31/8/23

270. Vendiendo tiempo

    No hay nada al azar en el Sistema. Ya sabes: esa palabra que nunca termina de quedarse obsoleta. Se trata de que los que estamos más o menos socializados —domesticados mejor dicho—, no dispongamos nunca del tiempo necesario para reflexionar de qué va en realidad todo esto. Si tuviéramos las respuestas quizá nos volveríamos improductivos, le cortaríamos el cuello a nuestro mando inmediato y pasaríamos a ser un peligro para los intereses establecidos.

    Conozco a personas tan encantadas con su trabajo que no tienen tiempo ni para cagar del modo adecuado. Y el caso es que ni se dan cuenta ni les importa. Chifladas adoradoras de las horas extras, retribuidas o no, cuyas vidas privadas, familiares o en soltería son un infierno o algo inexistente. Cabezas trabajadoras y muy comprometidas con la empresa, siempre agachadas ante el jefecillo endiosado de turno, encantado de que sean los esclavos perfectos.

    Yo no tengo todo el tiempo que desearía y lo sé desde hace años. Intento tomármelo con filosofía —aunque más bien es resignación— y resistirme a ello siempre que puedo, pero es complicado. Los sistemas productivos basados en cuarenta horas semanales, a veces distribuidas de forma irregular según convenio pactado en jornadas de nueve y diez horas, te exprimen la vida y te desarman. Están pensados para aniquilar cualquier posibilidad de creación, expresión o cuestionamiento que aún quede en nosotros.

    La situación es tan frustrante que exige una condición de iluminado o loco. Más que nada para que nuestra salud mental, que ahora parece tan importante —cuando siempre lo ha sido— y a la mutua médica de tu empresa le importa una mierda, no acabe en un acto suicida o en disparos indiscriminados en el supermercado en hora punta.

    Ya no hay tiempo para disfrutar de todos los matices musicales de un buen disco. No hay tiempo para leer un capítulo más de ese libro que te absorbe, ni para dormir para un descanso adecuado. No hay tiempo para la verdadera conciliación familiar, ni para cultivar tus aficiones en toda su plenitud. No hay tiempo de amar u odiar con la intensidad debida ni para no hacer nada. No hay tiempo de ser. 

    Por eso la ciudad es colapso y agresividad. Gente corriendo por las carreteras, por los pasillos del metro y las aceras. Gente apresurada por todas partes llegando a todas partes sin aliento, sin ser conscientes de que ni siquiera son dueños del tiempo que gastarán mañana. Y tú ya has acabado tus vacaciones y estás deseando volver al trabajo, ¿verdad?



28/8/23

269. Frescor y lluvia

    Al parecer Ra nos ha dado una tregua. El cielo ya no pesa sobre nuestras cabezas y el presagio de la lluvia se ha hecho realidad. El aire frío trae nuevos olores a la ciudad y ya no calcina, pero se ha llevado la vida de unos cuantos.     

    Nos decían de pequeños que cada muerto es una estrella, pero hay quienes se precipitan al abismo y nunca llegan a tocar el cielo, porque allí donde sobreviven lo hacen como coches abandonados, resecándose al sol hasta que sus vidas se evaporan.

    A veces los contrastes son tan desquiciados como el pasado sol de este agosto excesivo. Y la locura térmica no aviva el deseo, sino que acaba con él, hasta el punto en que el amor se vuelve odio y parece inevitable acabar con todo. 

    Amor y relaciones humanas, jajaja; casi nada. Las mariposas en el estómago siempre terminan por desaparecer. La mayoría de veces devoradas por las sabandijas y escorpiones que anidan en nuestras entrañas, y que aparecen cuando las cosas van mal.

    Hoy nuestra piel está más marchita, pero ya no hay que bajar las persianas ni correr las cortinas de nuestras cuevas para mitigar el exceso de radiación. Ya cesó la insania que merma, y podemos cobijar de nuevo a nuestras sabandijas y escorpiones.



24/8/23

268. ¡Oé, oé, oé, oé!

    Dados los últimos acontecimientos referentes al llamado deporte rey, que dicho sea de paso y pese a todo me importa tres cojones, hoy toca esta canción y ser breve.


21/8/23

267. Reacciones corporales

    «Qué bien», me dije. Otro caluroso día de mortales radiaciones ultravioleta, que caerán sobre nuestras adocenadas cabezas como lluvia ácida. «Qué mal», pensé, cuando me incorporé de la cama con una rigidez rocosa en el cuello, debida a la exposición ininterrumpida al aire acondicionado durante toda la noche. 

    Mientras esputaba como un rumiante y me ofrecía al agua vitalizante de la ducha, una voz femenina que hablaba desde la radio como si me conociera, anunciaba que estábamos en alerta dos en varios lugares de la península. Los viejos, los niños y en especial los gilipollas de las bicicletas y los chándales ajustados, podían morir por una sobreexposición a las abrasadoras temperaturas.

    Yo salí de mi piso sin bicicleta y sin chándal, pero con gorra y gafas de sol, y con la intención de no someterme a un desgaste físico excesivo. La ciudad estaba muy viva a las trece de la tarde, y era innegable que nuestra existencia era una sucesión de ritos convencionales, grabados en piedra desde tiempos pretéritos por el jefe de la tribu. 

