1/9/25

467. Retorno al punto de partida

    El tiempo de huida había finalizado y era hora de regresar a vuestras vidas. Las mismas de las que os alejabais, como mínimo, una vez al año, puede que por muy aburridas o porque quizá no eran las que imaginabais cuando erais jóvenes. ¿Por qué, si no, ibais a distanciaros de ellas? Ah, claro: hay que ver mundo para decir que se ha vivido y, a poder ser, dejar constancia de ello en las fotos con una radiante sonrisa. Hay que ver otras caras, pisar otros escenarios y respirar otros aires. Hay que ser uno más de la masa humana que va y viene. 

    Sí, estupenda manera de desconectar y relajarse, aunque luego estéis encantados de tener el mismo sitio de siempre al que volver, tan familiar y rutinario. En cualquier caso, si necesito escapar del mío, decidme a qué lugar no iréis el año que viene.




29/8/25

466. Dando la nota

    Hay quienes de vez en cuando les gusta dar la nota, y quienes la dan siempre hasta sin querer. En algunas personas es un don innato, mientras que otras —sobre todo desde la aparición de las redes sociales— se entrenan para ser las mejores en ello. Pero nadie, absolutamente nadie, ya sea en soledad o en compañía, lo hará tan bien como estos dos grandes de abajo.


26/8/25

465. Nubes de tormenta

    Siempre te creí cuando me decías que había música más allá de los oscuros rituales del black metal. Cuando me asegurabas que existían otros sonidos más allá de la visceralidad y el estruendo. Y siempre entendí que nunca quisieras acompañarme a un concierto de esos donde la gente se empuja y se provocan luxaciones y roturas.

    Esas fueron tus palabras, sí.

    También capeamos juntos alguna que otra tormenta. Por negros que fueran los nubarrones, tú eras un poco como Maddie en esa canción que tanto te gustaba, bailando en el techo de la furgoneta voladora conducida por Diplo. Y eso me hacía sonreír y desearte. Mientras que yo estaba a años luz de ser como Labrinth sentado en su nube rosa, porque siempre he tenido los pies en el suelo, aunque mis sueños volaran tan alto como los tuyos.

    No te negaré que aborrecí un poco esa canción. A pesar de esas y otras diferencias, yo siempre confié en ti, dispuesto a enfrentar contigo la nueva tormenta que divisamos a lo lejos, acercándose lista para engullirnos. Pero decidiste soltarme la mano en el último momento y quedarte en el otro lado, en los rayos y los truenos.




23/8/25

464. Strigoi

    Estos últimos seis meses llevo escuchada demasiada música oscura. También leídos demasiados libros de terror. Tantos como películas visionadas del mismo género. Y aunque nada de eso logrará superar nunca el mundo de espanto en el que vivimos, semejante adicción a la tiniebla no es buena, joder, no es buena.

    Tanto es así, que hoy me he despertado en mitad de la noche, señalando una esquina de la habitación y susurrando ahogadamente: ¡Strigoi, strigoi! Aunque, al encender la luz, me he dado cuenta de que señalaba el móvil, cuya alarma programé para que me despertara porque tengo que ir a currar.

    Supongo que tengo que abundar más en otros géneros literarios, musicales y cinematográficos. Pero eso tampoco va a cambiar el hecho de que las vacaciones se han acabado. ¿Acaso, en el mundo occidental de los bien acomodados, existe algo más terrorífico?




20/8/25

463. La senda del esclavo 5

    Como es de una imposibilidad palmaria llevarse la mina de donde está y estará, no hubo otra que privatizarla. Si no me equivoco, la pretendieron los rusos y los canadienses, y al final, en 1998, fue un grupo multinacional, con sede central en Tel-Aviv (Israel), el que se hizo con la continuidad de la explotación del yacimiento.

    Al principio se hacía raro ver la bandera israelí ondear en lo alto de las instalaciones entre la cuatribarrada y la rojigualda. Como fue igualmente surrealista verla izada a media asta pocas horas después del ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre del 2023.

    Los nuevos amos propusieron realizar un patrón de turnos rotativos 7x7, a nueve horas y media presenciales, porque había que ser más productivos. Por lo visto, no lo éramos mucho con el patrón de turnos rotativos 5x2, a siete horas y media, que se llevaba haciendo en la mina durante años y años. Pero es que las exigencias del mercado se llevan muy bien con el capitalismo.

    Como el estatuto del minero dice lo que dice, esta situación debía ser sometida a referéndum para su implementación, ya que incluía cambios significativos, como contratar nuevo personal para formar tres equipos más, además de los tres que ya había. Qué casualidad, que meses antes del referéndum, ya estaban entre nosotros trabajando a tres turnos y que, evidentemente, votarían a favor. No obstante, llegó el año 2006 y el momento de introducir la papeleta. ¿Cuál creéis que fue el resultado? Salió un no al 7x7 bastante contundente.

    Entonces, la empresa, que por supuesto ya esperaba ese resultado, no tuvo más que utilizar el arma más ancestral y poderosa de cuantas utilizan los sistemas de opresión, ya sea de forma individual o grupal. Sí, esa que estáis pensando: el miedo. En nuestro caso no podía ser otra cosa que miedo al paro, ya que de no implantar el 7x7 sobraba mucha gente y, según la empresa, no necesariamente los nuevos. Y en un increíble segundo referéndum, como somos estúpidos y cobardes, salió que sí.

    Con el tiempo, muchos mineros veteranos quedaron encantados: no solo cobraban más al trabajar siete días a la semana, sino que podían hacer horas extras la semana que les tocaba descansar. Se convirtieron en los esclavos perfectos, mientras que otros, aunque resignados, éramos los infieles al nuevo régimen.

    Como seguro recordaréis, en 2008 se desató una crisis financiera casi global que derrumbó la industria del ladrillo en España. Miles de empresas quebraron y no menos esclavos quedaron en paro. La mina no quiso ser menos, así que se subió al carro de las empresas jodidas y presentó un ERTE. Uno de tres meses de duración que, al ser aprobado por la autoridad competente, le fue muy bien para hacer unos trabajos de infraestructura del todo ineludibles, por estar estrechamente ligados con la seguridad, y que obligaban al cese de la producción mientras duraran. Y ya se sabe que no producir es igual a dejar de ganar, así que también pudieron dejar de pagar, y no pocos sueldos.

    Toda una casualidad, ¿verdad?

    Después del ERTE, qué raro, empezaron a venderse las supuestas cientos y cientos de toneladas de KCL retenidas en los hangares que, por lo visto, ningún cliente podía comprar a causa de la crisis. La cual seguía azotando en confines cercanos y lejanos de la superficie, mientras que en el subsuelo todo transcurría como si no existiera. Después de aquella maniobra empresarial hasta hoy, no ha ocurrido nada digno de mención, salvo algunas anécdotas y situaciones que merecen una entrada aparte para no convertir esta en enciclopédica.

    Echo la vista atrás, a mis cincuenta y dos años, y apenas veo a aquel chaval de dieciséis de lo lejos que está. Mientras que el presente, ese momento en que todo ocurre, continúa llevándome de la mano, a veces tirando de mí o empujándome sin contemplaciones, ofreciéndome un pasado a cada día que pasa. Uno que, me guste más o menos, siempre tendrá la última palabra por su condición de irreversible, y hablará por mí cuando yo ya no esté.

    Todavía sigo en la senda del esclavo, pero en su tramo final.

    Estoy a punto de conseguirlo. Ya casi está.



11/8/25

462. La senda del esclavo 4

    En el taller y en la ITV curraba de lunes a viernes en turnos partidos de ocho horas. En septiembre de 1995 continué vendiendo mi tiempo cinco días a la semana, pero en jornadas continuas y solo matutinas de siete horas y media. De esas siete, cinco eran de trabajo real y la media era la del bocadillo. El resto se perdía en desplazamientos y preparativos; cuando no en charlas obligatorias de seguridad y protocolos.

    Entonces yo tenía veintitrés años y cobraba mucho más que los esclavos de mi misma edad, dado que ellos trabajaban en la superficie terrestre y yo a unos novecientos metros por debajo de ella. Mi esclavitud, al ser subcontratada, estaba bajo las reglas del convenio del metal y no de la minería, pero aun así me correspondía un 0,40 de coeficiente reductor por ser peligrosa, tóxica y penosa.

    Es estimulante pensar que, de diez años trabajados en mina, te restan cuatro para la jubilación. Ocho si trabajas veinte, y doce si llevas trabajados treinta, como es mi caso. Solo hay que procurar no morir por un accidente, aplastado por un liso o de estrés térmico por el calor. Si eres creyente, también puedes encomendarte a la estatua de Santa Bárbara que hay dentro de una vitrina, apostada a la salida que da al ascensor que te descenderá al infierno.

    Con todo, gocé de una inmejorable calidad de vida hasta junio del 2002. El año en el que cumplí los veintinueve y pasé, junto con otros admitidos, a formar parte de la plantilla de la mina y a engrosar mi nómina. El año en el que también me compré un piso a pagar en treinta años, aunque luego fueron catorce. El año en el que conocí las jornadas continuas vespertinas y nocturnas, y en consecuencia, el año en el que mis ritmos circadianos empezaron a joderse progresivamente hasta quedar deshechos.

