La mayor parte del verano, cuando estoy en mi piso, lo paso en el balcón. Claro está, a horas en las que la radiación solar es piadosa. Desde mi atalaya observo multitud de ademanes y leo. Por la noche, cuando todo se detiene y no hay nada que observar, cubro mis orejas con auriculares y escucho música luciferina. Así mis vecinos pueden dormir y yo soñar.
De todos los habitantes de mi colmena sólo yo salgo al balcón. Al menos desde que allí me fui a vivir allá por el 2007. Aunque para ser precisos recuerdo que una vez sí salieron. Fue una noche veraniega en la que un par de motos chocaron la una con la otra, justo enfrente de mi campo de visión. Desde mi posición privilegiada domino el inicio de la carretera, que nace en el cruce alejado de mi izquierda, y va a morir en la rotonda de mi derecha, un poco más cercana.
Antes de que el impacto se produjera, yo ya había interrumpido mi audición musical. Estaba asomado y vi lo que iba a suceder. Las motos no iban a gran velocidad ni observé embriaguez en su conducción, pero colisionaron y la quietud nocturna se quebró en un pequeño estruendo de plásticos rotos. Antes de que aquel sonido alarmante se desvaneciera, se obró el milagro y la mayoría de mis vecinos —algunos cuya existencia hasta ese momento desconocía —, como por encantamiento se personaron todos a la vez en sus balcones recién descubiertos.
Por fortuna, los dos moteros, aturdidos y tambaleantes, se levantaron sin evidenciar fractura ósea alguna. Tampoco sangraban ni se enfrentaron cuerpo a cuerpo. De modo que los putos morbosos de lo ajeno enseguida volvieron al interior de sus nichos vivienda, no sin antes haber registrado en sus móviles los momentos posteriores al accidente.
Yo, por mi parte, me cagué en el día que fueron alumbrados y reconecté con mi ensoñación musical, venida de cierto barrio londinense de pasado sangriento, mientras la policía urbana hacía acto de presencia, y mi vista se perdía más allá de la magnificencia del firmamento estrellado.