Españoles, mi ordenador personal ha muerto. La máquina de excepción que asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a la blogosfera española, ha entregado su vida en el cumplimiento de una misión trascendental, que no era otra que esparcir el mensaje, contaminar la red y, en definitiva, añadir un poco más de mierda al ya de por sí maloliente contexto.
Yo sé que en estos momentos, estas sentidas palabras llegarán a vuestros hogares (muchos de ellos aún por pagar) y se unirán a vuestros murmullos y plegarias. Es natural: es el llanto de la blogosfera española, que siente la angustia infinita de un servidor que ha perdido a uno de sus seres más queridos. Es la hora del dolor y de la tristeza, y también la de aflojar la pasta para comprar otro.
Atrás quedan, para la posteridad, catorce años de entrega incondicional, tanto diurna, vespertina como nocturna, estuviera yo ebrio, sobrio, o ninguna de las dos cosas. Fui testigo de su última jornada de trabajo ayer por la tarde, y hoy ya descansa en el Valle de las CPUs chamuscadas junto con otros hermanos caídos.
Españoles, calculo que dentro de cuatro o cinco días podré escribir en condiciones dignas y no por el móvil, para poder continuar con mi deber patrio de arrojar pesimismo y oscuridad a través de este medio, y de paso inmiscuirme sin vergüenza alguna en vuestras vidas cibernéticas. Sin más que añadir: ¡Viva Honduras! ¡Viva el Salvador!
Llevo unos días lidiando contra ciertos pensamientos incómodos y oscuros que están mermando mi paz espiritual.
He probado a comer alimentos que nunca he comido, beber líquidos que nunca he bebido y, aun a riesgo de parecer gilipollas, hablar de cosas que desconozco. Y he acabado bebiendo sin tener sed, comiendo sin tener hambre y hablando sin tener nada que decir. Eso sí: me he sentido muy humano y casi caigo enfermo. Luego he transitado por superficies inhóspitas que nunca he pisado hasta llegar a lugares remotos en los que nunca he estado. Y no he visto nada diferente que no haya visto en otros sitios conocidos. Ya me entendéis: gente.
También he consumido música, cine y literatura alabada por la prensa especializada, y me han acometido ataques epilépticos, ardores, diarreas y ansias de perpetrar una masacre. Y he practicado métodos menos agresivos, como jugar al ajedrez conmigo mismo, hacer sudokus y resolver el cubo de Rubik bajo la alcachofa de la ducha con el agua fría. Pero nada.
He recurrido a mi surtido de blasfemias cotidianas tales como defecar en el santoral, en vírgenes, iglesias, religiones y dioses. Pero eso es algo que llevo haciendo desde los trece años, incluso estando de buen humor y con la mente en blanco, así que no ha servido de nada. Tampoco cuando lo he intentado con programas de televisión y radio, prensa roja y azul, monarquías, ejércitos, ideologías, nacionalismos y votantes obtusos.
Por si fuera poco, he estado explotando burbujas de embalaje sentado en los bancos de las plazas hasta altas horas de la noche. Me he pasado horas de vaivén en los columpios de los parques infantiles con la mirada perdida, y me he lanzado de cabeza por los toboganes una y otra vez hasta que los niños pequeños se han puesto a llorar y sus madres acomplejadas me han mirado con indignación y desprecio.
Y no digáis que no lo he intentado de veras, pues para pensar con claridad también me he ido al río a tirar piedras hasta que se han acabado. He saltado a la comba con descoordinación ante las fachadas de los sex shops para reencontrarme con mi niñez. He arriesgado la vida en los pasos de cebra en hora punta en busca de algún estímulo extremo. Nada, nada ha funcionado: ni siquiera estar siete horas haciendo de mimo en la misma postura para conectar con mi yo interior.
