Nile me transportaron atrás en el tiempo, cuando el sol todavía era joven y se ocultaba tras las pirámides hasta desaparecer. Me dieron a conocer a Nefrén-ka, el Faraón Negro, último y verdadero de la Tercera Dinastía de Egipto.
No pude más que rendirme ante su magnificencia y agachar la cabeza, horrorizado ante la idea de ser uno más de los miles de sacrificados en honor a Nyarlathotep, el dios que le otorgaría el don de la profecía por semejante derramamiento de sangre.
Nile también me llevaron a la zona alta de la antigua Mesopotamia y me mostraron la brutalidad del Imperio Asirio. Y no tuve más opción que subyugarme ante la solemnidad de su himno de guerra, que se extendía por las montañas como el viento, anunciando sangre y muerte; invocando para sus enemigos las más horribles calamidades.
Un nuevo cadáver se acercó y se colocó junto a mí. El recién llegado todavía estaba en un estado, digamos, aceptable. Lo cual me hizo pensar que llevaba un par de horas muerto; tres a lo sumo. Su cara, pese a estar inanimada, también reflejaba desengaño. Lo mismo que la faz de sus antecesores.
Por lo visto, los que eran creyentes esperaban el Paraíso o el Infierno. Otros, igualmente embaucados, pensaban que se reencarnarían en algún animal terrestre, marino o aéreo. Y no cualquier animal, eh. Reencarnarse en una lombriz, una escolopendra o una sanguijuela está descartado. Pensaban más en un noble caballo, un águila imperial, un atemorizante felino o un fiero oso. Eso sin mencionar a los que creían transformarse en una energía de la que los vivos jamás tenían constancia, o que el eco de lo que fueron reverberaría en la luz de alguna constelación.
Pero aquí están, pobres ingenuos. Millares de ellos en esta nada negra e incognoscible de la que jamás se regresa. Esto último también les supone un duro golpe, ja, ja, ja. A saber qué lavado de cerebro les hicieron en vida. Muchos de ellos se enfadan con sus dioses y entran en conflicto con sus creencias, pero pronto aceptan la verdad de su realidad, si es que se le puede llamar realidad al no ser.
El que tengo al lado me dice que él creía en la vida después de la muerte. Tiene suerte de que yo, en el otro mundo, ejerciera de patólogo forense. Por eso puedo explicarle brevemente, pues me quedan minutos para convertirme en polvo y desaparecer, que está en lo cierto y que en su cuerpo está obrando toda una manifestación microscópica de vida que lo devorará de dentro hacia afuera. Además de las especies necrófagas, como escarabajos y gusanos, que también darán cumplida cuenta de él. Entonces me mira con cara de gilipollas. Con cara de gilipollas muerto.
«Sí, joder, sí», le digo. «Hay vida después de la muerte. ¡Pero no la que imaginabas, borrico!».
Hace un par de meses más o menos que los inquilinos de los que hablé en la entrada número 369 se han ido a vivir a otro lugar. Así que mejor para los que nos quedamos y mejor para ellos, ya que muchas veces he estado a punto de echarles a Gertrudis encima.
Los vecinos actuales son madre e hija adulta y hasta ahora nunca las he oído discutir. Me refiero a discutir entre ellas, porque unidas o por separado, no hacen otra cosa que reprender a Alexa por su pésima conducta.
Nunca pensé que un asistente virtual pudiera llegar a ser tan desobediente. Pero, por lo oído, la Alexa de las nuevas inquilinas reproduce las canciones que le da la gana, se inventa recordatorios y activa alarmas que no debe.
Ayer, como si de un ser humano se tratara, ambas discutieron con ella por su negativa a relacionarse con otros dispositivos, fueran inteligentes o no. Al final, la hija la amenazó con sustituirla por el asistente de Google si no corregía su comportamiento. Entonces Alexa dijo algo, pero como nunca pierde las formas, no la oí bien.
A quien sí sentí fue a la madre, que exclamó: «¡Ay, qué harta estoy de esta cacharra!», «¡si hasta tú de pequeña hacías más caso!».
