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9/6/22

142. Exorcismo urbano

    Soy un parado de larga duración. Soy una mujer a la que le han hostiado la cara demasiadas veces. Soy un tipo que lo perdió todo por incompetencia de su abogado matrimonialista. Soy un exmilitar que convive en sus noches de insomnio con los alaridos de un millón de cadáveres. Soy otra más sometida a explotación sexual bajo amenaza de muerte. Soy cualquier persona lo bastante jodida como parar empuñar un revólver contra sí misma. El mismo que compré en el mercado negro y lleva dormido en el fondo del cajón, esperando. 

    Pero hoy me he despertado con el pie izquierdo y he decidido que voy a ser el sacerdote de mi exorcismo. Voy a dejar salir los demonios y que se lleven toda la basura.

    Me ducho. Pienso en almorzar pero no como nada. Bebo, solo bebo. A veces lloro. Y mientras bebo y lloro me visto y salgo al mundo con mi revólver y una botella de vino recién empezada.

    Son las ocho y media de la mañana. La primera persona con la que me cruzo es esa chica de 1.º de bachillerato.

    —Buenos días. ¿Vas a recoger hoy la mierda de tu perro?
    —¿Qué? 
    —Quítate los auriculares, niña, que te estoy hablando. Que si hoy te vas a dignar a recoger la mierda de tu perro.
    —Y a ti qué te importa. Déjame en paz.

    Disparo. 

    La muchacha ni siquiera tiene tiempo de sorprenderse. El impacto de bala atraviesa el entrecejo de sus bonitos ojos azules y la levanta unos centímetros del suelo. Cuando cae, lo hace al lado de la última mierda canina que nunca recogerá, y su futuro se esfuma como el humo de mi pistola. El perro gimotea y un tanto dubitativo, empieza a olisquear esa nueva esencia desconocida que desprenden los sesos humanos. Escondo el arma en la cintura del pantalón, doy un trago y sigo andando. El día es espléndido y me ofrece colores que hacía tiempo que no veía. Puede que sea porque me siento feliz de nuevo y ya no recordaba esa sensación. 

    El tiempo se estira. No sé el rato que llevo andando. A lo lejos veo a un tipo muy bien trajeado que se apea de un coche el doble de caro que los pisos de mi barrio, ya de por sí caros. Cuando llego lo bastante cerca, veo que el tipo está pateando a un indigente. El hombre rico resopla por el esfuerzo que eso le supone, y el hombre pobre, en posición fetal, se esfuerza por protegerse. Doy un trago y me pregunto por qué un hombre que en apariencia lo tiene todo, querría apalizar a otro que en apariencia no tiene nada. 

    Puede que el hombre rico tiene un mal día porque han bajado sus acciones en bolsa. Quizás el hombre rico ha discutido con su mujer porque ella ha descubierto que es un adúltero. A lo mejor el hombre rico ha falseado las cuentas de su empresa y el fisco le está soplando en la nuca. O más sencillo aún: el hombre rico, como que es rico, hace lo que le sale de las pelotas y hoy solo necesita desahogarse. El puto hombre rico...

    —Eh, don traje, ¿tienes hijos? —El tipo se gira. Veo el desprecio grabado en su cara.
    —¿Que si tengo...? Sí, tengo hijos. ¿Tú quién coño eres?

    Disparo.

    Una pequeña explosión sanguinolenta aparece en su caja torácica. Suficiente para que el tipo sepa que hoy no es su día de suerte, antes de caer sobre la modesta edificación de cartón en la que vive el mendigo. Hoy llorarán en el mundo de los ricos y la opulencia se vestirá de negro. Hoy los niños ricos también se quedan huérfanos y sus madres ricas también enviudan. Le doy un generoso trago a la botella y luego se la ofrezco al vagabundo. «Ten, amigo. Creo que la necesitas más que yo». La mirada del mendigo se ilumina con ese brillo de quien lleva largo tiempo sin esperar nada. Quizás porque en algún momento de su vida le quitaron algo irrecuperable. Quizás hoy vuelve a creer. 

