Yo intentaba escribir desde la penumbra de mi hogar. El flexo proyectaba su acogedora luz sobre la pantalla y el teclado. Todo estaba dispuesto, pero la tranquilidad que siempre necesito para tal fin, era alterada en su totalidad por detonaciones tan cercanas y distantes de mi posición, como incesantes y molestas, que realizaban innumerables agrupaciones de cretinos y algún que otro solitario discapacitado.
Yo intentaba escribir, pero no sentía la fluidez acostumbrada. Daba igual que la música elegida fluctuara entorno a mí. De nada servía que la sangre de uva con la que regaba mis entrañas deleitara mi paladar y evocara cierta inspiración; a veces esquizofrénica, cuando no risible; a veces poética, a veces cualquier otra cosa. No había posibilidad alguna de concentración. Sin poder evitarlo, la ciudad y yo éramos víctimas colaterales de la maldición que supone la celebración de una tradición.
Los hospitales, los ambulatorios y el SEM, atendían a cientos de idiotas mayores y menores de edad por dolencias derivadas de quemaduras de primer y segundo grado, afecciones oculares por sucumbir al misterioso hipnotismo de las llamas, y amputaciones parciales por explosiones a destiempo. A su vez, los bomberos se ocupaban de pequeños incendios en zonas urbanas, agrícolas y forestales. Y las fuerzas del orden, entre tanto desorden, actuaban por diversos delitos contra la persona y el patrimonio.
Todo muy humano y reconocible.
Salvo los simpatizantes de la hoguera y los consabidos hijos de perra de la orgía pirotécnica, no había perros y gatos callejeando por las zonas habituales. Estaban demasiado ocupados en lidiar con su terror y sus taquicardias, agazapados en sus escondrijos. Y las sufridas mascotas sintientes que tenían un hogar, vomitaban y temblaban en el regazo de sus dueños mientras que afuera los celebrantes reían.
Así que bienvenidos al infierno, animalitos. Bienvenidos seamos todos a la mística noche del 23 de junio. A la mágica noche de San Juan, sí.
Muy mágica.