28/4/25

442. En el sótano

    El viejo Perbisterio Ranado vivía en un lúgubre sótano preñado de ácaros y humedades al resguardo de la hiriente radiación solar. La imagen del mundo que le ofrecían las mugrientas ventanas de su pequeño habitáculo, consistía en el desfile de los calzados dispares de los viandantes, de alguna silla de ruedas y del típico imbécil acelerado del patinete eléctrico. Todo ello acompañado con la cacofonía del tráfico congestionado y el piar enloquecido de los pájaros.

    Tampoco necesitaba más. Gracias a la pensión por demencia, el viejo Perbisterio Ranado tenía ordenador y conexión a internet. De modo que se proveía de todo cuanto necesitaba sin ningún tipo de contacto humano, salvo cuando el mensajero tocaba a su puerta pedido en mano. Debido a su merecida inactividad, se pasaba todo el día pensando, hasta que un día su mente trascendió y descubrió que había desarrollado una capacidad especial para predecir pequeñas catástrofes naturales. 

    Así lo supo el primer jueves de abril de hace dos años, cuando diluvió con tal intensidad que la red de drenaje de la ciudad se colapsó, las aceras se volvieron resbaladizas y homicidas, y el rugido de los riachuelos discurrió por las calles arrastrando vehículos aparcados, algunos seres humanos y toda clase de mobiliario urbano. Justo al iniciarse aquella catástrofe, sin saber por qué, la brillante tonsura de su coronilla empezó a palpitar como un corazón desbocado. 
 
    En pocos minutos, el agua irrumpió en cascada por los ventanales de su sótano, junto con condones, pañuelos de papel, compresas, pañales, paquetes de tabaco, bolsas de basura, esputos verdes y tres o cuatro animales muertos, dándole el tiempo preciso para sentarse en su sofá en posición fetal, y contemplar cómo en cuestión de segundos su querido hogar se convertía en un maloliente lodazal de odio líquido y mierda. Para cuando el agua dejó de entrar hasta alcanzarle los tobillos, el suministro eléctrico se había interrumpido, y se dio cuenta de que el pálpito de la coronilla había remitido. 

    Desde aquel fatídico día, el viejo Perbisterio Ranado sigue en la soledad de su sótano estudiando su facultad predictiva para poder anticiparse con éxito a futuros desastres naturales, si es que llegan. Y no la compartirá con nadie, pues desde hace años se acostumbró a estar muerto para el resto del mundo que le dio la espalda.




24/4/25

441. El aterrizaje

    Dos tipos urbanitas se desplazan por las alturas en un globo aerostático. En un momento dado, deciden aterrizar en una gran extensión de tierra de tonalidades verdes y ocres. Unos metros antes de que el globo toque tierra, a lo lejos, otro tipo se aproxima hacia ellos con paso apresurado. El globo ha aterrizado y los urbanitas bajan de él. Uno de ellos graba con un móvil cómo el otro hombre se va acercando. Cuando está lo bastante cerca, ambos urbanitas comprueban que es un tipo de campo, muy enfadado, que vocifera y gesticula.

    El hombre de campo les pregunta, airado, quiénes son y por qué aparcan en su terreno en el cual no se puede aparcar. Los hombres de ciudad, en tono correcto, contestan al respecto que son el piloto de la aeronave y el comandante, y que se han visto forzados a un aterrizaje de emergencia, no a aparcar. El hombre de campo exclama qué aeronave ni qué leches. Que eso es un globo de esos que vuelan y que al aterrizar ha asustado a sus animales que pastaban con calma.

    Los hombres de ciudad aseveran que no había más remedio; que el aterrizaje era de vida o muerte. El hombre de campo, aún más furioso, les impreca que ellos son los culpables de que sus animales estén por ahí desperdigados a kilómetros de distancia de donde debieran estar, y que reagruparlos sí que va a ser de vida o muerte. Con todo, los hombres de ciudad le explican que hay que anteponer la vida humana a la animal; que eso es lo correcto. El hombre de campo, ya sacado de quicio, los insulta y les exclama que lo único importante, cuando se trata de la invasión de su terreno, son sus animales.

