7/10/25

477. Todo por el perro

    Aquella remota noche de octubre, el Peluca y Dieguito le habían dado al ácido más de lo acostumbrado, por lo que decidieron llevar a Farruquito de lumis. Algo de lo más corriente en una sociedad fallida como la nuestra, si no fuera porque Farruquito era un perro. Sí, el de Dieguito. Uno de esos canes diminutos e hiperactivos que ladran a cualquier cosa que se mueva o tenga vida.

    Por lo visto, entre los dos no reunían el dinero suficiente ni para la esterilización ni la castración, pero sí para lo que tenían en mente. Desde que el animal acató los instintos de su despertar sexual, se convirtió en un incordio para los humanos y en un peligro para él mismo y el resto de canes. Y aquella noche Farruquito iba especialmente salido. 

   En cuanto al nombre del can, fue porque Dieguito tenía predilección musical por artistas como Camarón y El Barrio, hasta el extremo de que muchas veces se declaraba calorro blanco, ya fuera ebrio, fumado o drogado. Aunque yo, en lo personal, jamás le pondría al animal que fuera el nombre de un sinvergüenza. 

    Al respecto del compañero bípedo de Dieguito, el mote le vino dado porque con una mano abierta se presionaba el cuero cabelludo que recubre la zona parietal de su cráneo, y con suma facilidad lo sometía a un desplazamiento anormal de detrás a delante y viceversa. Todavía hoy me da grima presenciarlo.

    Con todo, es normal que penséis que Dieguito y el Peluca eran unos pervertidos un tanto peculiares con simpatía por la zoofilia. Sin embargo, no es así, pese a que su intención era pagar a una prostituta y darle unos guantes de látex si era necesario, para que masturbara a Farruquito hasta el éxtasis perruno para aliviarlo. 

   Quizá ahora estéis pensando que eran unos impresentables. Y ahí sí que acertáis. ¡Que sean ellos los que pajeen al perro, no te jode! ¡O menos fiesta y más ahorrar, cojones! Sin embargo, el ácido consumido obraba su hechizo artificial y los dos amigos estaban decididos a seguir con su ocurrencia. Y como eran eminentes conocedores de la noche putera y sus tugurios, eligieron uno cochambroso y decadente de una sola planta llamado La Ruta, ubicado en el modesto pueblo de Castellgalí, a veinticinco kilómetros del nuestro. 

    Allí, cuatro mujeres de edad indeterminada intentaban subsistir, pero sin apenas éxito, debido a que carecían de cualquier atractivo imaginable. De modo que aquel par esperaba que alguna de ellas accediera a realizar el acto manual de bestialismo y al menos, como se suele decir, ganarse unas perras.



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