En el año 92 el infortunio se cebó conmigo por partida doble: tuve que hacer el servicio militar y encima en el peor de sus departamentos.
Me destinaron al cuartel de artillería Alfonso I de Huesca. Un reducto polvoriento, ahora desaparecido, de un blanco enfermizo. Después de la jura de bandera me derivaron a lo que los mandos llamaban la siempre noble y sufrida sección de acemileros. Aunque para los reemplazos pasados, presentes y futuros, aquella mierda se conocía con el simple nombre de «Los Mulos»: la sección más putesca, guarra e insalubre de aquel lugar carcelario. Y no es que quiera parecer traumatizado, pero por más que pasa el tiempo no me quito de la cabeza a esas putas bestias del Señor.
Dicha sección animalesca la conformaban seis o siete caballos y una veintena de mulos —contando yeguas y mulas—. De los caballos nada voy a decir, salvo que son animales bellos y nobles. No así como sus parientes híbridos, viles y resabiados, divididos en tres grupos en función de su comportamiento con el humano: la pieza azul, la roja y la amarilla.
En la pieza azul se agrupaban los mulos mansos: aquellos que no entrañaban ningún tipo de peligro. Los de la pieza roja eran indóciles y reacios a la colaboración: requerían cierto desgaste para doblegarlos. Y por último estaban los de la pieza amarilla: bestezuelas hijas de la gran puta de hostilidad manifiesta e impredecible.
Para que los mulos se cansaran y soltaran presión, una vez al mes eran liberados en un campo de hierba —del tamaño de la Razzmatazz— que había en un extremo del cuartel, delimitado por cuatro paredes de ladrillo medio derruidas y con una sola entrada. Era la hostia ver a una veintena de mulos descontrolados como si estuvieran de fiesta, atropellándose entre ellos en una orgía de coces, resoplidos y rebuznos disonantes.
Pasados quince minutos, cuando se suponía que estaban cansados, entrábamos a por ellos para llevarlos al abrevadero. Empezábamos por los de la pieza azul, que sin más se dejaban poner la cabezada con sumisión. Luego íbamos a por los de la pieza roja, a los que teníamos que perseguir con insistencia y actuar con determinación a fin de que no percibieran titubeo en nuestros gestos. Cuando íbamos a por los mulos de la pieza amarilla —éramos cinco contra cuatro—, lo hacíamos gritando como si nos alentara el jodido William Wallace, reduciendo el hecho a una contienda bárbara entre hombre y bestia. Pero la situación derivaba en una épica de cuatro pares de cojones.
En aquella ocasión el primero en caer fue el acemilero Turbo —todo lo hacía en ultralentitud— que al tiempo que parpadeó, fue desplazado de su realidad cual muñeco por un golpe de lomo de Lanjarón (La muerte negra). A su vez, el acemilero Chinchilla —un esqueleto viviente trajeado de bimeta— desapareció de su plano existencial al paso de la corriente de aire que provocó Egregio (El superloco). Guridi —sin rasgos destacables—, en un intento adrenalínico de esquivar a Egregio, saltó montándose a lomos de Endestada (La barbitúrica) y esta lo mandó a tomar por culo con un quiebro de pescuezo. A lo lejos el teniente exclamó: «¡Botiquín!». En su caída, Guridi interceptó al Jivia —un recluta achaparrado que solo tenía pecho y brazos— que huía de la quijada sonriente de Tertulia (La placadora). El Jivia perdió el equilibro y a punto estuvo de caer junto con Guridi, pero Tertulia lo evitó fintando en el aire y coceándole la rabadilla en oblicuo. Al tiempo que el Jivia se elevó en contradirección de la gravedad, Turbo reapareció cojeando y gritó: «¡Cuidado Jivia, la placadora!». Por mi parte, sentí una especie de vibración en la oreja, propiciada por el hijoputa del Lanjarón, en un intento fallido de cocearme el colodrillo en un gesto perpendicular, aunque solo atinó a quitarme el cerumen por inercia. No así como la huevada del reaparecido Chinchilla, que se contrajo en un órgano minúsculo al ser castigada por Endestada, en una coceada mortal de 360 grados. Por encima de nuestros gemidos y los rebuznos, el teniente apremiaba: «¡Botiquín, hostia santa!».
En fin, y para no abundar en la violencia gratuita tipo Tarantino, los mulos de la pieza amarilla cesaban su castigo cuando tenían sed y accedían por voluntad propia a que los lleváramos al abrevadero, y no de otro modo. Y al mes siguiente volvía a repetirse el mismo cuadro. Aunque más que un cuadro, parecía una viñeta de los tebeos de Mortadelo y Filemón.