Los tres cerditos, Pelochín, Lochón y Chachito, habían decidido pasar la noche bebiendo litronas y fumando porros en casa de uno de ellos, en lugar de retozar en su charca preferida como tenían acostumbrado. ¿No existía la llamada «noche de chicas»? Pues ahora también existiría la de los cerdos en el sentido más literal del término.
Por fuerza, la casa elegida fue la de Pelochín, pues era de ladrillo, y por consiguiente la única de las tres que había resistido las lluvias torrenciales y los vientos huracanados de la semana pasada. Por lo visto, la paja y la madera no eran materiales que resistieran ciertas adversidades climatológicas.
Llegó la noche y los tres cerditos iniciaron el fumeteo y el bebercio. Al rato ya estaban sumidos en un agradable sopor cannábico-alcohólico, que los condujo a debatir sobre por qué los humanos aprovechaban de ellos hasta los andares, y los cerdos comunistas de Rebelión en la granja (1945) acababan traicionando sus ideales. Todo marchaba bien: las litronas estaban en su punto exacto de frío, la mercancía marroquí era de gran calidad y Three Little Pigs de Green Jelly sonaba en el tocata. Si existía el Paraíso, tenía que ser en aquella confortable casita de ladrillo, en ese momento exacto en el que... De pronto sonó el timbre. Los tres cerditos enmudecieron, se miraron entre ellos, y luego dirigieron sus ojos enrojecidos a la puerta. Sus caras porcinas estaban tan relajadas que parecían de gelatina. El tiempo pasaba lento, lento, muy lento... hasta que el timbre sonó de nuevo con insidiosa insistencia, y una voz exclamó:
—¡Eh, qué coño os pasa!, ¡abrid la puerta, joder!
Los tres cerditos reconocieron de inmediato aquella voz grave: era el Lobo Feroz, que se unía a la fiesta tal y como habían acordado el día anterior. Como Lochón y Chachito eran bastante vagos, fue Pelochín el que abrió.
—Hijos bastardos de cerda paridera, ¿por qué habéis tardado tanto? Hace un frío que pela. ¿Acaso queríais que entrara por la chimenea con todo esto? —Lobo iba cargado con tres pizzas extra grandes equilibradas en la mano izquierda y una bolsa en la derecha.
—Seguro que hubieras podido, Lobito —bromeó jocoso Lochón con su vocecita un tanto errática—. No hemos puesto ninguna olla con agua hirviendo para cocerte el culo —y los tres cerditos prorrumpieron en sonoras carcajadas sin pudor alguno.
—Ja, ja, ja —parodió Lobo—. Qué graciosos son estos putos gorrinos fumetas. No me toquéis los huevos y despejad la mesa. He traído algo que os va a encantar.
—Sí, ya veo que has traído pizzas, pero solo tres —observó Chachito con unos ojos que parecían dos puñaladas en un tomate—. ¿Qué pasa, Lobo?, ¿no tienes hambre?
—No, no tengo hambre, ¿y sabéis por qué? Porque me acabo de zampar a la abuela y a la putilla encapuchada de su nieta, ja, ja, ja, ja, ja —rio Lobo estentóreo.
—¡¿Qué?! —Pelochín.
—¡¿Cómo?! —Chachito.
—¡¿Cuándo?! —Lochón.
—Justo antes de ir a buscar las pizzas. Aunque creo que la abuela se me está indigestando un poco —dijo Lobo llevándose una pezuña al estómago—. Ese vejestorio sabía a espantapájaros, hostia.
Cuando los tres cerditos salieron de su estupor, se levantaron con esfuerzo y, con no menos esfuerzo, se subieron a la mesa de centro, tirando al suelo litronas vacías, ceniceros anegados de colillas, cedés de heavy metal, un par de muñecas hinchables desinfladas, columnas de libros de bolsillo y platos con restos de comida semipodrida (al fin y al cabo eran unos cerdos), para situarse a la altura de Lobo y poder palmearle la espalda mientras lo felicitaban con sus sentidas vocecitas gorrineras.
—Eres el puto amo, Lobo. El más feroz de todos, joder —añadió Chachito con sincera admiración.
—Llevas intentando zamparte a ese par de cabronas desde 1812 —expresó Pelochín muy emocionado— y por fin lo has conseguido. Mierda, Lobo, estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.
Los cuatro amigos, pezuñas sobre hombro formando un círculo, asentían en silencio y se miraban conmovidos. Ninguno de ellos rompía la solemnidad de aquel momento que parecía destinado a durar toda la eternidad. Seguían asintiendo y mirándose muy serios; y seguían, y seguían, y seguían...
—Bueno, ya está bien, cojones —dijo Lobo truncando la magia del momento y pasándose el dorso de la garra por los ojos con gran rapidez—. Será mejor que acabemos de quitar toda la mierda que queda en la mesa y empecéis a comer las pizzas antes de que se enfríen. Luego os enseñaré lo que llevo en la bolsa.
Y se pusieron a ello como si despertaran con brusquedad de un bello sueño. Los tres cerditos devoraron las pizzas entre sonoros pedos acordes con la reverberación de los eructos de Lobo, que los acompañó con un par de litronas de las que no dejó ni gota. Ya saciados, los tres cerditos volvieron a limpiar la mesa de centro mientras Lobo cambiaba el cedé de Green Jelly por uno de Mucky Pup. Cuando empezó a sonar Little Pigs los tres cerditos se sentaron en el sofá, y Lobo se colocó de pie frente a ellos al otro lado de la mesa, bolsa en mano. Sacó lo que esta contenía y con gesto teatral lo dejó en la mesa.
—¡Coño! —Lochón.
—¡La puta! —Pelochín.
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