Entré en la iglesia de piedra cuando ya era de noche. El interior estaba levemente iluminado por la temblorosa luz de unas velas dispuestas a lo largo de las frías paredes. En el centro del extremo opuesto a la entrada, un enorme crucifijo de madera antigua se erguía en un soporte elevado.
Me senté en la bancada más alejada de la imponente cruz. Así no tenía que levantar la cabeza para comunicarme. Cerré los ojos, y con profunda veneración rememoré mis actos de hace una hora. Al rato los abrí desprovistos de toda emoción y le comuniqué al crucifijo que le enviaba tres nuevas almas de las que ocuparse.
Una vez más, salí de la iglesia en paz con la negrura de mi corazón. Y de nuevo me sentí reconfortado a pesar de mis numerosos crímenes.
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