donde no debe. Al parecer, el niño llora por la bofetada, no por la caída. El desempleado piensa que la madre está amargada. Luego cree que es estrés. Puede que el padre del pequeño también sea un parado de larga duración, y el recibimiento que le espera a la madre es más de verdugo que de marido. Pero qué sabrá él. Los que sí deben saberlo son los vecinos. Esos que siempre callan porque nadie es valiente. 

    Ahora son las once. En el centro comercial hay unos cuantos guardias de seguridad. Dos de ellos recelan de una mujer y una niña que hurgan en los contenedores de basura. Al verlos, el desempleado se pregunta cuándo agotaron su dignidad, cuánto tiempo le queda a la suya y cuándo empezará a experimentar la verdadera desesperación. El desempleado intenta no pensar en ello, pero no puede evitar un estremecimiento cuando ve al tipo de al lado vaciar su cartera en la máquina tragaperras como agua por un sumidero.

    En un acto reflejo, uno de los guardias se lleva la mano al pinganillo de la oreja izquierda. Al momento siguiente le hace un gesto a su compañero y ambos echan de malos modos al mendigo enjuto que hay en la entrada. Han recibido una orden, y es que hay cosas que no se pueden tolerar.

    Ahora, el acceso al centro comercial está limpio, que es lo importante. Listo para que su interior sea transitado por cientos de personas entrando y saliendo con sus alegrías y tristezas; sus triunfos y sus derrotas. De repente, el desempleado siente unas ganas imperiosas de largarse de allí. Ya no es por la música ambiental, ligera y nauseabunda. Ni por sus grandes cristaleras por las que entra un sol que abrasa las retinas. Tampoco por el rumor odioso de las rampas eléctricas descendiendo a las entrañas del complejo. Ni por los tubos serpenteantes de ventilación vomitando todo tipo de inmundicia microscópica.

    Echa de menos algo a lo que aferrarse. Puede que una mujer que no lo deje cuando las cosas vayan mal; una amistad que no le dé la espalda; un trabajo de más de dos semanas; fe en algún dios, en algún equipo de fútbol. Ese tipo de cosas que hacen la vida más llevadera a las ovejas del rebaño más afortunadas que él. Y es entonces cuando llega la tristeza, cada vez más aplastante. La misma que devorará a familias que dejarán de ser tales antes de que acabe el año. A mujeres solas, rotas por dentro. A hombres solitarios y desengañados. A escandalosos niños y niñas que descubrirán demasiado pronto el sabor de sus lágrimas. A  risueños chicos y chicas que nunca podrán emanciparse. Y hasta a los viejos y viejas que les robaron el parque que ahí hubo una vez.

    Así es como vuelve el desempleado a su piso minúsculo, pendiente de desahucio, bajo el sol resplandeciente de julio. Sin nada que perder y nada que esperar. Cada día más pequeño, caminando por la acera rota dirección a su barrio empobrecido y deprimente, de papeleras quemadas por adolescentes descreídos. Esquivando las cagadas de perro y evitando las miradas como la suya, abismos de incertidumbre.



27/7/23

260. La mutilación

     Yo estaba explotando burbujas de embalaje, muy concentrado e inmerso en mi propia sudoración, cuando de pronto llegó hasta a mí un intenso alarido de contratenor, que hizo temblar todas las cristaleras del edificio en el que vivo. En un principio creí que se trataba del bebé poseído de los vecinos, o de un nuevo intento de los padres de exorcizarlo. Pero agucé el oído y determiné que el grito, también prolongado, provenía de la habitación en la que se encontraba Escarolo, mi compañero de piso. 

    De inmediato fui a su encuentro, y con voz balbuceante me dijo que se había triturado la mano derecha al poner en marcha el ventilador. Yo no podía dar crédito a semejante delirio, puesto que todos los ventiladores, sobre todo los domésticos, tienen una reja protectora. Supuse que todavía estaba asimilando el resultado de las recientes elecciones del 23J, ya que Escarolo vive en verde, piensa en verde y siente en verde. Y quizá caga verde aunque no es vegetariano.  

    Pero en efecto, hostia y joder, la piel, los huesos y cartílagos que antes constituían la mano derecha de Escarolo, estaban pegados a la hélice del ventilador, que giraba a pleno rendimiento en una especie de centrifugado grumoso y sanguinolento. Era lo más parecido a una tapa de callos a la madrileña estrellada contra el suelo. «¡Ya podría haber sido la mano izquierda, cojones!», sollozaba Escarolo. «¡Seguro que han sido los comunistas y sus medios de comunicación los que han saboteado el ventilador!». 

