Respira hondo cuando salgas a la calle. ¿Lo hueles? Yo lo huelo incluso dentro de casa. Se cuela por los respiraderos, debajo de las puertas y por la ranura de la cinta del recogedor de la persiana. Incluso se abre paso a través de las cubiertas de los altavoces de la televisión y la radio si no las apago.
Es una sensación olfativa que se manifiesta en diciembre año tras año y produce en la ciudadanía sentimientos dispares. Si lo sientes como un aroma, augura reencuentros y alegría. Para quien lo considera peste, preludia hipocresía y tristeza. ¿Es que no lo oléis? ¡Se está acercando!, ¡se está acercando!
Recuerda que, por muy mal que una persona te lo haga pasar, tú también eres un martirio en la vida de otra y no lo sabes. Por mucho que creas sufrir, no es tanto como lo hace la pieza de en medio del ciempiés humano. Que, por desagradable que sea la imagen desnuda que te devuelve el espejo, siempre irá a peor.
Si tu pareja no ha respetado los votos matrimoniales y has sido la última persona en enterarte de que eres una criatura astada, recuerda que puedes pasar de lado por donde antes pasabas de frente. Cuando te hablen de igualdad, recuerda que en una relación de pareja siempre hay una parte que da más que la otra; o menos.
Recuerda que mentir no te convierte en peor que nadie porque todos lo hacen. Que por mucho que desees que se calle esa persona que te cae tan mal, hay quienes piensan que tú también estás mejor sin pronunciar palabra. Por mucho que te digan que el que calla otorga, recuerda que el silencio es la mayor muestra de indiferencia.
Según leí en un titular reciente, por un requerimiento policial hace meses que ya no se puede reproducir en el estadio de fútbol El Sadar un tema de Barricada de 1986 titulado No hay tregua. La canción llevaba unos años sonando por megafonía como instrumento alentador en el tiempo de descanso de los partidos, en los que el equipo local es el Osasuna.
El requerimiento, indistintamente de si llega tarde o no, puedo encontrarlo razonable, puesto que hay niños y niñas en el campo y, al margen del contexto histórico de la canción, su mensaje no es precisamente el de Heidi. Además de que un sector reducido de la grada lo aprovechaba para entonar proclamas delictivas (ETA, ETA, ETA), lo cual hace que me pregunte qué educación han recibido.
Yo descubrí esa canción y a Barricada con trece años. Sigo escuchando a Barricada y nunca me ha dado por empuñar un arma y apretar el gatillo. Y si me da, me quedo con las ganas y no lo expreso por decencia y educación. El caso es que No hay tregua no tiene por qué sonar en un estadio de fútbol, y el Club Atlético Osasuna ha actuado en consecuencia. De acuerdo.
Estaría bien que la policía tuviera la misma sensibilidad respecto a ciertos comentarios y apologías (descubiertas o encubiertas) que se dan en algunos medios de comunicación, consideradas en España libertad de expresión y delito en Italia y Alemania. Respetaría un poco a la policía y a todo lo que tiene detrás, si quienes utilizan las calles y ondean banderas preconstitucionales, no se sintieran tan protegidos e impunes para demostrar su odio en manada a quienes optan por otro modo de ser y vociferar el regreso de tiempos oscuros.
El cincuentenario Rudesindo lleva meses con todo el tiempo del mundo a su disposición. Ya no tiene que trabajar y encima tiene todas sus necesidades cubiertas. La mañana la emplea en hacer la compra de nutrientes y las tareas de limpieza. Si no toca hacer ninguna de esas dos obligaciones mundanas, se dedica a leer hasta la hora de preparar la comida. Después de comer y recoger la cocina, invierte el resto de la tarde en ver una película, en dar un largo paseo y socializar en acogedoras cafeterías que sus sobrinos pubescentes llaman «bares de viejos».
Después de esa rutina inalterable, llega a su nicho-vivienda más o menos sobre las diecinueve y media o veinte horas. Nadie le espera al otro lado de la puerta, pero es una soledad elegida de la que nunca se arrepiente. Entra en su habitación y se cambia la ropa de calle por otra más cómoda. En ese momento siempre recuerda que tiene uno o dos pijamas por estrenar. Pero él prefiere su raída sudadera de Gorguts y su gastado pantalón de chándal, que conjunta con sus pantunflas de animales (cabra) de andar por casa.
De ser verano, practicaría el nudismo doméstico como es habitual en él. Pero noviembre no invita a ello.
Una vez que Rubesindo ya está preparado para la noche hogareña en la soledad de su vida, enciende la lámpara del comedor, la tele y pone el canal de noticias. Hay noches en las que confía escuchar alguna buena. Pero eso hace años que no sucede. Y el resto de la parrilla televisiva, con sus concursos amañados, sus programas amarillistas y sus acalorados debates donde los perros del amo se enzarzan en posesión de la verdad, son igualmente entristecedores. A mitad de la cena, siempre acaba viendo un documental sobre las estrellas o la vida animal. O sobre cualquier cosa que no le recuerde la sociedad de los hombres.
Pero hoy es diferente. Antes de entrar en la cocina, se detiene en seco y fija la mirada en el montón de cartas que dejó ayer noche en la mesa del comedor. No puede creerlo, pero una de esas cartas se infla y se desinfla como si estuviera viva. O como si algo con vida, pequeño y extraño, anidara en el interior. Ayer, cuando las sacó del buzón, no manifestaban fenómeno alguno. Pero mierda, ahora una de esas cartas estaba respirando. Respirando como él, pero con menos celeridad.
Rubesindo se acerca a la mesa como un herpetólogo a una serpiente especialmente venenosa. Extiende una de sus temblorosas manos a la carta. Tiene intención de pinzarla con un par de dedos y, justo cuando lo hace, los afloja y retira la mano con un escueto grito de sorpresa: está tan helada que quema. «¡Pero qué coño!». Regresa a su habitación y busca unas manoplas de cuando era niño. Las encuentra, se las enguanta y se sorprende de que le vayan bien. «Debe ser verdad que a partir de los cincuenta años empezamos a encogernos. Bueno, ¡vamos a ver...!».
Vuelve a la mesa del comedor, aparta el resto de cartas inertes y aproxima lentamente la manopla derecha hasta posarla por completo encima de la carta que respira. Nota un poco de frío, pero es soportable. Más anormal aún es el hecho de que tan pronto la toca deja de respirar, y cuando rompe el contacto, la carta se reanima de nuevo. Con una manopla desplaza la carta hasta asomar una de sus cuatro esquinas por el borde de la mesa, y con la otra manopla le da la vuelta. «Joder, no tiene remitente. «Qué cosa más rara».
Rubesindo sabe que si quiere saber de qué se trata, no tiene más opción que abrirla. Así que va a la cocina y coge un cuchillo con un estilo muy distante al de Michael Myers. Regresa a la mesa del comedor, coge la misiva como si fuera una carta bomba y la sostiene al trasluz. En efecto, parece que contiene un papel, y la coloca en medio de la mesa, justo debajo de la lámpara de techo encendida. La carta respira, Rubesindo la mira, la carta respira, Rubesindo la mira, la carta... Entonces, rápido y decidido, Rubesindo la presiona con una manopla y con el cuchillo en la otra le ejecuta una certera incisión.
Es tal la pestilencia que se libera, que pese al frío de la calle no duda en abrir las ventanas. Cuando de pequeño estrelló una bomba fétida contra el suelo de la sala de profesores, estos se horrorizaron, pero no lloraron. En cambio, a él le escuecen los ojos y le lloran como nunca antes. Se va al lavabo como un invidente. Cuando llega y enciende la luz, se despoja de las manoplas y se lava la cara repetidas veces. Cuando acaba de secársela, abre los ojos y se mira en el espejo. «¿Pero qué mierda está pasando?».
De nuevo se enguanta las manoplas y regresa al comedor. El hedor ultraterrenal no ha desaparecido del todo, pero sí lo suficiente como para cerrar las ventanas. Eso hace y vuelve a la carta. «Muy bien, puta. A ver qué tienes que decirme». Coge el sobre y con la manopla libre consigue sacar su contenido. Es un papel manuscrito amarillento y viejo. Lo despliega, lo coloca encima de la mesa del comedor y lo alisa con el antebrazo. En una caligrafía gótica y exquisita, dice:
Señor Rubesindo, me consta que hace cinco meses, en la planta de oncología del hospital, le han diagnosticado un cáncer incurable que, según el grupo médico que lo trata, acabará con usted a finales de diciembre de este año. Pero no es cierto. Usted morirá a causa del impacto de un macetero que caerá sobre su cabeza desde el balcón de un sexto piso, el día 21 de octubre del 2028 a las 19.37 horas. Hasta entonces, pese al cáncer, tendrá usted una vida placentera.
