Clavaste tus colmillos en mi cuello en 1348, y me diste a conocer lo antinatural de sobrevolar a la misma muerte. Me susurraste al oído que te sentías sola y necesitabas un compañero, y probé el sabor de mi sangre en tu boca cuando me besaste aquella primera vez, mientras la peste bubónica se llevaba a millones de almas desde todos los rincones de Eurasia.
Y empezamos a amarnos.
Tú me amaste en 1492, cuando los conquistadores españoles llevaron a cabo uno de los grandes genocidios de la Historia. Y yo te amé en 1770, cuando el Imperio Británico perpetró un apocalipsis aún mayor.
Entonces también lloramos.
Tú y yo nos amamos allá por 1793, aquel glorioso año en el que por fin guillotinaron a aquellos hijos de puta. Y celebramos el hecho enfrentando nuestros sexos al resguardo de sucias callejuelas impregnadas de tuberculosis, ahogado nuestro éxtasis en el fervor embrutecido del sufrido populacho. También nos amamos en 1830, durante la fiebre del oro y las cargas de caballería que masacraron a los nativos norteamericanos.
Y de nuevo nos sumimos en el llanto.
Tú me quisiste como nadie en 1879, cuando la luz eléctrica nos permitió leer en la oscuridad a los que serían los grandes clásicos de la literatura universal. Y yo te quise como nunca en 1914, cuando nadie imaginaba que después de la Gran Guerra vendría otra todavía peor.
Nos quisimos en 1918, cuando hizo su aparición una nueva asesina en serie. Cuando el hombre descubrió la penicilina en 1928 y se creyó a salvo de toda enfermedad. Y nos deseamos en 1945, cuando el mundo cambió con la división del átomo y aquella amenaza se instaló para siempre sobre la conciencia colectiva del hombre.
Después de tanta locura ya no nos quedaron lágrimas. Después de tanto dolor el tiempo siguió demostrándonos que nada cambiaba. Después de todo aquello te convenciste de que quizás la inmortalidad no valía la pena.
Tú y yo fuimos animales enloquecidos durante cientos de años, embriagándonos de nuestra carne mientras todo cuanto nos rodeaba envejecía una y otra vez. Tú y yo fuimos salvajes criaturas de la noche, más por el horror que presenciamos que por lo que éramos.
No éramos peores que los sanguinarios colonos europeos, que los que militaron en las tropas napoleónicas, en la Armada Invencible o en la Panzer División. No éramos más monstruosos que los artífices del Holocausto, ni éramos más inhumanos que el peor de los dictadores.
Ahora llevo meses viviendo al margen de todo desde que no estás. Arrastrando el peso de mi soledad por la oscuridad de las calles, atestadas de víctimas potenciales que nunca llegarían a ser tú, demasiado abstraídas en sus pantallas de cristal líquido. Ahora deambulo perdido, añorando tus labios y las curvas que hicieron de ti la más cautivadora de las criaturas nocturnas, la más lujuriosa de las semidiosas.
Hoy camino solo por última vez, esperando en esta loma alejada del mundo, a que aquellos mismos rayos de luz que permitiste que te tocaran, consuman aquello en lo que me convertiste y que el viento, en mi primer y último amanecer desde aquel beso de sangre, por qué no, lleven mis cenizas junto a las tuyas allí donde estén, para que pueda amarte una vez más.