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13/4/23

230. Freak tugurio

    Era noche cerrada y yo caminaba hacia ninguna parte por el puro placer de hacerlo, hasta que di con una densa cortina de niebla. Tras ella había un apestoso callejón adoquinado del que supuraba, como una infección, la humedad concentrada de varios siglos. Y al final del mismo un bar atemporal del que pendía un oscilante cartel que anunciaba: La Virgen Decapitada.

    Al primer paso que di para acercarme, me estremecí por unos maullidos que provenían de la oscuridad que había entre dos contenedores desbordados de basura. Creí que aquellos felinos malhumorados me estaban dando la bienvenida, pero luego sentí en la piel la malignidad de sus pupilas y pensé que quizás me estaban advirtiendo.

     En el pasado no habría entrado en un antro de semejante ubicación, pero estas últimas semanas arrastraba un desarraigo que aumentaba junto con la sensación de no pertenecer a ningún sitio. Es decir: el lugar en cuestión me importaba tres cojones. Así que entré, y me engulló una penumbra en la que pululaban unos inquietantes personajes que parecían haberse escapado de un hospital, no sé si psiquiátrico, pero sí general.

    Tras la barra, una treintañera grasienta, embutida en ropajes demasiado ajustados para su sobrepeso mórbido, mascaba chicle con apatía mortuoria, al tiempo que secaba unos vasos de opacidad perenne con un trapo tan sucio como el delantal de un matarife. Giró su ojeroso rostro hacia mí, y me obsequió una mirada hepática desde la vacuidad amarillenta de sus ojos inexpresivos. 

    Un tanto estremecido, yo hice lo propio hacia un claroscuro del fondo del bar, donde reverberaba la tos imposible de un viejo ataviado con ropa rural, que amenazaba con partirse en dos por el esfuerzo. Cuando aquella momia viviente dejaba de bañar con sus esputos la zona de la barra en la que estaba acodado, pese a sus temblorosas manos aún atinaba a deglutir su transparente brebaje abrasivo.

    Aquel tugurio poseía cierta aura extravagante, y yo empezaba a debatirme entre el acierto de largarme de allí o la osadía de consumir algún líquido. 

    A continuación, sobre una chirriante silla de ruedas, surgió del lavabo un cincuentón verrugoso, calvo y desnudo, con un inhalador colgado del cuello. Su desnudez me podría haber resultado turbadora de no ser porque aquel pobre tipo carecía de la mitad de su cuerpo. Un tanto morboso, elucubré sobre cómo haría esa media persona para hacer lo que hacemos todos cuando estamos en el gran trono blanco. 

    Para borrar las demenciales imágenes de mi cabeza al respecto, me centré en una nonagenaria esquelética de altura extraordinaria, vestida con ropa deportiva, que fumaba apoyada en la máquina del hielo. Cada vez que daba una calada, su delgadez de ultratumba parecía acentuarse, y al reparar en mi presencia desde el fondo de sus cuencas, me dedicó una sonrisa cadavérica con los ojos muy abiertos. 

    De pronto empezó a sonar una música que era una mezcla entre algún incomprensible éxito de Fangoria, y los alaridos rituales en protolengua de los antiguos indoeuropeos devoradores de almas. Me resistí a huir, pero me sentí desfallecer, así que me pedí una cerveza para soportar aquel despropósito. Y la treintañera grasienta, con la excusa de que no tenía copas, como en la peor de las pesadillas de Luis Tosar, me sirvió la cerveza en un vaso sin los debidos pasos.

    Aquella aberración estética servida sin profesionalidad alguna acabó por derrotarme y decidí escapar de allí. Afuera, los gatos maullaron de nuevo como si esta vez me estuvieran compadeciendo, y con presura traspasé la misteriosa bruma de aquella extraña noche sin mirar atrás, a aquel garito esperpéntico, La Virgen Decapitada.



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