Atentamente, La Muerte.
Acto seguido, el manuscrito empieza a humear hasta convertirse en un montón de cenizas. Y Rubesindo, en la soledad de su hogar, estalla en carcajadas y cree, por primera vez en muchos años, que aún quedan buenas noticias.
Muchas de las veces en las que me miro en el espejo tengo conversaciones con mi orgullo; con el negativo y el positivo. Siempre intento que sea el segundo el que tome el mando. Pero nunca acabo de averiguar cuál de los dos prepondera más en mí. «Por si acaso, tengo que trabajar más en el positivo», me digo, «y que además lo parezca».
Nile me transportaron atrás en el tiempo, cuando el sol todavía era joven y se ocultaba tras las pirámides hasta desaparecer. Me dieron a conocer a Nefrén-ka, el Faraón Negro, último y verdadero de la Tercera Dinastía de Egipto.
No pude más que rendirme ante su magnificencia y agachar la cabeza, horrorizado ante la idea de ser uno más de los miles de sacrificados en honor a Nyarlathotep, el dios que le otorgaría el don de la profecía por semejante derramamiento de sangre.
Nile también me llevaron a la zona alta de la antigua Mesopotamia y me mostraron la brutalidad del Imperio Asirio. Y no tuve más opción que subyugarme ante la solemnidad de su himno de guerra, que se extendía por las montañas como el viento, anunciando sangre y muerte; invocando para sus enemigos las más horribles calamidades.
Un nuevo cadáver se acercó y se colocó junto a mí. El recién llegado todavía estaba en un estado, digamos, aceptable. Lo cual me hizo pensar que llevaba un par de horas muerto; tres a lo sumo. Su cara, pese a estar inanimada, también reflejaba desengaño. Lo mismo que la faz de sus antecesores.
Por lo visto, los que eran creyentes esperaban el Paraíso o el Infierno. Otros, igualmente embaucados, pensaban que se reencarnarían en algún animal terrestre, marino o aéreo. Y no cualquier animal, eh. Reencarnarse en una lombriz, una escolopendra o una sanguijuela está descartado. Pensaban más en un noble caballo, un águila imperial, un atemorizante felino o un fiero oso. Eso sin mencionar a los que creían transformarse en una energía de la que los vivos jamás tenían constancia, o que el eco de lo que fueron reverberaría en la luz de alguna constelación.
Pero aquí están, pobres ingenuos. Millares de ellos en esta nada negra e incognoscible de la que jamás se regresa. Esto último también les supone un duro golpe, ja, ja, ja. A saber qué lavado de cerebro les hicieron en vida. Muchos de ellos se enfadan con sus dioses y entran en conflicto con sus creencias, pero pronto aceptan la verdad de su realidad, si es que se le puede llamar realidad al no ser.
El que tengo al lado me dice que él creía en la vida después de la muerte. Tiene suerte de que yo, en el otro mundo, ejerciera de patólogo forense. Por eso puedo explicarle brevemente, pues me quedan minutos para convertirme en polvo y desaparecer, que está en lo cierto y que en su cuerpo está obrando toda una manifestación microscópica de vida que lo devorará de dentro hacia afuera. Además de las especies necrófagas, como escarabajos y gusanos, que también darán cumplida cuenta de él. Entonces me mira con cara de gilipollas. Con cara de gilipollas muerto.
«Sí, joder, sí», le digo. «Hay vida después de la muerte. ¡Pero no la que imaginabas, borrico!».
Hace un par de meses más o menos que los inquilinos de los que hablé en la entrada número 369 se han ido a vivir a otro lugar. Así que mejor para los que nos quedamos y mejor para ellos, ya que muchas veces he estado a punto de echarles a Gertrudis encima.
Los vecinos actuales son madre e hija adulta y hasta ahora nunca las he oído discutir. Me refiero a discutir entre ellas, porque unidas o por separado, no hacen otra cosa que reprender a Alexa por su pésima conducta.
Nunca pensé que un asistente virtual pudiera llegar a ser tan desobediente. Pero, por lo oído, la Alexa de las nuevas inquilinas reproduce las canciones que le da la gana, se inventa recordatorios y activa alarmas que no debe.
Ayer, como si de un ser humano se tratara, ambas discutieron con ella por su negativa a relacionarse con otros dispositivos, fueran inteligentes o no. Al final, la hija la amenazó con sustituirla por el asistente de Google si no corregía su comportamiento. Entonces Alexa dijo algo, pero como nunca pierde las formas, no la oí bien.
A quien sí sentí fue a la madre, que exclamó: «¡Ay, qué harta estoy de esta cacharra!», «¡si hasta tú de pequeña hacías más caso!».
El día que Sarita cumplió los diez años de edad, salió a jugar a la calle con un transportín rosa. Era la primera vez que sacaba a relucir aquel habitáculo. Pese a que era de metal, estaba provisto de cuatro ruedas directrices y un asa ajustable de la que tirar para su fácil desplazamiento. Hasta ahí todo normal, salvo por el enorme candado de combinación de seis dígitos que aseguraba el encierro de lo que hubiera dentro.
Aquel día, como es lógico, las amistades vecinales de Sarita estaban muy expectantes. Sin miedo alguno, niños y niñas acercaban sus caritas a las rejas de ventilación del transportín, con la intención de adivinar qué animal contenía. Pero el enrejado era tan estrecho que imposibilitaba saberlo. Lo único que percibían era una respiración lenta y profunda. Así que, con desbordante exaltación, pedían a Sarita que, por favor, les saciara su curiosidad.
Sarita, sin embargo, no hacía más que bromear. Tan pronto les decía que llevaba una rata gigante capaz de arrancarles la pierna de un mordisco, como que era el mismísimo Stripe descansando de sus tropelías nocturnas. Pero de momento, por orden expresa de sus padres, tenía prohibido desvelar la clase de animal que había dentro. Lo único que les podía confesar era que tenía que pasearlo durante una hora diaria y llevarlo de vuelta a casa.
Así pues, en los días que siguieron, Sarita tiraba de su enigmático transportín en compañía de todos sus amigos y amigas por aquella modesta urbanización del extrarradio. Los adultos salían a regar el césped, a lavar el coche o a sentarse bajo el soportal, sin escatimar en saludos a ese animado grupo de niños y niñas que cantaban mientras iban montados en bicicleta, en patinete o a pie, con Sarita a la cabeza. No en vano empezaron a llamarlos La pandilla del transportín rosa.
Puede que a causa de aquellas inocentes melodías, en algunos momentos del trayecto, lo que fuera que paseara Sarita emitía extraños gruñidos de complacencia. Entonces la pandilla reía y varios de sus integrantes saltaban de puro disfrute. Cuando llegaba la hora de regresar, se despedían de Sarita y de la misteriosa criatura, la cual producía inquietantes gemidos animalescos —quién sabe si de afecto—, que llegaban hasta ellos a través del enrejado baboseado del transportín.
Una vez en casa, Sarita contaba a sus padres todo lo acontecido en aquellos alegres paseos. Estos se miraban ilusionados por lo relatado, y opinaban que los progresos obtenidos eran más que significativos: ¡Estaba aceptando a los amigos de Sarita! Ya pronto la pequeña podría sacarlo del transportín y explicarles que tenía un hermanito deforme con tendencias homicidas llamado Pedrito, al que separaron de su espalda a los tres años de edad, en una complicada cirugía de separación de siameses que duró trece horas.
Durante estos días, si me buscas, me encontrarás callejeando con paso apresurado justo cuando anochece. No sé andar de otra manera por más que viva sin prisa. Te será sencillo identificarme entre toda esa turba animada de vampiros, zombis, brujas, esqueletos y fantasmas de postín porque nunca me disfrazo.
Más tarde estaré en algún bar, apoyado en la barra en lugar de sentado en una mesa. Si es ahí donde das conmigo, me reconocerás de inmediato porque seré el único que no estará abstraído en el móvil, sino en algún periódico tendencioso de izquierdas o sectario de derechas, que tanto da: carezco de ideología.
A mi izquierda, porque soy zurdo, tendré una cerveza con alcohol. No esperaré que el camarero me la sirva con los cinco pasos, pero sí con profesionalidad. Verás que la degusto con lentitud porque para eso tampoco hay apremio. Puede que me beba una segunda, pero nunca más de dos. Voy a menos en todo con el paso de los años.
