El termómetro mostraba su abrasadora realidad de mercurio. La misma que en silencio mataba a los más débiles y desfavorecidos. A esas horas, la ciudad exhalaba una hipertermia que deshacía todos los rincones.
No había por los paseos traficantes de veneno, vendedoras de sexo ni suicidas en monopatín. Tampoco predicadores con biblia en mano, anunciando el fin del mundo desde la zona elevada de los parques. Ni policías pateando en barrios donde nunca ocurre nada. No había marginados apostados en los semáforos, con sus carritos cargados con chatarra de vertedero, a la espera de la luz verde para cruzar el espejismo del asfalto encharcado.
Tan sólo había calles ardientes de fiebre y lentitud, bajo un cielo ígneo desprovisto de pájaros, quizá demasiado sedientos y enmudecidos de espanto. Nada se movía en la ciudad sofocada, porque nos manteníamos a salvo en nuestros nichos vivienda, mientras las perezosas gotas de sudor resbalaban por la curvatura de nuestra espalda mojada.
Bajo el poder desatado de Ra los días eran un seco estertor.
Quizá aquello era el verdadero infierno, y no el que nos habían hablado de pequeños nuestros falsos profetas.
El otro día volví a ver a Anfiloquio, y me contó las insólitas excentricidades que han desarrollado algunos conocidos de su entorno social, después de haber superado las oposicionesa notarías.
Uno de ellos acudió a casa de sus padres para dar la gran noticia, y sin previo aviso se fue a la cocina y apareció con una escoba sobre su barbilla. Después, con gesto precario, añadió una de las sillas del comedor. Boquiabiertos, miraban cómo intentaba equilibrar ambos objetos al mismo tiempo. El inestable espectáculo finalizó en tragedia, y los dos objetos cayeron sobre el susodicho, dañándole la frente y la dignidad, no así como el cerebro, que le venía deteriorado de serie.
Se ve que otro aprobado, en sus inicios, acostumbraba a disfrazarse de enciclopedia o rúbrica en las situaciones más inverosímiles. Ahora, cada mes desde hace tres años, se hace fotografiar vestido de Néfertiti y envía las fotos a amigos y familiares con enigmáticas dedicatorias en arameo.
Un tercero empleó tantas horas de estudio que desarrolló una complicidad enfermiza con el tiempo, y sembró toda su notaría con centenares de relojes. El buen hombre abre una hora antes para darles cuerda ya que, según él, eso le ayuda a comenzar la jornada con relajación y optimismo. No así como a sus clientes y empleados, que convulsionan de histeria o escapan de allí con un alarido, atravesando el cristal de las ventanas entre tanto tictac y tanta campanada cada cinco minutos.
Hay otro que siempre camina por las aceras hasta el agotamiento, en la misma dirección que los coches, tanto a la izquierda como a la derecha, sin llegar nunca a ninguna parte, convencido de que si no lo hace le sobrevendrá la muerte súbita.
Un quinto notario aborreció de tal modo su silla y su escritorio de estudio, que recibe a sus clientes en la bañera de su casa; no siempre vestido y llena de agua. Hubo dos que conformaron un equipo de estudio: uno, para no aburrirse, primero memorizaba las páginas pares, luego las impares y al finalizar las ordenaba en su cabeza. El otro, más normal, le daba la vuelta a los libros y los leía del revés. Ambos siguen en paradero desconocido.
Y si no el caso extremo del notario atemporal, el cual se levanta temprano, se viste de traje y corbata y sale a comprar el periódico. Después entra en el bar de toda la vida y desayuna un cruasán y un cortado. El desayuno siempre le cuesta cien pesetas; siempre. Y siempre le devuelven cinco. Y así desde hace treinta y cinco años sin atender al IPC. La familia sigue pagando la diferencia a final de mes, a sabiendas de que alterar tan desconcertante rutina puede provocarle un estado irreversible de shock.