    Aunque todos estábamos a la misma profundidad, no era lo mismo ser un esclavo subcontratado que serlo de la empresa que subcontrata. Cuando pasé de ser lo primero a lo segundo, supe que existen derechos fundamentales escritos en letra diminuta que, de cumplirse, protegen y garantizan lo que se supone una esclavitud digna y de calidad. Por consiguiente, conocí los comités de empresa, los sindicatos y su corrupción galopante. Como también las jerarquías de mando y sus malas artes, llámense falsa meritocracia, nepotismo vergonzante y, por supuesto, el corporativismo de los esclavos agradecidos y concienciados.

    Me situé tan al margen de aquello como pude, sin ánimo alguno de ascender y con la intención de transitar por la senda tan desapercibido como me fuera posible. Limitándome a ser uno más de los que reparábamos y reconstruíamos las máquinas que la sección de explotación necesita para arrancar la potasa, y que tan impunemente destrozaban sin contemplaciones, bien por fatiga o mala praxis.

    Así llegué a los treinta y tres años y al 2006. El año en el que la mina, por culpa de la cobardía y estupidez de los que allí trabajamos, sufrió tal cambio en uno de los puntos de su sagrado estatuto, que ya no la reconocería. Uno que no he sido capaz de asumir del todo, y que, poco a poco, me ha convertido en la almorrana que hoy soy en el esfínter de la empresa.




7/8/25

461. La senda del esclavo 3

    Como es sabido, en todos los trabajos, sea la empresa pequeña, mediana o grande, hay malnacidos a los que matarías por el bien propio y el de la sociedad en general. Pero resultó que todas las personas con las que tuve que trabajar durante los primeros nueve meses de 1995 se merecían una vida larga de felicidad y salud. Eran buena gente. Desde el personal de la oficina, pasando por el jefe de estación y acabando en los que realizaban las inspecciones, lo cual facilitó tanto mi adaptación al sitio como la realización de mis nuevas funciones esclavistas remuneradas.

    En la ITV me di cuenta de que se me daba bien trabajar, como se suele decir, de cara al público. Cuando ya llevaba cuatro meses allí, tuvimos que asistir a un seminario en el que nos impartieron varias técnicas de conducta y gestión respecto al cliente. Todas aquellas supuestas habilidades me sonaban, más que nada, a actuar con sencillo y puro sentido común que, en mi caso, surgía de forma natural y sin impostura. No obstante, si bien el volumen diario de gente resultaba abrumador al cabo de la jornada, el tiempo que pasábamos con cada una de esas personas era de diez minutos, más o menos.

    Nunca creí que diría algo así, pero me gustó trabajar en la ITV. Era muy monótono, pero al mismo tiempo suponía una aventura casi a diario. Y tampoco podía ser de otra forma: tratabas directamente con seres humanos, y a veces te hacían partícipe de sus estados anímicos. A las pocas semanas los clasifiqué por grupos en función de su comportamiento. Tan solo me bastaron tres, y fueron los que siguen.

    El más numeroso era el grupo de los indiferentes. Los que, con una mirada inexpresiva, si es que te miraban, decían: «Tengo mejores cosas que hacer que estar en este puto sitio, ¿vale?». Llegaban sin pronunciar palabra y, cuando les tocaba, se largaban de la misma manera. Rápido y fácil.

    Otro grupo era el de los peculiares y extravagantes. Los que nos hacían reír, ya fuera por la vestimenta, por los adornos interiores del coche —del todo estrambóticos— y, sobre todo, por lo que decían y el cómo: «Haga bien su trabajo. Pero tenga presente que se encuentra ante un exoficial de las COE y podría matarle mediante un movimiento entrenado de mis pulgares». Fue un anciano de unos setenta años, con sonrisa dentífrica y abundante pelo canoso cortado a cepillo.

    Y el grupo menos numeroso, aunque pueda sorprender, era el de los hostiles y directamente gilipollas. Los que hacían de la ITV un trabajo estimulante, desafiante y del todo impredecible. Cuando entraban en ira y se hacía imposible revertirlos a su condición humana, debíamos derivarlos de inmediato al jefe de estación para evitar que el conflicto verbal fuera físico. La mayor de las veces se les devolvía el dinero y se iban despotricando bajo una nube de rayos y truenos.

    Pero lo justo no existe y la justicia menos. Faltaba media hora para cerrar, y un tipo trajeado entró con su Mercedes en la nave que corresponde sin que yo le hiciera el gesto para tal acción. Pero bien, tampoco había nadie e iba con los papeles. No pasó la inspección porque entre las ruedas del eje trasero había un desequilibrio de frenada del setenta por ciento. Y eso no es un fallo leve, sino grave, cuando por ley solo se permite un desequilibrio del veinte, pese a que la máquina que mide esos valores la teníamos tarada a una permisividad del treinta.

    El tipo trajeado se quejó directamente al jefe de estación, pero en un tono contrario al de los gilipollas y hostiles. Dijo que yo hilaba muy fino. El jefe de estación salió de la oficina como tuvo que hacer otras veces en estos casos. Se montó en el Mercedes, realizó la prueba de frenos y, delante de mí y del tipo trajeado, ratificó mi veredicto. Aun así, ese individuo no se fue con la cara enrojecida y gesticulante. Como seguro habéis intuido, se retiró con la pegatina de inspección técnica favorable adherida al parabrisas de su vehículo. Porque cuando no eres nadie te jodes, y cuando eres el alcalde, por ejemplo, pasas por encima de lo que se supone que es de obligado cumplimiento. Así funciona y así seguirá, a todos los niveles y en cualquier lugar.

    El operario al que yo sustituía cogió el alta médica en la fecha marcada por el doctor, que no era otra que el día en el que finalizaba mi contrato. Así que no quedaba más que despedirse con un grato sabor de boca. Entretanto, seguía dentro de la senda, pero en punto muerto, cuando a los pocos días el Lluiset volvió a reclamarme para currar con un contrato indefinido, pero no en su taller, sino en la poderosa empresa multinacional en la que aún sigo.

    Ahí fue donde experimenté la verdadera realidad del esclavo y de que todo es mentira. Y no me refiero al puto programa televisivo.




4/8/25

460. La senda del esclavo 2

    No fue necesario que me cruzara con Javi cuando salí del cajero automático situado en la zona alta del pueblo. Su melena era más larga de lo que recordaba y seguía vistiendo como Slash, su ídolo. Mientras que yo iba vestido como siempre, pero con el pelo rapado como nunca: casi al cero.

    Tampoco hizo falta que me dijera que se iba al instituto a hacer fotocopias y ordenar la biblioteca. Él estaba cumpliendo con la prestación social sustitutoria, y yo estaba agotando mi permiso de salida, a la espera de coger el tren que dentro de media hora me llevaría al autobús que me dejaría en el cuartel militar.

    No me hizo falta saber nada de eso para darme cuenta de que el mayor error de mi vida fue no haber optado por la objeción de conciencia. Y que, por consiguiente, en un recinto carcelario, sometido a una disciplina absurda y humillante como nunca imaginé, malgastara de la peor manera posible nueve meses irrecuperables de mi tiempo.

    Lo único positivo de aquella basura fue cuando el hombrecito endiosado de más rango de todos los que parasitaban allí, ordenó que rompiéramos filas por última vez. Acto seguido, se apoderó de mí una alegría inmensa como el cielo y profunda como el océano, solo equiparable, sin duda, a la que sentiré cuando me jubile.

    Aquel paréntesis inservible finalizó en mayo de 1993. Volví a tocar a la puerta empresarial del Lluiset y, tal y como me aseguró, la volvió a abrir, esta vez sin ilegalidades en el contrato laboral y con unas condiciones aceptables. De nuevo transitaba por la senda del esclavo, y con la lección bien aprendida: no llegar nunca tarde, nunca molestar y siempre obedecer y producir. El Sistema me había preparado bien para ello desde preescolar.

    Domesticado y adaptado para la causa, no solo trabajaba. También ahorraba, gastaba, trasnochaba, erraba, acertaba, reía, me enojaba y, en definitiva, vivía. Entre todas esas cosas, me saqué el carnet de conducir y me compré un coche. 

    Sin que me diera cuenta, llegó el año 1995 y una crisis de poca envergadura en la que el Lluiset tuvo que prescindir de alguno de sus proletarios, entre ellos yo. Al mismo tiempo, el jefe de una sucursal de una conocidísima empresa pública, de la cual abominan muchas personas que conducen, y cuya gestión es privada, necesitaba a un chaval joven y responsable hasta el final del verano. Este chaval debía poder desplazarse y que tuviera, como mínimo, el graduado escolar y FP1.

    Quiso el Universo que ese hombre necesitado no solo conociera a mi padre, sino que le preguntara a él si sabía de un chaval con tales requisitos. Quizá penséis que mi padre fue un tipo influyente en ciertos ámbitos, pero no es así. En su época laboral, no fue más que un mando intermedio de la empresa en la que trabajó. La cual, desde que se creó, posee una importancia capital en la economía mundial por el producto insustituible que vende.

    El caso es que el chaval elegido antes tenía que enfrentar un test de personalidad y otro de conducta. El primero de quinientas preguntas y el segundo de trescientas. Después de un descanso de media hora, venían unos ejercicios de agilidad mental o algo así, consistentes en una veintena de dibujos muy simples que se sucedían en un orden lógico de complicación, pero inacabado. No te daban tiempo suficiente para finalizarlos. Se trataba de comprobar cuán lejos podías llegar. Por último, tachaaaaaaaan, disfrutabas de una amena entrevista de veinte minutos con un psicólogo.

    Si después de todo eso te consideraban apto, estabas dentro.  Y así fue como a los veintidós años empecé a trabajar en la ITV.




