Como él, los agentes conocían el laberíntico entramado de las calles del pueblo, pero eran torpes y lentos debido a sus orondas anatomías. Mientras que Tiburcio, escurridizo como el mercurio, aumentaba la distancia entre ellos esquivando coches, fintando entre los transeúntes e improvisando inesperados sesgos en las esquinas. De tal modo que le dio tiempo a abrir con sus instrumentos de caco, una de las tapas del alcantarillado y desaparecer de la vista de sus perseguidores, descendiendo a la negrura del subsuelo.
Una vez colocada la tapa hasta eclipsar el día, y bajar por la oxidada escalerilla de la cloaca hasta tocar el húmedo suelo, puso en modo linterna el móvil que le sustrajo a la alcaldesa hace dos días y que, al contrario de lo que hacía su antigua propietaria por el bien de la comunidad, ahora le iba a prestar a él un gran servicio.
Su plan era permanecer en aquel mundo subterráneo el tiempo necesario para desanimar a sus uniformados captores, que a buen seguro estarían preguntándose dónde coño se habría metido. Además, entre los de su gremio, Tiburcio era el que mejor conocía toda aquella intrincada infraestructura de largos túneles goteantes por los que discurrían apestosas aguas residuales. Y ahora que disponía de luz, podría moverse por aquel insalubre lugar como el topo en su madriguera.
Silbando un batiborrillo de sus bandas sonoras favoritas —Por un puñado de dólares (1964), El golpe (1973) y Ocean's eleven (2001)—, inició su andar por una de las dos estrechas aceras que flanqueaban el túnel. Del punto más alto de aquel sombrío pasaje semi circular, había colocados a intervalos de cuatro metros, una treintena de fluorescentes de los cuales nueve o diez, repartidos en toda la longitud del mismo, despedían una luz moribunda que apenas penetraba aquella sima de oscuridad. El resto de tubos o estaban muertos, o parpadeaban en una secuencia ilógica.
A mitad de trayecto se detuvo en seco y apagó la luz del móvil, convencido de haber oído algo que procedía de la negrura del túnel. Tiburcio, proclive a la paranoia, se preguntó si no serían ciertas aquellas historias que de niño le narraba la cascada voz de su abuelo a la luz de la lumbre, sobre enormes cocodrilos que reptaban por los sótanos de la civilización. Lanzó desde sus adentros una pequeña maldición a la madre que parió a su abuelo y aguzó el oído.
No era algo físico; se palpaba en la piel, en el estómago y en las yemas de los dedos. Era una especie de rumor quedo; un ronroneo amortiguado que fluctuaba entre el sonido cristalino de las incontables goteras, y llegaba hasta él a través de las largas telarañas, oscilantes como medusas bajo el agua.
Fuera lo que fuera aquello, estaba seguro de que no era una criatura que algún desaprensivo hubiera tirado por el desagüe. De modo que contrajo el esfínter, respiro hondo, volvió a encender en modo linterna lo que era suyo por derecho propio, y resolvió encaminarse con sigilo hacia ese bisbiseo antinatural.
Cuando ya había cubierto más de la mitad del trayecto, parte de su inquietud lo abandonó al percatarse de que aquel arrullo intranquilizador se trataba de una voz. Apagó el móvil y fue acercándose hasta llegar a la desembocadura del túnel, allí donde la luz vencía —por fin— a la oscuridad. Pese al alivio, Tiburcio optó por la prudencia y decidió escuchar sin asomar la cabeza, apoyándose de espaldas a la pared del conducto hasta el punto de mimetizarse con él.
En efecto, era la inconfundible voz de un hombre cuyas palabras, aunque incompresibles para él, resultaban intimidantes por la devoción con que eran pronunciadas. La voz declamaba con un apasionamiento apenas contenido, y una evidente idolatría desquiciada, como si cada palabra contuviera en sí misma una siniestra profecía.
