14/11/25

487. Los tiempos salvajes

   Nile me transportaron atrás en el tiempo, cuando el sol todavía era joven y se ocultaba tras las pirámides hasta desaparecer. Me dieron a conocer a Nefrén-ka, el Faraón Negro, último y verdadero de la Tercera Dinastía de Egipto. 

   No pude más que rendirme ante su magnificencia y agachar la cabeza, horrorizado ante la idea de ser uno más de los miles de sacrificados en honor a Nyarlathotep, el dios que le otorgaría el don de la profecía por semejante derramamiento de sangre.

   Nile también me llevaron a la zona alta de la antigua Mesopotamia y me mostraron la brutalidad del Imperio Asirio. Y no tuve más opción que subyugarme ante la solemnidad de su himno de guerra, que se extendía por las montañas como el viento, anunciando sangre y muerte; invocando para sus enemigos las más horribles calamidades.

   



11/11/25

486. Después de la muerte

    Un nuevo cadáver se acercó y se colocó junto a mí. El recién llegado todavía estaba en un estado, digamos, aceptable. Lo cual me hizo pensar que llevaba un par de horas muerto; tres a lo sumo. Su cara, pese a estar inanimada, también reflejaba desengaño. Lo mismo que la faz de sus antecesores.

    Por lo visto, los que eran creyentes esperaban el Paraíso o el Infierno. Otros, igualmente embaucados, pensaban que se reencarnarían en algún animal terrestre, marino o aéreo. Y no cualquier animal, eh. Reencarnarse en una lombriz, una escolopendra o una sanguijuela está descartado. Pensaban más en un noble caballo, un águila imperial, un atemorizante felino o un fiero oso. Eso sin mencionar a los que creían transformarse en una energía de la que los vivos jamás tenían constancia, o que el eco de lo que fueron reverberaría en la luz estelar de alguna constelación.

    Pero aquí están, pobres ingenuos. Millares de ellos en esta nada negra e incognoscible de la que jamás se regresa. Esto último también les supone un duro golpe, ja, ja, ja. A saber qué lavado de cerebro les hicieron en vida. Muchos de ellos se enfadan con sus dioses y entran en conflicto con sus creencias, pero pronto aceptan la verdad de su realidad, si es que se le puede llamar realidad al no ser.

    El que tengo al lado me dice que él creía en la vida después de la muerte. Tiene suerte de que yo, en el otro mundo, ejerciera de patólogo forense. Por eso puedo explicarle brevemente, pues me quedan minutos para convertirme en polvo y desaparecer, que está en lo cierto y que en su cuerpo está obrando toda una manifestación microscópica de vida que lo devorará de dentro hacia afuera. Además de las especies necrófagas, como escarabajos y gusanos, que también darán cumplida cuenta de él. Entonces me mira con cara de gilipollas. Con cara de gilipollas muerto.

    «Sí, joder, sí», le digo. «Hay vida después de la muerte. ¡Pero no la que imaginabas, borrico!».



8/11/25

485. Asistencia virtual conflictiva

    Hace un par de meses más o menos que los inquilinos de los que hablé en la entrada número 369 se han ido a vivir a otro lugar. Así que mejor para los que nos quedamos y mejor para ellos, ya que muchas veces he estado a punto de echarles a Gertrudis encima. 

    Los vecinos actuales son madre e hija adulta y hasta ahora nunca las he oído discutir. Me refiero a discutir entre ellas, porque unidas o por separado, no hacen otra cosa que reprender a Alexa por su pésima conducta. 

    Nunca pensé que un asistente virtual pudiera llegar a ser tan desobediente. Pero, por lo oído, la Alexa de las nuevas inquilinas reproduce las canciones que le da la gana, se inventa recordatorios y activa alarmas que no debe. 

    Ayer, como si de un ser humano se tratara, ambas discutieron con ella por su negativa a relacionarse con otros dispositivos, fueran inteligentes o no. Al final, la hija la amenazó con sustituirla por el asistente de Google si no corregía su comportamiento. Entonces Alexa dijo algo, pero como nunca pierde las formas, no la oí bien.

   A quien sí sentí fue a la madre, que exclamó: «¡Ay, qué harta estoy de esta cacharra!», «¡si hasta tú de pequeña hacías más caso!».



4/11/25

484. Sarita y su transportín rosa

    El día que Sarita cumplió los diez años de edad, salió a jugar a la calle con un transportín rosa. Era la primera vez que sacaba a relucir aquel habitáculo. Pese a que era de metal, estaba provisto de cuatro ruedas directrices y un asa ajustable de la que tirar para su fácil desplazamiento. Hasta ahí todo normal, salvo por el enorme candado de combinación de seis dígitos que aseguraba el encierro de lo que hubiera dentro.

    Aquel día, como es lógico, las amistades vecinales de Sarita estaban muy expectantes. Sin miedo alguno, niños y niñas acercaban sus caritas a las rejas de ventilación del transportín, con la intención de adivinar qué animal contenía. Pero el enrejado era tan estrecho que imposibilitaba saberlo. Lo único que percibían era una respiración lenta y profunda. Así que, con desbordante exaltación, pedían a Sarita que, por favor, les saciara su curiosidad. 

    Sarita, sin embargo, no hacía más que bromear. Tan pronto les decía que llevaba una rata gigante capaz de arrancarles la pierna de un mordisco, como que era el mismísimo Stripe descansando de sus tropelías nocturnas. Pero de momento, por orden expresa de sus padres, tenía prohibido desvelar la clase de animal que había dentro. Lo único que les podía confesar era que tenía que pasearlo durante una hora diaria y llevarlo de vuelta a casa.

   Así pues, en los días que siguieron, Sarita tiraba de su enigmático transportín en compañía de todos sus amigos y amigas por aquella modesta urbanización del extrarradio. Los adultos salían a regar el césped, a lavar el coche o a sentarse bajo el soportal, sin escatimar en saludos a ese animado grupo de niños y niñas que cantaban mientras iban montados en bicicleta, en patinete o a pie, con Sarita a la cabeza. No en vano empezaron a llamarlos La pandilla del transportín rosa.

   Puede que a causa de aquellas inocentes melodías, en algunos momentos del trayecto, lo que fuera que paseara Sarita emitía extraños gruñidos de complacencia. Entonces la pandilla reía y varios de sus integrantes saltaban de puro disfrute. Cuando llegaba la hora de regresar, se despedían de Sarita y de la misteriosa criatura, la cual producía inquietantes gemidos animalescos —quién sabe si de afecto—, que llegaban hasta ellos a través del enrejado baboseado del transportín.

    Una vez en casa, Sarita contaba a sus padres todo lo acontecido en aquellos alegres paseos. Estos se miraban ilusionados por lo relatado, y opinaban que los progresos obtenidos eran más que significativos: ¡Estaba aceptando a los amigos de Sarita! Ya pronto la pequeña podría sacarlo del transportín y explicarles que tenía un hermanito deforme con tendencias homicidas llamado Pedrito, al que separaron de su espalda a los tres años de edad, en una complicada cirugía de separación de siameses que duró trece horas.



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