31/7/25

459. La senda del esclavo

    Cuando yo era pequeño, recibía los veranos con entusiasmo desaforado. Aquello duró hasta el 31 de marzo de 1989. Por lo visto, el Estado estableció que la edad mínima para empezar a trabajar era a los dieciséis años. De modo que mi padre sentenció: «Este verano empezarás a trabajar». No me preguntó si me parecía bien, mal o regular. Sencillamente, era algo que iba a suceder.

    Tampoco pudo ser de otra forma. A mis padres, de origen humilde, nunca les ha tocado la lotería ni sus apellidos son de alta alcurnia. Además, conociéndolos, jamás iban a consentir que yo y mis hermanas formáramos parte de esa subespecie improductiva —por aquel tiempo en ciernes y hoy en día abundante— de parásitos, inútiles y vividores que nos rodea. También podría haberme dedicado a la política o pretender el alzacuellos, sí, y no habrían podido evitarlo. Pero como me inculcaron dignidad y honradez, tampoco fue posible.

    El sitio donde me vi obligado a trabajar es una empresa de automoción ubicada en el pueblo donde me crié. En la actualidad, continúa con la reparación tanto de coches como de maquinaria ligera y pesada. El dueño y fundador, casado pero sin hijos, se llamaba Lluís (Luís en el idioma del país vecino, orientación sur) y murió a los noventa y tantos, al timón de su empresa. En el pueblo era conocido como Lluiset (Luisito para el bilingüe que opta por el monolingüismo castizo). Así pues, yo, con dieciséis años, empecé a trabajar en el Lluiset.

    Eso supuso mi primer contacto, no solo con el mundo laboral, sino también con el mundo de los adultos que, como sabe el lector asiduo de esta bitácora, aborrezco hasta límites inenarrables. No solo por ser un mundo complicado, fallido y estúpido, sino también por ser el verdugo de mi felicidad plena y el principio de la venta del resto de mi vida hasta la jubilación, aún por llegar. Casi nada.

    Aquel verano fue todo un punto de inflexión, puesto que aprendí verdades duras, desagradables y valiosas respecto al dinero y al funcionamiento del mundo, que se reafirmaron en los años venideros en todos los aspectos. Llegó el otoño y continué con mis estudios. Elegí la rama de electricidad en formación profesional. No porque tuviera vocación. De hecho, nunca en mi vida he sentido vocación o interés alguno por ningún trabajo o carrera de cuantos existen. Tan solo elegí electricidad por una cuestión de proximidad: estaba cerca de donde vivía.

    Estudiaba y aprobaba casi por inercia, como un autómata, y así llegaron los diecisiete años y otro verano en el que volví a trabajar en el Lluiset. Ya no era un mero aprendiz. Tenía una base sólida de teoría y la experiencia del verano anterior, así que no solo aprendía, y mucho, sino que también producía y ganaba dinero. Poco, pero sentía que aquel trabajo, sin gustarme, me conducía a algún lado. Mientras que en la Politécnica me sentía en punto muerto, cada vez más vacío y hastiado. Cuando les dije a mis padres que no quería seguir estudiando, no pusieron objeción alguna. Tenía trabajo.

    Y trabajando llegué al 31 de marzo de 1992 y a los dieciocho años. Era mayor de edad y la secretaria del Lluiset, Teresa, que moriría tres meses después por un fulminante cáncer de estómago, me dijo que subiera a la oficina del jefe cuando acabara mi jornal. Nunca olvidaré lo que me dijo: «Bien, ahora tienes dieciocho años y, según la ley, tendrías que cobrar 56. 280 pesetas mensuales. ¡Eso ni te lo pienses! Te necesito y me haces falta. Cobrarás 46.000 y, si no te gusta, que corra el aire». No me extrañó. Mi padre conocía al Lluiset de hace muchos años y me dijo que eso sucedería. Y yo ya sabía que existían las ilegalidades y los abusos de poder, solo que todavía no los había experimentado.

    Llegué a casa y expliqué a mis padres lo ocurrido. Mi madre se enfureció como se enfurece siempre ante las injusticias, sean cercanas o ajenas. Mi padre se rio y yo también, y me preguntó qué había decidido. Y contesté que decidí continuar. Conocía a los trabajadores y conocía el trabajo. Y, a fin de cuentas, sabía que no iba a encontrar otro que me gustara, puesto que no me gustaba ninguno. Se trataba de vender mi tiempo en un lugar que, al menos, no me asqueaba, y eso ya lo tenía, aunque fuera cobrando por debajo del salario mínimo interprofesional de la época.

    Aquella decisión resultó ser una de las más acertadas de mi vida. Aunque también, ese año, cometí uno de mis mayores errores.



28/7/25

458. El folio en blanco

    Pasó mucho tiempo hasta que supe por qué nuestro profesor de catalán y manualidades, alias Cara de Pera, se abstuvo de dejar un folio en blanco en el pupitre en el que estaba sentado Antonio. Éramos treinta alumnos en clase. ¿Acaso el Cara de Pera solo tenía veintinueve folios? No: tenía más, muchos más. Entonces, ¿por qué se saltó a Antonio?

    Por aquel entonces yo tenía doce años y todo estaba por aprender. No sabía nada, salvo que había que obedecer y aprobar. De lo contrario, podían infligirte broncas y castigos, y ningún menor de los que estábamos allí queríamos eso. Por aquel tiempo muchas cosas me resultaban absurdas y del todo incomprensibles, y no es algo que haya cambiado mucho hasta el día de hoy.

    Pero llega un día en el que ya no tienes doce años. Tienes trece, catorce y luego quince, y así sucesivamente. Y de la forma más insospechada, algo en tu mente hace clic y te dices: «Hostia, ya sé por qué el Cara de Pera pasó de Antonio el día que repartía los folios en blanco en la clase de manuales».

    En un mundo ideal, los padres de Antonio habrían podido pagar las mil pesetas anuales que se requerían para poder acceder al material escolar, aunque la enseñanza pública te la vendieran como gratuita. 

    En un mundo ideal, la cultura y la enseñanza serían gratuitas de verdad y estarían al alcance de cualquiera, y no existirían profesores como el Cara de Pera. Estos serían empáticos y sensibles, y habrían obviado el impago de aquel tributo escolar, o bien, por qué no, saldado la cuenta de su propio bolsillo.

    Pero tal mundo jamás ha existido ni existirá. Cara de Pera pasó de largo como si tal cosa, indiferente al desconcierto cristalino e inocente de nuestras caras y al propio Antonio, al cual le ardían las orejas, agachaba la cabeza y se hundía en su pupitre hasta desaparecer.

    Desde aquel día odio a Cara de Pera.




25/7/25

457. Hacia Mas Del Plata

    Las inclemencias climatológicas, junto con la desidia, casi acaban con él. Eso sin mencionar los actos vandálicos de los que fue objeto. Pero eso forma parte del pasado. Me han informado que actualmente luce mejor que nunca, y eso es gracias a los habitantes de la urbanización en la que se erige.

    Son muchos veranos posponiéndolo. Cuando no es por una cosa, es por otra, pero de este verano no pasa. Cuando lo tenga a mi vera, haré un par de fotos y supongo que no podré más que sonreír y recordar. Y pensar que, por muchos años que pasen, sigue siendo el mejor.




22/7/25

456. Príncipe de las Tinieblas

    Como reza el título de la entrada, así era conocido y considerado. No era el más duro, ni el más rápido, ni el más pesado. Solo el que estaba más loco. Antes de que se fuera, pude disfrutarlo en 2018, y ya intuí que no habría una próxima vez. Que el Innombrable lo acoja en su gélido seno.




20/7/25

455. Por las bitácoras muertas

    Hoy volví a entrar en tu espacio. Hoy era un día tan propicio como cualquier otro para comprobar si lo habías actualizado. Pero me encontré, más como un presentimiento que una sorpresa, que ahora solo pueden acceder a él los lectores invitados. Es decir: nadie.

    Habías dado un paso más claro y definitivo para alejarte de este medio. Sucede un día u otro, claro. Pasan los años y todos dejamos de ser (unos menos que otros) aquellos alegres tarados de los primeros cinco o seis años.

    Supongo que, por experiencia, durante el camino se te cerraron puertas, desaparecieron seres queridos y se rompieron tus más intensas relaciones. Y te has alimentado de alegría, sí, y también de ingentes cantidades de mierda, vomitada luego en forma de literatura y música.

    Lo entiendo: era irreversible el cambio; era inevitable el fin, pues cuando morimos, dejamos el mundo lleno de gafas, calzoncillos, tangas, DNIs, pulseras, fotos amarillentas, relojes que ya no marcan la hora, recetas médicas… Meros objetos convertidos en callejones sin salida.

    En vida, sin embargo, incumplimos juramentos y promesas; perseguimos tentaciones que nunca alcanzaremos y traicionamos deseos e intenciones. Y todo eso que tan bien nos define acaba en nada. Como esa bitácora que se cierra o se elimina, y pasa a engrosar una solitaria red llena de enlaces que dirigen a ninguna parte.



16/7/25

454. En el vestuario

    Pese a la ventilación diaria, el vestuario de la empresa en la que vendo mi tiempo huele mal durante todo el año. En verano, el tufo se intensifica hasta cotas inhumanas. La ropa no es la causante, porque disponemos siempre de limpia, y la sucia nos la lava con frecuencia una empresa externa desde que en el BOE se reconoció que las partículas de gasóleo son cancerígenas. De modo que no tenemos más que dejarla en unos cestos espaciosos ubicados en el interior de un contenedor de carga, que a su vez está fuera del vestuario.

