Ah, las cajeras del supermercado, con su aroma afrodisíaco a espinaca cosmética.
Una vez más me aproximaba a la caja de cobro cogido de la mano de mi mamá. Con mis cuatro añitos yo daba tres pasitos por uno de los suyos. Nuestras siluetas dispares contrastaban con el resplandor que se colaba por las cristalerías del complejo, destruyendo a nuestro paso haces de luz que perfilaban millones de partículas de polvo en suspensión. Atrás quedaban, desenfocadas, las latas de atún, de navajas y mejillones; el jabón, los desodorantes y las cuchillas de afeitar.
Y allí, al fondo del pasillo, tras la caja registradora me esperaba la Srta. Manoli con su bata verde oliva desabotonada. Dos botones y dos ojales dibujando una V perfecta en el escote, tras el que se parapetaba un pecho turgente que yo miraba ensimismado, desde abajo. ¡Qué prodigiosa simetría erótica! La Srta. Manoli, reconociendo en mi turbación infantil la dulzura del amor inocente, se inclinó hacía mí obsequiando mi atención con un dulce que cogí con más celo que Gollum El Anillo Único, a la par que me invadió su evocadora fragancia a quitaesmalte y chicle de fresa ácida.
Una vez más, mi cajera preferida, convirtió aquel momento en un estado próximo al Nirvana. Estado divino en el que hubiera continuado durante todo el día, de no ser porque la Srta. Manoli pellizcó con delicadeza mis sonrosados mofletes hasta el punto de deformarme la carita, y me devolvió a la cruda realidad, exclamando: «¡Hay que ver, pero qué niña tan mona!».