Acabo por fin el turno de noche y llego al impasible bloque de ladrillo especulado antes de que amanezca. Entro en mi confortable habitáculo, cierro la puerta con llave y me quedo tranquilo en medio del silencio, pues noto algo en mi interior que pugna por salir. Cuando noto que llega el momento, gesticulo boca y cabeza como el león de la metro, y me cebo en el acto de liberar el exceso de aire de mi tracto digestivo hasta no quedar nada.
Por lo visto, los ochenta y ocho metros cuadrados habitables de mi nicho vivienda no son suficientes para contener la resonante y prolongada onda expansiva producida, pues se extiende al suelo del piso de arriba donde vive la Tere, señora de edad respetable con vocación de vigilancia sin nóminaque, como duerme menos que una jirafa y tiene la audición de una polilla, no puede abstenerse de decir: «¡aaalaaa, mi niño!».
Yo no puedo más que reír. Me desvisto, me meto en la cama y desaparezco bajo el edredón. A los pocos segundos me tiro un pedo que suena como el enérgico desgarro de una sábana. También me he vuelto a cebar, pero la Tere no dice nada; al menos, nada que yo oiga. Después de este reajuste interior, me duermo justo cuando el mundo comienza a despertar. Cuando lo haga yo serán las tres de la tarde, horas después de que todo haya arrancado, y volveré a preguntarme qué será lo que sueño que nunca me acuerdo.
Lo siguiente, en algún momento del nuevo día, supongo que será explorar techo y paredes por si han aparecido nuevas grietas.
Nunca ha sido gracias a ti la jornada laboral de ocho horas de lunes a viernes. Nunca ha sido gracias a ti que una mujer pueda votar o que las personas homosexuales puedan casarse. Nunca ha sido gracias a ti que, a cada día que pasa, el color de la piel sea solo eso. Nunca han sido gracias a ti las conquistas sociales conseguidas por quienes se revelaron, lucharon y murieron contra leyes injustas o forzaron la aparición de derechos más igualitarios.
Nunca nada ha sido gracias a ti a pesar de esos sinónimos que te atribuyen, como fortaleza, resistencia, superación... que al final solo los empleas para adaptarte al medio, por injusto o adverso que sea, o para resurgir de cualquier tipo de mierda individual de la manera más positiva posible. Te has tragado el cuento de tal modo que hasta te sientes crecer como persona por cómo gestionas tus tragaderas ante el sinsabor.
Tantas cosas aún por mejorar y cambiar, y ahora el de arriba me viene con el nuevo mantra. Y lo peor es que ha colado.
Más o menos a mitad de trayecto, dirección al trabajo, paso por delante del matadero comarcal. Hay días que sus proximidades huelen a mierda y a muerte, lo cual no es de extrañar si en la actualidad van a veinte mil cerdos semanales colgando del gancho listos para el despiece. Pienso que Lochón, Chachito y Pelochín también acabarán sacrificados como sus congéneres y Lobo ya no tendrá con quien compartir la cachimba.
No hay ventanas en las que asomarse al interior del matadero.
Los tres cerditos, Pelochín, Lochón y Chachito, habían decidido pasar la noche bebiendo litronas y fumando porros en casa de uno de ellos, en lugar de retozar en su charca preferida como tenían acostumbrado. ¿No existía la llamada «noche de chicas»? Pues ahora también existiría la de los cerdos en el sentido más literal del término.
Por fuerza, la casa elegida fue la de Pelochín, pues era de ladrillo, y por consiguiente la única de las tres que había resistido las lluvias torrenciales y los vientos huracanados de la semana pasada. Por lo visto, la paja y la madera no eran materiales que resistieran ciertas adversidades climatológicas.
Llegó la noche y los tres cerditos iniciaron el fumeteo y el bebercio. Al rato ya estaban sumidos en un agradable sopor cannábico-alcohólico, que los condujo a debatir sobre por qué los humanos aprovechaban de ellos hasta los andares, y los cerdos comunistas de Rebelión en la granja (1945) acababan traicionando sus ideales. Todo marchaba bien: las litronas estaban en su punto exacto de frío, la mercancía marroquí era de gran calidad y Three Little Pigs de Green Jelly sonaba en el tocata. Si existía el Paraíso, tenía que ser en aquella confortable casita de ladrillo, en ese momento exacto en el que... De pronto sonó el timbre. Los tres cerditos enmudecieron, se miraron entre ellos, y luego dirigieron sus ojos enrojecidos a la puerta. Sus caras porcinas estaban tan relajadas que parecían de gelatina. El tiempo pasaba lento, lento, muy lento... hasta que el timbre sonó de nuevo con insidiosa insistencia, y una voz exclamó:
—¡Eh, qué coño os pasa!, ¡abrid la puerta, joder!