    Lo que no se lavan son las botas de seguridad. Hay quienes las empapan en la ducha con el fin de reducir la pestilencia que desprenden, pero el efecto conseguido es mínimo y efímero. Con todo, las botas se quedan dentro de la taquilla o fuera de esta, pero en el vestuario. Por supuesto, las cambiamos cuando se han deteriorado por el uso. Pero como eso tampoco pasa por igual y a la vez, día tras día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, tenemos aleteando por todo el vestuario al incansable ángel vengador de los pinreles muertos.

    El tiempo de exposición varía en función del rato que tardes en secarte y vestirte, así como de la distancia a cubrir entre tu taquilla y la puerta de entrada/salida. En mi caso, tengo que cruzar casi todo el vestuario, así que lo hago a paso ligero y en tan solo diez u once segundos. No parece mucho tiempo si descontextualizamos el dato, pero el suficiente para sentirme como si hubiera transitado por la gruta más hedionda de Mordor.




13/7/25

453. Olvidos mortales

    No pasa un verano sin que tengamos que estremecernos de horror ante la noticia de que un niño o bebé ha muerto cocido en el interior del coche de sus padres o abuelos. Por lo leído estos últimos días, ocurre muchas más veces de lo que yo creía. Lo llaman síndrome del niño olvidado. Un síndrome que, una vez se ha manifestado, acaba en muerte lenta para el infante y en depresión de por vida, o suicidio, para el adulto olvidadizo e irresponsable.

    El móvil no se les olvida, no. E ir a trabajar tampoco. Es del todo desconcertante.




9/7/25

452. Cuando eso llamado arte se jode de ti

    Entré en la galería de arte abstracto porque era gratis y no tenía nada mejor que hacer. Al pie de cada una de aquellas acuarelas, una cartela indicaba quién era el autor, el título de la creación y su significado. Sin embargo, no había relación alguna entre lo que exhibían los lienzos y lo reflejado en las cartelas.

    Me dijeron que el arte abstracto se trata de una cuestión de percepción, en la cual el espectador tan solo tiene que elaborar su propia interpretación sobre lo que está contemplando. Si eso es así, las explicaciones están de más, aparte de que se hace muy difícil tomárselas en serio si las lees y luego contemplas las obras. Sería más serio y creíble que el autor dijera que ese es su puto cuadro y que cualquiera lo interprete como le salga de las pelotas.

    Como no podía ser menos, tampoco faltaron los elogios displicentes sobre el equilibrio de las masas de color, la composición de las formas, la armonía cromática y el contraste de no sé muy bien qué como contrapunto, ja, ja, ja, ja. No pude evitar replicar que el ser humano de creativo no tiene nada. Que, como excelente copión, tan solo es recreativo y que solo Dios (para el que crea) o la Naturaleza (por la que me inclino) lo son.

    Como podéis intuir, no hice amigos en la galería. Aunque tampoco los culpo ni son los únicos flipados. Fijaos, por ejemplo, en lo que se dio a llamar arte conceptual. Todavía hoy cientos de gilipollas pagan, y hacen cola a diario, para ver una firma estampada en un puto urinario de porcelana expuesto del revés.



3/7/25

451. Amor pubescente triangular

    Mi primera novia, a quien llamaré Bonifacio para preservar su identidad, no era guapa, pero estaba muy desarrollada para su edad. A los trece años, su cuerpo tenía curvas precoces y armoniosas que evocaban bellas melodías en quienes lo contemplaban.

    Yo tenía un año más que Bonifacio e íbamos al mismo colegio. Una gélida mañana de enero, Bonifacio se acercó a mí durante el recreo y me confesó que mi gorro era muy bonito. Casi sin pensar, le dije nervioso y azorado que su bufanda era aún más bonita. Luego, le propuse cambiarla por mi gorro. Aquella bufanda desprendía un olor revitalizante, semejante al de la tierra recién regada por la lluvia. Desde ese día, siempre que el cielo llora, me acuerdo de Bonifacio.

    Los fines de semana salíamos en pandilla a deambular por las calles, plazas y parques de la ciudad. Esto era un síntoma inequívoco de que no teníamos nada mejor que hacer. En una de aquellas excursiones, Bonifacio me cogió de la mano y me separó del grupo. Estaba anocheciendo y nos sentamos en el borde de la acera. Justo cuando el manto de la noche engulló la última luz del atardecer, se acercó y me besó en la boca. Fue mi primer beso. Desde aquel instante imborrable, me quedé perdidamente enamorado de Bonifacio y mi persona y espíritu quedaron a su merced.

    Como corresponde a nuestra naturaleza hetero, Bonifacio y yo fuimos novios casi durante un año. En ese intervalo de tiempo, ella vino a mi casa y yo a la suya. Allí conocí a su madre y a su padre. Este último tenía un parecido muy acentuado que iba más allá del lógico consanguíneo. Ambos tenían la misma frente ancha, curvada y despejada como el capó de un 600, y el pelo les nacía cerca del colodrillo. En el caso de su padre era calvicie y en el de ella un remoto rasgo de belleza primitiva, además de sus diminutas orejillas de trasgolisto y sus enormes incisivos centrales de castor. Estos sobresalían de manera amenazadora, impidiendo cerrar la boca y requiriendo una ortodoncia.

    En un principio, pudiera pensarse que la naturaleza fue especialmente cruel con mi novia y su papá. Pero no es así, porque la naturaleza les dio rasgos propios: ella no tenía bigote y a su padre no le crecía el pecho. Todas las veces que iba a casa de Bonifacio nos encerrábamos en su cuarto. La mamá y el papá de Bonifacio enseguida me calaron y me consideraron un niño inofensivo. De hecho, lo era, por lo que jamás mostraron oposición al respecto.

    Mientras ellos hacían cosas de mayores, mi novia se tumbaba en su cama y yo intentaba tumbarme sobre ella, pero no lo lograba. Entre risas y con movimientos firmes, me obsequiaba cariñosos empujones que me enviaban rodando al suelo. Sin embargo, yo perseveraba obedeciendo a mi ímpetu de amor pubescente. En una de esas ocasiones, cuando ella descuidó su guardia (creo que lo hizo a propósito), logré tocarle una teta por encima del sujetador, la camiseta de algodón y el recio jersey de lana.

    Se acercaba el verano y, como cada año, Bonifacio y su familia irían a Mallorca a disfrutarlo. Ante semejante realidad, cruda y fatídica, mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha inminente. Me preguntaba repetidamente, con hondos suspiros, qué sería de mí durante todo un largo y cálido verano sin mi novia. Una tarde le comuniqué mi profundo pesar respecto a su partida. Ella, por el contrario, más que contenta, parecía exultante, y para apaciguar mi desasosiego me dijo que me tranquilizara. Que había urdido un plan.

    El plan de Bonifacio, que era intrincado y asombroso para su edad, consistía en buscarme una novia de repuesto durante las semanas que estaría sin ella. La elegida era una amiga cercana a la que llamaré Clodomiro para respetar su anonimato. Bonifacio me explicó que había hecho creer a Clodomiro que yo estaba colado por ella y que íbamos a cortar. Esto, sin pensarlo demasiado, no me gustó nada. Las crueldades y mentiras del amor son imprevisibles, y a menudo se revelan contra quien las utiliza. Además, aunque durante muchos años obedecí a mi condición de hombre simple y primario y defendí aquella frase que dice que todo agujero es trinchera, solo pude contestar con un no; yo no era ningún puto.

    Bonifacio, con una réplica que creo que tenía bien estudiada, me dijo que no se trataba de ser un gigoló, sino de ser una persona admirable que transmitía amor a otra persona bondadosa que lo necesitaba. Además, añadió que Clodomiro, a quien yo solo conocía de vista, estaba conforme con su papel de novia sustituta. Un punto a favor de aquel guiso desaguisado era que Clodomiro era guapa. Sin embargo, sus futuros encantos corporales no estaban solo dormidos, sino más soterrados que la lava de un volcán muerto. Bonifacio terminó diciendo que si yo aceptaba ese plan, ella se sentiría menos culpable de sus posibles ligues en Mallorca. ¡Ajá!, pensé, ¡criatura diabólica y manipuladora!, ¡así que se trata de eso!

    No obstante, Bonifacio empleó sus prematuras artes de mujer para convencerme. Me prometió que, cuando regresara, me recibiría con un largo beso con lengua. Esto sería el anticipo de un tórrido apareamiento auténtico y sin ropa. ¡Madre mía! ¡Un beso con lengua y un apareamiento auténtico sin ropa! ¡Por fin! Mi relación con Clodomiro duró apenas una semana, puesto que no prosperó de acuerdo con el plan. Más que romper de mutuo acuerdo, fui yo quien tomó la ardua decisión de hacerlo. No estuvo bien, pero valga esta débil justificación: era un crío.

    Cuando Bonifacio regresó de Mallorca, no dudó en darme de tacón como si yo fuera un mero objeto. Esto fue porque no cumplí con mi parte asignada en esa desastrosa maquinación. Aparte, según ella, hice daño a Clodomiro, que era una de sus mejores amigas.  De todas formas, extraje una valiosísima lección sin fecha de caducidad de este tragicómico triángulo amoroso. Esta lección me ha servido para estar a la altura de todas las relaciones que vinieron después.

