A dos minutos a pie desde mi casa hubo una gran ferretería de dos plantas del grupo Cofac. Llegó el 2008 y la industria del tocho estalló, y sobrevino una crisis mundial que se estuvo follando a la mal llamada sociedad del bienestar hasta el 2014. En ese intervalo de tiempo, la ferretería, como otros tantos negocios, se fue a tomar por culo para no volver. Con el paso del tiempo la ferretería se convirtió en un bazar chino llamado Merca Europa. Mientras la masa mundial de esclavos seguía resentida por el dolor de tanta sodomización, la poderosa mano amarilla reflotó bares y negocios. Y en poco tiempo, bazares grandes y pequeños proliferaron como un germen infeccioso en pueblos, urbes y superficies industriales.
El día de la inauguración regalaban una botella de vino blanco sin nombre, de sabor indeterminable. Recuerdo que el bazar funcionó durante tres años y pico en los que siempre vi clientes entrando y saliendo. Una vez de tantas fui allí a comprar, cuando a mitad de camino me interceptaron los espías de mi barrio —jubilados y octogenarias que pasan el tiempo controlando el volumen de paseantes en varios kilómetros a la redonda—, y me dijeron que el bazar cerraría sus puertas en poco menos de una semana por pobreza de ventas.
Reanudé mi camino con la información rebotándome en el cerebro. Tuve muy buena relación, sustentada en la broma sana, con una de las dependientas. Una china adolescente tan bajita que parecía estar reducida a MP3. Nunca pronuncié bien su nombre, que era algo así como Liu Fang no sé qué o Fay Kung lo otro. Con la debida confianza establecida, cada vez que entraba, la saludaba con un nombre diferente: «Hola, María», u «hola, Sara». Y ella se reía y contestaba con jovialidad según le pareciera: «Hola, feo», u «hola, homble viejo». Mientras que sus tres hermanos —intuí que mayores que ella—, desde la distancia y colocados en diferentes puntos estratégicos del bazar, me miraban muy serios como si fueran a dispararme con armas con silenciador.
Al rato me dirigí con mi compra al mostrador de cobro. Había muy poca gente y le pregunté a Mónica —mi amiga china— cuál era el verdadero motivo de que cerraran puertas. Marta miró de izquierda a derecha, se aupó apoyando los antebrazos en el mostrador, y yo me basculé un poco hasta casi tocar nariz con nariz. Su rostro vestía un gesto sombrío como jamás había visto en la cara de nadie, y pensé que podía perderme en los enormes cristales de sus gafas redondas al estilo John Lennon. Entonces contestó: «Viene pandemia. Todos pol culo. Todo mielda. Todo mal».
De pronto, los tres hermanos se echaron las manos a la cabeza mirándose horrorizados. Apareció su madre, de su misma estatura y coronada con un moño eclipsante. Y su padre, también comprimido en MP3 y de una fibrosidad asombrosa. La asieron cada uno de un brazo alejándola de mí y comenzaron a reprenderla, airados, como si al compartir aquella información conmigo hubiera puesto a toda la familia en un grave peligro. «Joder» pensé, «con lo discreta que es siempre Mercedes», «¿cómo lo han sabido? A ver si resulta que hay micrófonos…».
Salí con mi compra y a la semana siguiente Merca Europa fue historia. Aquello ocurrió a mediados del 2018, y como es natural no eché cuentas del trascendental secreto de Estado del que fui conocedor. Tenía otras cosas en la cabeza, y ni por asomo lo que se nos vendría encima en el futuro. El bazar chino ahora es un gimnasio del grupo Basic Factory al que no pienso ir por cerca que lo tenga, y aquí estamos: año 2021; una pandemia nos está jodiendo, hemos sufrido un confinamiento, sufrimos restricciones y los contagios siguen produciéndose.
¡Qué razón tenía Sofía, mi amiga china del lejano oriente!