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28/4/22

130. Crisis de fe

    Una vez más, el Padre Esperancejo salió en mi busca habiéndose bebido antes todo el vino de la sacristía. Me encontró en el bar de siempre a solas con mis demonios. Desde el umbral, con ira embriagada, reclamaba a viva voz mi atención, pues sabía que solo yo me atrevía a debatir profundos temas existenciales con él cuando se encontraba en ese estado. Creo que, en el fondo, aquel era otro intento más de convertirme en uno de sus adeptos. Pero por más que intercambiáramos argumentos de intenso calado teológico entre trago y trago hasta agotar la noche, la mañana siempre nos encontraba con nuestra inamovible verdad, y con una borrachera de padre y señor mío.

    En aquella ocasión le confesé que no podía aceptar que todos los habitantes del mundo fuéramos hermanos por mucho que lo promulgara la Iglesia. Creced y multiplicaos, sí. Le dije que podía entender la necesidad de apareamiento para perpetuar la especie. Que podía entender la pureza del ADN de Adán y Eva y los hijos e hijas que concibieron. Pero no lo que vino después, que de hecho, explicaría la alta contaminación de la sangre humana y su carencia de calidad. Así como la primera aparición de humanos aquejados de discapacidades mentales y malformaciones anatómicas, extendidas hasta el día de hoy.

    Pero a fin de cuentas, que todas aquellas mujeres de mi vida, algunas inalcanzables con las que había fantaseado tórridas escenas de lujuria, y otras con las que sí había tenido sexo gonzo y oral, fueran mis hermanas, me parecía enfermizo. Y el hecho de que el planeta, desde el principio de todo se haya estado poblando a base de incestos y que así seguirá en su futuro incierto, me resultaba insoportable.

    Por su parte, el Padre Esperancejo me miró furibundo hasta el punto de hacerme creer que me daría una hostia, y no justo la consagrada, sino de aquellas que llamo de impacto. 


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