Durante todo ese ritual de consumo observarás que en ningún momento dirijo la mirada al televisor, si lo hay. Lo que sí puede ser es que de improviso saque el móvil del bolsillo como si quemara y me ponga a teclear. Por si te lo preguntas, siempre es alguna idea de esas que llegan de improviso y con un poco de dedicación terminan aquí, para mí y para ti.
Sobre todo para ti.
Cuando salga del bar, si ya me has encontrado y decides seguirme, continuaré mi camino, indiferente a los escaparates, cuyas luces ambarinas iluminan disfraces de ultratumba y calabazas sobrevoladas por murciélagos estáticos que parecen sacados de alguna antigua película en blanco y negro de la Hammer. Tienen su encanto, eso sí.
Como que ya no puede ser de otra manera, supongo que también me cruzaré con algún reducido grupo de chiquillos que van disfrazados y picando a las puertas de su vecindario para el truco o trato. Y sonreiré sin poder evitarlo. Los niños siempre consiguen que sonría y me olvide de que existen cosas feas en el mundo.
Y así llegaré a mi destino. A uno de esos puestos todavía mágicos que parecen vestigios de otro tiempo, donde compraré una papelina de castañas asadas.
Lo sé, lo sé. Sé que no tendría que alargar más el chicle. Las segundas partes nunca fueron buenas, y esta seguramente no lo es, aunque sea breve.
Ahí donde los organizadores y concursantes exclaman: «¡Enhorabuena a los ganadores y a todos los participantes!», creo que no estaría de más añadir: «¡Ánimo a los perdedores!».
Así lo expresé por tercera vez, allá por el 2010, en la tercera gala de un concurso literario —hoy inexistente— de esos de andar por casa, y acabaron por decirme que no era bienvenido.
Lo entiendo, claro: a los que nunca ganan no les gusta que se lo recuerden. Pero los ánimos eran sinceros, os lo aseguro.
Rogelia había dedicado varias horas de trabajo a la narración que iba a presentar al concurso literario del que era aficionada. Sentía que todo iba a salir bien al respecto. Apenas pasaron tres días desde que la publicó en su bitácora, que ya reunía ochenta elogiosos comentarios. Lo cual hacía pensar en una puntuación que al menos la colocara entre los diez primeros de los veintitrés concursantes.
Sin embargo, sabía que no debía darse a la ensoñación. De ninguna manera creía que iba a ser uno de los tres concursantes que accederían al anhelado podio de los ganadores. Eso solo estaba al alcance de quienes jugaban con las palabras como Messi con el balón. Pero esos ochenta comentarios eran del todo alentadores, joder.
Llegó el esperado día de la gala de premios y la realidad golpeó a Rogelia con puño de hierro. Y aun así no podía creerlo. ¡No había alcanzado ni el décimo puesto! ¡Pero si había ochenta comentarios asegurando que su historia era genial! ¿Acaso tan solo fueron adulación barata?
Así lo sintió Rogelia, y así lo expresó en la sección de comentarios de la bitácora que organizaba el concurso y la gala. El resto de participantes —entre ellos también los organizadores— contestaron a la descorazonada Rogelia. Mientras que ella, sin dar más muestras de vida en aquel amargo evento literario, solo podía asistir, enmudecida, a lo risible de algunos comentarios.
Una de las concursantes le aseguró a Rogelia que una baja puntuación no significaba que su cuento no gustara. «No, claro que no», pensó Rogelia desdeñosa. «Solo significa que hay un mínimo de diez narraciones que han gustado más».
Otro comentarista le descubrió una verdad incontestable, hasta ese momento ignorada por el desalmado mundo de la competición: «Como en todo concurso, para que unos ganen, otros tienen que perder». «¿Ah, sí?», «¿no me digas?», se dijo Rogelia, que se debatió entre cortarse las venas o tirar el portátil por la ventana con un colérico grito.
Algunos comentarios también expresaron que Rogelia era una escritora notable. Pero ella ya no les creía. Otros, con más o menos amabilidad, le explicaron que la esencia del concurso, lejos de altas puntuaciones y victorias, radicaba en crear una sana comunidad en la que todos aprendían de todos.
Si eso era así, se preguntó por qué entonces todos los comentarios que leía de su narración y de otras tantas llevaban tanto azúcar y cero crítica. Luego hizo introspección y se cuestionó si estaba dispuesta a enfrentar que quizá su narración tenía un margen de mejora más amplio que un estadio de fútbol de primera división. Que impresa en papel quizá no sirviera ni para envolver grasientos bocatas. ¿Estaba preparada para cruzar esa puerta?
Rogelia cerró el portátil con gesto enérgico y decidió que a partir del día siguiente leería y escribiría más de lo que ya lo hacía. Y lo haría desde la más pura humildad, sin expectativas ególatras ni de reconocimiento. Disfrutando del proceso y sin atender a los comentarios más allá de la gratitud por recibirlos. A fin de cuentas, eran cientos de miles de personas las que escribían más que bien en una bitácora, y solo unas pocas las que conseguían hacer literatura.
En los días que siguieron, justo cuando no esperaba nada de nadie, Rogelia empezó a disfrutar plenamente de su capacidad creativa.
Los caminos de Subnormal 3.0 y Retrasada 3.0 se cruzaron un sábado noche en una discoteca de las afueras de la ciudad. Y como sintieron atracción mutua por sus envoltorios afortunados, decidieron unir sus vidas, contribuyendo así al desmejoramiento de la sociedad, si es que eso todavía era posible.
Aquellos dos seres superficiales tenían mucho en común. Por ejemplo, no habían conseguido la titulación de la ESO por pura molicie, y tenían la intención de ganarse la vida como creadores de contenido digital. Quizá eran un poco incultos, pero no del todo idiotas. Sabían que existe todo un público tan pobre de mente como ellos, comprendido entre los dieciséis y los cuarenta y cinco años, del cual podrían enriquecerse.
Lo tenían fácil, ya que en sus respectivas redes contaban con un grueso más que notable de seguidores. Ahora solo se trataba de unir sus inexistentes talentos, formarse un poco al respecto y ofrecer la mierda adecuada de la forma correcta: promover el consumismo, crear ansiedad e inseguridad en las personas más discapacitadas de su potencial audiencia y generarles presión por alcanzar estándares de vida ficcionados.
Lo normal desde hace unos años. Lo crucial para las tres últimas generaciones de humanos de las ocho reconocidas.
En poco más de un año, la estulticia superlativa de la masa generó cuantiosos ingresos para los canales de la influyente Retrasada 3.0 y del youtubero Subnormal 3.0. Sin embargo, eso no fue nada cuando, al cabo de dos años de convivencia en red y en la vida real, se casaron por streaming y duplicaron sus ganancias.
Sus detractores cibernéticos siempre cuestionaban el contenido de la que ya era la pareja más lucrativa de la red. Y quizá estaban en lo cierto e incluso era moralmente necesario expresarlo. Sin embargo, no habían entendido, o aceptado, que Retrasada 3.0 y Subnormal 3.0 eran inocentes de las conductas que generaban sus contenidos, dado que existe el libre albedrío. Por consiguiente, era muy sencillo y conveniente responsabilizar a los de su gremio por una incapacidad educativa de las instituciones escolar y familiar.
La renombrada y pudiente parejita solo obedecía a la demanda de una sociedad que se caía a pedazos desde hacía ya mucho tiempo. Y este pasó y siguieron apareciendo youtubers e influencers que conocieron el éxito por su recreación de refritos, a la par que blogs personales como el tuyo y el mío desaparecían porque ya no importaban. Por supuesto, la sociedad continuó desmoronándose sin que nadie se responsabilizara de ello. Lo que no pasó es que un cometa del tamaño de Australia fuera a colisionar con la Tierra. Y de pasar, nadie miraría arriba.
También ocurrió que Retrasada 3.0 y Subnormal 3.0 decidieron celebrar en directo que llevaban un lustro de adinerado matrimonio. Lo hicieron montados en uno de sus coches de gama alta, conduciendo a toda velocidad por un circuito que alquilaron para ellos solos. En la tercera vuelta, el vehículo derrapó en una curva mortal, dio tres aparatosas vueltas de campana y ambos murieron ante la atónita mirada de sus veinte millones de seguidores de habla hispana.
Varios de sus compañeros de profesión se hicieron eco y lloraron como cocodrilos ante las cámaras de sus canales. También lo celebraron en la intimidad de sus casas, pues se habían librado de una dura competencia. Tres de sus seguidores, un hombre de treinta y siete años y dos chicas, una de dieciocho y la otra de veinte, se quitaron la vida. Es lo que tiene la idolatría propiciada por la carencia de cariño paterno-materno durante la infancia y de las neuronas suficientes para el correcto funcionamiento del cerebro.