    Las diez de la mañana. El día mejora por momentos porque respiro magia en el ambiente. Y todavía me quedan cinco balas para hacer el bien entre tanto mal. Escondo mi revólver de nuevo y entro en el instituto que hay camino a mi casa. Debe ser la hora del recreo o algo así, porque los pasillos están abarrotados de estudiantes que salen de sus aulas. Veo saturación en muchos de ellos. Y prisa, mucha prisa. Los pasillos se vacían en un momento y por fin encuentro lo que buscaba: sala de profesores. «Vaya, han descuidado el lenguaje inclusivo». 

    Hay dos profesores y dos profesoras.

    —Buenos días. ¿Qué tal?
    —¿Quién demonios es usted? —pregunta una profesora. El resto están sorprendidos. 
    —Eso me pregunto yo desde hace meses y sigo sin saberlo. Desde luego, no soy el jodido Charles Bronson. Por cierto, ¿qué hacen fumando? ¿No está prohibido?
    —Escuche —interviene otra profesora—, si no podemos ayudarle, será mejor que se vaya. No puede estar aquí.
    —No se preocupe; no pueden ayudarme. Pero sí podrían haber ayudado a la chica de quince años que estudiaba en este instituto de mierda y que hace quince días se suicidó por acoso escolar.
    —Mire, váyase de inmediato o llamaremos a la policía. —Los cuatro docentes se miran y se revuelven en sus asientos.
    —Apuesto a que sí. De repente se han vuelto muy eficaces. ¿Cuántas veces se tiene que denunciar el acoso escolar para que los de su gremio, en lugar de girar la cara, muevan el culo?  
    —¡Váyase de aquí ahora mismo o llamo a la policía! ¡Usted no tiene ni idea! ¡Usted...!

    Disparo, disparo, disparo y disparo.

    Cuatro docentes que deshonraban su respetable profesión, hoy dejan de hacerlo. Los padres de la joven suicida seguirán destrozados de por vida. Nadie sabrá la verdad, pero hoy el mundo es un poco mejor. Salgo del instituto sobre las doce del medio día dirección a mi casa, y es que tengo hambre. Y lo hago con una sonrisa más radiante que el sol que baña la calle. Será verdad eso que dicen que llevar a cabo buenas acciones te hace sentir realizado. Durante el trayecto, todos aquellos con los que me cruzo me miran con horror, me señalan con el dedo y me esquivan. De pronto, cuando llego a mi piso, oigo el aullido de unas sirenas. 

    Los buenos van a por el malo. Los espero con una cerveza en la mano y la pistola en la otra, sentado en el suelo. Los que dicen proteger y servir se identifican a gritos y me exigen que salga con las manos en alto. Mi revólver aún está caliente y brilla. Miro por la ventana y veo a una numerosa agrupación de ciudadanos, buenos y obedientes, apiñados en la acera tras el cordón policial, con los mentones alzados. Algunos de ellos sujetan a sus menores en su regazo girándoles la cara, pero no se van. 

    Hay espectáculo y es gratis. 

    Las fuerzas represoras repiten su orden. Mañana, en varios platós de televisión, los llamados expertos se emborracharán con lo acontecido, ensalzarán la labor de los héroes y condenarán las acciones del monstruo. Y pasarán de tratar los problemas de fondo y estructurales, mientras que la sociedad de bien seguirá siendo esa abultada y sucia alfombra bajo la que ocultar tragedia y mierda.

    Pero yo estoy en paz. En paz con todos desde ni recuerdo. 

    Los que protegen los intereses del Estado destrozan la puerta e irrumpen. Exclaman que suelte el arma, me tire al suelo y ponga las manos en la cabeza. «No más demonios, joder», y levanto mi arma.

    Abajo, los móviles destellan y las redes sociales arden. 

    Disparo. 

    Disparan. 

    

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