Nile me transportaron atrás en el tiempo, cuando el sol todavía era joven y se ocultaba tras las pirámides hasta desaparecer. Me dieron a conocer a Nefrén-ka, el Faraón Negro, último y verdadero de la Tercera Dinastía de Egipto.
No pude más que rendirme ante su magnificencia y agachar la cabeza, horrorizado ante la idea de ser uno más de los miles de sacrificados en honor a Nyarlathotep, el dios que le otorgaría el don de la profecía por semejante derramamiento de sangre.
Nile también me llevaron a la zona alta de la antigua Mesopotamia y me mostraron la brutalidad del Imperio asirio. Y no tuve más opción que subyugarme ante la solemnidad de su himno de guerra, que se extendía por las montañas como el viento, anunciando sangre y muerte; invocando para sus enemigos las más horribles calamidades.
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