    Los hombres de ciudad contestan que se calme y que no les falte al respeto, que ellos no lo han hecho. El hombre de campo les grita que tendrían que haber aterrizado en “el otro lao”, aunque dada la enormidad del descampado cuesta determinar dónde está. Luego, sin visos de calmarse, se aleja mientras afirma que los va a denunciar y que recen porque ninguno de sus animales se haya hecho daño, pues están asegurados y con todos los papeles en regla. 

    También les amenaza con que va a volver con su hermano, y que cuando eso suceda, mejor que no estén ellos ni el globo, porque su hermano no razona como él: solo actúa.



  

21/4/25

440. Descanso eterno

    Aunque me llaméis oportunista y otras cosas merecidas e inmerecidas, es un buen día para colgar esta canción.




17/4/25

439. Operación retorno

   Era Semana Santa. Miles de personas ya se habían alejado de sus primeras viviendas, y otras tantas lo harían en las próximas horas. Mientras que nosotros cuatro, montados en la vieja chatarra oxidada de Crisógono, regresábamos a las nuestras con el temor de que en cualquier momento un repentino flash de luz irrumpiera en nuestra trayectoria, y en un segundo nos viéramos tele transportados a cualquier lugar indeseado.

   Pero no sucedió tal cosa. Por lo visto, las fuerzas intangibles y poderosas que hasta no hace mucho habían jugado con nosotros, estaban de vacaciones como mucha gente, u obrando a su antojo con la vida de otros desafortunados pecadores. De modo que no aparecimos con el coche en lo alto de un campanario, ni al borde de un precipicio, ni dentro de un supermercado, ni en ninguna dimensión alternativa que no fuera la habitual. 

    Aunque ese hecho tampoco nos privó de un par de percances.

    Los primeros doscientos kilómetros los recorrimos con Crisógono al volante, y como es lógico, fueron una balsa de aceite, puesto que atiende a las normas de circulación como Moisés a los Diez Mandamientos. Yo no conduzco con tanta corrección, pero cuando me tocó a mí, tampoco hubo percances destacables en los doscientos kilómetros y pico que siguieron. 

    Sin embargo, la placidez se trastocó cuando pusimos nuestras vidas en manos de Demenciano. Para entonces ya habíamos dejado la autopista, era de noche y circulábamos por una carretera nacional. De improviso, fuimos arrancados de cuajo de nuestro duermevela, cuando Demenciano tiró del freno de mano con la misma brusquedad con la que giró el volante, cambió su sentido de marcha y aceleró hasta ponerse paralelo al camión cisterna de cuatro ejes y treinta toneladas que, según él, lo había deslumbrado con las luces de carretera. 

    Ambas máquinas iban a considerable velocidad, y comprendimos que la intención de Demenciano era echar el camión a la cuneta. Pero lo que echamos en falta fue la puerta del copiloto de nuestro vehículo, cuando al primer contacto con el camión se desprendió con un intenso gemido chatarrero. Menos mal que Demenciano pensó que no era momento de desguazar el coche, así que desistió, se paró en el arcén y cedió el volante al Loco, el cual no tenía carnet de conducir, pero conducía si la situación lo requería. Como castigo, Crisógono y yo decidimos que Demenciano ocupara el asiento sin puerta, aunque a pesar de las ropas de abrigo, sabíamos que nos íbamos a helar tanto como él.

    Y así fue durante los últimos doscientos kilómetros que nos quedaron por cubrir. Pero antes, tras una hora y media de conducción, el Loco se desvió a la derecha, desacelerando lo mínimo para no volcar, y entró en un área de descanso directo a una agrupación de dos adultos y tres niños, a los que desperdigó como bolos en un embrutecido arrebato de pleno al cinco. Luego continuó hasta reincorporarse a la calzada principal como si nada hubiera ocurrido.

    De nada sirvió que Crisógono y yo le preguntáramos, un poco alarmados, a qué había venido eso, ya que el Loco jamás hablaba. En veinte años de amistad nunca le habíamos oído pronunciar palabra alguna. No sabíamos si es que era mudo de nacimiento, o callaba por algún tipo de reivindicación o creencia. Según cómo, era una especie de versión demoníaca de Bob el Silencioso, y lo único que hizo fue sonreír, entretanto Demenciano ya hablaba por él, exclamando que había sido una pasada. 

