Hacía mucho tiempo que no veía un arcoíris, y ahora mismo, al tiempo que escribo esto, tengo uno enfrente de mi ventana, perfectamente definido en toda su colorida curvatura, con sus siete razones más que inapelables para hacerme sentir insignificante y dejarme absorto.
Hace un par de horas llovía y el día era gris como el plomo, y en un capricho celeste, una porción encapotada de las alturas se ha abierto y el sol ha iluminado la mitad de la ciudad mientras que la otra ha seguido en penumbras. En la parte iluminada, la lluvia caía a cámara lenta como en un sueño, y en la otra, el mundo era un cuadro de trazos cenicientos y oscuros. Ha sido en ese momento mágico cuando el arcoíris ha decidido coronar tan hipnótico contraste.
Después, en cuestión de minutos, el sol se ha ocultado y el arcoíris ha palidecido hasta desaparecer, dando paso a un intenso arrebol que ha encendido el cielo para luego apagarse en un azul profundo como el océano. Ha sido una pena que hoy no estuvieras conmigo, querida desconocida. Era el momento perfecto para desvestirnos a dentelladas y follar bajo el arcoíris como buenos hijos enloquecidos de Pachamama.
Para olvidarse del aborrecible mundo de los hombres y abrazar desnudos las maravillas de Gaia.
¡Bienvenidos todos y todas al circo de la vida! ¡Nadie les preguntó si querían figurar en él, pero aquí están! ¡Bienvenidos, pues, al mundo desigual de los afortunados y los ganadores! ¡De los desafortunados y los perdedores! ¡De los adaptados y los inadaptados!
No se pierdan a la psicóloga que repara mentes menos dañadas que la suya propia y encima cobra por ello. Sorpréndanse con el militar de alto rango que lleva toda la vida en el ejército y habla de lo sufridas que son las guerras cuando no ha vivido ninguna. Escuchen con gran atención a personas solteras de innegable fealdad exterior elogiar la belleza interior. Lloren con el niño que buscó durante años a su madre y al encontrarla se enteró de que fue ella quien lo abandonó. Y disfruten, oh, sí, del gran espectáculo de la niña obesa que soñaba con ser modelo de pasarela y acabó siendo toxicómana; ahora sí que está delgada, ¡miren, miren!
Quédense con la boca abierta cuando escuchen a personas de vidas acomodadas hablar sobre cómo lidiar contra la hambruna y la miseria cuando siempre han tenido la nevera llena. Y no dejen de ver nuestra pequeña representación teatral sobre un cuento universal versado en el empresario millonario que levantó su imperio de la nada. Pasen por aquí y conmuévanse con el enamorado que regó flores con su propia sangre y las entregó a la mujer que luego lo rechazó. Y sientan la profunda tristeza de la mujer más bella de los anuncios de champú que se quedó calva a causa de la quimioterapia y ya no tiene quien la pretenda.
¡Pero no se vayan todavía, que queda lo mejor! ¡He aquí nuestra atracción preferida, damas y caballeros! Entren y mírense los unos a los otros. ¿Es que no lo ven? También tenemos monstruos de feria y payasos, sí, ¡payasos de todas las clases!
Lo que hizo esa mujer en horas de trabajo fue la gota que colma, la gran vacilada y el pasotismo supremo. Y aunque de eso ya hace diez años, lo seguimos teniendo grabado a fuego en las retinas, por lo que no puede seguir impune por más tiempo. No basta con que pidiera perdón y el Gran Arquitecto se lo diera. Cuando se descubre a una bruja, no es suficiente con que haya quedado retratada: también hay que meterle la escoba por el culo, aun compartiendo al cien por cien el uso que le hubieran dado Los Sirex de tenerla.
Pero hoy el universo sonríe a los justos y donde Themis falló, triunfamos nosotros. Porque ahora, después de años de concienzuda planificación y templanza, mis amigos Crisógono, Demenciano, el Loco y yo tenemos a esa mujer donde queremos, que no es otro sitio que el apolillado maletero de nuestro Ford Falcon, dirección a un lugar donde el silencio es monarca y la paz eterna, hostia y amén.
Una vez allí, coche aparcado y fardo humano al hombro transportado por turnos, con el mutismo de la luna como testigo, el denso humo de la matuja y la voz nasal de B-Real guiando nuestros pasos, vamos al punto más alto de la colina de los cipreses a cavar una tumba. Ahí, la otrora Ministra de Sanidad y Consumo de España, podrá jugar al Candy Crush todo lo que quiera sin temor a que las cámaras de televisión la graben como hicieron en el Congreso.
Eso si consigue desatarse y quitarse el iPad de la boca, claro.
Hoy sí recuerdo lo que he soñado. Eras tú otra vez, claro. Seguía tu silueta en los capítulos de un libro que hablaba de lo que construimos juntos. En una historia complicada de la que todavía no me atrevo a enfrentar el epílogo si no es contigo. Estabas justo al lado del punto y aparte de cada página; más allá de los puntos suspensivos y los espacios en blanco.