    Clodomiro me enseñó que los besos con lengua son húmedos y multidireccionales, y no con la lengua inmóvil y pegada al alveolo del paladar de la chica, como me había hecho creer Bonifacio, mi primera novia.




30/6/25

450. RF 2025 (Final)

     Dejó de sonar el último acorde de la última actuación del festival, por lo que regreso a mi bitácora y también a las vuestras. La máquina de escribir vuelve a arrancar y la pantalla del ebook se ilumina para reanudar las lecturas. Y cómo no, por poco que pueda, volveré a estar allí. 




26/6/25

449. RF 2025 (Inicio)

    A quien interese, desde el día 26 hasta el día 29 de este mes estaré en cuerpo y mente en el RF 2025. Lo que significa que, durante ese intervalo de tiempo, ceso mi actividad en bitácoras ajenas y en la propia. No obstante, me acordaré de vosotros en los aullidos de los trémolos.



23/6/25

448. Inicio de verano con MDB

    Desde la entrada número 238 que no traía por esta bitácora a los Moscow Death Brigade. Esta vez vienen con su mascota reivindicativa y antisistema, inspirada en el logo de cierta marca francesa muy conocida.

    El simpático reptil, sin pasamontañas pero con gafas de sol, acompaña al trío ruso en todas sus correrías nocturnas y diurnas, con un radiocasete a pilas, una cizalla y un monopatín. Lo primero es porque la música nunca puede faltar, haga lo que se haga. Lo segundo es por si hay que sabotear el tendido eléctrico de alguna zona estratégica estatal, inutilizar alguna alarma o abrir alguna puerta prohibida. Y lo tercero es por si hay que salir zumbando a causa de lo segundo.

    Por lo visto, en la vida real no se llevan muy bien con el presidente de su país. Y hasta el día de hoy, sus identidades siguen siendo un secreto incluso para sus seguidores.

    Hace dos años y medio tocaron en una sala de mi ciudad. Después del magnífico concierto que dieron, tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras amistosas con su mascota. Cuando se encuentra cerca, uno puede pensar que se va a abalanzar sobre cualquiera con toda esa amenazadora bocaza repleta de dientes. Pero al tercer chupito te das cuenta de que es un animal de paz, aunque muy comprometido con la causa.

    De modo que no te intranquilices si te enteras de que tocan en tu ciudad. Lo único que puede pasar es que, al día siguiente, no funcionen los ordenadores del banco, del ayuntamiento, de la Policía o el SEPE. Pero, sin que parezca intencional, tu ciudad también lucirá un nuevo y bonito grafiti marca de la casa, MDB.

    Nada como recibir el verano con un grupo musical de la fría Rusia.




19/6/25

447. Mundo en un mundo

    En 2008 se inauguró un centro penitenciario ubicado a cinco kilómetros y medio de donde vivo. Cuando tan solo era un proyecto, recuerdo que las masas ciudadanas de los alrededores manifestaron su disconformidad al respecto. A mí me la sudaba bastante. Quizá en parte porque he tenido a un familiar cumpliendo condena y no es una tragedia abrumadora. O sí.

    Muchas personas de mi entorno y más allá empezaron a elucubrar, con o sin acierto, sobre todo lo que envuelve al oscuro mundo carcelario. El cual queremos bien lejos, puesto que choca con la supuesta normalidad del nuestro, pero que, a poco que nos fijemos, propicia igual o superior rechazo.

    Y las gentes de bien, y las que no lo son aunque nunca cruzarán la línea roja, se volvieron paranoicas, e imaginaron que el bienestar de sus vidas y la inocencia de sus retoños serían amenazados por presidiarios sanguinarios y psicópatas que en cualquier momento podrían burlar su encierro.

    Esos ciudadanos integrados y obedientes, además, olvidaron que la persona que puede cambiar tu vida a peor, o acabar con ella directamente, también puede ser el amable vecino como la risueña vecina que cada año te desea feliz Navidad. Nadie escapa de perder la cordura en un momento dado si se activan los resortes adecuados.

    Pero llegó un día en que el centro penitenciario se hizo realidad. Y la primera vez que abrió sus puertas no fue para recibir a los malos y a los que nadie quiere cerca, sino para los que tuvieran a bien ir a visitarlo. Y resultaron ser legión, os lo aseguro. No estuvo nada mal para un sitio del que nadie quería sentir ni hablar.

    Einstein tenía razón, sin duda.




16/6/25

446. La Pepi y la Jeny

    La Pepi y la Jeny son como el Gordo y el Flaco, pero no por la fama ni porque hagan reír. Bueno, a veces sí que hacen reír, pero no con la genialidad de Stan y Oliver. Aunque creo que lo de ellas, en la vertiente cómica, también es innato.

    Hasta donde yo sé y he visto, la Pepi y la Jeny viven separadas, pero todo lo hacen juntas. Es decir: casi todo lo que pueden llegar a hacer juntas dos personas que son amigas, a excepción del sexo y la defecación. Porque si tienen sexo entre ellas y defecan juntas, ya no son amigas, sino otra cosa o algo más. Y que nadie me pregunte qué, porque no tengo ni puta idea.  

    Por supuesto, tales necesidades biológicas e irrenunciables, ni me incumben ni me interesan cuando van más allá de mí mismo. Que cada cual se acueste con quien quiera y cague en soledad o en compañía. Pero a las cosas por su nombre, aunque yo desconozca, por ejemplo, cómo se llaman ellas dos. 

    La Pepi y la Jeny visten con su propio estilo. Ahora que estamos a mediados de junio, se colocan la visera de la gorra en la nuca, y así lucen las enormes gafas de sol con las que se cubren más de la mitad de la cara. No son menos las camisetas de Dragon Ball que llevan, más holgadas que las de cualquier rapero. Aunque realzan sus figuras cincuentenarias cuando son estrechadas por la cintura gracias a las abultadas mariconeras que usan.

    Todo lo anterior, conjuntado con unas coloridas mallas pirata, rematadas, a su vez, por unas sandalias de marca indeterminada y que ya no se fabrican, creo que desde 1989. Pero dejan entrever, con nitidez, unas uñas pintadas cual teclas de piano. Encima, cuando irrumpen en el súper con los bastones de senderismo sobre el hombro, como si fueran fusiles de asalto, es lo más.

    La Pepi y la Jeny, en sus años mozos, ¿quizá fueron dos reputadas chonis poligoneras? Y qué si lo fueron. La Pepi y la Jeny son auténticas, porque a la autenticidad de verdad se la suda nuestra opinión. Por eso me caen bien, a pesar de que anteayer me dijeran que las camisetas que suelo llevar (como la de Exhumed que llevaba ese día) son muy feas y no hay quien las entienda.



12/6/25

455. La protuberancia

    Sin pretenderlo, este tipo de entradas va camino de convertirse en un clásico en esta bitácora. Y es que hoy mi andadura peatonal ha sido a media mañana por el paseo del centro. Poca energía verde, nada de caminos terrosos y nulos estímulos al misticismo. Pero sí mucho alquitrán y cemento, como tanta disonancia urbana orquestando las idas y venidas de la gente. Ya sabéis: la bendita ciudad en todo su decadente esplendor.

    Sin ser yo un replicante, he visto una cosa que vosotros no creeríais. Y no me refiero a que los ciclistas, motociclistas y usuarios del patinete eléctrico, por fin hayan decidido respetar las normativas de seguridad vial. No. Ni que los peatones, de igual forma, hayan accedido a cruzar la calzada, no solo por el paso de cebra, sino cuando su semáforo se pone en verde. Tampoco. Todos ellos, para desgracia del tránsito calmo y mi paciencia, continúan siendo los mismos subnormales de siempre. Y siguen provocando sustos, accidentes y ganas de arrollarlos.

    Luego aún habrá quienes se extrañen de las loables conductas sociales de mis amigos Demenciano y el Loco. Ver para creer, joder, ver para creer.

    A lo que me refiero es que he visto a un tipo de mediana edad, cuyo vientre no solo iba más allá de la conocida barriga cervecera, sino más lejos aún que el vientre femenino durante el noveno mes de gestación. Tal era su protuberancia que ni siquiera podía bajarse el jersey para cubrirla. Lo más desconcertante de esa anomalía anatómica no era el tamaño, sino la forma.

    A saber qué habrán pensado el resto de asombrados viandantes. De buenas a primeras, yo he imaginado que era un xenomorfo a punto de nacer, lo que siempre es una excelente noticia para los que deseamos la completa erradicación de nuestra especie. Pero luego he recordado que los xenomorfos se autoalumbran por el tórax, sea cual sea el infortunado huésped. 

    De modo que, muy a mi pesar, debe tratarse de una gigantesca hernia abdominal manifestándose en forma de tienda tipi.



9/6/25

454. Aquel verano del 86

    Es usted la primera periodista que viene a visitarme, y ya le digo que no pienso cambiar una sola palabra de mi declaración. No lo hice antes ni lo haré ahora, me crea o no. Recuerdo muy bien lo que ocurrió y lo que vi, pese a los treinta y nueve años que llevo tras estos barrotes. Era él, ¿de acuerdo? Y nada me hará cambiar de parecer.

    No piense que lo conocí durante una noche de tormenta o algo similar. Nada de eso. Jamás he creído en semejantes bobadas hasta que sucedió lo que me condujo hasta esta celda. Pero si quiere escribir un libro sobre mi caso, tendrá que ser con lo que yo le explique, y no podrá cambiar una sola palabra. Bien, póngase cómoda y tome nota.

