11/8/25

462. La senda del esclavo 4

    En el taller y en la ITV curraba de lunes a viernes en turnos partidos de ocho horas. En septiembre de 1995 continué vendiendo mi tiempo cinco días a la semana, pero en jornadas continuas y solo matutinas de siete horas y media. De esas siete, cinco eran de trabajo real y la media era la del bocadillo. El resto se perdía en desplazamientos y preparativos; cuando no en charlas obligatorias de seguridad y protocolos.

    Entonces yo tenía veintitrés años y cobraba mucho más que los esclavos de mi misma edad, dado que ellos trabajaban en la superficie terrestre y yo a unos novecientos metros por debajo de ella. Mi esclavitud, al ser subcontratada, estaba bajo las reglas del convenio del metal y no de la minería, pero aun así me correspondía un 0,40 de coeficiente reductor por ser peligrosa, tóxica y penosa.

    Es estimulante pensar que, de diez años trabajados en mina, te restan cuatro para la jubilación. Ocho si trabajas veinte, y doce si llevas trabajados treinta, como es mi caso. Solo hay que procurar no morir por un accidente, aplastado por un liso o de estrés térmico por el calor. Si eres creyente, también puedes encomendarte a la estatua de Santa Bárbara que hay dentro de una vitrina, apostada a la salida que da al ascensor que te descenderá al infierno.

    Con todo, gocé de una inmejorable calidad de vida hasta junio del 2002. El año en el que cumplí los veintinueve y pasé, junto con otros admitidos, a formar parte de la plantilla de la mina y a engrosar mi nómina. El año en el que también me compré un piso a pagar en treinta años, aunque luego fueron catorce. El año en el que conocí las jornadas continuas vespertinas y nocturnas, y en consecuencia, el año en el que mis ritmos circadianos empezaron a joderse progresivamente hasta quedar deshechos.

    Aunque todos estábamos a la misma profundidad, no era lo mismo ser un esclavo subcontratado que serlo de la empresa que subcontrata. Cuando pasé de ser lo primero a lo segundo, supe que existen derechos fundamentales escritos en letra diminuta que, de cumplirse, protegen y garantizan lo que se supone una esclavitud digna y de calidad. Por consiguiente, conocí los comités de empresa, los sindicatos y su corrupción galopante. Como también las jerarquías de mando y sus malas artes, llámense falsa meritocracia, nepotismo vergonzante y, por supuesto, el corporativismo de los esclavos agradecidos y concienciados.

    Me situé tan al margen de aquello como pude, sin ánimo alguno de ascender y con la intención de transitar por la senda tan desapercibido como me fuera posible. Limitándome a ser uno más de los que reparábamos y reconstruíamos las máquinas que la sección de explotación necesita para arrancar la potasa, y que tan impunemente destruían sin contemplaciones, bien por fatiga o mala praxis.

    Así llegué a los treinta y tres años y al 2006. El año en el que la mina, por culpa de nuestra cobardía y estupidez, sufrió tal cambio en uno de los puntos de su sagrado estatuto, que ya no la reconocería. Uno que no he sido capaz de asumir del todo, y que, poco a poco, me ha convertido en la almorrana que hoy soy en el esfínter de la empresa.




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