A finales de la década de los noventa, mis amigos Inolfo y Pitasio, quién sabe si por iluminación divina o señal universal, decidieron aprender jiu-jitsu. Durante los cuatro o cinco meses que duró aquella apetencia, no fueron pocas las veces en las que yo estaba acodado tranquilamente en la barra de un bar, e Inolfo me sorprendía por la retaguardia con alguna llave marcial recién aprendida. A punto estuve, en más de una ocasión, de estrellarle mi consumición en la cabeza. Pero ya se sabe que a los amigos, cuando son tales, hay que aceptarlos con sus virtudes y sus taras, amén de que ellos también hacen lo propio.
En aquella época de juventud, consumíamos alcohol de manera irresponsable, especialmente si al día siguiente no teníamos que trabajar. No es que ese condicionante fuera una ley física inalterable. Pero como era sábado (también pudo ser viernes), decidimos rematar la velada en un antro llamado In Situ, ubicado a quince kilómetros de nuestro pueblo. En ese antro naufragaban, al igual que nosotros, los últimos especímenes de lo que aún quedara por quemar de la noche.
El local era de tamaño medio y, pese a lo tarde que era, no había completado el aforo. Aun así, para adentrarnos en su semioscuridad parcialmente iluminada por la luz tenue, tuvimos que abrirnos paso entre la considerable masa pululante, hasta llegar a uno de los extremos vacíos de la barra en curva que moría en la pared, en la que pedimos nuestras bebidas, nada saludables. Sin duda, todo un proceso inmersivo y sensorial.
Apenas di el primer trago, cuando me giré de espaldas a la barra, y vi a Pitasio acercarse a un tío que de repente se levantó de su taburete y con su cabeza embistió brutalmente la de Pitasio. Pitasio no llegó a tocar el suelo, que el compañero del miura humano giró sobre sí mismo como un estafermo, puño en alto, y lo impactó con palmaria contundencia contra la boca de Inolfo. Para entonces mis dos amigos ya estaban en el suelo, y ese mismo tipo iba a por mí con el odio entre las cejas y la cara desfigurada en un gesto agrio. Pero la chica rubia que acompañaba al miura y al estafermo humanos, rodeó con el brazo el cuello de este último y, alejándose de mí sin soltarlo, exclamó: «¡Iros, por favor, iros!».
Todo aquello ocurrió en unos tres segundos. La cara de Inolfo reflejaba un desconcierto como nunca he vuelto a ver en ninguna otra. Lo ayudé a levantarse y luego fue él quien tuvo que ayudarme para recoger a Pitasio del suelo guarreado de la discoteca y salir fuera. Una vez en la calle pudimos calibrar los daños. Pitasio, que apenas se aguantaba de pie —de hecho farfulló que lo dejáramos en el suelo un rato—, tenía una brecha en la frente que, si bien no sangraba, necesitaba puntos de sutura. Mientras que el labio inferior de Inolfo no solo tuvo idéntica suerte, sino que sí sangraba.
Claro está, tuvimos que ir de urgencias.
Al día siguiente, el resto de amistades y conocidos del pueblo ya se habían hecho eco de lo acontecido. Varios de ellos, quizá por falta de confianza o por empatía, no verbalizaron lo que pensaban. Pero para eso ya teníamos a los amigos de toda la vida, como el Rulo y el Mali, que hablaban por todos los que callaban, y que en especial se cebaron con Inolfo por porculero con sus putas llaves sorpresa, en frases tales como «¡tanto jiu-jitsu y tanta polla "pa ná"!», «¡menudo "matao"!». Inolfo, por su parte, vendió a su agresor como un tipo de dos metros de altura por cuatro de espalda, cuando yo recuerdo que fue un menda más bajo que él.
Por lo visto, además de la boca, también tenía herida la vanidad.
En cuanto a Pitasio, dijo que no recordaba el porqué de la agresión, ni si dijo o hizo algo que la provocara. Entretanto, a Inolfo, supongo que le vino porque hizo ademán de acercarse, y el estafermo humano pensó que con los colegas se va a muerte y que, si hay que pegar, se pega. El caso es que ambos, desde aquella noche, nunca más volvieron a pisar un tatami. Pues como dijo el maestro Bruce Lee —más o menos— en un documental en blanco y negro, la disciplina que exigen las artes marciales para que sean útiles es incompatible con las adicciones, vicios y hábitos perjudiciales.
La determinación, demasiadas veces, vence a la preparación :) por eso nunca me muevo del sofá, nunca pasan cosas malas en el sofá de casa ...
ResponderEliminarDescubrieron que hay disciplinas que no se pueden mezclar. Así que después de aquello se quedaron con la del alcohol y la ebriedad. Apenas requiere exigencia. :))
EliminarAprendieron a las bravas
ResponderEliminar