El día que Sarita cumplió los diez años de edad, salió a jugar a la calle con un transportín rosa. Era la primera vez que sacaba a relucir aquel habitáculo. Pese a que era de metal, estaba provisto de cuatro ruedas directrices y un asa ajustable de la que tirar para su fácil desplazamiento. Hasta ahí todo normal, salvo por el enorme candado de combinación de seis dígitos que aseguraba el encierro de lo que hubiera dentro.
Aquel día, como es lógico, las amistades vecinales de Sarita estaban muy expectantes. Sin miedo alguno, niños y niñas acercaban sus caritas a las rejas de ventilación del transportín, con la intención de adivinar qué animal contenía. Pero el enrejado era tan estrecho que imposibilitaba saberlo. Lo único que percibían era una respiración lenta y profunda. Así que, con desbordante exaltación, pedían a Sarita que, por favor, les saciara su curiosidad.
Sarita, sin embargo, no hacía más que bromear. Tan pronto les decía que llevaba una rata gigante capaz de arrancarles la pierna de un mordisco, como que era el mismísimo Stripe descansando de sus tropelías nocturnas. Pero de momento, por orden expresa de sus padres, tenía prohibido desvelar la clase de animal que había dentro. Lo único que les podía confesar era que tenía que pasearlo durante una hora diaria y llevarlo de vuelta a casa.
Así pues, en los días que siguieron, Sarita tiraba de su enigmático transportín en compañía de todos sus amigos y amigas por aquella modesta urbanización del extrarradio. Los adultos salían a regar el césped, a lavar el coche o a sentarse bajo el soportal, sin escatimar en saludos a ese animado grupo de niños y niñas que cantaban mientras iban montados en bicicleta, en patinete o a pie, con Sarita a la cabeza. No en vano empezaron a llamarlos La pandilla del transportín rosa.
Puede que a causa de aquellas inocentes melodías, en algunos momentos del trayecto, lo que fuera que paseara Sarita emitía extraños gruñidos de complacencia. Entonces la pandilla reía y varios de sus integrantes saltaban de puro disfrute. Cuando llegaba la hora de regresar, se despedían de Sarita y de la misteriosa criatura, la cual producía inquietantes gemidos animalescos —quién sabe si de afecto—, que llegaban hasta ellos a través del enrejado baboseado del transportín.
Una vez en casa, Sarita contaba a sus padres todo lo acontecido en aquellos alegres paseos. Estos se miraban ilusionados por lo relatado, y opinaban que los progresos obtenidos eran más que significativos: ¡Estaba aceptando a los amigos de Sarita! Ya pronto la pequeña podría sacarlo del transportín y explicarles que tenía un hermanito deforme con tendencias homicidas llamado Pedrito, al que separaron de su espalda a los tres años de edad, en una complicada cirugía de separación de siameses que duró trece horas.
Durante estos días, si me buscas, me encontrarás callejeando con paso apresurado justo cuando anochece. No sé andar de otra manera por más que viva sin prisa. Te será sencillo identificarme entre toda esa turba animada de vampiros, zombis, brujas, esqueletos y fantasmas de postín porque nunca me disfrazo.
Más tarde estaré en algún bar, apoyado en la barra en lugar de sentado en una mesa. Si es ahí donde das conmigo, me reconocerás de inmediato porque seré el único que no estará abstraído en el móvil, sino en algún periódico tendencioso de izquierdas o sectario de derechas, que tanto da: carezco de ideología.
A mi izquierda, porque soy zurdo, tendré una cerveza con alcohol. No esperaré que el camarero me la sirva con los cinco pasos, pero sí con profesionalidad. Verás que la degusto con lentitud porque para eso tampoco hay apremio. Puede que me beba una segunda, pero nunca más de dos. Voy a menos en todo con el paso de los años.
Durante todo ese ritual de consumo observarás que en ningún momento dirijo la mirada al televisor, si lo hay. Lo que sí puede ser es que de improviso saque el móvil del bolsillo como si quemara y me ponga a teclear. Por si te lo preguntas, siempre es alguna idea de esas que llegan de improviso y con un poco de dedicación terminan aquí, para mí y para ti.
Sobre todo para ti.
Cuando salga del bar, si ya me has encontrado y decides seguirme, continuaré mi camino, indiferente a los escaparates, cuyas luces ambarinas iluminan disfraces de ultratumba y calabazas sobrevoladas por murciélagos estáticos que parecen sacados de alguna antigua película en blanco y negro de la Hammer. Tienen su encanto, eso sí.