Y hoy, por último, falto de esperanzas y apenas reconociéndome, he acabado en la consulta del médico —no recuerdo si pública o privada— y me ha diagnosticado que estoy aquejado de un nivel medio-alto de misantropía de la cual no existe remedio, salvo irse al espacio como Calleja pero sin intención de volver. Ha sido tan gracioso que lo he cogido de la pechera y lo he incapacitado de por vida para el ejercicio de su profesión. Y qué extraño, he vuelto a pensar con claridad y los pensamientos oscuros e incómodos han dejado de atormentarme.
Sin duda, el empirismo está bien, pero hay que ir más al médico.
Hoy una halitosis densa y extrema ha invadido mi espacio vital y se ha colado por mis fosas nasales en pocos segundos. Pocos pero intensos. Suerte que ha sido cuando llevaba las gafas puestas, porque si no, ahora tendría las retinas y las pestañas incineradas. Pese a todo, han pasado ya cuatro horas y aún sigo aturdido.
Como nos enseñó Spiderman, todo poder conlleva una gran responsabilidad. Y ahora mismo esa persona es responsable de cualquier vida, animal o humana, que esté al alcance de sus exhalaciones. No me cabe duda de que, si no lo remedia, será la criatura más solitaria del planeta.
Hacía mucho tiempo que no veía un arcoíris, y ahora mismo, al tiempo que escribo esto, tengo uno enfrente de mi ventana, perfectamente definido en toda su colorida curvatura, con sus siete razones más que inapelables para hacerme sentir insignificante y dejarme absorto.
Hace un par de horas llovía y el día era gris como el plomo, y en un capricho celeste, una porción encapotada de las alturas se ha abierto y el sol ha iluminado la mitad de la ciudad mientras que la otra ha seguido en penumbras. En la parte iluminada, la lluvia caía a cámara lenta como en un sueño, y en la otra, el mundo era un cuadro de trazos cenicientos y oscuros. Ha sido en ese momento mágico cuando el arcoíris ha decidido coronar tan hipnótico contraste.
Después, en cuestión de minutos, el sol se ha ocultado y el arcoíris ha palidecido hasta desaparecer, dando paso a un intenso arrebol que ha encendido el cielo para luego apagarse en un azul profundo como el océano. Ha sido una pena que hoy no estuvieras conmigo, querida desconocida. Era el momento perfecto para desvestirnos a dentelladas y follar bajo el arcoíris como buenos hijos enloquecidos de Pachamama.
Para olvidarse del aborrecible mundo de los hombres y abrazar desnudos las maravillas de Gaia.
¡Bienvenidos todos y todas al circo de la vida! ¡Nadie les preguntó si querían figurar en él, pero aquí están! ¡Bienvenidos, pues, al mundo desigual de los afortunados y los ganadores! ¡De los desafortunados y los perdedores! ¡De los adaptados y los inadaptados!
No se pierdan a la psicóloga que repara mentes menos dañadas que la suya propia y encima cobra por ello. Sorpréndanse con el militar de alto rango que lleva toda la vida en el ejército y habla de lo sufridas que son las guerras cuando no ha vivido ninguna. Escuchen con gran atención a personas solteras de innegable fealdad exterior elogiar la belleza interior. Lloren con el niño que buscó durante años a su madre y al encontrarla se enteró de que fue ella quien lo abandonó. Y disfruten, oh, sí, del gran espectáculo de la niña obesa que soñaba con ser modelo de pasarela y acabó siendo toxicómana; ahora sí que está delgada, ¡miren, miren!
Quédense con la boca abierta cuando escuchen a personas de vidas acomodadas hablar sobre cómo lidiar contra la hambruna y la miseria cuando siempre han tenido la nevera llena. Y no dejen de ver nuestra pequeña representación teatral sobre un cuento universal versado en el empresario millonario que levantó su imperio de la nada. Pasen por aquí y conmuévanse con el enamorado que regó flores con su propia sangre y las entregó a la mujer que luego lo rechazó. Y sientan la profunda tristeza de la mujer más bella de los anuncios de champú que se quedó calva a causa de la quimioterapia y ya no tiene quien la pretenda.