—Al octavo día, el Innombrable vulneró los edictos hieráticos del Hacedor y convino con los irredentos mortales escribir su propia historia. A obscenos lengüetazos de fuego, engendró del más rusiente de los avernos a la criatura más portentosa e incombustible que habría de enaltecer los corazones de los blasfemos y herejes que infestan el mundo. La bestia retornaría con denuedo arrollador y furia desacostumbrada, allá donde millones de gargantas paganas claman su nombre con una sola voz retumbante...
Tiburcio pensó que aquella voz era la de un tipo con un serio trastorno, pero no lo suficiente como para hablarle a la nada. De modo que para confirmar sus sospechas, se atrevió a mirar asomando la parte más imprescindible de la cabeza para ello, y contuvo un respingo. En efecto, allí donde en el pasado nunca hubo ni un alma, había ahora a pocos metros de él, un centenar de personas entre hombres, mujeres y niños.
Aquella numerosa congregación de silenciosos oyentes, mantenían el mentón alzado en idéntico ángulo, dirigiendo sus ojerosas miradas a una esquelética figura de negros ropajes y altura extraordinaria, que desde su posición elevada, parecía hipnotizar con su oscura homilía a todo aquel que escuchara. De su cuello colgaba un crucifijo invertido que humeaba al tiempo que las palabras que articulaba, iban acompañadas de pequeños salivazos sanguinolentos.
—Y para desdicha de dogmáticos, creyentes y defensores de la fe, esparciría como un terrible virus su oscura letanía conquistando fronteras y anegando los más recónditos confines. El tiempo no se detiene y el templo de los infieles está dispuesto para abrir sus puertas y amparar a los que hoy optan carearse con el monstruo. Los cañones tronarán estentóreos. Las abyectas alimañas de la madre Tierra se removerán en sus malolientes escondrijos, y...
El oscuro orador enmudeció de súbito, pues de igual forma, aquel centenar de almas que le escuchaban abstraídas, dejaron de hacerlo ofreciéndole la espalda y señalando como un solo ente devoto en dirección a Tiburcio. Este avanzó con pasos dubitativos hasta colocarse en medio de la boca del túnel, a la vista por completo. No se preguntó cómo lo habían descubierto, porque estaba claro que allí estaban obrando fuerzas sobrenaturales que podrían descubrir cualquier cosa.
Aquel grupo de hombres, mujeres y niños, posaban sobre Tiburcio sus inexpresivas miradas, señalándole con el índice. De igual forma y en un punto más elevado, el Orador Oscuro hacía lo propio. A través del humo que emanaba del crucifijo invertido que adornaba su cuello, Tiburcio vislumbró sus labios ensangrentados. No podía apartar la mirada de todos ellos, y ellos lo miraban sin parpadear, sin que sus brazos extendidos oscilasen lo más mínimo, como si pudieran pasarse toda la eternidad en esa actitud condenatoria.
Los ojos de aquellos extraños pesaban sobre Tiburcio como si quisieran doblegar su espíritu. Casi sin darse cuenta se arrodillaba con lentitud en aquel lugar profanado, y creyendo que sería incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio opresivo, exclamó:
—¡Pero qué hacedó, qué blafemo ni que ná! ¡Zoy Tiburcio, er cletómano de la tre mano, y no tengo na mejó que hacé que robá juego de la play estachon en El Corte Inglé! ¡Azí que ala, me vuelvo pa Graná! ¡Que su den por culo a too!
Y en un adrenalínico arrebato de fuerza Tiburcio se irguió cuan alto era, giró sobre sus talones, encendió el móvil en modo linterna, y como el silbido de una bala —o alma que lleva el diablo, pensaría en los días siguientes—, escapó por donde había venido, intentado en el proceso quitarse el miedo de encima, y pidiendo perdón a no sabía muy bien quién por haber maldecido a la madre de su abuelo.
Y es que puestos a elegir, hubiera preferido Tiburcio en aquel brete tan singular, enfrentarse con un caimán hambriento.