    Llegamos a nuestra ciudad de madrugada y sin más incidentes, con el parabrisas agrietado, sin parachoques, con una puerta menos y con más abolladuras que hace unas horas. Demenciano, un poco congelado, se ofreció llevar el coche a un tren de lavado, pues además de los bichos de la calandra, también había restos de los atropellados. Pero al final, Crisógono y yo decidimos que lo mejor sería hacer desaparecer cualquier cosa que hubiera dentro, junto con las matrículas y el número de bastidor, y abandonarlo en el vertedero. Y como a Demenciano y al Loco les gustaba ir allí, se prestaron a ello sin reservas. 

    Quizá incluso le prendieran fuego para calentarse, ya que con ellos dos, todo era posible. Al menos, ya estábamos en casa y por fin nuestras vidas volvían, digamos… a la normalidad.


 

14/4/25

438. Fenómeno en Semana Santa

     Ninguno de los cuatro sabía cómo habíamos llegado hasta allí. La dirección clicada en el GPS era la correcta, y conducía a la sala barcelonesa, donde Impaled Nazarene desgranaría su blasfemia sonora a todos sus acólitos. Para nosotros era del todo necesario, y casi una religión, acudir a esa clase de conciertos. Ahí era donde Crisógono y yo lográbamos despojarnos de nuestros demonios, y Demenciano y el Loco encontraban la voluntad suficiente para controlar sus instintos homicidas durante unas semanas. 

    Pero a mitad de trayecto hubo un blanco estallido de luz cegadora, y aparecimos en un precioso pueblo andaluz (¿acaso hay alguno feo?) de estrechas callejuelas y empinadas cuestas. ¿Qué había pasado exactamente? Y ¿por qué a nosotros? Aquel no era nuestro destino más inmediato, joder. ¡Nosotros íbamos a un concierto!, así que vomitamos cual posesos una sarta de irreverencias escandalosas capaces de agrietar los cimientos más sólidos de cualquier iglesia. 

    Salimos del coche y lo dejamos tal cual donde aparecimos, y nos encaminamos a la abarrotada calle principal de aquel lugar inesperado. Nos preguntamos por qué había tanta gente anegándola como si no tuvieran casa, cuando de repente, las notas fúnebres de una marcha procesional despejaron nuestra ignorancia: era Semana Santa, oh, my God, y durante esos días de reflexión y fe, el cristianismo conmemoraba los últimos días de su mesías en la Tierra y posterior resurrección, hostia y amén.

    Unos siniestros penitentes vestidos de negro, con sus rostros ocultos con capirotes de igual color y grandes cruces asidas como mandobles, desfilaban al tempo de aquella música tétrica que minaba el ánimo y absorbía el hálito de toda alma viviente en cinco kilómetros a la redonda. Semejante cuadro era un claro indicador de que cierta programación atávica nunca desaparecía del todo.

    Tras los oscuros encapuchados, los sufridos cargueros transportaban a hombros un trono de ensueño saturado de flores y candelabros, en el que se erguía con porte solemne una estatua con los brazos extendidos hacia abajo y las palmas abiertas. La mayoría de las personas allí congregadas se persignaban, lloraban y le proferían piropos. Sobre todo guapa y guapa, aunque no contemplé belleza alguna en esa cara inexpresiva de ojos vacuos. 

    Crisógono, en cambio, contemplaba el desfile con mucha concentración mientras se hurgaba la nariz. Conociéndolo, estaría pensando en una belleza beatífica, que nada tendría que ver con las impresiones de Demenciano y el Loco, que solo tenían ojos para apreciar la fealdad en todas sus manifestaciones sólidas e incorpóreas, aunque ahora asistieran a la procesión como los padres que tienen que visionar El Rey León (1994) por enésima vez con sus hijos pequeños.