    Verá, por aquel entonces yo iba de ciudad en ciudad con mi caja de herramientas y poco más. Siempre había alguna vivienda con una persiana atascada, un electrodoméstico que no funcionaba o un fregadero embozado. Era un superviviente, ¿comprende? Arreglaba cosas y con lo que ganaba me bastaba para pagar la estancia en la pensión más barata que encontrara. Nunca he sido una persona de lujos.

    Todo empezó en el verano de 1986, en una diminuta localidad de Arizona. Hacía un calor de mil demonios, y hasta bien entrada la noche el aire era un abrazo de fuego capaz de derretir todo lo que encontrara a su paso, puede estar segura. Un día de aquellos entré en el primer bar que encontré. No me pregunte el nombre porque no lo recuerdo. Solo quería relajarme y echar unos tragos hasta que se pusiera el sol.

    En aquel momento no había muchos clientes. Únicamente cuatro o cinco semblantes resplandecientes de sudor, que me observaron por un segundo y retornaron a sus bebidas. Y otros tantos cuerpos del todo indiferentes, que parecían licuarse lentamente en su propia inmovilidad. Y no los culpo, de veras. Los ventiladores del techo estaban en marcha, pero nada se movía allí dentro, salvo el tiempo que transcurría a cámara lenta. Era como estar en el espejismo febril de un muerto de sed, no sé si me entiende.

    Entonces la vi, apoyada en una de las columnas del fondo del bar. Joven, morena y del todo cautivadora. La insolencia erótica de sus curvas moldeaba un vestido corto y ajustado que la hacía poseedora de una belleza salvaje como no he visto en ninguna otra. La sentí a años luz de mis posibilidades, y créame si le digo que este anciano que le habla, en sus buenos tiempos, era un tipo de lo más apuesto que apenas requería esfuerzos para llevarse a una mujer a la cama.

    Como nunca he tenido miedo al fracaso, decidí intentarlo y, qué quiere que le diga, pasé con ella la mejor noche de mi vida. Antes de dormirnos, ya de madrugada, quedamos en volver a repetirlo. De hecho, y jamás me había pasado con ninguna otra, ya no imaginaba vivir un solo día sin ella, y cuando me desperté a media tarde y vi que no estaba a mi lado, tuve una sensación de abandono que aún dura.

    En los días que siguieron, la obsesión por aquella mujer empezó a devorarme sin que me diera cuenta. Por mucho que preguntara por ella y me prodigara en describirla a cuantos clientes hubiera en el bar, todos respondían con negativas y evasivas. Yo siempre era el último en salir, y cada noche regresaba solo a la pensión, más abatido que el día anterior e incapaz de conciliar el sueño.

    Por si fuera poco, todo cuanto hacía para ganar algo de pasta salía mal. Era como si, con su desaparición, también se hubiera esfumado la buena suerte que siempre me ha acompañado. Y de pronto ya no quise verla, ¿me entiende? La odiaba con toda mi alma. Y cuanto más mal le deseaba a ella, más enfermo me sentía yo. Entonces no sabía hasta qué punto aquella mujer había envenenado mi mente, pero sí sabía que había llegado el momento de irme tan lejos como pudiera de aquel maldito lugar.

    Como otras veces, solo tendría que hacer autostop y algún que otro conductor pararía, dispuesto a llevar a un tipo de aspecto cansado que viste un mono de trabajo y carga con una caja de herramientas. Pero antes, decidí ir al bar a echar un último vistazo y hacer unas últimas preguntas. No me pida que le explique por qué, pero tenía que hacerlo. Solo sé que tenía que hacerlo.

    Así que entré, dispuesto a no quedarme mucho rato. Y ahí estaba ella, única y magnífica, junto a un tipo cuyos dedos mugrientos sostenían un cubito de hielo que paseaba por donde, tres semanas antes, yo había dejado mi aliento y mis besos con total devoción. Entonces ella me miró, desafiante y altiva, mientras el cubito de hielo se deshacía en su cuello en lentas gotas descendentes.

    Ya sabe lo que vino a continuación, ¿me equivoco? Pero lo contaré de todas formas. Me abalancé sobre ella empuñando la llave más pesada que llevaba en la caja de herramientas. Y la golpeé una y otra vez hasta matarla, y aun así seguí y seguí hasta que de su rostro no quedó nada. Y ahora es cuando viene la parte increíble de la historia, señorita. Y no me refiero a que la clientela del bar no hiciera nada por detenerme. Supongo que debían estar todos bastante horrorizados como para reaccionar.

    Salí del bar salpicado de sangre hasta la cintura, y empecé a andar hasta que dejé de oír los gritos de los testigos. Dos calles más abajo, me acerqué a una boca de incendios que perdía agua. Cerré los ojos y me mojé la cabeza y la cara como en un bautismo, hasta sentirme… cómo lo diría… purificado. Y cuando los abrí, ella estaba en la acera de enfrente, apoyada en una farola y sin quitarme la vista de encima.

    Por supuesto, tampoco me creerá si le digo que me señaló con ademán condenatorio mientras echaba la cabeza hacia atrás y se carcajeaba con desprecio bajo aquel sol infernal, ¿verdad? Ni cuando en ese momento sentí como si ella me arrancara algo de muy adentro que nunca más volvería a pertenecerme. ¿Sabe a qué me refiero, señorita? Sí, lo sabe, pero no se atreve a decirlo.

    Dígame, ¿cómo se explica que a los dos días de mi supuesta barbarie, el cadáver de la mujer desapareciera de la morgue y todavía, después de tanta búsqueda exhaustiva, no haya rastro de él? Ja, ja, ja, yo se lo diré: no es posible encontrar al diablo. Siempre es él quien te encuentra, sobre todo cuando tiene hambre. Y en mi caso vino a mí en una de sus múltiples formas femeninas.

    Sigue sin creerme, ¿no es cierto? Haga una cosa: viaje hasta Arizona el próximo verano y vaya a la dirección exacta donde se encuentra la farola donde la vi a ella por última vez. Procure estar presente en el día y la hora precisos en los que presuntamente enloquecí, y trate de ver lo que vi yo, segundos antes de que uno de los agentes de policía me introdujera en la parte trasera del coche patrulla.

    Verá, si se atreve, lo que veo yo todas las noches desde aquel día cuando intento dormir.

    Verá una serpiente desapareciendo bajo los pliegues de un vestido tirado en la acera.


5/6/25

453. Ahora pronto

    Ahora pronto, las mismas personas que, mediante la queja, nos recuerdan durante todo el invierno el frío que hace, por si no lo sabíamos, también nos recordarán, del mismo modo, el calor que hace en verano. Menos mal que cuando llueve, aun siendo abanderados irritantes de lo obvio, se abstienen de expresar lo mucho que moja el agua.

    Ahora pronto, varias mentes poseedoras de una bitácora apagarán el flexo del escritorio y le darán la espalda a la máquina de escribir porque se irán de vacaciones. De vacaciones de sus bitácoras, para ser precisos, cuando yo anhelo que lleguen esos días de libertad para disfrutar de la mía tal como me gusta.

    No quiero decir que la actualizaría cada día si no trabajara. Dos veces por semana durante todo el año es un ritmo de publicación aceptable, al menos para mí. Pero sí procuro escribir cada día si el puto trabajo me lo permite, aunque el material que surja sea más apto para la paz del estiércol que aprovechable.

    El día que no escribo me resulta frustrante, dado que me siento como si me quedara con hambre o sed; con sueño o deseando correrme cuando tu pareja ya lo ha hecho tres veces y desea que acabes. No hay realización ni consumación: tan solo la sensación de lo inconcluso, de que algo queda por hacer por encima de todo después de tus necesidades vitales.

    Quizá no sea muy normal, pero así es. De modo que, ahora pronto, empezaremos a no ser tantos por estos parajes cibernéticos, salvo los obsesionados e inagotables de siempre, aunque nadie nos lo pida. Y lo entiendo, claro: el amor al arte (sea lo que sea eso) no nos golpea a todos por igual, y cada uno tiene sus prioridades y su propio tempo.

    Ahora pronto, por estos territorios, empezará a instalarse cierta inactividad.



2/6/25

452. Un universo aparte

    Lo que viene a continuación es una canción que empieza con un fragmento de la película K-Pax (2001), basada en la novela (1995) con el mismo título de Gene Brewer.

    —El paciente afirma que no es humano y que viene de otro planeta. ¿No tenéis leyes?
    —Ni leyes ni jueces.
    —¿Cómo distinguís el bien del mal?
    —Todo ser del universo distingue eso. Los humanos, la mayoría, suscribís la política del ojo por ojo; una vida por otra. Los humanos... Te aseguro que cuesta imaginar cómo habéis llegado tan lejos.

    A mitad del tema, cuando ya nos tiene atrapados, viene otro fragmento:

    —Estoy confundido, pero tal vez puedas explicármelo. ¿Cómo es posible que, al ser un visitante del espacio, te parezcas tanto a mí o a cualquier otra persona de la Tierra?

   Para saberlo tendrás que escuchar la canción, ver la película o leer la novela. Aunque para ser preciso, yo no lo hice en ese orden.



29/5/25

451. Única y real

    Tal es nuestra soberbia, que a pesar de que te conocemos, no cesamos de abusar de ti y lastimarte. ¿Por qué debiéramos suplicarte, pues, que no nos castigaras? Por qué no íbamos a entender que arrasaras nuestras pertenencias materiales hasta provocarnos el llanto. ¿Por qué no aceptaríamos que nos segaras la vida sin dudar, sin hacer distinciones ni preguntas?

