2/1/25

409. Demenciano desatado

    Quién lo iba a decir, ya estábamos en 2025 y seguían sin arder las Administraciones Públicas. Por lo visto, pasaran los años que pasaran nuestras tragaderas eran ilimitadas. Esa era una de las muchas realidades que enfurecían a Demenciano, y de no ser porque los sectores cuerdos y biempensantes de la sociedad nunca escuchaban a nadie, y siempre perseguían al disidente y al inadaptado, quizá habría expresado su furia en palabras y acciones. Pero Demenciano estaba cansado, de modo que optó por callar y acumular resentimiento.

    El vagón de metro en el que iba estaba saturado y olía peor que de costumbre. Demenciano se duchaba a diario, así que no entendía por qué había quienes en perjuicio de la buena higiene abusaban de potingues varios, fueran o no malolientes. Algunas de aquellas personas incluso apestaban a mierda. Joder, era insoportable. ¿Es que no se limpiaban el culo como era debido? ¿No sabían para qué coño servía el bidé? Estaba claro que aquel hedor no podía provenir de la mierda que el grueso de la ciudadanía tenía aposentada en el cerebro. 

    Por si fuera poco, había dormido mal y sentía palpitar las sienes. Aún se encontraba bajo los efectos de la absenta, deglutida en Nochevieja junto con sus amigos Crisógono, el loco y el que suscribe, mientras divagábamos sobre el vacío del alma y la anulación del ser bajo la fría luna invernal. Demenciano cerró los ojos de puro aturdimiento, y al segundo de abrirlos sintió toda la deshumanización que cualquier sociedad que se precie genera en sus habitantes acomodados cuando alcanza ciertas cotas de barbarie no reconocidas.

    Al llegar a la estación Espanya era imposible que cupiera más gente en el vagón. Con todo, una vieja decidió demostrar lo contrario, haciendo valer a empujones los derechos adquiridos propios de su edad, pues la honorable anciana debía rozar los ochenta, aunque aparentaba cien. El pelo de la vieja era un estepicursor canoso de ideas perecidas. Su boca una desagradable línea recta de labios apretados, y sus ojos dos diminutos orificios secos de mirar sin ver. Y el bastón que la sostenía machacó el dedo meñique del pie derecho de Demenciano.

    El envoltorio decrépito ni siquiera se disculpó, así que Demenciano, tan pronto el metro se detuvo en la estación Catalunya y se abrieron las puertas, le propinó un potente rodillazo en el culo. Aunque no lo bastante rápido, pues las puertas se cerraron y apresaron a la vieja por la cintura. Demenciano esperaba que las puertas se abrieran, pero no fue así. El metro reinició su recorrido, y justo cuando el túnel se lo tragó, hubo una pequeña explosión de sangre y el esquelético pataleo de la abuela cesó de inmediato. Se oyeron un par de gritos tímidos; una persona levantó la mirada y al segundo la bajó, y la mayoría siguió concentrada en sus vidas vacías y la nada. 

    Demenciano eligió apearse en la siguiente estación, Arc de Triomf, preguntándose por qué había personas que a una edad avanzada vivían con prisa, cuando estaban más cerca de la muerte que de cualquier otra cosa. Aunque aquello fue un accidente, claro. En fin, las puertas ensangrentadas se abrieron, el cuerpo medio cercenado de la vieja quedó liberado, cayó cual despojo, y Demenciano lo eludió con un grácil salto. Como era de esperar, nadie le detuvo ni exclamó ¡eh, tú!, ¡qué ha pasado! Pero sí hubo muchos que grabaron y fotografiaron el maltrecho cadáver.

    Una vez en la superficie, Demenciano se vio ahogado por cientos de viandantes que se desplazaban como guiados por algún designio perverso. Miradas de tristeza, pánico y locura que venían de cualquier parte para irse a cualquier otra. Hasta que uno de aquellos abducidos impactó contra su hombro con cierta intensidad, cierta saña y manifiesta indiferencia sin disculpa alguna. Demenciano no tuvo más remedio que modificar su ruta para realizar otra buena acción social.

    Al llegar al primer semáforo peatonal en rojo, Demenciano se colocó detrás del descortés caminante. En ese momento pasaba un flamante autobús a considerable velocidad, y Demenciano empujó al desafortunado gilipollas en el momento exacto. Este cayó en cruz e intentó levantarse, pero en pocos segundos las ruedas de aquella gran máquina apresaron su mano derecha, plancharon el brazo, pulverizaron el hombro y comprimieron la cabeza hasta hacerla estallar. El conductor del autobús no se coscó de nada y continuó con su inestimable servicio público. Las redes sociales volvieron a echar humo, y algún que otro moderador de contenido entró en shock horas más tarde. 

    Demenciano se sentía animado y el pálpito en las sienes había desaparecido, así que decidió tomarse unos tragos en una zona multicultural cercana, la cual demostraba que viniéramos de donde viniéramos todos éramos igual de destestables. Salvo las putas, claro. Y es que Demenciano también tenía su particular escala de valores. Quizá por eso pidió cerveza antes que vino. Pero el jodido camarero cometió el error de mirarle con desprecio, de no darle los buenos días, y de servir la cerveza sin los debidos cinco pasos, joder.   

    A punto estuvo Demenciano de arrancar el surtidor para clavarlo en la boca del camarero. Pero este se fue al cagadero y Demenciano decidió seguirle. Una vez allí, Demenciano lo estampó contra el sucio embaldosado para aturdirle un poco. Después lo agarró del pelo, introdujo la cabeza en el líquido denso y ocre del retrete atascado, y la mantuvo sumergida hasta que dejó de forcejear. Luego regresó a la barra con un humor excelente, apuró la cerveza y eructó con delectación.

    Tantas buenas obras realizadas en un solo día habían desatado las ganas de follar de Demenciano, por lo que decidió acudir a uno de los muchos puticlubs de los que era cliente preferente. El día prometía ser de veras intenso. Dulce y romántico como el beso negro después de una copiosa defecación. Tanto era así, que Demenciano salió del bar de la zona multicultural, y en medio de la ciudadanía, con los brazos en alto, no se pudo abstener de gritar a los cuatro vientos: 

    —¡Feliz año 2025, joder!



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