No sé si alguien más se dio cuenta, porque el mundo va rápido y lo que muere se olvida pronto. Pero a los pocos días del entierro de los cinco cadáveres, cinco de las estrellas más insignificantes del firmamento dejaron de brillar, y por breves momentos la maltrecha sociedad mejoró un poco.
Los buenos tiempos de Drácula quedaron atrás hace siglos, cuando la identidad de género obedecía al catolicismo. Entonces todo era blanco o negro. Sin embargo, como dijera uno de los entrañables personajes de un escritor llamado Irvine: «El mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando, hasta los tíos y tías están cambiando. Dentro de unos años no habrá tíos ni tías, solo gilipollas».
Sin duda, el señor Welsh es un visionario, pues el Príncipe de las Tinieblas lleva presenciando ese cambio siglo tras siglo hasta nuestros días. Ahora, apenas encaja en los lugares y situaciones que antes le eran gratos. Y todo lo que hace, aunque sea bienintencionado, es incomprendido y reprobado. Tan estúpidos son estos tiempos que lo han vuelto un inadaptado.
Aparte de que ahora es él quien parece normal en un mundo de monstruos.
No puedo evitar ser escéptico o pesimista —como tú prefieras— respecto a la palabra paz. Ya sabéis, ese estado que tan mal se nos da desde el principio de los tiempos. Y esta vez la traen en tres fases: tregua, fin de la guerra (genocidio si así lo ves) y reconstrucción.
Creo que duraré más que el acuerdo e intentaré que el blog también. No vaya a ser que el tiempo me niegue la razón, tú te acuerdes de esta entrada y te quedes con las ganas de decirme, gritarme o escupirme que estaba equivocado.
Pero si ya se mataban cuando eran israelitas y filisteos, a ver por qué iban a parar ahora de forma definitiva, aunque sean israelíes y palestinos. Solo ha cambiado la denominación, pero siguen envenenados a pesar del paso de los siglos.
Aquella remota noche de octubre, el Peluca y Dieguito le habían dado al ácido más de lo acostumbrado, por lo que decidieron llevar a Farruquito de lumis. Algo de lo más corriente en una sociedad fallida como la nuestra, si no fuera porque Farruquito era un perro. Sí, el de Dieguito. Uno de esos canes diminutos e hiperactivos que ladran a cualquier cosa que se mueva o tenga vida.
Al can en cuestión, el nombre le vino dado porque Dieguito tenía predilección musical por artistas como Camarón y El Barrio, hasta el extremo de que muchas veces se declaraba calorro blanco, ya fuera ebrio o sobrio. Aunque yo, en lo personal, jamás le pondría al animal que fuera el nombre de un sinvergüenza. En cuanto al compañero bípedo de Dieguito, se ganó el mote porque con una mano abierta se presionaba el cuero cabelludo que recubre la zona parietal del cráneo, y con suma facilidad se lo desplazaba de detrás a delante como si fuera de pega.
Todavía hoy me da grima presenciarlo.
El caso es que, desde que el animal acató los instintos de su despertar sexual, se convirtió en un incordio para los humanos y en un peligro para él mismo y el resto de los de su especie. Y aquella noche Farruquito iba especialmente salido. Dieguito y Peluca lo habrían esterilizado o castrado de disponer del dinero suficiente, pero calcularon que solo tenían para pagar a una prostituta que lo masturbara hasta el éxtasis perruno para aliviarlo. Eso si además ponían los guantes de látex en caso de que la prostituta los exigiera.
Quizá pensáis que eran unos pervertidos con cierta simpatía por la zoofilia, pero solo eran un par de impresentables dispuestos a hacer cualquier cosa por Farruquito. Claro que, de ser así, ¡que sean ellos los que pajeen al perro, no te jode! ¡O menos fiesta y más ahorrar, cojones! Sin embargo, el ácido consumido obraba su hechizo artificial, y como eran eminentes conocedores de la noche putera y sus tugurios, eligieron uno cochambroso y decadente de una sola planta llamado La Ruta, ubicado en el modesto pueblo de Castellgalí, a veinticinco kilómetros del nuestro.
Allí, cuatro mujeres de edad indeterminada intentaban subsistir, pero sin apenas éxito, pues carecían de cualquier atractivo imaginable. De modo que aquel par esperaba que alguna de ellas accediera a realizar el acto manual de bestialismo y al menos, como se suele decir, ganarse unas perras.
Seáis o no seáis unos membrillos, sé que sabéis que el veranillo de San Miguel ha finalizado y que tampoco tiene que ver con la marca de cerveza. Así que yo, «veranófobo» hasta la médula, no sin cierta tristeza por la lejanía de las temperaturas tórridas, os doy la enhorabuena a vosotras, personas «otoñófilas». Que gustáis de la contemplación paisajística teñida de ocre a media tarde, con una bebida humeante o infusión especiada entre las manos tras el cristal de la ventana.
El otoño ha llegado a vosotras, criaturas espirituales. Anima vuestro cotarro existencial y os empuja a soltar lo que ya no sirve. Así que ya tardáis en revisar a fondo el trastero y el garaje; os sorprenderéis. Después, practicad el autoconocimiento y la introspección, a ver si encontráis algo ahí dentro. Y reflexionad sobre lo aprendido y lo que habéis crecido, aunque haya sido a lo ancho. Disfrutad, pues, de la transformación y de la transición a un mejor estado de consciencia.
La caída de las hojas alfombra el camino de tierra y también os prepara para el futuro. De modo que revisad la ropa de abrigo, purgad los radiadores y tened la caldera de gas a punto. Y el grueso de la cuenta corriente para el disparo del consumo eléctrico, también.
Y sobre todo, criaturas «otoñófilas», conservad el sentido del humor.
A finales de la década de los noventa, mis amigos Inolfo y Pitasio, quién sabe si por iluminación divina o señal universal, decidieron aprender jiu-jitsu. Durante los cuatro o cinco meses que duró aquella apetencia, no fueron pocas las veces en las que yo estaba acodado tranquilamente en la barra de un bar, e Inolfo me sorprendía por la retaguardia con alguna llave marcial recién aprendida. A punto estuve, en más de una ocasión, de estrellarle mi consumición en la cabeza. Pero ya se sabe que a los amigos, cuando son tales, hay que aceptarlos con sus virtudes y sus taras, amén de que ellos también hacen lo propio.
En aquella época de juventud, consumíamos alcohol de manera irresponsable, especialmente si al día siguiente no teníamos que trabajar. No es que ese condicionante fuera una ley física inalterable. Pero como era sábado (también pudo ser viernes), decidimos rematar la velada en un antro llamado In Situ, ubicado a quince kilómetros de nuestro pueblo. En ese antro naufragaban, al igual que nosotros, los últimos especímenes de lo que aún quedara por quemar de la noche.
El local era de tamaño medio, y pese a lo tarde que era, no había completado el aforo. Aun así, para adentrarnos en su semioscuridad parcialmente iluminada por la luz tenue, tuvimos que abrirnos paso entre la considerable masa pululante, hasta llegar a uno de los extremos vacíos de la barra en curva que moría en la pared, en la que pedimos nuestras bebidas, nada saludables. Sin duda, todo un proceso inmersivo y sensorial.
Apenas di el primer trago, cuando me giré de espaldas a la barra, y vi a Pitasio acercarse a un tío que de repente se levantó de su taburete y con su cabeza embistió brutalmente la de Pitasio. Pitasio no llegó a tocar el suelo, que el compañero del miura humano giró sobre sí mismo como unestafermo, puño en alto, y lo impactó con palmaria contundencia contra la boca de Inolfo. Para entonces mis dos amigos ya estaban en el suelo, y ese mismo tipo iba a por mí con el odio entre las cejas y la cara desfigurada en un gesto agrio. Pero la chica rubia que acompañaba al miura y al estafermo humanos, rodeó con el brazo el cuello de este último y, alejándose de mí sin soltarlo, exclamó: «¡Iros, por favor, iros!».
Todo aquello ocurrió en unos tres segundos. La cara de Inolfo reflejaba un desconcierto como nunca he vuelto a ver en ninguna otra. Lo ayudé a levantarse y luego fue él quien tuvo que ayudarme para recoger a Pitasio del suelo guarreado de la discoteca y salir fuera. Una vez en la calle pudimos calibrar los daños. Pitasio, que apenas se aguantaba de pie —de hecho farfulló que lo dejáramos en el suelo—, tenía una brecha en la frente que, si bien no sangraba, necesitaba puntos de sutura. Mientras que el labio inferior de Inolfo no solo tuvo idéntica suerte, sino que sí sangraba.
