21/11/25

489. El manuscrito

   El cincuentenario Rudesindo lleva meses con todo el tiempo del mundo a su disposición. Ya no tiene que trabajar y encima tiene todas sus necesidades cubiertas. La mañana la emplea en hacer la compra de nutrientes y las tareas de limpieza. Si no toca hacer ninguna de esas dos obligaciones mundanas, se dedica a leer hasta la hora de preparar la comida. Después de comer y recoger la cocina, invierte el resto de la tarde en ver una película, en dar un largo paseo y socializar en acogedoras cafeterías que sus sobrinos pubescentes llaman «bares de viejos».

    Después de esa rutina inalterable, llega a su nicho-vivienda más o menos sobre las diecinueve y media o veinte horas. Nadie le espera al otro lado de la puerta, pero es una soledad elegida de la que nunca se arrepiente. Entra en su habitación y se cambia la ropa de calle por otra más cómoda. En ese momento siempre recuerda que tiene uno o dos pijamas por estrenar. Pero él prefiere su raída sudadera de Death y su gastado pantalón de chándal, que conjunta con sus pantunflas de animales (cabra) de andar por casa.

    De ser verano, practicaría el nudismo doméstico como es habitual en él. Pero noviembre no invita a ello.

    Una vez que Rubesindo ya está preparado para la noche hogareña en la soledad de su vida, enciende la lámpara del comedor, la tele y pone el canal de noticias. Hay noches en las que confía escuchar alguna buena. Pero eso hace años que no sucede. Y el resto de la parrilla televisiva, con sus concursos amañados, sus programas amarillistas y sus acalorados debates donde los perros del amo se enzarzan en posesión de la verdad, son igualmente entristecedores. A mitad de la cena, siempre acaba viendo un documental sobre las estrellas o la vida animal. O sobre cualquier cosa que no le recuerde la sociedad de los hombres.

    Pero hoy es diferente. Antes de entrar en la cocina para prepararse la cena, se detiene en seco y fija la mirada en el montón de cinco cartas que dejó ayer noche en la mesa del comedor. No puede creerlo, pero una de esas cartas se infla y se desinfla como si estuviera viva. O como si algo con vida, pequeño y extraño, anidara en el interior. Ayer, cuando las sacó del buzón, no manifestaban fenómeno alguno. Pero mierda, ahora una de esas cartas estaba respirando. Respirando como él, pero con menos celeridad.

    Rubesindo se acerca a la mesa como un herpetólogo a una serpiente especialmente venenosa. Extiende una de sus temblorosas manos a la carta. Tiene intención de pinzarla con un par de dedos y, justo cuando lo hace, los afloja y retira la mano con un escueto grito de sorpresa: está tan helada que quema. «¡Pero qué coño!». Regresa a su habitación y busca unas manoplas de cuando era niño. Las encuentra, se las enguanta y se sorprende de que le vayan bien. «Debe ser verdad que a partir de los cincuenta años empezamos a encogernos. Bueno, ¡vamos a ver...!». 

    Vuelve a la mesa del comedor, aparta el resto de cartas inertes y aproxima lentamente la manopla derecha hasta posarla por completo encima de la carta que respira. Nota un poco de frío, pero es soportable. Más anormal aún es el hecho de que tan pronto la toca deja de respirar, y cuando rompe el contacto, la carta se reanima de nuevo. Con una manopla desplaza la carta hasta asomar una de sus cuatro esquinas por el borde de la mesa, y con la otra manopla le da la vuelta. «Joder, no tiene remitente. «Qué cosa más rara». 

    Rubesindo sabe que si quiere saber de qué se trata, no tiene más opción que abrirla. Así que va a la cocina y coge un cuchillo con un estilo muy distante al de Michael Myers. Coge la misiva como si fuera una carta bomba y la sostiene al trasluz. En efecto, parece que contiene un papel. Coloca la carta en medio de la mesa, justo debajo de la lámpara de techo encendida. La carta respira; Rubesindo la mira; la carta respira; Rubesindo la mira; la carta... Entonces, rápido y decidido, Rubesindo la presiona con una manopla y con el cuchillo en la otra le ejecuta una certera incisión. 

    Es tal la pestilencia que se libera, que pese al frío de la calle no duda en abrir las ventanas. Cuando de pequeño estrelló una bomba fétida contra el suelo de la sala de profesores, estos se horrorizaron, pero no lloraron. En cambio, a él le escuecen los ojos y le lloran ante tamaña virulencia apestosa. Se va al lavabo como un invidente. Cuando llega y enciende la luz, se despoja de las manoplas y se lava la cara repetidas veces. Una vez se la seca, abre los ojos y se mira en el espejo. «¿Pero qué mierda está pasando?».

    De nuevo se enguanta las manoplas y regresa al comedor. El hedor ultraterrenal no ha desaparecido del todo, pero sí lo suficiente como para cerrar las ventanas. Eso hace y vuelve a la carta. «Muy bien, puta. A ver qué tienes que decirme». Coge el sobre y con la manopla libre consigue sacar su contenido. Es un papel manuscrito amarillento y viejo. Lo despliega, lo coloca encima de la mesa del comedor y lo alisa con el antebrazo. En una caligrafía gótica y exquisita, dice:

    Señor Rubesindo, me consta que hace cinco meses, en la planta de oncología del hospital, le han diagnosticado un cáncer incurable que, según el grupo médico que lo trata, acabará con usted a finales de diciembre de este año. Pero no es cierto. Usted morirá a causa del impacto de un macetero que caerá sobre su cabeza desde el balcón de un sexto piso, el día 21 de octubre del 2028 a las 19.37 horas. Hasta entonces, pese al cáncer, tendrá usted una vida placentera.

                                   Atentamente, La Muerte.

    Acto seguido, el manuscrito empieza a humear hasta convertirse en un montón de cenizas. Y Rubesindo, en la soledad de su hogar, estalla en carcajadas y cree, por primera vez en muchos años, que aún quedan buenas noticias.



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