También está el caso de Sinforoso, que una vez superadas las oposiciones creía que cada vez que amanecía sería la última. Tanto era así, que cada día dejaba abierto su despacho y se iba al bar para amorrarse al periódico y leer todas las esquelas, a ver si encontraba la suya. Para asegurarse, también memorizaba los horarios de todos los entierros a los que acudía puntual, para ver si era él el enterrado. Claro está, se le incapacitó para ejercer su profesión. Y no por estar chiflado —cosa habitual entre los de su gremio—, sino por no acudir al despacho.
En fin, si necesitas los servicios de algún notario, puedo ponerte en contacto con Anfiloquio.
Animales muertos los que no logran escapar del bosque en llamas. Los que revientan en el asfalto por conductores demasiado veloces y despistados, que no frenan para evitar una posible colisión trasera. Animales aéreos estallando contra el fuselaje de un avión. Animales marinos triturados por las hélices de las embarcaciones. Animales muertos que están en venta cuando han pasado los debidos controles de calidad. Animales muertos que te traes a casa con el resto de la compra semanal. Animales muertos dentro de tu armario y de tu nevera. Animales muertos dentro de tu cuerpo.
Quién sabe si por rotación planetaria o conjunción astral, pudo mi hermana contar con mi ayuda para satisfacer con la mayor eficacia y coordinación posibles, los reclamos y necesidades de un grupo de vociferantes púberes que a bien quiso ella en un arrebato de insensatez, hospedarles en su casa durante un par de días. Con el mayor rigor posible y templando el pulso, paso a relataros a grandes rasgos lo acaecido aquel sufrido fin de semana de un verano lejano.
Tengo pocos momentos de paz, por lo que escribo esto a escondidas y con el temor a ser descubierto. Llevo dos días secuestrado, satisfaciendo tan bien como puedo las exigencias de una aulladora jauría de jovenzuelos malcriados y quisquillosos, arañando fuerzas de flaqueza de mi estabilidad mental para no caer en el síndrome de Estocolmo. Si bien es cierto que la adolescencia es bella por lo que atesora en sí misma, huye de la razón y el sosiego, en favor del exceso y la nula utilización de la lógica.
Mi presencia solo es requerida para nutrirlos, aun a riesgo de ser amenazado con gruñidos y gestos de desaprobación, cada vez que traigo a la mesa un plato de pescado o verdura. ¡Iluso de mí!, las criaturas salvajes sólo comen carne, chuches y polos. Suerte que mi hermana, acostumbrada a lidiar con actitudes reprobatorias, consigue salvarme una y otra vez de las fauces de esos déspotas crueles e insensibles.
Las comidas y cenas de las que estoy siendo partícipe con la jauría no tienen desperdicio. Llevo dos días y medio intentado colar un par de frases coherentes, en lo que es una sarta delirante de insensateces, que de darse lugar, serían las mismas que habría entre el musgo seco y las larvas. A todo esto, cuando por fin lo logro, mi sobrino escupe la comida diciéndome que no sé dialogar y que no dejo que nadie lo haga. Encima mi hermana me traiciona y en lugar de defenderme prorrumpe en carcajadas que se unen a las de toda la jauría. Mientras recogemos utensilios y adecentamos la cocina, la jauría ya con sus apetencias colmadas, asaltan el congelador en tropel, se van al comedor y encienden la aborrecible caja de imágenes.
De nada sirve que les triplique la edad: con la excusa de que molesto y no estoy en la onda, me han desterrado a la terraza desde donde los observo a través del cristal. Más que sentados, están desmadejados aquí y allá sin orden ni concierto, sintonizando un programa en el que una patulea de iletrados, jaleados por un presentador cretino, se escupen bajezas los unos a los otros e insultan a personajes de la farándula de tres al cuarto no presentes en el plató, con el mérito incuestionable de hacerlo todos a la vez. Cuando el subidón de semejante bazofia lo requiere, el realizador del programa hace un barrido panorámico sobre el público que aplaude, cuyos rostros sonrientes muestran evidentes carencias neuronales.