    Yo estaba de veras sobrecogido ante la gravedad de la situación, mientras que Escarolo, más desquiciado que doliente, agitando su mutilación en alto y encharcando el suelo con su sangre castiza, exclamaba: 

    «¡Cómo mierda voy a hacer ahora el saludo romano en condiciones!».



24/7/23

259. Noches tibias de julio

    En las noches de verano me gusta andar por los alrededores del barrio. Justo en este momento, llego a lo que antes era un descampado silvestre y ahora es una zona urbanizada con ladrillo especulado. Una gran mole de pisos carísimos a medio construir, en los que se hospedarían todos aquellos esclavos precarios que tuvieran la osadía de comprometer su futuro y el de sus hijos, más la pensión de sus padres de seguir vivos.

    Muchos de aquellos compradores de ilusión se quedaron sin su sueño, a medio camino en medio de nada. Me enfurezco un poco y sigo avanzando hasta dar con zonas, todavía salvajes, que se resisten a la voracidad capitalista. Por el momento no han crecido en ellas senderos de cemento, farolas sin electricidad, jardines de césped artificial y fuentes de agua reciclada un millón de veces. Por el momento la estafa inmobiliaria no ha podido con ellas. Esta vez sonrío un poco.

    A unos trescientos metros hay una zona elevada a la que decido ir. Está un tanto concurrida para mi gusto. Pero al menos no por esa clase de indeseables que practican la contaminación acústica y medioambiental. Parece ser que no soy el único que de vez en cuando necesita alejarse. Desde mi posición remota diviso el puto cuartel de la puta Guardia Civil, y siento algo que no sé muy bien qué es. Desde luego no es simpatía y respeto. Y más allá, la casa de todos.

    La última morada en la que habitaremos, por la que se suceden en perfecto orden y cierta estética siniestra, todo un ornato mortuorio de sepulturas, nichos y panteones, que en esta noche tibia de julio desprende una soledad beatífica, que nada tiene que ver con la del resto de la ciudad iluminada, ahora dormida y siempre decadente, habitada por muertos que se creen vivos porque respiran. 

    Nunca será esta la ciudad de los sueños, como nunca lo será ninguna. Y quizá por eso cada noche tardo más en regresar a ella. Por eso siempre me quedo aquí hasta ser el último de los caminantes. Respirando solemnidad, apoyado en un árbol con los ojos cerrados, más tranquilo de lo que podré estar jamás, rodeado del arrullo monocorde de las cigarras.



20/7/23

258. ¡A las urnas!

    El votante concienciado padece una dolencia de la cual no es consciente. Es una persona de ideas inamovibles que vota siempre a las mismas siglas. Cual empirista, yo prefiero pensar acorde con la experiencia, pero me gustaría que el votante concienciado encontrara el gozo, como yo la alegría, en que hiciera algo contra toda lógica y fracasara en el intento una y otra vez. Y que de ser posible puliera su técnica hasta equipararla a la de un político justificando lo injustificable. 

    Y todos aquellos que lo viéramos y los que se quedaron hasta sin lágrimas, puestos a reventar, que lo hiciéramos de la risa, que sigue siendo gratis. Lo haríamos mimetizados en la oscuridad de los callejones, mientras que allí afuera el bombardeo dialéctico entre unos y otros se agudiza, tensando y deformando los semblantes hasta adoptar rasgos de tragicomedia.

    Ayer, el decimosexto psicoanalista que me trató también acabó suicidándose, no sin antes suplicarme que era el momento idóneo de que yo me posicionara en un extremo u otro del bipartidismo, y ofrecer fidelidad ciega. «Inténtalo», me dijo. «Y una mierda» contesté, al tiempo que se arrojaba desde un octavo piso. Es el momento de que el votante concienciado empiece a no intentar nada.

    No intentad votar a otro partido que no sea el vuestro justo cuando, por alguna incomprensible razón que ni Dios conoce, decidisteis no ser unos enfermos; sería más fácil que os tocara la lotería sin jugar. Empezad a desoír, incluso antes de estar escuchando, todo aquello que pudiera argumentar cualquier otro votante que no piense como vosotros. 

    No intentad, no intentad, no intentad. 

    Desandad ya al primer paso, cualquier camino que os conduzca a una verdadera pluralidad de opiniones y os aleje de los ideales inculcados; sería menos complicado que mearais hacia arriba y evitar atragantaros con vuestra propia meada. Vacilad, si en un desconcertante acto de verdadero criterio, estáis a punto de condenar a los políticos en los que creísteis. 