Te he rozado con los dedos y casi logro retenerte entre los signos de exclamación de todo lo que quise gritarte; entre los signos de interrogación de todo lo que nunca me atreví a preguntar. Pero te has desvanecido en el último momento y te he vuelto a perder. Y de nuevo he despertado en mi lado de la cama, solo, con un puñado de paréntesis vacíos y un dolor en el pecho.
Acabo por fin el turno de noche y llego al impasible bloque de ladrillo especulado antes de que amanezca. Entro en mi confortable habitáculo, cierro la puerta con llave y me quedo tranquilo en medio del silencio, pues noto algo en mi interior que pugna por salir. Cuando noto que llega el momento, gesticulo boca y cabeza como el león de la metro, y me cebo en el acto de liberar el exceso de aire de mi tracto digestivo hasta no quedar nada.
Por lo visto, los ochenta y ocho metros cuadrados habitables de mi nicho vivienda no son suficientes para contener la resonante y prolongada onda expansiva producida, pues se extiende al suelo del piso de arriba donde vive la Tere, señora de edad respetable con vocación de vigilancia sin nóminaque, como duerme menos que una jirafa y tiene la audición de una polilla, no puede abstenerse de decir: «¡aaalaaa, mi niño!».
Yo no puedo más que reír. Me desvisto, me meto en la cama y desaparezco bajo el edredón. A los pocos segundos me tiro un pedo que suena como el enérgico desgarro de una sábana. También me he vuelto a cebar, pero la Tere no dice nada; al menos, nada que yo oiga. Después de este reajuste interior, me duermo justo cuando el mundo comienza a despertar. Cuando lo haga yo serán las tres de la tarde, horas después de que todo haya arrancado, y volveré a preguntarme qué será lo que sueño que nunca me acuerdo.
Lo siguiente, en algún momento del nuevo día, supongo que será explorar techo y paredes por si han aparecido nuevas grietas.
Nunca ha sido gracias a ti la jornada laboral de ocho horas de lunes a viernes. Nunca ha sido gracias a ti que una mujer pueda votar o que las personas homosexuales puedan casarse. Nunca ha sido gracias a ti que, a cada día que pasa, el color de la piel sea solo eso. Nunca han sido gracias a ti las conquistas sociales conseguidas por quienes se revelaron, lucharon y murieron contra leyes injustas o forzaron la aparición de derechos más igualitarios.
Nunca nada ha sido gracias a ti a pesar de esos sinónimos que te atribuyen, como fortaleza, resistencia, superación... que al final solo los empleas para adaptarte al medio, por injusto o adverso que sea, o para resurgir de cualquier tipo de mierda individual de la manera más positiva posible. Te has tragado el cuento de tal modo que hasta te sientes crecer como persona por cómo gestionas tus tragaderas ante el sinsabor.
Tantas cosas aún por mejorar y cambiar, y ahora el de arriba me viene con el nuevo mantra. Y lo peor es que ha colado.
Más o menos a mitad de trayecto, dirección al trabajo, paso por delante del matadero comarcal. Hay días que sus proximidades huelen a mierda y a muerte, lo cual no es de extrañar si en la actualidad van a veinte mil cerdos semanales colgando del gancho listos para el despiece. Pienso que Lochón, Chachito y Pelochín también acabarán sacrificados como sus congéneres y Lobo ya no tendrá con quien compartir la cachimba.
No hay ventanas en las que asomarse al interior del matadero.
Los tres cerditos, Pelochín, Lochón y Chachito, habían decidido pasar la noche bebiendo litronas y fumando porros en casa de uno de ellos, en lugar de retozar en su charca preferida como tenían acostumbrado. ¿No existía la llamada «noche de chicas»? Pues ahora también existiría la de los cerdos en el sentido más literal del término.
Por fuerza, la casa elegida fue la de Pelochín, pues era de ladrillo, y por consiguiente la única de las tres que había resistido las lluvias torrenciales y los vientos huracanados de la semana pasada. Por lo visto, la paja y la madera no eran materiales que resistieran ciertas adversidades climatológicas.
Llegó la noche y los tres cerditos iniciaron el fumeteo y el bebercio. Al rato ya estaban sumidos en un agradable sopor cannábico-alcohólico, que los condujo a debatir sobre por qué los humanos aprovechaban de ellos hasta los andares, y los cerdos comunistas de Rebelión en la granja (1945) acababan traicionando sus ideales. Todo marchaba bien: las litronas estaban en su punto exacto de frío, la mercancía marroquí era de gran calidad y Three Little Pigs de Green Jelly sonaba en el tocata. Si existía el Paraíso, tenía que ser en aquella confortable casita de ladrillo, en ese momento exacto en el que... De pronto sonó el timbre. Los tres cerditos enmudecieron, se miraron entre ellos, y luego dirigieron sus ojos enrojecidos a la puerta. Sus caras porcinas estaban tan relajadas que parecían de gelatina. El tiempo pasaba lento, lento, muy lento... hasta que el timbre sonó de nuevo con insidiosa insistencia, y una voz exclamó:
—¡Eh, qué coño os pasa!, ¡abrid la puerta, joder!