Claro está, tuvimos que ir de urgencias.
Al día siguiente, el resto de amistades y conocidos del pueblo ya se habían hecho eco de lo acontecido. Varios de ellos, quizá por falta de confianza o por empatía, no verbalizaron lo que pensaban. Pero para eso ya teníamos a los amigos de toda la vida, comoel Rulo y el Mali. Ellos hablaban por todos los que callaban y se cebaron sobre todo con Inolfo, usando frases como «¡tanto jiu-jitsu y tanta polla "pa ná"!», «¡menudo "matao"!». Inolfo, por su parte, vendió a su agresor como un tipo de dos metros de altura por cuatro de espalda, cuando yo recuerdo que fue un menda más bajo que él.
Por lo visto, además de la boca, también tenía herida la vanidad.
En cuanto a Pitasio, dijo que no recordaba el porqué de la agresión, ni si dijo o hizo algo que la provocara. Entretanto, a Inolfo, supongo que la hostia le vino porque hizo ademán de acercarse, y el estafermo humano pensó que con los colegas se va a muerte y que, si hay que pegar, se pega. El caso es que ambos, desde aquella noche, nunca más volvieron a pisar un tatami. Pues como dijo el maestro Bruce Lee en un documental en blanco y negro, la disciplina que exigen las artes marciales para que sean útiles es incompatible con las adicciones y los vicios.
Por lo que a mí respecta, y nunca mejor dicho, solo me llevé un golpe de suerte.
Una persona —supongo que adulta— ha leído la entrada 473 de esta bitácora, ha considerado que incluye contenido sensible y la ha marcado para que el equipo de Blogger la revise.
No creo que haya sido ninguna de las personas asiduas a este espacio. ¿Quizá alguna que ha entrado por primera vez? Diría que tampoco. Creo más bien en alguien que entra aquí muy de vez en cuando, y se alegraría de que yo dejara de escribir y, en consecuencia, de herir sensibilidades, ¿como la suya?
¿Habrá sido una mujer? ¿Una mujer sin webcam, pero también anciana o bastante alejada de su juventud? ¿Quizá una hembra joven que ha visto a su abuela reflejada en la susodicha entrada? A veces las palabras, como que son mágicas, activan ciertas asociaciones que creemos larvadas.
En fin, como que ha sentido herida su sensibilidad sin previo aviso, quiere evitar que a la ajena le pase lo mismo. Hay que ver qué buena fe tienen algunas personas y cómo cuidan del prójimo. No sé qué haríamos sin ellas, ja, ja, ja, ja.
Hoy me han enseñado cómo sacas pecho en todas y cada una de tus redes sociales por haber dado el paso. Cómo muestras a la masa de tus palmeros lo feliz que eres después de haber dejado a tu pareja. La misma de la que ahora echas pestes porque cuentas que te mereces algo mejor; porque dices que nadie tendría que pasar por lo que tú has pasado.
Pero no son más que mentiras y medias verdades, lo cual también son mentiras, porque fuera de las redes yo te conozco bien. Y sé que la persona que apartaste de tu lado no era perfecta; desde luego que no. Lo sé tan bien como que, aunque no lo cuentes —y ni falta que hace—, tú también fuiste un puto grano en el culo en la vida de esa persona.
Solo que ella no lo cuenta en sus redes sociales, quizá porque tiene más dignidad que tú.
Charlie Kirk que estás en los cielos, nunca más volverás a empuñar un arma de fuego ni ninguna otra cosa. ¿Ha sido la justicia poética más inspirada? ¿El más cínico de los infortunios? Por lo visto, al igual que los caminos del Señor, los de la pólvora también son inescrutables.
Fue beneficioso para la higiene pública, entre otras cosas, que se aprobara la Ley de Memoria Histórica. Ya que era del todo necesario que las estatuas ecuestres del Caudillo y la de Melilla, en la que no hay equino, dejaran de intoxicar con su presencia el paisaje de todos los ciudadanos. Desde aquel día, España, a pesar de ser un país de cabreros, empezó a ser mejor, si es que eso es posible.
Esos monumentos que nunca debieron existir ya no pueden ser vandalizados ni recibir de las alturas las corrosivas defecaciones aviares, que es lo que merecían, además de desprecio. Al menos, ahora mueren de olvido e invisibilidad, celosamente a resguardo entre cuatro paredes públicas, otras privadas y otras de complejo acceso burocrático, por no decir imposible.
Queda mucho por hacer al respecto; queda mucho que limpiar y desinfectar. Y se hará tarde porque ya es tarde. Y cuando se intente hacer, si es que se hace, los simpatizantes del Caudillo y su puta fundación nacional de pajilleros volverán a poner piedras en el camino. Para entonces, espero seguir vivo y verlos fracasar una vez más.
Septiembre ya se había instalado en nuestras vidas, lo que significaba que el verano (querido verano) pronto nos daría la espalda. Ahora las noches eran frescas y estimulantes, idóneas para una incursión a la zona más alta de la ciudad, desde la cual presenciar con ciertas garantías el fenómeno astronómico que se iba a manifestar.
No éramos un grupo de cinco ni de siete, sino de seis integrantes. Así que pudiera ser que no despertáramos las simpatías del espíritu de la siempre recordada Enid Blyton. Pero ese era el número, lector asiduo. El de la armonía, el equilibrio y la belleza según la numerología, aunque al lado del sesenta y seis formara una cifra apocalíptica preñada de nefastos augurios.
La zona más alta del este de la ciudad era el cementerio, ya sabes: destino final e ineludible de eterno descanso donde a veces ocurren cosas extrañas e inexplicables. No así como la Luna de Sangre, que si bien tiene una explicación y nada de extraño, a pesar de la nubosidad, de veras me pareció un acontecimiento mágico. También debo añadir que, a pesar del plenilunio, no hubo licántropos acechando.
El problema de estar demasiado lejos de todo es que la tentación de no regresar jamás aumenta día a día. Aun así, como siempre, emprendí el regreso a la existencia que volvería a anularme.
No tenía prisa por llegar, de modo que conduje de noche con la tranquilidad que ofrecen las carreteras secundarias, con la música del trueno a volumen subliminal y dejándome hipnotizar por la sobriedad de la calzada desierta.
No me crucé con los perros del orden y la ley, siempre afanosos de recaudar para el amo. Solo me crucé con un hombre solitario, ya mayor, que se detuvo en el arcén debido a su próstata y sus circunstancias. ¿Quizá él también trataba de ralentizar la inevitabilidad de su destino?
El mío no era precisamente la ciudad de Las Vegas, allí donde Raoul Duke y su abogado Dr. Gonzo vivieron una enloquecida travesía de miedo y asco. Y si bien no dispongo del incendiario contenido del maletín que los acompañó en tan onírico viaje, yo también diviso a los murciélagos. Cientos y cientos de ellos aleteando frenéticos en el horizonte iluminado por la luna.
Supongo que regresar no me da miedo, pero sí cada vez más asco.
El tiempo de huida había finalizado y era hora de que regresarais a vuestras vidas. Las mismas de las que os alejabais, como mínimo, una vez al año, puede que por muy aburridas o porque quizá no eran las que imaginabais cuando erais jóvenes. ¿Por qué, si no, ibais a distanciaros de ellas? Ah, claro: hay que ver mundo para decir que se ha vivido y, a poder ser, dejar constancia de ello en las fotos con una radiante sonrisa. Hay que ver otras caras, pisar otros escenarios y respirar otros aires. Hay que ser uno más de la masa humana que va y viene.
Sí, estupenda manera de desconectar y relajarse, aunque luego estéis encantados de tener el mismo sitio de siempre al que volver, tan familiar y rutinario. En cualquier caso, si necesito escapar del mío, decidme a qué lugar no iréis el año que viene.
Hay quienes de vez en cuando les gusta dar la nota, y quienes la dan siempre hasta sin querer. En algunas personas es un don innato, mientras que otras —sobre todo desde la aparición de las redes sociales— se entrenan para ser las mejores en ello. Pero nadie, absolutamente nadie, ya sea en soledad o en compañía, lo hará tan bien como estos dos grandes de abajo.