    No intentad, no intentad, no intentad. 

    Atentad con alevosía contra vuestro compañero de ideologías, sean las que sean, si este decide no serlo porque estaba asqueado y dejó de creer. Si sucede, desaprended de inmediato la virtud que supone reconocer los propios errores, sin tener que reparar en los del otro bando, y continuad siendo votantes concienciados y vociferantes, escupiéndoos la verdad de todo. Y morid cuanto antes. 

    Eso sí, haced el favor de intentarlo.



17/7/23

257. Aquellos días de calor y sol

    Aquellos días de calor y sol fueron intensos como un orgasmo adolescente. Qué inocencia la mía la de aquellos tiempos, aunque ya sospechara que los veranos dejan de ser azules a partir de los dieciséis, que Bea y Desi mantenían una relación lésbica, que la bondad que imperaba en Barrio Sésamo era impostada, que Heidi y su abuelo ocultaban algo, y que Marco, en la vida real, no habría tenido ninguna posibilidad.

    Por lo demás, también cubríamos en bicicleta terrenos montañosos y alquitranados. Hubo caídas, claro; espectaculares y aparatosas. Pero antes de pedalear ya habíamos aprendido a huir de la zapatilla correctora de la abuela, y a abrirnos la cabeza contra los vértices mortales de aquellos muebles horribles de los sesenta, setenta y ochenta.

    Como teníamos mucho tiempo libre, lo invertíamos en toda suerte de vandalismos. Creo que en el fondo eran actos inconscientes de venganza —aunque contra la gente equivocada—, por el sometimiento que sufríamos durante el periodo escolar por parte del profesorado.

    Íbamos a la fachada de la casa de la señora Demetria —como podía ser cualquier otra casa—, a entonar cánticos desafinados como hinchas radicales de fútbol, para que saliera a reprendernos, bien desde el balcón o la ventana. En cuanto aparecía la recibíamos con una copiosa salva de globos de agua que teníamos preparada para tal fin. En contra de lo que nos aseguraban nuestros padres, ella nos demostró que sí era posible desgañitarse en expresiones tales como «¡hijos de puta!» y «¡cabrones!», sin consecuencias posteriores.

    Otras veces atábamos un cubo lleno de agua —sucia a poder ser— al pomo de la puerta de la casa de Prudencio, por ejemplo. Tocábamos el timbre y desde una distancia prudencial esperábamos a que abriera y que el agua se derramara sobre sus pies. Cuando así sucedía nuestras carcajadas también se derramaban, no obstante, nunca revestidas de maldad. Si la gamberrada a realizar era grupal, en lugar de un cubo anudábamos tantas cuerdas como puertas elegidas, y de estas a la farola, contenedor o papelera más cercana. A veces puerta con puerta. Luego pulsábamos todos los timbres una y otra vez hasta que algo cedía. En lugar de las cuerdas solía ser la paciencia de los inquilinos. 

    Por supuesto, también nos habíamos enfrentado con bandas de otros barrios que venían al nuestro a imponer su ley. Los vecinos se replegaban en sus portales por seguridad, mientras que piedras y palos de tamaños diversos volaban de un bando a otro entre las sentidas vocecitas de guerra. En los momentos más encarnizados echábamos mano de artillería pesada, como tirachinas rudimentarios y arcos de tiro de ingeniería campestre; ambos de gran alcance pero nula precisión. No como mi habilidad —ahora inexistente— de esputar como una llama desde cualquier distancia y con acierto, a los ojos del enemigo.

    Era la estación del sudor, por lo que no todos los días estábamos defendiendo nuestro territorio, o recordando al vecindario quiénes eran los dueños del mismo. En los días tranquilos íbamos a la piscina a refrescarnos, a salpicar a la gente mayor, a esconder toallas, a dejar gargajos en las barandas, a hacernos amigos de las niñas...

    En definitiva, éramos niños afortunados. 

    Muy afortunados.



13/7/23

256. Sol

    El termómetro mostraba su abrasadora realidad de mercurio. La misma que en silencio mataba a los más débiles y desfavorecidos. A esas horas, la ciudad exhalaba una hipertermia que deshacía todos los rincones. 

    No había por los paseos traficantes de veneno, vendedoras de sexo ni suicidas en monopatín. Tampoco predicadores con biblia en mano, anunciando el fin del mundo desde la zona elevada de los parques. Ni policías pateando en barrios donde nunca ocurre nada. No había marginados apostados en los semáforos, con sus carritos cargados con chatarra de vertedero, a la espera de la luz verde para cruzar el espejismo del asfalto encharcado.