    Los edificios tenían fiebre y las calles sudaban, y yo fantaseaba lujuriosos apareamientos con todas las modelos que se insinuaban, muy ligeras de ropa, en las marquesinas de las paradas de autobús. 

    De pronto, al doblar la esquina, vi al Padre Esperancejo, sonriente y con los brazos en jarra, a la sombra de la entrada de su iglesia de estilo neoclásico. No podía creerlo —y más cuando se trata de esa gente—, pero justo en medio de su centro de gravedad aprecié una protuberancia aguda e insolente. No me extrañó que las dos feligresas sexagenarias con las que hablaba, también sonrieran en un estado de profunda espiritualidad. Sin duda, aquel hombre lúbrico de dios, estaba experimentado en cuerpo y alma la indefinible sensación de libertad que ofrece el estar desnudo bajo el hábito.

    «Amén», me dije también sonriente, y continué mi andadura tranquilo y confiado, evitando las excrecencias achicharradas de perro y respirando la combustión de gasóleo. De improviso, unas gotas transparentes y viscosas al tacto tan pronto me las quité, me cayeron en el brazo. En un primer momento pensé que sería otra mierda; pero no. Alcé la vista y reparé en el balcón de un primer piso, en el que asomaba una arrebolada lolita con el rostro desecho de satisfacción, y sin lencería alguna que cubriera su entrepierna candente y húmeda.

    Desde luego, este verano estaba resultando ser de lo más sorpresivo y excitante.


   


17/8/23

266. Mediana edad

    Verano caluroso e interminable. La persona de mediana edad se despereza en la habitación de su niñez. Ese lugar al que pensaba que nunca regresaría. Tiene calor, pero no hay ventilador ni aire acondicionado. Hace mucho que no trabaja. Tampoco le queda más tiempo del que empleó en la escuela, en el bachillerato y en la carrera universitaria para conseguir una formación sólida de futuro.

    O de lo que sea.

    La persona de mediana edad se siente engañada. También piensa demasiado, y es que tiene mucho tiempo para pensar. En sus mejores días también actúa y acude a varias entrevistas de trabajo. Pero los días pasan y su teléfono nunca suena. Quizá es que ella es un poco fea; a lo mejor es que él es un poco gordo. O puede que ya es demasiado vieja para el mercado laboral, pese a que ahora resulta que se es joven para jubilarse a los sesenta y cinco.

    Empieza a no entender muchas cosas.

    Para engrosar la cifra de parados no hubo problema. Aunque tuvo que hacer una cola interminable y responder hasta del color de su ropa interior. Mientras su licenciatura amarillea, la persona de mediana edad subsiste con una prestación ridícula, y a menudo se pregunta dónde quedaron sus sueños.

     Como cada día la persona de mediana edad se asoma a la ventana, cuyo cristal tiñe de sangre el sol púrpura de un ocaso cercano. Hace mucho que mira sin ver, retraída en algún lugar del que nunca habla y del cual un día no regresará, porque todo cuanto le rodea le parece cada vez más lejano e irreconocible. Tanto como la vida que antes le sonreía.


14/8/23

265. De madrugada

    Ya es lunes de madrugada. Pesadez de párpados, ojos cansados y otro libro leído. Por cierto, en este mismo momento de quietud y soledad, os comunico que la mierda aviar es corrosiva. Más de lo que creía, quiero decir. Tardé demasiado o no limpié demasiado bien la defecación que cayó sobre la funda de mi libro electrónico. Justo en la zona de impacto hay una merma sólo perceptible si miras con lupa. 

    Tampoco es de extrañar. Fijaos lo que hacen las deposiciones venidas del cielo, con la pintura de las carrocerías, las estatuas y las fachadas de los edificios, si permanecen sobre ellas el tiempo suficiente. Todo se deteriora de una forma u otra. Nada permanece, la corrosión es real y la mierda es ley.

    La noche muere con lentitud al mismo tiempo que la mañana nace. Mientras, Gutalax llena mi santuario con sus cadencias de retrete y aguas residuales, no aptas para gente prejuiciosa y sensible. Con total carencia de escrúpulos me advierten sobre las malas artes de la industria alimentaria. Sin duda te escribo en una particular noche de asociaciones, y eso que el perro del vecino lleva días sin hablarme. 

    Quizá la fuerza oscura se ha buscado otro cuerpo en el cual manifestarse; quizá algunos todavía recuerdan los estragos cometidos por El Hijo de Sam. En cualquier caso, para no acabar abundando en el guano y la gallinaza —que nunca se sabe—, os deseo buenas noches, o buenos días para quienes el lunes será más una maldición que un proyecto.

    Para el resto, feliz insomnio o estado de catalepsia.




10/8/23

264. El negro blanco

    En estos tiempos calurosos en los que priman los bronceados y los cánceres de piel, os recuerdo que un día estival como hoy, hace ya unos cuantos años, nos comunicaron por televisión, prensa y radio, que murió el negro que logró cambiar su color cutáneo por el blanco. Nos hicieron creer que dejó de compartir el mismo plano existencial que nosotros, pero no es así. Lo que ocurre es que se volvió traslúcido de tanto combatir el vitíligo que lo aquejaba. Sigue en este mundo, en nuestras vidas, solo que su blanco radiactivo ha adoptado una longitud de onda imperceptible para la retina humana.

    El perro del vecino me lo ha dicho y me ha dictado esta entrada. Y yo creo antes a un animal que a un humano. 

    Vosotros veréis.



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