Los tres cerditos reconocieron de inmediato aquella voz grave: era el Lobo Feroz, que se unía a la fiesta tal y como habían acordado el día anterior. Como Lochón y Chachito eran bastante vagos, fue Pelochín el que abrió.
—Hijos bastardos de cerda paridera, ¿por qué habéis tardado tanto? Hace un frío que pela. ¿Acaso queríais que entrara por la chimenea con todo esto? —Lobo iba cargado con tres pizzas extra grandes equilibradas en la mano izquierda y una bolsa en la derecha. —Seguro que hubieras podido, Lobito —bromeó jocoso Lochón con su vocecita un tanto errática—. No hemos puesto ninguna olla con agua hirviendo para cocerte el culo —y los tres cerditos prorrumpieron en sonoras carcajadas sin pudor alguno. —Ja, ja, ja —parodió Lobo—. Qué graciosos son estos putos gorrinos fumetas. No me toquéis los huevos y despejad la mesa. He traído algo que os va a encantar. —Sí, ya veo que has traído pizzas, pero solo tres —observó Chachito con unos ojos que parecían dos puñaladas en un tomate—. ¿Qué pasa, Lobo?, ¿no tienes hambre? —No, no tengo hambre, ¿y sabéis por qué? Porque me acabo de zampar a la abuela y a la putilla encapuchada de su nieta, ja, ja, ja, ja, ja —rio Lobo estentóreo. —¡¿Qué?! —Pelochín. —¡¿Cómo?! —Chachito. —¡¿Cuándo?! —Lochón. —Justo antes de ir a buscar las pizzas. Aunque creo que la abuela se me está indigestando un poco —dijo Lobo llevándose una pezuña al estómago—. Ese vejestorio sabía a espantapájaros, hostia.
Cuando los tres cerditos salieron de su estupor, se levantaron con esfuerzo y, con no menos esfuerzo, se subieron a la mesa de centro, tirando al suelo litronas vacías, ceniceros anegados de colillas, cedés de heavy metal, un par de muñecas hinchables desinfladas, columnas de libros de bolsillo y platos con restos de comida semipodrida (al fin y al cabo eran unos cerdos), para situarse a la altura de Lobo y poder palmearle la espalda mientras lo felicitaban con sus sentidas vocecitas gorrineras.
—Joder, Lobito, enhorabuena —dijo Lochón con solemnidad. —Eres el puto amo, Lobo. El más feroz de todos, joder —añadió Chachito con sincera admiración. —Llevas intentando zamparte a ese par de cabronas desde 1812 —expresó Pelochín muy emocionado— y por fin lo has conseguido. Mierda, Lobo, estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.
Los cuatro amigos, pezuñas sobre hombro formando un círculo, asentían en silencio y se miraban conmovidos. Ninguno de ellos rompía la solemnidad de aquel momento que parecía destinado a durar toda la eternidad. Seguían asintiendo y mirándose muy serios; y seguían, y seguían, y seguían...
—Bueno, ya está bien, cojones —dijo Lobo truncando la magia del momento y pasándose el dorso de la garra por los ojos con gran rapidez—. Será mejor que acabemos de quitar toda la mierda que queda en la mesa y empecéis a comer las pizzas antes de que se enfríen. Luego os enseñaré lo que llevo en la bolsa.
Y se pusieron a ello como si despertaran con brusquedad de un bello sueño. Los tres cerditos devoraron las pizzas entre sonoros pedos acordes con la reverberación de los eructos de Lobo, que los acompañó con un par de litronas de las que no dejó ni gota. Ya saciados, los tres cerditos volvieron a limpiar la mesa de centro mientras Lobo cambiaba el cedé de Green Jelly por uno de Mucky Pup. Cuando empezó a sonar Little Pigs los tres cerditos se sentaron en el sofá, y Lobo se colocó de pie frente a ellos al otro lado de la mesa, bolsa en mano. Sacó lo que esta contenía y con gesto teatral lo dejó en la mesa.