¡Pero no se vayan todavía, que queda lo mejor! ¡He aquí nuestra atracción preferida, damas y caballeros! Entren y mírense los unos a los otros. ¿Es que no lo ven? También tenemos monstruos de feria y payasos, sí, ¡payasos de todas las clases!
Lo que hizo esa mujer en horas de trabajo fue la gota que colma, la gran vacilada y el pasotismo supremo. Y aunque de eso ya hace diez años, lo seguimos teniendo grabado a fuego en las retinas, por lo que no puede seguir impune por más tiempo. No basta con que pidiera perdón y el Gran Arquitecto se lo diera. Cuando se descubre a una bruja, no es suficiente con que haya quedado retratada: también hay que meterle la escoba por el culo, aun compartiendo al cien por cien el uso que le hubieran dado Los Sirex de tenerla.
Pero hoy el universo sonríe a los justos y donde Themis falló, triunfamos nosotros. Porque ahora, después de años de concienzuda planificación y templanza, mis amigos Crisógono, Demenciano, el Loco y yo tenemos a esa mujer donde queremos, que no es otro sitio que el apolillado maletero de nuestro Ford Falcon, dirección a un lugar donde el silencio es monarca y la paz eterna, hostia y amén.
Una vez allí, coche aparcado y fardo humano al hombro transportado por turnos, con el mutismo de la luna como testigo, el denso humo de la matuja y la voz nasal de B-Real guiando nuestros pasos, vamos al punto más alto de la colina de los cipreses a cavar una tumba. Ahí, la otrora Ministra de Sanidad y Consumo de España, podrá jugar al Candy Crush todo lo que quiera sin temor a que las cámaras de televisión la graben como hicieron en el Congreso.
Eso si consigue desatarse y quitarse el iPad de la boca, claro.
Hoy sí recuerdo lo que he soñado. Eras tú otra vez, claro. Seguía tu silueta en los capítulos de un libro que hablaba de lo que construimos juntos. En una historia complicada de la que todavía no me atrevo a enfrentar el epílogo si no es contigo. Estabas justo al lado del punto y aparte de cada página; más allá de los puntos suspensivos y los espacios en blanco.
Te he rozado con los dedos y casi logro retenerte entre los signos de exclamación de todo lo que quise gritarte; entre los signos de interrogación de todo lo que nunca me atreví a preguntar. Pero te has desvanecido en el último momento y te he vuelto a perder. Y de nuevo he despertado en mi lado de la cama, solo, con un puñado de paréntesis vacíos y un dolor en el pecho.
Acabo por fin el turno de noche y llego al impasible bloque de ladrillo especulado antes de que amanezca. Entro en mi confortable habitáculo, cierro la puerta con llave y me quedo tranquilo en medio del silencio, pues noto algo en mi interior que pugna por salir. Cuando noto que llega el momento, gesticulo boca y cabeza como el león de la metro, y me cebo en el acto de liberar el exceso de aire de mi tracto digestivo hasta no quedar nada.
Por lo visto, los ochenta y ocho metros cuadrados habitables de mi nicho vivienda no son suficientes para contener la resonante y prolongada onda expansiva producida, pues se extiende al suelo del piso de arriba donde vive la Tere, señora de edad respetable con vocación de vigilancia sin nóminaque, como duerme menos que una jirafa y tiene la audición de una polilla, no puede abstenerse de decir: «¡aaalaaa, mi niño!».
Yo no puedo más que reír. Me desvisto, me meto en la cama y desaparezco bajo el edredón. A los pocos segundos me tiro un pedo que suena como el enérgico desgarro de una sábana. También me he vuelto a cebar, pero la Tere no dice nada; al menos, nada que yo oiga. Después de este reajuste interior, me duermo justo cuando el mundo comienza a despertar. Cuando lo haga yo serán las tres de la tarde, horas después de que todo haya arrancado, y volveré a preguntarme qué será lo que sueño que nunca me acuerdo.
Lo siguiente, en algún momento del nuevo día, supongo que será explorar techo y paredes por si han aparecido nuevas grietas.