Pese a que tengo predilección por la montaña, estaba dejándome mecer por las frías aguas de la Costa Brava. Estaba yo lidiando con la corriente de resaca, sopesando la posibilidad de rendirme y dejarme arrastrar mar adentro, o bien agitar los brazos en señal de socorro, para que alguna vigilante tetuda fuera a por mí si no lo hacía antes el tiburón tigre. Había otros tantos inconscientes que se pasaban por el forro testicular las advertencias de Mitch.
Estaba yo fascinado con la embrujadora tonalidad oscura del agua, de un ligero verde grisáceo, como lo estarían todas las féminas de la playa si yo fuera Aquaman, dispuesto a cubrirlas con mis músculos de acero y llenarlas de dicha con mi gran polla marina. Estaba yo delirando, joder, porque estaba a punto de hundirme, cuando decidí regresar a la orilla nadando en paralelo a la playa, abriéndome paso entre orina humana, medusas hostiles, algas y sal marina.
Estaba a salvo en una playa mediterránea no muy masificada, con la debida protección solar y bajo la indispensable sombra. Por la superficie incandescente transitaban esclavos de mediana edad, jubilados arrugados y anatomías tan diversas como las reacciones que provocaban al contemplarlas. También había más de un centenar de pequeñas y laboriosas criaturas con gorritos demasiado grandes para sus cabecitas, inmersas en sus arenosas obras arquitectónicas con sus rastrillos y palas de plástico, comunicándose entre ellas con alaridos de animal asesinado.
Entonces, un ser alado que no pude identificar, se cagó justo encima de la funda que protege mi libro digital, y descubrí la esencia de lo imprevisible y lo poco que controlamos todo.
Tal vez incluso podría cruzarme con Eva María.