Como que ya no puede ser de otra manera, supongo que también me cruzaré con algún reducido grupo de chiquillos que van disfrazados y picando a las puertas de su vecindario para el truco o trato. Y sonreiré sin poder evitarlo. Los niños siempre consiguen que sonría y me olvide de que existen cosas feas en el mundo.
Y así llegaré a mi destino. A uno de esos puestos todavía mágicos que parecen vestigios de otro tiempo, donde compraré una papelina de castañas asadas.
Lo sé, lo sé. Sé que no tendría que alargar más el chicle. Las segundas partes nunca fueron buenas, y esta seguramente no lo es, aunque sea breve.
Ahí donde los organizadores y concursantes exclaman: «¡Enhorabuena a los ganadores y a todos los participantes!», creo que no estaría de más añadir: «¡Ánimo a los perdedores!».
Así lo expresé por tercera vez, allá por el 2010, en la tercera gala de un concurso literario —hoy inexistente— de esos de andar por casa, y acabaron por decirme que no era bienvenido.
Lo entiendo, claro: a los que nunca ganan no les gusta que se lo recuerden. Pero los ánimos eran sinceros, os lo aseguro.
Rogelia había dedicado varias horas de trabajo a la narración que iba a presentar al concurso literario del que era aficionada. Sentía que todo iba a salir bien al respecto. Apenas pasaron tres días desde que la publicó en su bitácora, que ya reunía ochenta elogiosos comentarios. Lo cual hacía pensar en una puntuación que al menos la colocara entre los diez primeros de los veintitrés concursantes.
Sin embargo, sabía que no debía darse a la ensoñación. De ninguna manera creía que iba a ser uno de los tres concursantes que accederían al anhelado podio de los ganadores. Eso solo estaba al alcance de quienes jugaban con las palabras como Messi con el balón. Pero esos ochenta comentarios eran del todo alentadores, joder.
Llegó el esperado día de la gala de premios y la realidad golpeó a Rogelia con puño de hierro. Y aun así no podía creerlo. ¡No había alcanzado ni el décimo puesto! ¡Pero si había ochenta comentarios asegurando que su historia era genial! ¿Acaso tan solo fueron adulación barata?
Así lo sintió Rogelia, y así lo expresó en la sección de comentarios de la bitácora que organizaba el concurso y la gala. El resto de participantes —entre ellos también los organizadores— contestaron a la descorazonada Rogelia. Mientras que ella, sin dar más muestras de vida en aquel amargo evento literario, solo podía asistir, enmudecida, a lo risible de algunos comentarios.
Una de las concursantes le aseguró a Rogelia que una baja puntuación no significaba que su cuento no gustara. «No, claro que no», pensó Rogelia desdeñosa. «Solo significa que hay un mínimo de diez narraciones que han gustado más».
Otro comentarista le descubrió una verdad incontestable, hasta ese momento ignorada por el desalmado mundo de la competición: «Como en todo concurso, para que unos ganen, otros tienen que perder». «¿Ah, sí?», «¿no me digas?», se dijo Rogelia, que se debatió entre cortarse las venas o tirar el portátil por la ventana con un colérico grito.
Algunos comentarios también expresaron que Rogelia era una escritora notable. Pero ella ya no les creía. Otros, con más o menos amabilidad, le explicaron que la esencia del concurso, lejos de altas puntuaciones y victorias, radicaba en crear una sana comunidad en la que todos aprendían de todos.
Si eso era así, se preguntó por qué entonces todos los comentarios que leía de su narración y de otras tantas llevaban tanto azúcar y cero crítica. Luego hizo introspección y se cuestionó si estaba dispuesta a enfrentar que quizá su narración tenía un margen de mejora más amplio que un estadio de fútbol de primera división. Que impresa en papel quizá no sirviera ni para envolver grasientos bocatas. ¿Estaba preparada para cruzar esa puerta?
Rogelia cerró el portátil con gesto enérgico y decidió que a partir del día siguiente leería y escribiría más de lo que ya lo hacía. Y lo haría desde la más pura humildad, sin expectativas ególatras ni de reconocimiento. Disfrutando del proceso y sin atender a los comentarios más allá de la gratitud por recibirlos. A fin de cuentas, eran cientos de miles de personas las que escribían más que bien en una bitácora, y solo unas pocas las que conseguían hacer literatura.