    Quizá porque somos odiosos y mezquinos.

    Pero así de ecuánime eres, como ninguno de nosotros podrá serlo jamás por mil y una leyes que poseamos. Por lo tanto, ¿por qué debería considerarte como la más destacada asesina en serie de la Historia? ¿Acaso no nos matamos los unos a los otros desde el principio de los tiempos sin tu ayuda? ¿Y por qué debiera horrorizarme tu superlativa capacidad de destrucción? ¿Acaso nosotros no hemos creado armas igualmente efectivas y nos vanagloriamos de ello?

    Me reconforta saber que, aunque nuestra maldad y estupidez nunca tocará techo, tú seguirás unos pasos por delante, como siempre ha ocurrido y siempre será. Lo harás en el mismo camino de leyes fijas e inalterables por las que te riges, siguiendo tus propios planes. Y como portadora de vida y muerte que eres, cada vez que lo consideres, nos recordarás a justos y pecadores quién gobierna de veras sobre todas las cosas. 

    Sabemos que lo harás estremeciendo la tierra, sacudiendo el océano, enfureciendo el aire o vomitando fuego. Lo que desconocemos es cuándo y dónde.

    Y eso te hace real y única.




26/5/25

450. Parecido sobrenatural

    En una de mis últimas caminatas recurrentes por la foresta, he visto a un par de jóvenes poco agraciadas practicar en el verde mullido una suerte de taichí. Digo suerte porque los movimientos, aunque lentos, estaban muy lejos de ser fluidos y coordinados, y sí rayanos en lo grotesco, por lo que dudo que surgieran de una meditación y respiración controladas.

    De verlas, estoy seguro de que el honorable monje taoísta Zhang San Feng hubiera aullado de horror. Tan torpes eran los ademanes de esas chicas, que me he preguntado si no estarían bajo los efectos de algún narcótico u opiáceo. O es que, sencillamente, no están hechas para las artes marciales primigenias e, ignorante de mí, tan solo estaban invocando a Pan, el dios de los bosques

    Es que en ocasiones, y muchas sin querer, además de la cerveza y la música anárquica, me gusta ponerme un poco místico. Sobre todo cuando un sol que todavía no quema me acaricia la cara y el aire aún fresco dispersa mis ideas de pirado inofensivo. Aunque si bien la coreografía de las muchachas parecía de otro mundo, os aseguro que no presencié nada de veras sobrenatural.

   Sin embargo, antes de ir a mi porción de cielo y relatar esto, he parado en el bar habitual, dispuesto a consumir de manera responsable como auténtico animal de codo en barra. Y en el lugar donde suelo sentarme, había un individuo idéntico al profesor Saturnino Bacterio, ese entrañable personaje creado por el no menos entrañable maestro Francisco Ibáñez. 

    Y eso sí que me ha parecido sobrenatural de cojones.  




22/5/25

449. Consigue tu pedazo de cielo

    Siempre se ha dicho que cuando una vivienda se convierte en tu hogar, pasa a ser otra cosa que va más allá del apego. Algo así como una pieza vital de tu organismo o una extremidad más de tu cuerpo. Claro que para eso, como es obvio, primero hay que tenerla y, si puede ser, no acordarse mucho de la hipoteca a treinta años o del alquiler abusivo, aun teniendo medios para pagar lo uno o lo otro.

    Pienso, sin temor a equivocarme, que ese vínculo tan profundo no se crea con las construcciones que surgen de la indigencia. Ya sabes: modestos habitáculos de cartones, plástico, retales... Ni tampoco, diría, con tiendas de campaña, automóviles, puentes, bocas de metro y similares, por mucho que cobijen de la lluvia, pero nada de las bajas y altas temperaturas.

    A menudo me asalta la casi certeza de que hay personas, mayoritariamente jóvenes, que jamás experimentarán el tener una vivienda que pase a ser un hogar. No van a disfrutar de esas cuatro paredes y un balcón que con el tiempo sientan como un santuario que respira con ellos. Me refiero, claro está, a viviendas dignas y asequibles, y no a zulos claustrofóbicos de precios indecentes por obra y gracia de la mafia inmobiliaria.

    Una historia ultrajante conocida por todos, demasiado larga ya y de final incierto. Al igual que yo, espero que tú también seas de esas personas suertudas que consiguieron su cacho de cielo y se volvió hogar.



    

19/5/25

448. La riña

    Estaba en el balcón de mi nicho vivienda leyendo el Necronomicón, el cual cogí prestado de las sangrientas estanterías de la librería El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados, cuando, del piso de arriba, llegó hasta mí una desgarradora súplica de auxilio que decía así: «¡Cabróoooooooniiiiidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas, ven aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiii! «¡Coooooooooreeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!».

    Era la voz de la anciana señora Tere, que otra vez requería de mis habilidades domésticas, ya fuera para desatascar el desagüe de la pica de la cocina, el retrete, cambiar alguna bombilla o resintonizar los canales del televisor. Pero aquella urgencia en la voz era novedosa, y me hizo pensar en algo más serio que meros contratiempos. De modo que cogí una copia de las llaves de su piso que tuvo a bien dejarme, y salí como una exhalación.

    Me sorprendí mucho al encontrar a Gertrudis, mi anaconda venezolana de ocho metros y doscientos kilos, explorando con calma el cuarto de coser de la señora Tere. Ella la miraba con los ojos desorbitados desde lo alto de un taburete en un rincón, empuñando una sartén paellera con ambas manos.

    —¡Niiiiñooooooo, llévate a esa bicha de aquíiiiiiiiiiiiiii!
    —¡Joder, Gertru, esto no es lo que habíamos hablado!
    —¡Ay, mi alma! ¡No me digas que esa culebra es tuya! ¡Y encima se llama Gertru, como mi nieta!

    Gertrudis, del todo ajena al estado de alarma de la señora Tere, olisqueaba con su lengua bífida aquel lugar recién descubierto.

    —No se preocupe, señora Tere. La tengo adiestrada para que solo se nutra de guardias civiles, concejales de Vox y similares. 
    —¿Ah, sí? ¡Pues que aprenda también a tocar el timbre de la puerta, leñe!
    —Es que es un poco desobediente, y muy curiosa...
    —¡Y yo muy vieja para estos sustos! Anda, ayúdame a bajar del taburete, que no sé ni cómo me he subido.
    —Vale, pero no me atice con la sartén, eh.

    Me acerqué y cogí el cuerpo quebradizo y enjuto de la señora Tere como hace un príncipe de cuento con su prometida, y salimos de la habitación con elegancia de alta alcurnia, no sin antes dirigirme a Gertrudis cuando pasamos por su lado. 

    —Ya hablaremos tú y yo, ya. ¡Te dije que te presentaría a la Tere de manera formal!

    Gertrudis nos miraba desde bajo. Lengüeteó a una  velocidad ocho veces superior al desenroscado por soplido de un matasuegras, agachó su enorme cabeza y se cubrió los ojos con la punta de la cola.

    —Sí, sí, ahora hazte la arrepentida. Hoy te quedas sin cenar. Así que tira para casa que está la puerta abierta, y te pones a ejercitar con el muñeco de Amazon tus técnicas de constricción.

    Gertrudis, sin más, se dirigió hacia la salida. A mitad de camino se detuvo, alzó la cabeza y me miró en un intento de ablandarme para que le levantara el castigo. Yo negué impasible, así que Gertrudis respiró hondo, se dio media vuelta al mismo tiempo que se agachaba, y continuó reptando hasta salir de la habitación.

    —Ay, niño, que a lo mejor "tas pasao" un poco con la criatura.
    —Qué va, señora Tere —le dije al tiempo que la dejaba en el suelo—. Con tal de no hacerme caso, seguro que la muy cabrona se habrá metido en la bañera con la cabezota fuera del agua, como si no hubiera pasado nada.

    Me despedí de mi buena vecina, no sin antes acordar a modo de disculpa que el próximo fin de semana cenaríamos los tres juntos en mi casa. En definitiva, era como tenía pensado presentarle a Gertrudis. Cuando llegué a mi piso, me fui directo al lavabo, y como la puerta estaba abierta, no tuve más que asomarme. En efecto, Gertru se encontraba en la bañera (siempre la mantenemos repleta de agua) y, tan pronto me vio, giró la cabeza.

    —Conque esas tenemos, eh.

    Gertru me volvió a mirar, me sacó su lengua bífida unas cuatro veces por segundo, y se sumergió en el agua por completo.

    —Vale, pues tú misma.

    Un rato después, poco antes de mi descanso nocturno, tomé la decisión de que al día siguiente, con el apoyo de Demenciano o el Loco, me haría con el cuerpo de un reguetonero del barrio para dárselo de comer a Gertru. Sería la forma de hacer las paces y de paso le daría a conocer sabores nuevos. 



15/5/25

447. La máquina de escribir ha resucitado

    El arranque de mi nuevo ordenador es silencioso como una serpiente y el sistema operativo se carga en un parpadeo. Bien. También sustituí el monitor por uno de alta definición. Bien de nuevo. Y ahora que he cambiado el teclado por uno cien por cien mecánico, mejor que bien, ya que puedo castigarlo a placer y sin contemplaciones. No como los de membrana, cuyas teclas no acababan de responder al ritmo febril de mis manos, o directamente dejaban de ir. No tenían durabilidad, hostia. 

