4/8/25

460. La senda del esclavo 2

    No fue necesario que me cruzara con Javi cuando salí del cajero automático situado en la zona alta del pueblo. Su melena era más larga de lo que recordaba y seguía vistiendo como Slash, su ídolo. Mientras que yo iba vestido como siempre, pero con el pelo rapado como nunca: casi al cero.

    Tampoco hizo falta que me dijera que se iba al instituto a hacer fotocopias y ordenar la biblioteca. Él estaba cumpliendo con la prestación social sustitutoria, y yo estaba agotando mi permiso de salida, a la espera de coger el tren que dentro de media hora me llevaría al autobús que me dejaría en el cuartel militar.

    No me hizo falta saber nada de eso para darme cuenta de que el mayor error de mi vida fue no haber optado por la objeción de conciencia. Y que, por consiguiente, en un recinto carcelario, sometido a una disciplina absurda y humillante como nunca imaginé, malgastara de la peor manera posible nueve meses irrecuperables de mi tiempo.

    Lo único positivo de aquella basura fue cuando el hombrecito endiosado de más rango de todos los que parasitaban allí, ordenó que rompiéramos filas por última vez. Acto seguido, se apoderó de mí una alegría inmensa como el cielo y profunda como el océano, solo equiparable, sin duda, a la que sentiré cuando me jubile.

    Aquel paréntesis inservible finalizó en mayo de 1993. Volví a tocar a la puerta empresarial del Lluiset y, tal y como me aseguró, la volvió a abrir, esta vez sin ilegalidades en el contrato laboral y con unas condiciones aceptables. De nuevo transitaba por la senda del esclavo, y con la lección bien aprendida: no llegar nunca tarde, nunca molestar y siempre obedecer y producir. El Sistema me había preparado bien para ello desde preescolar.

    Domesticado y adaptado para la causa, no solo trabajaba. También ahorraba, gastaba, trasnochaba, erraba, acertaba, reía, me enojaba y, en definitiva, vivía. Entre todas esas cosas, me saqué el carnet de conducir y me compré un coche. 

    Sin que me diera cuenta, llegó el año 1995 y una crisis de poca envergadura en la que el Lluiset tuvo que prescindir de alguno de sus proletarios, entre ellos yo. Al mismo tiempo, el jefe de una sucursal de una conocidísima empresa pública, de la cual abominan muchas personas que conducen, y cuya gestión es privada, necesitaba a un chaval joven y responsable hasta el final del verano. Este chaval debía poder desplazarse y que tuviera, como mínimo, el graduado escolar y FP1.

    Quiso el universo que ese hombre necesitado no solo conociera a mi padre, sino que le preguntara a él si sabía de un chaval con tales requisitos. Quizá penséis que mi padre fue un tipo influyente en ciertos ámbitos, pero no es así. En su época laboral, no fue más que un mando intermedio de la empresa en la que trabajó. Solo que esa empresa, desde que se creó, posee una importancia capital en la economía mundial por el producto insustituible que vende.

    El caso es que el chaval elegido antes tenía que enfrentar un test de personalidad y otro de conducta. El primero de quinientas preguntas y el segundo de trescientas. Después de un descanso de media hora, venían unos ejercicios de agilidad mental o algo así, consistentes en una veintena de dibujos muy simples que se sucedían en un orden lógico de complicación, pero inacabado. No te daban tiempo suficiente para finalizarlos. Se trataba de comprobar cuán lejos podías llegar. Por último, tachaaaaaaaan, disfrutabas de una amena entrevista de veinte minutos con un psicólogo.

    Si después de todo eso te consideraban apto, estabas dentro. Y así fue como a los veintidós años empecé a trabajar en la ITV.




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