—¡Sí, trío de capullos! ¡Ha llegado la hora de fumar en serio! —dijo Lobo mientras los miraba complacido.
Los tres cerditos, con adoración, también hacían lo propio respecto a la preciosa cachimba de cuatro mangueras que tenían delante. Ni una más ni una menos. Se miraron, se sonrieron, hicieron un levantamiento de cejas coordinado, y los cuatro se pusieron pulmones a la obra en lo que fue una gran noche de burlas al mundo y a ellos mismos mientras volaban muy, muy alto, más allá de las nubes.
La sala no es que fuera muy grande, pero sí lo suficiente para tener que acercarme hasta el escenario si quería saber qué llevaba en la cabeza el guitarrista de la banda Miruthan. Desde donde yo estaba, me parecía la cofia de una monja, y a media distancia me pareció una mitra. Pero no podía ser tal porque se prolongaba por encima de la cabeza y hacia atrás en dos vértices romos bastante pronunciados.
Cuando llegué al escenario, vi con total claridad que era una caja torácica encasquetada al revés, en cuyo esternón había sujeto un pequeño cráneo de mamífero. El bajista, en consonancia con su compañero de las seis cuerdas, exhibía un largo collar engarzado de pequeños huesos y piezas dentales, mientras que del lado izquierdo de la cadera del cantante colgaba una médula espinal.
Aparte de las túnicas negras, el resto de integrantes también mostraba su predilección por la osamenta humana y animal. No así como la corista, que fusionaba sus desgarrados registros vocales con los guturales del cantante, al tiempo que alzaba un viejo libro de cuero que sostenía abierto con una mano.
Fueron todo un descubrimiento, oh, sí, claro que sí.
Todos en la ciudad conocen la existencia del vertedero del extrarradio. Cualquiera que circule por la carretera comarcal en dirección al polígono industrial, justo en el kilómetro siete, no tiene más que mirar a la derecha y un poco hacia abajo para apreciarlo en toda su magnitud. A pesar de sus 7.550 metros cuadrados, desde ese punto concreto tampoco es que parezca gran cosa. Pero no está nada mal para un lugar, antaño salubre, del que muchos decían que no llegaría a convertirse en lo que es ahora.
El vertedero del extrarradio tiene la singularidad de que, en sus cordilleras residuales de abandono, las montañas de la izquierda se erigen en una gran variedad de escombros, mobiliario y aparatos eléctricos. Mientras que las de la derecha se alzan en toneladas indecentes de bazofia, juguetes de todo tipo y toda clase de plástico. Nadie sabe el porqué de ese orden en un caos de inmundicia, pero sigue respetándose desde el principio.
Como es lógico, en ese ecosistema ruinoso de zonas contaminantes que humean, también proliferan nubes negras de moscas en constante agitación y cientos de ratas de tamaño gatuno, por horror y desgracia del inagotable bufé libre que disponemos para ellas sin vergüenza alguna. A fin de cuentas, el vertedero del extrarradio es el destino último de todo lo material que ya no se quiere.
El lugar idóneo para quienes necesitan desembarazarse de cualquier cosa lo antes posible, sin tener que responder a preguntas incómodas.
El loco a menudo perdía la noción del tiempo. Estábamos a mediados de enero y aún no había retirado el Papá Noel que trepaba por su balcón. Pero ayer, cuando subió la persiana y abrió la puerta balconera para salir a regar las plantas, el intenso hedor que le golpeó la cara le recordó que quizá iba siendo hora de quitarlo de ahí. Era sorprendente que los vecinos, con lo entrometidos que eran, nunca se quejaran al respecto. Quizá es que sus vidas también apestaban a muerte además de a mierda como para estar jodiendo las del prójimo.
Pero así era: los adornos navideños ya descansaban en sus cajas, y el único Santa Trepador que aún se empeñaba en realizar un allanamiento de morada era el suyo. Aunque, para ser más exactos, el suyo era un mocoso muerto de ocho años. Si algo le había enseñado la experiencia, es que los cuerpos más idóneos para simular a Santa repartiendo felicidad son los que oscilan entre los cuatro y ocho años. Los que sobrepasan esa edad o son muy altos o pesan demasiado. De modo que el loco no tuvo ningún problema en descolgar al pequeño bastardo.