Pronto desatienden el televisor en favor de desgastarse en la piscina. Es tal el despliegue de energía que la convierten en un mar embravecido. Cómo no, también teclean con asombrosa pericia sobre sus pantallas táctiles. No puedo asegurarlo, pero creo que en lugar de mandar WhatsApp al exterior, se los mandan entre ellos en detrimento del don del vocabulario, que sólo es utilizado ante una foto o tuit de supuesto ingenio. En esos momentos para, quien como yo pertenece al gremio de los tontos que anteponen la libertad al uso de la tecnología, siento que el alma se me diluye pies abajo, y pierdo la poca fe que tenía en las generaciones venideras para capear las tormentas sociales del futuro. No obstante, para no abundar en el pesimismo, debo decir que las madres se han intercambiado información, y aseguran que sus retoños aprueban los exámenes del instituto sin utilizar métodos fraudulentos.
Cuando ya es noche cerrada y han repasado sus vidas y las ajenas concentradas en las redes, deciden irse a dormir dando las buenas noches como un mero trámite. Casi levito de alegría, pues eso supone mi liberación y el cumplimiento de mi compromiso. Así que, aunque todavía tengo que pasar la noche que dará paso al amanecer del lunes, escribo esto desde la prudencia y la esperanza, sabedor de que podré escapar cuerdo y de una pieza, pese a los traumatizantes episodios a los que he sido sometido.
P.S.: En la actualidad, algunos componentes de la jauría son mayores de edad y otros están a meses de serlo. También parece ser que, de momento, han desarrollado adicciones sanas, pero nunca han leído un libro. Y todo lo escriben sin vocales.
Tened cuidado que ya han llegado las altas temperaturas, las insolaciones y las deshidrataciones. Pero sobre todo—aparte de indigentes y ancianos— tened cuidado vosotras, mujeres y jóvenes lolitas de anatomía variada pero siempre apetecible, que os embutís en atrevidos shorts por comodidad y por una debida regulación de vuestra temperatura corporal. Tened cuidado, joder, porque corréis el riesgo de sufrir las increpaciones de alguna musulmana radical. Y si eso sucede, vuestro caluroso día veraniego se volverá delirante, y os asaltarán muchas preguntas cuyos motivos para formularlas creíais ya superados.
Tened cuidado, queridas, amigas y enemigas. La Madre Que Parió Al Pato Negro y el que suscribe está con vosotras. Pues en tiempos de calor y sudor cuanta menos ropa mejor.
Yo intentaba escribir desde la penumbra de mi hogar. El flexo proyectaba su acogedora luz sobre la pantalla y el teclado. Todo estaba dispuesto, pero la tranquilidad que siempre necesito para tal fin, era alterada en su totalidad por detonaciones tan cercanas y distantes de mi posición, como incesantes y molestas, que realizaban innumerables agrupaciones de cretinos y algún que otro solitario discapacitado.
Yo intentaba escribir, pero no sentía la fluidez acostumbrada. Daba igual que la música elegida fluctuara entorno a mí. De nada servía que la sangre de uva con la que regaba mis entrañas deleitara mi paladar y evocara cierta inspiración; a veces esquizofrénica, cuando no risible; a veces poética, a veces cualquier otra cosa. No había posibilidad alguna de concentración. Sin poder evitarlo, la ciudad y yo éramos víctimas colaterales de la maldición que supone la celebración de una tradición.
Los hospitales, los ambulatorios y el SEM, atendían a cientos de idiotas mayores y menores de edad por dolencias derivadas de quemaduras de primer y segundo grado, afecciones oculares por sucumbir al misterioso hipnotismo de las llamas, y amputaciones parciales por explosiones a destiempo. A su vez, los bomberos se ocupaban de pequeños incendios en zonas urbanas, agrícolas y forestales. Y las fuerzas del orden, entre tanto desorden, actuaban por diversos delitos contra la persona y el patrimonio.
Todo muy humano y reconocible.
