Un nuevo cadáver se acercó y se colocó junto a mí. El recién llegado todavía estaba en un estado, digamos, aceptable. Lo cual me hizo pensar que llevaba un par de horas muerto; tres a lo sumo. Su cara, pese a estar inanimada, también reflejaba desengaño. Lo mismo que la faz de sus antecesores.
Por lo visto, los que eran creyentes esperaban el Paraíso o el Infierno. Otros, igualmente embaucados, pensaban que se reencarnarían en algún animal terrestre, marino o aéreo. Y no cualquier animal, eh. Reencarnarse en una lombriz, un escarabajo o una sanguijuela está descartado. Pensaban más en un noble caballo, un águila imperial, un atemorizante felino o un fiero oso. Eso sin mencionar a los que creían transformarse en una energía de la que los vivos jamás tenían constancia, o que el eco de lo que fueron reverberaría en la luz de alguna constelación.
Pero aquí están, pobres ingenuos. Millares de ellos en esta nada negra e incognoscible de la que jamás se regresa. Esto último también les supone un duro golpe, ja, ja, ja. A saber qué lavado de cerebro les hicieron en vida. Muchos de ellos se enfadan con sus dioses y entran en conflicto con sus creencias, pero pronto aceptan la verdad de su realidad, si es que se le puede llamar realidad al no ser.
El que tengo al lado me dice que él creía en la vida después de la muerte. Tiene suerte de que yo, en el otro mundo, ejerciera de patólogo forense. Por eso le puedo explicar, aunque con mucha brevedad, porque me queda muy poco tiempo antes de convertirme en polvo y no ser nada, que está en lo cierto. Que en su cuerpo se está obrando toda una manifestación microscópica de vida que acabará por devorarlo. Luego añado lo de las larvas en su interior y la aparición de las especies necrófagas, también hambrientas y rebosantes de vida. Entonces me mira con cara de gilipollas. Con cara de gilipollas muerto.
«Sí, joder, sí», le digo. «Hay vida después de la muerte. ¡Pero no la que imaginabas, borrico!».
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