    En otro contexto, aquel venerado cacho de madera poli cromada podría resultar atemorizante, aunque no tanto como los sentimientos que despertaba en la enajenación colectiva que nos rodeaba, lo cual demostraba que ya no quedaba nadie con la mente sana. Tan solo ocurría que había diferentes clases de locura, y en función de la que profesaras, quedabas señalado si no era la aceptada por las masas.

    Poco a poco la comparsa fue alejándose hasta que la perdimos de vista, y los tiempos que vivíamos parecieron corresponderse con el siglo actual. Por nuestra parte, y bastante malhumorados por habernos perdido el concierto de Impaled Nazarene, convenimos en que era hora de largarse de allí. Al menos no habíamos recalado en Filipinas ni en cierta localidad riojana, donde los devotos se autoflagelan hasta que brota la sangre y se prestan a la crucifixión sin efectos especiales, ya que los impulsos psicópatas de Demenciano y el Loco se habrían desatado y con ellos una matanza cofrade.

    No cabe duda de que obran en el mundo fuerzas sobrenaturales e incompresibles, de las que el humano no es más que un mero juguete. De modo que si esas fuerzas nos quieren dejar en paz, tenemos cerca de novecientos kilómetros de asfalto por recorrer hasta llegar a nuestros hogares. Y si, por el contrario, aparecemos con nuestro coche en mitad de vuestro comedor a la hora de la comida y os jodemos la mona de Pascua, que sepáis que no es culpa nuestra.


 

    

10/4/25

437. Las montañas de la locura

    No fue por desoír las serias advertencias del profesor William Dyer, ni por no tomarme en serio el testimonio de su escalofriante relato. Incluso fui al centro de salud mental a visitar al malogrado señor Danfort, y puedo asegurar, sin temor alguno a equivocarme, que nunca había visto en alguien locura más profunda y perturbadora. 

    Sin embargo, aquí estoy, por demasiado incrédulo y atrevido, en un remoto paraje subterráneo donde ningún humano jamás debiera adentrarse, y del que William y el joven Danfort escaparon de milagro. Quizá aquella criatura así lo permitió para que disuadieran a los idiotas como yo. 

    Y ahora que estoy solo, con mi suministro de luz agotado y en la más completa oscuridad, me doy cuenta de que es real. Oigo esa cosa arrastrarse, y solo espero que cuando me alcance yo ya esté lo suficientemente loco para que no me importe.

    ¡Qué no daría por poder volver atrás!

 


 

7/4/25

436. Por el camino de tierra

    Hacía mucho que no transitaba por el camino de tierra que va paralelo al río. Queda muy cerca de donde vivo, pero los de urbanismo han estado tanto tiempo trabajándolo para hacerlo seguro y del todo practicable, que casi me había olvidado de su existencia. Caminando a buen ritmo cubres toda su longitud en poco más de media hora, lo cual supone una hora y pico de andadura, contando con los minutos de vuelta: tiempo más que suficiente para desconectar y soltar lastre mental.

    Por más que ande, no me acostumbro a hacerlo con los auriculares del móvil puestos, sean alámbricos o inalámbricos. La última vez que lo hice, por aquello de probar una vez más, fui presa de la chispa y acabé ofreciendo a la ciudadanía un baile gesticulante y esperpéntico. Aunque tampoco estuvo mal, la verdad. 

    El caso es que a la hora de andar, prefiero recibir los sonidos exteriores que me van envolviendo a cada paso, como en este caso los que producen el generoso caudal del río y el arrullo sedante del follaje. Además, tengo facilidad para aislarme de la contaminación acústica que genera la ciudad, y de su zumbido monocorde de baja frecuencia, omnipresente e incesante.

    Al poco de iniciar mi trayecto peatonal, con el río a mi derecha en función de la dirección emprendida, me encontré con que en el lado contrario habían habilitado un pequeño parque de cuatro columpios y cinco bancos ideados para la incomodidad más eficiente. Aunque eso no parecía importarle al cuerpo que, con total inmovilidad y cuan largo era, yacía tumbado, y descalzo, de cara al respaldo de uno de esos bancos.