Salvo los simpatizantes de la hoguera y los consabidos hijos de perra de la orgía pirotécnica, no había perros y gatos callejeando por las zonas habituales. Estaban demasiado ocupados en lidiar con su terror y sus taquicardias, agazapados en sus escondrijos. Y las sufridas mascotas sintientes que tenían un hogar, vomitaban y temblaban en el regazo de sus dueños mientras que afuera los celebrantes reían.
Así que bienvenidos al infierno, animalitos. Bienvenidos seamos todos a la mística noche del 23 de junio. A la mágica noche de San Juan, sí.
Es tan sabido que es más fácil destruir que construir, como que al humano se le da mejor lo primero que lo segundo. Un día leí que las sociedades y los países los construimos entre todos. Pero cuando tomas conciencia de la realidad, también te das cuenta de que los que arman los cimientos son los mismos que los pervierten hasta provocar el derrumbe, sin que sobre ellos caiga nunca ningún cascote.
Por ello son más responsables que nosotros, pese a que nosotros los colocamos en esa posición de poder.
Hablo del político deshonesto y de sus palmeros: el alcalde hijo de perra, el empresario mafioso, el periodista sectario, el juez, abogado y fiscal corruptos, el sindicalista vividor, el médico negligente, el policía sin escrúpulos, el traficante amigo, el militar y su patriotismo de campanario, el presidente del club de fútbol, el cura pederasta, etc.
Semejante tendencia secular acaba por arrastrarnos a un estado de continuo desengaño y supervivencia, donde sobrevive el que mejor se adapta al medio, que en este caso no es el más fuerte, sino el más indeseable: el esclavo que le hace la rosca al amo, el que se vende a sí mismo, a un familiar o una amistad, el votante obtuso, el chivato, el enterado, el subnormal 3.0, la retrasada 3.0, el idiota desconocido que cae en gracia y la televisión lo encumbra, el que no piensa porque ya piensan por él, el que se abstrae de todo cuanto le rodea, el crédulo que nunca contrasta, el que suscribe la versión oficial...
Y los antedichos, a su vez, propician y perpetúan la adaptación de otra clase dominante, como la inculta princesa del pueblo, el sanguinario mata toros, el presentador de programas amarillistas, el concursante de telerrealidad, el influencer, youtuber y tiktoker recicladores de mierda, el encargado de recursos humanos, la rata de ayuntamiento, el funcionario indolente...
Y luego estás tú, con tu honestidad cada vez más débil, sin traspasar las líneas rojas por jodido que estés. Sin pisar al de al lado porque quizá eres muy tonto, o mejor que ellos, aunque eso sirva de poco o de nada.
Y quizá como yo te preguntas por qué a la gente le gusta hacer cola para conseguir el último grito tecnológico. Por qué la gente compra cosas que no necesita. Por qué colapsamos las carreteras al empezar y acabar cualquier puta fiesta. Por qué la gente imita los ridículos comportamientos de los anuncios publicitarios y las chorradas de los personajes de las teleseries. Por qué hay gente que lleva gafas de sol por la noche. Por qué hay peatones que cruzan su semáforo en rojo. Por qué en gran parte del planeta somos tan dados a la apariencia y no nos cortamos a la hora de generar vergüenza ajena. Por qué hay conductores que nunca ceden el paso cuando es de cebra. Por qué cojones hablamos gritando. Por qué hostias vamos al puerto de montaña cuando el parte meteorológico advierte de un temporal de nieve. Por qué la gente se mete en la playa cuando ondea la bandera roja.
Somos así de gilipollas por pura supervivencia y adaptación a un modelo de civilización siempre fallido, porque nunca respetamos esos supuestos valores cimentadores.
Puesto a soñar —me pasa a menudo—, me pregunto qué haría falta para erradicar todo ese enorme poso de cáncer e infección, de inercia egocentrista acumulada, y así poder construir de nuevo en un planeta tan limpio y virgen como fuera posible. Supongo que primero habría que retroceder hasta el origen del mal, y como mínimo destruir desde los cimientos dos mil años de cultura.