     Tan sólo había calles ardientes de fiebre y lentitud, bajo un cielo ígneo desprovisto de pájaros, quizá demasiado sedientos y enmudecidos de espanto. Nada se movía en la ciudad sofocada, porque nos manteníamos a salvo en nuestros nichos vivienda, mientras las perezosas gotas de sudor resbalaban por la curvatura de nuestra espalda mojada. 

    Bajo el poder desatado de Ra los días eran un seco estertor. 

    Quizá aquello era el verdadero infierno, y no el que nos habían hablado de pequeños nuestros falsos profetas. 



10/7/23

255. Oposiciones mortales 2

    El otro día volví a ver a Anfiloquio, y me contó las insólitas excentricidades que han desarrollado algunos conocidos de su entorno social, después de haber superado las oposiciones a notarías. 

    Uno de ellos acudió a casa de sus padres para dar la gran noticia, y sin previo aviso se fue a la cocina y apareció con una escoba sobre su barbilla. Después, con gesto precario, añadió una de las sillas del comedor. Boquiabiertos, miraban cómo intentaba equilibrar ambos objetos al mismo tiempo. El inestable espectáculo finalizó en tragedia, y los dos objetos cayeron sobre el susodicho, dañándole la frente y la dignidad, no así como el cerebro, que le venía deteriorado de serie. 

    Se ve que otro aprobado, en sus inicios, acostumbraba a disfrazarse de enciclopedia o rúbrica en las situaciones más inverosímiles. Ahora, cada mes desde hace tres años, se hace fotografiar vestido de Néfertiti y envía las fotos a amigos y familiares con enigmáticas dedicatorias en arameo. 

    Un tercero empleó tantas horas de estudio que desarrolló una complicidad enfermiza con el tiempo, y sembró toda su notaría con centenares de relojes. El buen hombre abre una hora antes para darles cuerda ya que, según él, eso le ayuda a comenzar la jornada con relajación y optimismo. No así como a sus clientes y empleados, que convulsionan de histeria o escapan de allí con un alarido, atravesando el cristal de las ventanas entre tanto tictac y tanta campanada cada cinco minutos. 

    Hay otro que siempre camina por las aceras hasta el agotamiento, en la misma dirección que los coches, tanto a la izquierda como a la derecha, sin llegar nunca a ninguna parte, convencido de que si no lo hace le sobrevendrá la muerte súbita.

    Un quinto notario aborreció de tal modo su silla y su escritorio de estudio, que recibe a sus clientes en la bañera de su casa; no siempre vestido y llena de agua. Hubo dos que conformaron un equipo de estudio: uno, para no aburrirse, primero memorizaba las páginas pares, luego las impares y al finalizar las ordenaba en su cabeza. El otro, más normal, le daba la vuelta a los libros y los leía del revés. Ambos siguen en paradero desconocido. 

    Y si no el caso extremo del notario atemporal, el cual se levanta temprano, se viste de traje y corbata y sale a comprar el periódico. Después entra en el bar de toda la vida y desayuna un cruasán y un cortado. El desayuno siempre le cuesta cien pesetas; siempre. Y siempre le devuelven cinco. Y así desde hace treinta y cinco años sin atender al IPC. La familia sigue pagando la diferencia a final de mes, a sabiendas de que alterar tan desconcertante rutina puede provocarle un estado irreversible de shock

    También está el caso de Sinforoso, que una vez superadas las oposiciones creía que cada vez que amanecía sería la última. Tanto era así, que cada día dejaba abierto su despacho y se iba al bar para amorrarse al periódico y leer todas las esquelas, a ver si encontraba la suya. Para asegurarse, también memorizaba los horarios de todos los entierros a los que acudía puntual, para ver si era él el enterrado. Claro está, se le incapacitó para ejercer su profesión. Y no por estar chiflado —cosa habitual entre los de su gremio—, sino por no acudir al despacho.

   En fin, si necesitas los servicios de algún notario, puedo ponerte en contacto con Anfiloquio.



6/7/23

254. Animales muertos

    Animales muertos los que no logran escapar del bosque en llamas. Los que revientan en el asfalto por conductores demasiado veloces y despistados, que no frenan para evitar una posible colisión trasera. Animales aéreos estallando contra el fuselaje de un avión. Animales marinos triturados por las hélices de las embarcaciones. Animales muertos que están en venta cuando han pasado los debidos controles de calidad. Animales muertos que te traes a casa con el resto de la compra semanal. Animales muertos dentro de tu armario y de tu nevera. Animales muertos dentro de tu cuerpo.

    Provocas muerte, comes muerte.