    Mi sobrino púber asegura que mis nuevas adquisiciones me enterrarán, a no ser que las cortocircuite por accidente con vino o cerveza. No ha mencionado el agua porque sabe que su tío raro, el del blog, cuando escribe para beber o bebe para escribir, es con cerveza o vino. Aunque ahora mismo no estoy bebiendo nada, pero estoy devorando a dos carrillos una lata de mejillones picantes con mucho cuidado, no vaya a ser que el escabeche también tenga capacidad para cortocircuitar.

    En el nuevo ordenador y en el nuevo teclado hay luces. Si me quedo mirando las del ordenador largo rato después de un trasiego etílico irresponsable, al ser circulares y cambiantes en función de la velocidad giratoria de los ventiladores, acaban por parecerme la espiral de la eterna condena y entro en bucle. Y entre las del teclado, que son tantas como teclas, cuando la noche me sorprende escribiendo, la habitación parece una feria. Supongo que lo próximo a sustituir será la silla, por otra que me permita escribir tantas horas como necesite sin que mi cuerpo cincuentenario se resienta.

    En fin, yo sé que todo esto os importa tanto un testículo como un ovario. La razón de esta entrada es para comentaros que algo insospechado ha ocurrido en la blogosfera y se ha extendido hasta sus confines. Allí donde los primeros, y ahora los más viejos del lugar, vaticinaron que un día la máquina de escribir se pararía para siempre y dejarían de contarse buenas historias por la red. 

    Y así ha sido durante un largo tiempo. Muchas bitácoras desaparecieron y otras tantas murieron por desuso, hasta el punto de que la blogosfera se convirtió en un desierto en el que, salvo cuatro y el que suscribe, no corría ni el estepicursor. Pero, ah, hostia y joder, esa panda envejecida de vejigas incontinentes, no contaban con que un día llegarían nuevas mentes perturbadas, frescas e imaginativas, con poder para resucitar la moribunda máquina de escribir y dotarla de narraciones ocurrentes, conceptos estimulantes y extravagantes personajes.

    Suerte que esta resurrección no me ha cogido a contrapié, y poseo maquinaria dura y nueva para mantener el nivel de enfermedad y locura, que precisan estas nuevas fábulas sobre conspiraciones secretas, parajes oníricos y entes que despiertan en la oscuridad de nuestras casas cuando asoma la luna y nosotros dormimos.




12/5/25

446. En el templo

    Tras décadas de búsqueda encontré el templo del que hablaban algunos legajos antiguos y ciertas organizaciones secretas. No tenía pensado entrar de inmediato, pero una tormenta inusualmente violenta se desató en aquel mismo momento, así que cambié de opinión y decidí ponerme a resguardo. 

    Aquel lugar aislado y remoto era acogedor. La sutil penumbra del interior invitaba al recogimiento y me invadió la sensación de lo ancestral y lo oculto. El silencio apenas era perturbado por la presencia de unos pocos fieles sumidos en la evasión o el consuelo, cuyos pasos eran custodiados por las imponentes vidrieras, que vibraban con los truenos y se iluminaban en una suerte de policromía merced a las feroces descargas eléctricas. 

    Me sentí protegido por aquellos viejos muros de piedra azotados por la lluvia. Me sentí bien a pesar de las truculencias que se contaban de aquel sitio prohibido. Cansado, más por el final de la búsqueda que por viejo, decidí sentarme en una de las bancadas próximas a la entrada, acunadas por la temblorosa luz de las velas. No sé qué hora era, pero la presencia de la noche coincidió con la aparición de quien intuí era el sumo sacerdote, el cual se colocó frente al altar para dar inicio al siniestro ritual que yo llevaba años investigando, de modo que activé mi cámara oculta y empecé a grabar.  

    A una señal del inquietante presbítero, los feligreses entonaron un cántico de dicha y contrición en un extraño idioma. Como desconocía la letra y tenía que pasar desapercibido, me limité a corear utilizando vocales más o menos concordantes con la nota dominante. Luego se despojaron de sus ropajes hasta quedar desnudos, y agrupados en torno al altar, sin cesar la salmodia, asieron unas grandes cruces con las que empezaron a girar sobre sí mismos en un trance macabro. Aquello tenía algo de terrorífico y liberador a un tiempo. Aquello era el perfecto colofón que nos propone la espiritualidad más pagana para ascender más allá de lo terrenal. 

    Sin razón aparente, las cruces prendieron en llamas, y los creyentes, sin soltarlas ni consumirse con ellas, comenzaron a sangrar por todo el cuerpo con una sonrisa en los labios. Sobrecogido, verifiqué que toda la información recogida durante mis largos años de estudio era auténtica, y me vi obligado a creer. Y sabiendo lo que seguía después de aquella danza a contra natura, apagué la cámara, salí del templo sin mirar atrás, y me adentré a la carrera en la salvaje borrasca jurándome no volver a pisarlo. 

    Aquello era demasiado, incluso para mí.



9/5/25

445. Opciones existenciales

    Podemos mostrar nuestra mejor sonrisa para ocultar que hemos tocado fondo mucho antes de sobrepasar el nivel crítico de frustración. Y trascender nuestra propia escatología más allá de miseria y muerte hasta experimentar la verdadera realización.

    Podemos albergar la opción de la cuchilla y el agua tibia como un modo de decir que os jodan, o bien respirar el dulce adiós del monóxido de carbono. Pero podemos permanecer, a pesar de todo, y autodestruirnos trabajando muchas horas extras. O fumando, bebiendo y drogándonos como solo hacen los idiotas más felices del reino. 

    Sin embargo, antes podemos cerrar los ojos y soñar con mil mundos a nuestra medida que jamás existirán. Y escribir sobre ellos hasta que se vuelvan reales. O ver una película detrás de otra hasta dar con la trama que nos ayude a entender de qué coño va todo esto. Y si nada de eso funciona, podemos quemar iglesia, banco y estadio, e irnos en busca de otros aires, no sin antes despedirnos del vecindario dejando la espita abierta del gas y una vela encendida.

    Pero podemos no ser tan drásticos, disfrutar de nuestra autocompasión y volvernos un poco despiadados e intensos. Y hasta sentir esperanza como máxima utopía deseable, mientras nos masturbamos con dolor por cada oportunidad perdida y cada recuerdo de salvaje intensidad, hasta lograr cortar con todo nuestro pasado por erróneo y asíncrono.

    En cualquier caso, no voy a centrar mi actual cotarro existencial sobre el color del humo de la fumata.



5/5/25

444. Caprichosa inspiración

    Hemos de retroceder hasta el verano de 1992. Recuerdo que la película ya estaba empezada y ni siquiera me interesé por el título. También recuerdo que a mitad de metraje me dormí y cuando desperté, vi el fotograma que años después inspiraría la entrada número 442 de esta bitácora. Pero en ese mismo momento alguien apagó el televisor, pues teníamos que salir de la camareta de arresto del cuartel para formar. Nos habían llamado a filas y estábamos cumpliendo un mes de privación de salida por indisciplinados. 

    Desde aquel día tengo ese fotograma grabado a fuego, y no he dejado de preguntarme a qué película pertenece, ya que ninguno de los que estuvieron viéndola lo sabía. Pero ayer, buscando imágenes curiosas y fuera de lo común, apareció ese mismo fotograma de la manera más inopinada, y por fin me he quitado la obsesión de encima. Por supuesto, me descargué la película y la vi como corresponde: es decir, por el principio y sin dormirme. 

    La verdad que me ha alegrado reencontrarme con Perbisterio Ranado.


    

1/5/25

443. A oscuras

    Nunca había visto la ciudad tan muda y fuera de lugar. Pero es que estaba apagada y no eran muchas las almas que transitaban por ella como luciérnagas extraviadas. Los electrones habían dejado de moverse cuando gozábamos de luz solar, y ahora que era noche cerrada, parecíamos tan ausentes como la energía que producen. 

    Las únicas pilas que tenía en casa eran las destinadas al mando a distancia del televisor y del reproductor de A/V. Cacharros a mi disposición y en perfecto estado, como otros tantos, que por muy versátiles que fueran no me servían de nada. La situación era un buen recordatorio de nuestra dependencia y vulnerabilidad, además de que nos desnudaba y nos hacía humildes. 

    Creo que también más cercanos, pero no menos estúpidos.

    Disponía de una buena linterna en casa —eso sí— y de las pilas que la alimentan, pero preferí encender tres velas macizas circulares más grandes que una bola de billar. Y agradecí para mis adentros que el libro electrónico tuviera la suficiente carga (me reí) como para estar leyendo un buen rato hasta que me venciera el sueño. Y eso hice, más o menos como hago siempre. 

    Seguro que otras personas solitarias como yo —o no tanto— también encendieron sus velas y sus libros. Y a otras les dio por la meditación y trascender su propio yo (signifique lo que coño signifique eso), como que hubo parejas de toda condición que volvieron a reconocerse y a reencontrarse. Y quién sabe si hasta redescubrieron lo que era hablarse de verdad. 

    Mientras que otras personas, en grupo o en soledad, sintieron el impulso ritual de dibujar un pentagrama invertido en medio del comedor e iniciar una invocación. O sacar la Ouija de debajo de la cama, anudar las tijeras en mitad de un libro, o mirarse en el espejo el tiempo suficiente que requiere la presencia del otro lado para manifestarse. 

    A fin de cuentas, se dice que también son canales válidos de comunicación, y todo es posible a la luz titilante de las velas. Aunque no seré yo quien lo compruebe, ni siquiera para suplicar a Dickens o a Bradbury que me enseñen algunos trucos nuevos.



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