Una vez dentro de casa, el loco se ajustó unos guantes de látex y una mascarilla FFP3. Colocó al pequeño sobre la mesa del comedor y empezó a desvestirlo bajo la luz fría de una lámpara de led. Puso a lavar el disfraz como hacía siempre, solo que esta vez apestaba mucho más de lo normal. No era de extrañar: treinta y siete días colgando del balcón como ropa emperchada eran demasiados días. La cara no solo estaba irreconocible; el cuerpo había ennegrecido por la putrefacción y se encontraba a medio camino de la esqueletización, lo cual podría haber despertado sospechas a pesar de la ocultación que ofrecía la poblada barba blanca y el traje rojo.
Se dijo que no podía volver a pasar, y que en el calendario marcaría con una equis el día siete de enero.
Sin más dilación, cogió al niño muerto de la muñeca, lo arrastró hasta el lavabo y lo dejó dentro de la bañera. Después echó mano de su variado instrumental, dentado y filoso, y procedió a trocearlo. Como tenía práctica, acabó pronto. Luego bastaría con meter los trozos en una bolsa de basura de cien litros, dejarla en el maletero del coche, arrancarlo y recorrer los casi cinco kilómetros que lo separaban del vertedero, y por último, tratar de pasar inadvertido lo que quedara del año. Tiempo más que suficiente para decidir quién sería el Santa 26 que treparía por su balcón las próximas navidades. Hasta entonces, los niños y niñas de la ciudad estaban a salvo.
Pero antes se ducharía, pues el loco era un tipo aseado. Así que descorrió la cortina, se metió dentro de la bañera y el agua se llevó el sudor de su esfuerzo, los diminutos trozos de ser que aún quedaban y alguna que otra larva que notaba entre los dedos de los pies.
No os lo vais a creer. Yo estaba en lo alto de un púlpito de madera noble. El púlpito, colocado en medio de un gran escenario. El escenario, situado en el extremo de una sala en penumbras. Y la sala, dentro de una edificación cuya ubicación desconozco. En el otro extremo, ocupando más espacio que el escenario, había quinientas butacas dispuestas en formación militar, cada una de ellas ocupada bien por un hombre, una mujer, una niña o un niño.
Todas aquellas personas, a la espera de que iniciara mi discurso, me miraban como si quisieran adueñarse de mis pensamientos. De conseguirlo, sabrían que era la primera vez que tenía que hablar en público, y que me sentía incapaz de verbalizar lo impreso en los papeles que descansaban a pocos centímetros de mi vista, entre dos micrófonos de varilla largos.
Hasta mí llegaban las respiraciones, murmullos y crujidos de las butacas que producían al reacomodarse. Eran señales inequívocas de impaciencia, y no ayudaban en nada a vencer mi miedo escénico, así que decidí imaginarme desnudas a todas aquellas personas, pese a que la mitad de ellas eran menores, pero no funcionó. Luego las imaginé muertas además de desnudas, y el resultado fue peor: cabezas desplomadas hacia delante con las bocas babeando, y otras tantas colgando por encima de los respaldos de las butacas con miradas inexpresivas al techo, más otros cuerpos doblados por la cintura como espantajos de trapo.
«Mierda», pensé, «esto no va a salir bien». Cerré los ojos con un estremecimiento, y al abrirlos, las cabezas de los hombres y las mujeres se habían convertido en moais que me miraban con rocosa seriedad. Aunque lo que me causaba más perplejidad era la grotesca desproporción entre cabeza y cuerpo. Lo mismo que los niños y las niñas, que no eran tales, sino muñecos de ventrílocuo de grandes ojos expectantes y siniestras bocas mecanizadas.
En la sala ya no se producían crujidos de ningún tipo; menos aún murmullos y respiraciones. Sin tiempo de pensar en cómo era posible, las palabras que tenía atropelladas en la garganta se liberaron, y empecé a conferenciar con increíble fluidez. De tanto en tanto, los hombres y mujeres Moai asentían e incluso sonreían, y los niños y niñas muñeco, como si de veras tuvieran en el interior de la nuca la mano de un ventrílocuo, se agitaban y articulaban párpados y boca.
Así fue como pude impartir mi profundo conocimiento sobre la cría del champiñón cojonero por riego a aspersión en las cimas del Everest. Sobre todo en lo referido a sus múltiples propiedades curativas y nutritivas, además de las alucinógenas, del todo potentes e invasivas.