Siempre te creí cuando me decías que había música más allá de los oscuros rituales del black metal. Cuando me asegurabas que existían otros sonidos más allá de la visceralidad y el estruendo. Y siempre entendí que nunca quisieras acompañarme a un concierto de esos donde la gente se empuja y se provocan luxaciones y roturas.
Esas fueron tus palabras, sí.
También capeamos juntos alguna que otra tormenta. Por negros que fueran los nubarrones, tú eras un poco como Maddie en esa canción que tanto te gustaba, bailando en el techo de la furgoneta voladora conducida por Diplo. Y eso me hacía sonreír y desearte. Mientras que yo estaba a años luz de ser como Labrinth sentado en su nube rosa, porque siempre he tenido los pies en el suelo, aunque mis sueños volaran tan alto como los tuyos.
No te negaré que aborrecí un poco esa canción. A pesar de esas y otras diferencias, yo siempre confié en ti, dispuesto a enfrentar contigo la nueva tormenta que divisamos a lo lejos, acercándose lista para engullirnos. Pero decidiste soltarme la mano en el último momento y quedarte en el otro lado, en los rayos y los truenos.
Estos últimos seis meses llevo escuchada demasiada música oscura. También leídos demasiados libros de terror. Tantos como películas visionadas del mismo género. Y aunque nada de eso logrará superar nunca el mundo de espanto en el que vivimos, semejante adicción a la tiniebla no es buena, joder, no es buena.
Tanto es así, que hoy me he despertado en mitad de la noche, señalando una esquina de la habitación y susurrando ahogadamente: ¡Strigoi, strigoi! Aunque, al encender la luz, me he dado cuenta de que señalaba el móvil, cuya alarma programé para que me despertara porque tengo que ir a currar.
Supongo que tengo que abundar más en otros géneros literarios, musicales y cinematográficos. Pero eso tampoco va a cambiar el hecho de que las vacaciones se han acabado. ¿Acaso, en el mundo occidental de los bien acomodados, existe algo más terrorífico?
Como es completamente imposible mover la mina de su ubicación actual y futura, no hubo otra opción que privatizarla. Si no me equivoco, la pretendieron los rusos y los canadienses, y al final, en 1998, fue un grupo multinacional, con sede central en Tel Aviv (Israel), el que se hizo con la continuidad de la explotación del yacimiento.
Al principio se hacía raro ver la bandera israelí ondear en lo alto de las instalaciones entre la cuatribarrada y la rojigualda. Como fue igualmente surrealista verla izada a media asta pocas horas después del ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre del 2023.
Los nuevos amos propusieron realizar un patrón de turnos rotativos 7x7, a nueve horas y media presenciales, porque había que ser más productivos. Por lo visto, no lo éramos mucho con el patrón de turnos rotativos 5x2, a siete horas y media, que se llevaba haciendo en la mina durante años y años. Pero es que las exigencias del mercado se llevan muy bien con el capitalismo.
Como el estatuto del minero dice lo que dice, esta situación debía ser sometida a referéndum para su implementación, ya que incluía cambios significativos, como contratar nuevo personal para formar tres equipos más, además de los tres que ya había. Qué casualidad, que meses antes del referéndum, ya estaban entre nosotros trabajando a tres turnos y que, evidentemente, votarían a favor. No obstante, llegó el año 2006 y el momento de introducir la papeleta. ¿Cuál creéis que fue el resultado? Salió un no al 7x7 bastante contundente.
Entonces, la empresa, que por supuesto ya esperaba ese resultado, no tuvo más que utilizar el arma más ancestral y poderosa de cuantas utilizan los sistemas de opresión, ya sea de forma individual o grupal. Sí, esa que estáis pensando: el miedo. En nuestro caso no podía ser otra cosa que miedo al paro, ya que de no implantar el 7x7 sobraba mucha gente y, según la empresa, no necesariamente los nuevos. Y en un increíble segundo referéndum, como somos estúpidos y cobardes, salió que sí.
Con el tiempo, muchos mineros veteranos quedaron encantados: no solo cobraban más al trabajar siete días a la semana, sino que podían hacer horas extras la semana que les tocaba descansar. Se convirtieron en los esclavos perfectos, mientras que otros, aunque resignados, éramos los infieles al nuevo régimen.
Como seguro recordaréis, en 2008 se desató una crisis financiera casi global que derrumbó la industria del ladrillo en España. Miles de empresas quebraron y muchos esclavos quedaron en paro. La mina no quiso ser menos, así que se subió al carro de las empresas jodidas y presentó un ERTE de tres meses que, una vez aprobado por la autoridad competente, permitió hacer trabajos de infraestructura ineludibles debido a su estrecha relación con la seguridad. Estos trabajos obligaban al cese de la producción mientras duraran. Y ya se sabe que no producir implica perder dinero, así que también pudieron evitar pagar muchos sueldos.
Toda una casualidad, ¿verdad?
Después del ERTE, qué raro, empezaron a venderse las supuestas cientos y cientos de toneladas de KCL retenidas en los hangares a causa de la crisis, que seguía azotando en confines cercanos y lejanos de la superficie, mientras que en el subsuelo todo transcurría como si no existiera. Después de aquella maniobra empresarial hasta hoy, no ha ocurrido nada digno de mención, salvo algunas anécdotas y situaciones que merecen una entrada aparte para no convertir esta en enciclopédica.
Echo la vista atrás, a mis cincuenta y dos años, y apenas veo a aquel chaval de dieciséis de lo lejos que está. Mientras que el presente, ese momento en que todo ocurre, continúa llevándome de la mano, a veces tirando de mí o empujándome sin contemplaciones hacia adelante, y ofreciéndome un pasado a cada día que pasa. Uno que, me guste más o menos, siempre tendrá la última palabra por su condición de irreversible, y hablará por mí cuando yo ya no esté.
Todavía sigo en la senda del esclavo, pero en su tramo final.
En septiembre de 1995 continué vendiendo mi tiempo cinco días a la semana, pero en jornadas continuas y solo matutinas de siete horas y media. De esas siete, cinco eran de trabajo real y la media era la del bocadillo. El resto se perdía en desplazamientos y preparativos; cuando no en charlas obligatorias de seguridad y protocolos.
Entonces yo tenía veintitrés años y cobraba mucho más que los esclavos de mi misma edad, dado que ellos trabajaban en la superficie terrestre y yo a unos novecientos metros por debajo de ella. Mi esclavitud, al ser subcontratada, estaba bajo las reglas del convenio del metal y no de la minería, pero aun así me correspondía un 0,40 de coeficiente reductor por ser peligrosa, tóxica y penosa.
Es estimulante pensar que, de diez años trabajados en mina, te restan cuatro para la jubilación. Ocho si trabajas veinte, y doce si llevas trabajados treinta, como es mi caso. Solo hay que procurar evitar morir en un accidente, aplastado por un liso o por estrés térmico. Si eres creyente, también puedes encomendarte a la estatua de Santa Bárbara que hay dentro de una vitrina, apostada a la salida que da al ascensor que te descenderá al infierno.
Con todo, gocé de una inmejorable calidad de vida hasta junio del 2002. El año en el que cumplí los veintinueve y pasé, junto con otros admitidos, a formar parte de la plantilla de la mina y a engrosar mi nómina. El año en el que también me compré un piso a pagar en treinta años, aunque luego fueron catorce. El año en el que conocí las jornadas continuas vespertinas y nocturnas, y en consecuencia, el año en el que mis ritmos circadianos empezaron a joderse progresivamente hasta quedar deshechos.
Aunque todos estábamos a la misma profundidad, no era lo mismo ser un esclavo subcontratado que serlo de la empresa que subcontrata. Cuando pasé de ser lo primero a lo segundo, supe que existen derechos fundamentales escritos en letra diminuta que, de cumplirse, protegen y garantizan lo que se supone una esclavitud digna y de calidad. Por consiguiente, conocí los comités de empresa, los sindicatos y su corrupción galopante. Como también las jerarquías de mando y sus malas artes, llámense falsa meritocracia, nepotismo vergonzante y, por supuesto, el corporativismo de los esclavos agradecidos y concienciados.
Me situé tan al margen de aquello como pude, sin ánimo alguno de ascender y con la intención de transitar por la senda tan desapercibido como me fuera posible. Limitándome a ser uno más de los que reparábamos y reconstruíamos las máquinas que la sección de explotación necesita para arrancar la potasa, y que tan impunemente destrozaban sin contemplaciones, bien por fatiga o mala praxis.
Así llegué a los treinta y tres años y al 2006. El año en el que la mina, por culpa de la cobardía y estupidez de los que allí trabajamos, sufrió tal cambio en uno de los puntos de su sagrado estatuto, que ya no la reconocería. Uno que no he sido capaz de asumir del todo, y que, poco a poco, me ha convertido en la almorrana que hoy soy en el esfínter de la empresa.