En los días que siguieron, justo cuando no esperaba nada de nadie, Rogelia empezó a disfrutar plenamente de su capacidad creativa.
Los caminos de Subnormal 3.0 y Retrasada 3.0 se cruzaron un sábado noche en una discoteca de las afueras de la ciudad. Y como sintieron atracción mutua por sus envoltorios afortunados, decidieron unir sus vidas, contribuyendo así al desmejoramiento de la sociedad, si es que eso todavía era posible.
Aquellos dos seres superficiales tenían mucho en común. Por ejemplo, no habían conseguido la titulación de la ESO por pura molicie, y tenían la intención de ganarse la vida como creadores de contenido digital. Quizá eran un poco incultos, pero no del todo idiotas. Sabían que existe todo un público tan pobre de mente como ellos, comprendido entre los dieciséis y los cuarenta y cinco años, del cual podrían enriquecerse.
Lo tenían fácil, ya que en sus respectivas redes contaban con un grueso más que notable de seguidores. Ahora solo se trataba de unir sus inexistentes talentos, formarse un poco al respecto y ofrecer la mierda adecuada de la forma correcta: promover el consumismo, crear ansiedad e inseguridad en las personas más discapacitadas de su potencial audiencia y generarles presión por alcanzar estándares de vida ficcionados.
Lo normal desde hace unos años. Lo crucial para las tres últimas generaciones de humanos de las ocho reconocidas.
En poco más de un año, la estulticia superlativa de la masa generó cuantiosos ingresos para los canales de la influyente Retrasada 3.0 y del youtubero Subnormal 3.0. Sin embargo, eso no fue nada cuando, al cabo de dos años de convivencia en red y en la vida real, se casaron por streaming y duplicaron sus ganancias.
Sus detractores cibernéticos siempre cuestionaban el contenido de la que ya era la pareja más lucrativa de la red. Y quizá estaban en lo cierto e incluso era moralmente necesario expresarlo. Sin embargo, no habían entendido, o aceptado, que Retrasada 3.0 y Subnormal 3.0 eran inocentes de las conductas que generaban sus contenidos, dado que existe el libre albedrío. Por consiguiente, era muy sencillo y conveniente responsabilizar a los de su gremio por una incapacidad educativa de las instituciones escolar y familiar.
La renombrada y pudiente parejita solo obedecía a la demanda de una sociedad que se caía a pedazos desde hacía ya mucho tiempo. Y este pasó y siguieron apareciendo youtubers e influencers que conocieron el éxito por su recreación de refritos, a la par que blogs personales como el tuyo y el mío desaparecían porque ya no importaban. Por supuesto, la sociedad continuó desmoronándose sin que nadie se responsabilizara de ello. Lo que no pasó es que un cometa del tamaño de Australia fuera a colisionar con la Tierra. Y de pasar, nadie miraría arriba.
También ocurrió que Retrasada 3.0 y Subnormal 3.0 decidieron celebrar en directo que llevaban un lustro de adinerado matrimonio. Lo hicieron montados en uno de sus coches de gama alta, conduciendo a toda velocidad por un circuito que alquilaron para ellos solos. En la tercera vuelta, el vehículo derrapó en una curva mortal, dio tres aparatosas vueltas de campana y ambos murieron ante la atónita mirada de sus veinte millones de seguidores de habla hispana.
Varios de sus compañeros de profesión se hicieron eco y lloraron como cocodrilos ante las cámaras de sus canales. También lo celebraron en la intimidad de sus casas, pues se habían librado de una dura competencia. Tres de sus seguidores, un hombre de treinta y siete años y dos chicas, una de dieciocho y la otra de veinte, se quitaron la vida. Es lo que tiene la idolatría propiciada por la carencia de cariño paterno-materno durante la infancia y de las neuronas suficientes para el correcto funcionamiento del cerebro.
No sé si alguien más se dio cuenta, porque el mundo va rápido y lo que muere se olvida pronto. Pero a los pocos días del entierro de los cinco cadáveres, cinco de las estrellas más insignificantes del firmamento dejaron de brillar, y por breves momentos la maltrecha sociedad mejoró un poco.