No os lo vais a creer. Yo estaba en lo alto de un púlpito de madera noble. El púlpito, colocado en medio de un gran escenario. El escenario, situado en el extremo de una sala en penumbras. Y la sala, dentro de una edificación cuya ubicación desconozco. En el otro extremo, ocupando más espacio que el escenario, había quinientas butacas dispuestas en formación militar, cada una de ellas ocupada bien por un hombre, una mujer, una niña o un niño.
Todas aquellas personas, a la espera de que iniciara mi discurso, me miraban como si quisieran adueñarse de mis pensamientos. De conseguirlo, sabrían que era la primera vez que tenía que hablar en público, y que me sentía incapaz de verbalizar lo impreso en los papeles que descansaban a pocos centímetros de mi vista, entre dos micrófonos de varilla largos.
Hasta mí llegaban las respiraciones, murmullos y crujidos de las butacas que producían al reacomodarse. Eran señales inequívocas de impaciencia, y no ayudaban en nada a vencer mi miedo escénico, así que decidí imaginarme desnudas a todas aquellas personas, pese a que la mitad de ellas eran menores, pero no funcionó. Luego las imaginé muertas además de desnudas, y el resultado fue peor: cabezas desplomadas hacia delante con las bocas babeando, y otras tantas colgando por encima de los respaldos de las butacas con miradas inexpresivas al techo, más otros cuerpos doblados por la cintura como espantajos de trapo.
«Mierda», pensé, «esto no va a salir bien». Cerré los ojos con un estremecimiento, y al abrirlos, las cabezas de los hombres y las mujeres se habían convertido en moais que me miraban con rocosa seriedad. Aunque lo que me causaba más perplejidad era la grotesca desproporción entre cabeza y cuerpo. Lo mismo que los niños y las niñas, que no eran tales, sino muñecos de ventrílocuo de grandes ojos expectantes y siniestras bocas mecanizadas.
En la sala ya no se producían crujidos de ningún tipo; menos aún murmullos y respiraciones. Sin tiempo de pensar en cómo era posible, las palabras que tenía atropelladas en la garganta se liberaron, y empecé a conferenciar con increíble fluidez. De tanto en tanto, los hombres y mujeres Moai asentían e incluso sonreían, y los niños y niñas muñeco, como si de veras tuvieran en el interior de la nuca la mano de un ventrílocuo, se agitaban y articulaban párpados y boca.
Así fue como pude impartir mi profundo conocimiento sobre la cría del champiñón cojonero por riego a aspersión en las cimas del Everest. Sobre todo, como gran consumidor que soy, en lo referido a sus múltiples propiedades curativas y nutritivas, además de las alucinógenas, del todo potentes e invasivas.
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