    El cuerpo vestía un anorak, pantalones holgados y un gorro de lana que hacían indeterminable su sexo, y no muy alejadas y de cualquier manera, unas deportivas estaban tiradas junto a un par de calcetines arrugados. Tendente como soy a la negrura, me pregunté si estaría muerto. Aunque de ser así, a las tres mujeres con hiyab que estaban sentadas en los otros bancos sin perder de vista a sus retoños, tampoco parecía importarles demasiado.

    Seguí avanzando por el camino de tierra, absorbiendo toda la energía verde que flanqueaba mis pasos y susurraba por encima de mí. De vez en cuando me cruzaba con corredores adultos de edades diversas, y jóvenes granujientos repletos de hormonas enloquecidas. También con corredoras venidas a menos y diosas adolescentes favorecidas por la genética, de mejillas sonrosadas y saludables, que parecían música en movimiento. Y canes, joder, canes que tironeaban con ahínco de sus correajes y paseaban a sus dueños apáticos.

    Cuando me quise dar cuenta, ya había llegado al final del camino de tierra, de modo que tocaba regresar, esta vez con el río a mi izquierda. A mitad del tramo, un perro (o perra) detuvo con brusquedad a su dueña y se puso a ladrar con hostilidad en dirección al río, en cuya orilla más próxima al camino, un gigantesco jabalí bebía agua y olisqueaba a pasos cortos con total calma, como si aquello fuera suyo, o de sus antepasados más que de los nuestros. Y seguro que así era. Luego cruzó el río hasta la otra orilla, ascendió con facilidad el declive que lo separaba del bosque y desapareció entre los árboles.

    Llegué al parque de nuevo y otro enigma me asaltó: no había cuerpo alguno en el banco, pero las deportivas sucias y los calcetines arrugados seguían ahí. Lo que no me sorprendió fue ver a las tres mujeres con hiyab, todavía sentadas en esos bancos de madera nada confortables. Pero si sus maridos y parientes masculinos son capaces de aguantar cuatro o cinco horas en un bar con un café o un cortado, a ver por qué ellas no iban a aguantar toda la tarde de esa guisa.

    En fin, descargado, renovado y con mi aura henchida de vitalidad, llegué con la puesta de sol a mi nicho vivienda, acogedor y rebosante de luz.


 

3/4/25

435. Ausencia presente

    Después de ocho años, más que recordar, aún veo tus ojos en ese rostro que me acalora. ¿Eran verdes o azules? Nunca lo he sabido con exactitud, y eso que me perdí en ellos las veces suficientes para no albergar dudas. 

    La primera vez que me cautivaron fue cuando te quitaste la gorra y las gafas oscuras bajo aquel sol abrasador de finales de junio, y la distorsión atronadora de las guitarras llenaba el aire de todo el descampado desde el escenario. Fue en ese momento de las presentaciones cuando cruzamos nuestras primeras palabras, ahogadas por los decibelios, cuando te miré antes que tú a mí y te quedaste en mi cabeza.

    Esta noche, si bien nunca te vas del todo, has vuelto con especial intensidad a recordarme que ya no estás, y me engaño a mí mismo intentando creer que nunca has existido. Por eso hoy, más que otras veces, siento la necesidad perentoria de cagarme largo y tendido en todos los dioses que animan el vacío existencial de las almas perdidas. 

    Perdidas como la mía, ahora que no sabe a dónde va o a dónde debiera ir, porque después de aquellos tres días de música en directo ya nunca apareciste. Llegaron otras, sí, pero nunca volvió a ser igual que contigo. ¿Has vuelto a sentir aquella sincronización de suprema realización? ¿La alquimia perfecta de fundirnos en el fluido del otro? 

    Quizá solo se trata de aceptar, más que entender, que hay situaciones irrepetibles, y volver a conseguir semejante grado superlativo de complicidad, exigiría que antes fuéramos capaces de comulgar con nuestras propias contradicciones, tan estúpidas y humanas, para así otorgarnos el beneplácito de adentrarnos juntos en la verdadera esencia de la vida y el sentimiento. 

    Pero para eso también tendrías que volver y el tiempo no hace más que escaparse y reforzar tu ausencia. De modo que sal de mi cabeza de una puta vez y desaparece del todo. Y aléjate tanto que ni mis recuerdos más vívidos puedan alcanzarte.

   


 

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