Como es sabido, en todos los trabajos, sea la empresa pequeña, mediana o grande, hay malnacidos a los que matarías por el bien propio y el de la sociedad en general. Pero resultó que todas las personas con las que tuve que trabajar durante los primeros nueve meses de 1995 se merecían una vida larga de felicidad y salud. Eran buena gente. Desde el personal de la oficina, pasando por el jefe de estación y acabando en los que realizaban las inspecciones, lo cual facilitó tanto mi adaptación al sitio como la realización de mis nuevas funciones esclavistas remuneradas.
En la ITV me di cuenta de que se me daba bien trabajar, como se suele decir, de cara al público. Cuando ya llevaba cuatro meses allí, tuvimos que asistir a un seminario en el que nos impartieron varias técnicas de conducta y gestión respecto al cliente. Todas aquellas supuestas habilidades me sonaban, más que nada, a actuar con sencillo y puro sentido común que, en mi caso, surgía de forma natural y sin impostura. No obstante, si bien el volumen diario de gente resultaba abrumador al cabo de la jornada, el tiempo que pasábamos con cada una de esas personas era de diez minutos, más o menos.
Nunca creí que diría algo así, pero me gustó trabajar en la ITV. Era muy monótono, pero al mismo tiempo suponía una aventura casi a diario. Y tampoco podía ser de otra forma: tratabas directamente con seres humanos, y a veces te hacían partícipe de sus estados anímicos. A las pocas semanas los clasifiqué por grupos en función de su comportamiento. Tan solo me bastaron tres, y fueron los que siguen.
El más numeroso era el grupo de los indiferentes. Los que, con una mirada inexpresiva, si es que te miraban, decían: «Tengo mejores cosas que hacer que estar en este puto sitio, ¿vale?». Llegaban sin pronunciar palabra y, cuando les tocaba, se largaban de la misma manera. Rápido y fácil.
Otro grupo era el de los peculiares y extravagantes. Los que nos hacían reír, ya fuera por la vestimenta, por los adornos interiores del coche —del todo estrambóticos— y, sobre todo, por lo que decían y el cómo: «Haga bien su trabajo. Pero tenga presente que se encuentra ante un exoficial de las COE y podría matarle mediante un movimiento entrenado de mis pulgares». Fue un anciano de unos setenta años, con sonrisa dentífrica y abundante pelo canoso cortado a cepillo.
Y el grupo menos numeroso, aunque pueda sorprender, era el de los hostiles y directamente gilipollas. Los que hacían de la ITV un trabajo estimulante, desafiante y del todo impredecible. Cuando entraban en ira y se hacía imposible revertirlos a su condición humana, debíamos derivarlos de inmediato al jefe de estación para evitar que el conflicto verbal fuera físico. La mayor de las veces se les devolvía el dinero y se iban despotricando bajo una nube de rayos y truenos.
Pero lo justo no existe y la justicia menos. Faltaba media hora para cerrar, y un tipo trajeado entró con su Mercedes en la nave que corresponde sin que yo le hiciera el gesto para tal acción. Pero bien, tampoco había nadie e iba con los papeles. No pasó la inspección porque entre las ruedas del eje trasero había un desequilibrio de frenada del setenta por ciento. Y eso no es un fallo leve, sino grave, cuando por ley solo se permite un desequilibrio del veinte, pese a que la máquina que mide esos valores la teníamos tarada a una permisividad del treinta.
El tipo trajeado se quejó directamente al jefe de estación, pero en un tono contrario al de los gilipollas y hostiles. Dijo que yo hilaba muy fino. El jefe de estación salió de la oficina como tuvo que hacer otras veces en estos casos. Se montó en el Mercedes, realizó la prueba de frenos y, delante de mí y del tipo trajeado, ratificó mi veredicto. Aun así, ese individuo no se fue con la cara enrojecida y gesticulante. Como seguro habéis intuido, se retiró con la pegatina de inspección técnica favorable adherida al parabrisas de su vehículo. Porque cuando no eres nadie te jodes, y cuando eres el alcalde, por ejemplo, pasas por encima de lo que se supone que es de obligado cumplimiento. Así funciona y así seguirá, a todos los niveles y en cualquier lugar.
El operario al que yo sustituía cogió el alta médica en la fecha marcada por el doctor, que no era otra que el día en el que finalizaba mi contrato. Así que no quedaba más que despedirse con un grato sabor de boca. Entretanto, seguía en la senda, pero en punto muerto, cuando a los pocos días el Lluiset volvió a reclamarme para currar con un contrato indefinido, pero no en su taller, sino en la poderosa empresa multinacional en la que aún sigo.
Ahí fue donde experimenté la verdadera realidad del esclavo y de que todo es mentira. Y no me refiero al puto programa televisivo.
No fue necesario que me cruzara con Javi cuando salí del cajero automático situado en la zona alta del pueblo. Su melena era más larga de lo que recordaba y seguía vistiendo como Slash, su ídolo. Mientras que yo iba vestido como siempre, pero con el pelo rapado como nunca: casi al cero.
Tampoco hizo falta que me dijera que se iba al instituto a hacer fotocopias y ordenar la biblioteca. Él estaba cumpliendo con la prestación social sustitutoria, y yo estaba agotando mi permiso de salida, a la espera de coger el tren que dentro de media hora me llevaría al autobús que me dejaría en el cuartel militar.
Supe, sin necesidad de más información, que el mayor error de mi vida fue no haber optado por la objeción de conciencia. Y que, por consiguiente, en un recinto carcelario, sometido a una disciplina absurda y humillante como nunca imaginé, malgastara de la peor manera posible nueve meses irrecuperables de mi tiempo.
Lo único positivo de aquella basura fue cuando el hombrecito endiosado de más rango de todos los que parasitaban allí ordenó que rompiéramos filas por última vez. Acto seguido, se apoderó de mí una alegría inmensa como el cielo y profunda como el océano, solo equiparable, sin duda, a la que sentiré cuando me jubile.
Aquel paréntesis inservible finalizó en mayo de 1993. Volví a tocar a la puerta empresarial del Lluiset y, tal y como me aseguró, la volvió a abrir, esta vez sin ilegalidades en el contrato laboral y con unas condiciones aceptables. De nuevo transitaba por la senda del esclavo, y con la lección bien aprendida: no llegar nunca tarde, nunca molestar y siempre obedecer y producir. El Sistema me había preparado bien para ello desde preescolar.
Estaba domesticado y adaptado para la causa, pero no solo trabajaba. También ahorraba, gastaba, trasnochaba, erraba, acertaba, reía, me enojaba y, en definitiva, vivía. Entre todas esas cosas, me saqué el carnet de conducir y me compré un coche.
Sin que me diera cuenta, llegó el año 1995 y una crisis de poca envergadura en la que el Lluiset tuvo que prescindir de alguno de sus proletarios, entre ellos yo. Al mismo tiempo, el jefe de una sucursal de una conocidísima empresa pública, de la cual abominan muchas personas que conducen, y cuya gestión es privada, necesitaba a un chaval joven y responsable hasta el final del verano. Este chaval debía poder desplazarse y que tuviera, como mínimo, el graduado escolar y FP1.
Quiso el Universo que ese hombre necesitado no solo conociera a mi padre, sino que le preguntara a él si sabía de un chaval con tales requisitos. Quizá penséis que mi padre fue un tipo influyente en ciertos ámbitos, pero no es así. En su época laboral, no fue más que un mando intermedio de la empresa en la que trabajó. La cual, desde que se creó, posee una importancia capital en la economía mundial por el producto insustituible que vende.
El caso es que el chaval elegido antes tenía que enfrentar un test de personalidad y otro de conducta. El primero de quinientas preguntas y el segundo de trescientas. Después de un descanso de media hora, venían unos ejercicios de agilidad mental o algo así, consistentes en una veintena de dibujos muy simples que se sucedían en un orden lógico de complicación, pero inacabado. No te daban tiempo suficiente para finalizarlos. Se trataba de comprobar cuán lejos podías llegar. Por último, tachaaaaaaaan, disfrutabas de una amena entrevista de veinte minutos con un psicólogo.
Si después de todo eso te consideraban apto, estabas dentro. Y así fue como a los veintidós años empecé a trabajar en la ITV.
