23/1/25

415. El loco 2

    El loco a menudo perdía la noción del tiempo. Estábamos a mediados de enero y aún no había retirado el Papá Noel que trepaba por su balcón. Pero ayer, cuando subió la persiana y abrió la puerta balconera para salir a regar las plantas, el intenso hedor que le golpeó la cara le recordó que quizá iba siendo hora de quitarlo de ahí. Era sorprendente que los vecinos, con lo entrometidos que eran, nunca se quejaran al respecto. Quizá es que sus vidas también apestaban a muerte además de a mierda, y les importaba más lidiar con ellas que joder las del prójimo. 

    Pero así era: los adornos navideños ya descansaban en sus cajas, y el único Santa Trepador que aún se empeñaba en realizar un allanamiento de morada era el suyo. Aunque, para ser más exactos, el suyo era un mocoso muerto de ocho años. Si algo le había enseñado la experiencia, es que los cuerpos más idóneos para simular a Santa repartiendo felicidad son los que oscilan entre los cuatro y ocho años. Los que sobrepasan esa edad o son muy altos o pesan demasiado. De modo que el loco no tuvo ningún problema en descolgar al pequeño bastardo.

    Una vez dentro de casa, el loco se ajustó unos guantes de látex y una mascarilla FFP3. Colocó al pequeño sobre la mesa del comedor y empezó a desvestirlo bajo la luz fría de una lámpara de led. Puso a lavar el disfraz como hacía siempre, solo que esta vez apestaba mucho más de lo normal. No era de extrañar: treinta y siete días colgando del balcón como ropa emperchada eran demasiados días. La cara no solo estaba irreconocible; el cuerpo había ennegrecido por la putrefacción y se encontraba a medio camino de la esqueletización, lo cual podría haber despertado sospechas a pesar de la ocultación que ofrecía la poblada barba blanca y el traje rojo. 

    Se dijo que no podía volver a pasar, y que en el calendario marcaría con una equis el día siete de enero.

    Sin más dilación, cogió al niño muerto de la muñeca, lo arrastró hasta el lavabo y lo dejó dentro de la bañera. Después echó mano de su variado instrumental, dentado y filoso, y procedió a trocearlo. Como tenía práctica, acabó pronto. Luego bastaría con meter los trozos en una bolsa de basura de cien litros, dejarla en el maletero del coche, arrancarlo y recorrer los casi cinco kilómetros que lo separaban del vertedero, y por último, tratar de pasar inadvertido lo que quedara del año. Tiempo más que suficiente para decidir quién sería el Santa 26 que treparía por su balcón las próximas navidades. Hasta entonces, los niños y niñas de la ciudad estaban a salvo. 

    Pero antes se ducharía, pues el loco era un tipo aseado. Así que descorrió la cortina, se metió dentro de la bañera y el agua se llevó el sudor de su esfuerzo, los diminutos trozos de ser que aún quedaban y alguna que otra larva que notaba entre los dedos de los pies.



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