Los tres cerditos reconocieron de inmediato aquella voz grave: era el Lobo Feroz, que se unía a la fiesta tal y como habían acordado el día anterior. Como Lochón y Chachito eran bastante vagos, fue Pelochín el que abrió.
—Hijos bastardos de cerda paridera, ¿por qué habéis tardado tanto? Hace un frío que pela. ¿Acaso queríais que entrara por la chimenea con todo esto? —Lobo iba cargado con tres pizzas extra grandes equilibradas en la mano izquierda y una bolsa en la derecha. —Seguro que hubieras podido, Lobito —bromeó jocoso Lochón con su vocecita un tanto errática—. No hemos puesto ninguna olla con agua hirviendo para cocerte el culo —y los tres cerditos prorrumpieron en sonoras carcajadas sin pudor alguno. —Ja, ja, ja —parodió Lobo—. Qué graciosos son estos putos gorrinos fumetas. No me toquéis los huevos y despejad la mesa. He traído algo que os va a encantar. —Sí, ya veo que has traído pizzas, pero solo tres —observó Chachito con unos ojos que parecían dos puñaladas en un tomate—. ¿Qué pasa, Lobo?, ¿no tienes hambre? —No, no tengo hambre, ¿y sabéis por qué? Porque me acabo de zampar a la abuela y a la putilla encapuchada de su nieta, ja, ja, ja, ja, ja —rio Lobo estentóreo. —¡¿Qué?! —Pelochín. —¡¿Cómo?! —Chachito. —¡¿Cuándo?! —Lochón. —Justo antes de ir a buscar las pizzas. Aunque creo que la abuela se me está indigestando un poco —dijo Lobo llevándose una pezuña al estómago—. Ese vejestorio sabía a espantapájaros, hostia.
Cuando los tres cerditos salieron de su estupor, se levantaron con esfuerzo y, con no menos esfuerzo, se subieron a la mesa de centro, tirando al suelo litronas vacías, ceniceros anegados de colillas, cedés de heavy metal, un par de muñecas hinchables desinfladas, columnas de libros de bolsillo y platos con restos de comida semipodrida (al fin y al cabo eran unos cerdos), para situarse a la altura de Lobo y poder palmearle la espalda mientras lo felicitaban con sus sentidas vocecitas gorrineras.
—Joder, Lobito, enhorabuena —dijo Lochón con solemnidad. —Eres el puto amo, Lobo. El más feroz de todos, joder —añadió Chachito con sincera admiración. —Llevas intentando zamparte a ese par de cabronas desde 1812 —expresó Pelochín muy emocionado— y por fin lo has conseguido. Mierda, Lobo, estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.
Los cuatro amigos, pezuñas sobre hombro formando un círculo, asentían en silencio y se miraban conmovidos. Ninguno de ellos rompía la solemnidad de aquel momento que parecía destinado a durar toda la eternidad. Seguían asintiendo y mirándose muy serios; y seguían, y seguían, y seguían...
—Bueno, ya está bien, cojones —dijo Lobo truncando la magia del momento y pasándose el dorso de la garra por los ojos con gran rapidez—. Será mejor que acabemos de quitar toda la mierda que queda en la mesa y empecéis a comer las pizzas antes de que se enfríen. Luego os enseñaré lo que llevo en la bolsa.
Y se pusieron a ello como si despertaran con brusquedad de un bello sueño. Los tres cerditos devoraron las pizzas entre sonoros pedos acordes con la reverberación de los eructos de Lobo, que los acompañó con un par de litronas de las que no dejó ni gota. Ya saciados, los tres cerditos volvieron a limpiar la mesa de centro mientras Lobo cambiaba el cedé de Green Jelly por uno de Mucky Pup. Cuando empezó a sonar Little Pigs los tres cerditos se sentaron en el sofá, y Lobo se colocó de pie frente a ellos al otro lado de la mesa, bolsa en mano. Sacó lo que esta contenía y con gesto teatral lo dejó en la mesa.
—¡Sí, trío de capullos! ¡Ha llegado la hora de fumar en serio! —dijo Lobo mientras los miraba complacido.
Los tres cerditos, con adoración, también hacían lo propio respecto a la preciosa cachimba de cuatro mangueras que tenían delante. Ni una más ni una menos. Se miraron, se sonrieron, hicieron un levantamiento de cejas coordinado, y los cuatro se pusieron pulmones a la obra en lo que fue una gran noche de burlas al mundo y a ellos mismos mientras volaban muy, muy alto, más allá de las nubes.