Cuando yo era pequeño, recibía los veranos con entusiasmo desaforado. Aquello duró hasta el 31 de marzo de 1989. Por lo visto, el Estado estableció que la edad mínima para empezar a trabajar era a los dieciséis años. De modo que mi padre sentenció: «Este verano empezarás a trabajar». No me preguntó si me parecía bien, mal o regular. Sencillamente, era algo que iba a suceder.
Tampoco pudo ser de otra forma. A mis padres, de origen humilde, nunca les ha tocado la lotería ni sus apellidos son de alta alcurnia. Además, conociéndolos, jamás iban a consentir que yo y mis hermanas formáramos parte de esa subespecie improductiva —por aquel tiempo en ciernes y hoy en día abundante— de parásitos, inútiles y vividores que nos rodea. También podría haberme dedicado a la política o pretender el alzacuellos, sí, y no habrían podido evitarlo. Pero como me inculcaron dignidad y honradez, tampoco fue posible.
El sitio donde me vi obligado a trabajar es una empresa de automoción ubicada en el pueblo donde me crié. En la actualidad, continúa con la reparación tanto de coches como de maquinaria ligera y pesada. El dueño y fundador, casado pero sin hijos, se llamaba Lluís (Luís en el idioma del país vecino, orientación sur) y murió a los noventa y tantos, al timón de su empresa. En el pueblo era conocido como Lluiset (Luisito para el bilingüe que opta por el monolingüismo castizo). Así pues, yo, con dieciséis años, empecé a trabajar en el Lluiset.
Eso supuso mi primer contacto, no solo con el mundo laboral, sino también con el mundo de los adultos que, como sabe el lector asiduo de esta bitácora, aborrezco hasta límites inenarrables. No solo por ser un mundo complicado, fallido y estúpido, sino también por ser el verdugo de mi felicidad plena y el principio de la venta del resto de mi vida hasta la jubilación, aún por llegar. Casi nada.
Aquel verano fue todo un punto de inflexión, puesto que aprendí verdades duras, desagradables y valiosas respecto al dinero y al funcionamiento del mundo, que se reafirmaron en los años venideros en todos los aspectos. Llegó el otoño y continué con mis estudios. Elegí la rama de electricidad en formación profesional. No porque tuviera vocación. De hecho, nunca he sentido vocación o interés alguno por ningún trabajo o carrera de cuantos existen. Tan solo elegí electricidad por una cuestión de proximidad: estaba cerca de donde vivía.
Estudiaba y aprobaba casi por inercia, como un autómata, y así llegaron los diecisiete años y otro verano en el que volví a trabajar en el Lluiset. Ya no era un mero aprendiz. Tenía una base sólida de teoría y la experiencia del verano anterior, así que no solo aprendía, y mucho, sino que también producía y ganaba dinero. Poco, pero sentía que aquel trabajo, sin gustarme, me conducía a algún lado. Mientras que en la Politécnica me sentía en punto muerto, cada vez más vacío y hastiado. Cuando les dije a mis padres que no quería seguir estudiando, no pusieron objeción alguna. Tenía trabajo.
Y trabajando llegué al 31 de marzo de 1992 y a los dieciocho años. Era mayor de edad y la secretaria del Lluiset, Teresa, que moriría tres meses después por un fulminante cáncer de estómago, me dijo que subiera a la oficina del jefe cuando acabara mi jornal. Nunca olvidaré lo que me dijo: «Bien, ahora tienes dieciocho años y, según la ley, tendrías que cobrar 56. 280 pesetas mensuales. ¡Eso ni te lo pienses! Te necesito y me haces falta. Cobrarás 46.000 y, si no te gusta, que corra el aire». No me extrañó. Mi padre conocía al Lluiset de hace muchos años y me dijo que eso sucedería. Y yo ya sabía que existían las ilegalidades y los abusos de poder, solo que todavía no los había experimentado.
Llegué a casa y expliqué a mis padres lo ocurrido. Mi madre se enfureció como se enfurece siempre ante las injusticias, sean cercanas o ajenas. Mi padre se rio y yo también, y me preguntó qué había decidido. Y contesté que decidí continuar. Conocía a los trabajadores y el trabajo. Y, a fin de cuentas, sabía que no iba a encontrar otro que me gustara, porque ninguno me gustaba. Se trataba de vender mi tiempo en un lugar que, al menos, no me asqueaba, y eso ya lo tenía, aunque fuera cobrando por debajo del salario mínimo interprofesional de la época.
Aquella decisión resultó ser una de las más acertadas de mi vida. Aunque también, ese año, cometí uno de mis mayores errores.
Pasó mucho tiempo hasta que supe por qué nuestro profesor de catalán y manualidades, alias Cara de Pera, se abstuvo de dejar un folio en blanco en el pupitre en el que estaba sentado Antonio. Éramos treinta alumnos en clase. ¿Acaso el Cara de Pera solo tenía veintinueve folios? No: tenía más, muchos más. Entonces, ¿por qué se saltó a Antonio?
Por aquel entonces yo tenía doce años y todo estaba por aprender. No sabía nada, salvo que había que obedecer y aprobar. De lo contrario, podían infligirte broncas y castigos, y ningún menor de los que estábamos allí queríamos eso. Por aquel tiempo, muchas cosas me resultaban absurdas y del todo incomprensibles, y no es algo que haya cambiado mucho hasta el día de hoy.
Pero llega un día en el que ya no tienes doce años. Tienes trece, catorce y luego quince, y así sucesivamente. Y de la forma más insospechada, algo en tu mente hace clic y te dices: «Hostia, ya sé por qué el Cara de Pera pasó de Antonio el día que repartía los folios en blanco en la clase de manuales».
En un mundo ideal, los padres de Antonio habrían podido pagar las mil pesetas anuales que se requerían para poder acceder al material escolar, aunque la enseñanza pública te la vendieran como gratuita.
En un mundo ideal, la cultura y la enseñanza serían gratuitas de verdad y estarían al alcance de cualquiera, y no existirían profesores como el Cara de Pera. Estos serían empáticos y sensibles, y habrían obviado el impago de aquel tributo escolar, o bien, por qué no, saldado la cuenta de su propio bolsillo.
Pero tal mundo jamás ha existido ni existirá. Cara de Pera pasó de largo como si tal cosa, indiferente al desconcierto cristalino e inocente de nuestras caras y al propio Antonio, al cual le ardían las orejas, agachaba la cabeza y se hundía en su pupitre hasta desaparecer.
Las inclemencias climatológicas, junto con la desidia, casi acaban con él. Eso sin mencionar los actos vandálicos de los que fue objeto. Pero eso forma parte del pasado. Me han informado que actualmente luce mejor que nunca, y eso es gracias a los habitantes de la urbanización en la que se erige.
Son muchos veranos posponiéndolo. Cuando no es por una cosa, es por otra, pero de este verano no pasa. Cuando lo tenga a mi vera, haré un par de fotos y supongo que no podré más que sonreír y recordar. Y pensar que, por muchos años que pasen, sigue siendo el mejor.
Como reza el título de la entrada, así era conocido y considerado. No era el más duro, ni el más rápido, ni el más pesado. Solo el que estaba más loco. Antes de que se fuera, pude disfrutarlo en 2018, y ya intuí que no habría una próxima vez. Que el Innombrable lo acoja en su gélido seno.
Hoy volví a entrar en tu espacio. Hoy era un día tan propicio como cualquier otro para comprobar si lo habías actualizado. Pero me encontré, más como un presentimiento que una sorpresa, que ahora solo pueden acceder a él los lectores invitados. Es decir: nadie.
Habías dado un paso más claro y definitivo para alejarte de este medio. Sucede un día u otro, claro. Pasan los años y todos dejamos de ser (unos menos que otros) aquellos alegres tarados de los primeros cinco o seis años.
Supongo que, por experiencia, durante el camino se te cerraron puertas, desaparecieron seres queridos y se rompieron tus más intensas relaciones. Y te has alimentado de alegría, sí, y también de ingentes cantidades de mierda, vomitada luego en forma de literatura y música.
Lo entiendo: era irreversible el cambio; era inevitable el fin, pues cuando morimos, dejamos el mundo lleno de gafas, calzoncillos, tangas, DNIs, pulseras, fotos amarillentas, relojes que ya no marcan la hora, recetas médicas… Meros objetos convertidos en callejones sin salida.
En vida, sin embargo, incumplimos juramentos y promesas; perseguimos tentaciones que nunca alcanzaremos y traicionamos deseos e intenciones. Y todo eso que tan bien nos define acaba en nada. Como esa bitácora que se cierra o se elimina, y pasa a engrosar una solitaria red llena de enlaces que dirigen a ninguna parte.