Bueno, bueno, bueno.
Diría el poeta o el romántico —que tanto da— que ya estamos en la estación triste del año. Esa en la que los árboles lloran sus hojas livianas como un suspiro, hasta tocar el suelo con la suavidad de una caricia bajo un cielo desapacible y mustio. El gris de la melancolía, oh, joder, joder. Ha llegado el segundo otoño pandémico y se ha llevado el sol y las altas temperaturas, con lo bien que se estaba. Se acabó marcar paquetón y raja las veinticuatro horas del día en las zonas de baño, con lo bien que lucen. No así como los botellones en masa, eructar de ebriedad a la luna como dementes abducidos, y el folleteo rítmico o desacompasado al aire libre.
La siempre maltratada Naturaleza vuelve a agradecer la ausencia de verano, ya que con la paulatina llegada del frío, la gente cerda deja de utilizar playas y bosques como los retretes y basureros por excelencia, para dejar huella en los arrabales y espacios abiertos de las urbes. Me pregunto dónde irán ahora todas aquellas criaturas bípedas del Señor que se someten cual reptiles, verano tras verano, a la tortura de la radiación solar, más untados que un culturista en plena competición, para cambiar el color de piel con el que nacieron. Seguro que muchos de ellos, en algún momento de sus vidas, pusieron a parir a Michael Jackson por su conversión colorea del negro al blanco. Capaces son de gastarse unos billetes en tórridas sesiones de rayos UVA, acelerando así el curso natural de su envejecimiento cutáneo, y a posteriori, untarse la jeta con algún milagroso potingue antiarrugas. Jajaja, gilipollas.
Pero, ah, el otoño, con sus atardeceres ocres y amarillentos, que ha diferencia del verano —lleno de posibilidades y estímulos— lo percibo como el tiempo de los grifos cerrados y los manómetros a cero. En otoño la vida se ralentiza hasta reducir las opciones, bajan las pulsaciones y los sonidos parecen reproducirse a través de un gramófono en desuso. Es en otoño cuando suspiramos más veces al final de esos días menguantes que se suceden en blanco y negro. Es en otoño cuando apartamos la mirada y empezamos a ser anodinos. Es en otoño —oh, joder con el otoño— cuando sentimos que nuestro corazón encoge mientras miramos a ninguna parte tras el cristal de la ventana.