3/7/23

253. Fin de semana bajo presión

    Quién sabe si por rotación planetaria o conjunción astral, pudo mi hermana contar con mi ayuda para satisfacer con la mayor eficacia y coordinación posibles, los reclamos y necesidades de un grupo de vociferantes púberes que a bien quiso ella en un arrebato de insensatez, hospedarles en su casa durante un par de días. Con el mayor rigor posible y templando el pulso, paso a relataros a grandes rasgos lo acaecido aquel sufrido fin de semana de un verano lejano.

    Tengo pocos momentos de paz, por lo que escribo esto a escondidas y con el temor a ser descubierto. Llevo dos días secuestrado, satisfaciendo tan bien como puedo las exigencias de una aulladora jauría de jovenzuelos malcriados y quisquillosos, arañando fuerzas de flaqueza de mi estabilidad mental para no caer en el síndrome de Estocolmo. Si bien es cierto que la adolescencia es bella por lo que atesora en sí misma, huye de la razón y el sosiego, en favor del exceso y la nula utilización de la lógica. 

    Mi presencia solo es requerida para nutrirlos, aun a riesgo de ser amenazado con gruñidos y gestos de desaprobación, cada vez que traigo a la mesa un plato de pescado o verdura. ¡Iluso de mí!, las criaturas salvajes sólo comen carne, chuches y polos. Suerte que mi hermana, acostumbrada a lidiar con actitudes reprobatorias, consigue salvarme una y otra vez de las fauces de esos déspotas crueles e insensibles.

    Las comidas y cenas de las que estoy siendo partícipe con la jauría no tienen desperdicio. Llevo dos días y medio intentado colar un par de frases coherentes, en lo que es una sarta delirante de insensateces, que de darse lugar, serían las mismas que habría entre el musgo seco y las larvas. A todo esto, cuando por fin lo logro, mi sobrino escupe la comida diciéndome que no sé dialogar y que no dejo que nadie lo haga. Encima mi hermana me traiciona y en lugar de defenderme prorrumpe en carcajadas que se unen a las de toda la jauría. Mientras recogemos utensilios y adecentamos la cocina, la jauría ya con sus apetencias colmadas, asaltan el congelador en tropel, se van al comedor y encienden la aborrecible caja de imágenes.

    De nada sirve que les triplique la edad: con la excusa de que molesto y no estoy en la onda, me han desterrado a la terraza desde donde los observo a través del cristal. Más que sentados, están desmadejados aquí y allá sin orden ni concierto, sintonizando un programa en el que una patulea de iletrados, jaleados por un presentador cretino, se escupen bajezas los unos a los otros e insultan a personajes de la farándula de tres al cuarto no presentes en el plató, con el mérito incuestionable de hacerlo todos a la vez. Cuando el subidón de semejante bazofia lo requiere, el realizador del programa hace un barrido panorámico sobre el público que aplaude, cuyos rostros sonrientes muestran evidentes carencias neuronales. 

    Pronto desatienden el televisor en favor de desgastarse en la piscina. Es tal el despliegue de energía que la convierten en un mar embravecido. Cómo no, también teclean con asombrosa pericia sobre sus pantallas táctiles. No puedo asegurarlo, pero creo que en lugar de mandar WhatsApp al exterior, se los mandan entre ellos en detrimento del don del vocabulario, que sólo es utilizado ante una foto o tuit de supuesto ingenio. En esos momentos para, quien como yo pertenece al gremio de los tontos que anteponen la libertad al uso de la tecnología, siento que el alma se me diluye pies abajo, y pierdo la poca fe que tenía en las generaciones venideras para capear las tormentas sociales del futuro. No obstante, para no abundar en el pesimismo, debo decir que las madres se han intercambiado información, y aseguran que sus retoños aprueban los exámenes del instituto sin utilizar métodos fraudulentos. 

    Cuando ya es noche cerrada y han repasado sus vidas y las ajenas concentradas en las redes, deciden irse a dormir dando las buenas noches como un mero trámite. Casi levito de alegría, pues eso supone mi liberación y el cumplimiento de mi compromiso. Así que, aunque todavía tengo que pasar la noche que dará paso al amanecer del lunes, escribo esto desde la prudencia y la esperanza, sabedor de que podré escapar cuerdo y de una pieza, pese a los traumatizantes episodios a los que he sido sometido.




P.S.: En la actualidad, algunos componentes de la jauría son mayores de edad y otros están a meses de serlo. También parece ser que, de momento, han desarrollado adicciones sanas, pero nunca han leído un libro. Y todo lo escriben sin vocales.


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